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He servido como soldado en demasiados países y he conocido a demasiadas personas como para caer en la insensatez de dictar sentencias sobre nadie. Les cuento a ustedes lo que he visto y ustedes sacarán sus propias conclusiones. No me gustaron ni Escocia ni los escoceses; el lugar me pareció muy húmedo y los habitantes más bien primitivos. Estaban adornados con todas las excelentes cualidades que más me atacan a los nervios… frugalidad, diligencia y sosa gazmoñería. Las mujeres, por su parte, son en general unas cosas amables y vocingleras que sin duda resultan útiles en la cama siempre y cuando los gustos de uno vayan por ese camino. (Un amigo mío que se acostaba con la hija de un clérigo escocés me describió sus encuentros con ella como una especie de combate con un sargento de dragones). Los hombres me parecieron serios, hostiles y codiciosos, y ellos, a su vez, me consideraban insolente, arrogante y apuesto.

Eso por regla general; pero había excepciones, como ustedes verán. Lo mejor que descubrí fueron el oporto y el clarete, para el cual los escoceses tienen un gusto exquisito, aunque nunca me aficioné al whisky.

La unidad a la que yo había sido destinado se encontraba en un lugar llamado Paisley, cerca de Glasgow, y, cuando me enteré de lo que era, poco faltó para que desertara. Pero me dije que regresaría al Undécimo en cuestión de unos meses y que no tenía más remedio que tomarme la medicina aunque ello me obligara a permanecer algún tiempo lejos de una existencia como Dios manda. Mis malos presagios se cumplieron con creces, pero, por lo menos, la vida no resultó aburrida, que era lo que yo más me temía. Muy al contrario.

Por aquel entonces se registraba un gran malestar en todas las zonas industriales de Gran Bretaña, lo cual me importaba un bledo y, de hecho, jamás me había molestado en leer las noticias relacionadas con dicho asunto. Los trabajadores se encontraban en un estado de gran agitación y la gente comentaba los disturbios en las ciudades textiles, la rotura de telares por parte de los tejedores y la detención de los cartistas[9], pero los más jóvenes pasábamos de todo eso. Cuando te has criado en el campo o vives en Londres, esas cosas no significan nada para ti y lo único que yo sacaba en claro de todo aquello era que los pobres se habían soliviantado y querían trabajar menos a cambio de más dinero y los propietarios de las fábricas no estaban dispuestos a ceder. Puede que hubiera algo más, pero lo dudo y nunca nadie me ha convencido de que fuera algo más que una guerra entre ambas partes. Siempre lo ha sido y siempre lo será mientras un hombre tenga lo que otro no tiene, y al que Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

Al parecer, san Pedro había dado de lado a los trabajadores con la ayuda del Gobierno, y los soldados éramos la espada del Gobierno. Las tropas salían a la calle para aplastar a los agitadores, se les leía la Ley de Sedición y de vez en cuando se producían enfrentamientos entre ambas partes y se registraban algunas muertes. Ahora soy bastante neutral y tengo el dinero bien guardado en el banco, pero, por aquel entonces, las personas a quienes yo conocía maldecían con toda su alma a los trabajadores y decían que los deberían ahorcar, azotar y deportar a todos, y yo era partidario de que así se hiciera, tal como decía el duque. Ustedes no tienen ni idea hoy en día de lo fuertes que eran entonces los sentimientos. Los obreros textiles eran considerados un enemigo del mismo calibre que los franceses o los afganos. Había que aplastarlos dondequiera que se levantaran, y lo teníamos que hacer nosotros.

Como ustedes comprenderán, yo tenía unas ideas un poco confusas acerca de los motivos de todo aquello, pero, en algunas cosas, veía algo más que la mayoría de mis conciudadanos. Y lo que yo veía era que no estaba mal que los soldados británicos más escogidos combatieran contra los extranjeros, pero cosa muy distinta era que lo hicieran contra su propio pueblo, pues buena parte de los soldados del Undécimo, por ejemplo, pertenecía a la clase trabajadora, y a mí no me parecía bien que lucharan contra los suyos. Así lo dije, pero se limitaron a contestarme que la disciplina lo resolvería todo. «Bueno —pensé—, puede que sí y puede que no, pero el que se encuentre atrapado entre una muchedumbre por un lado y una columna de chaquetas rojas por el otro no será el viejo Flashy».

La localidad de Paisley estaba muy tranquila cuando me enviaron allí, pero las autoridades contemplaban con recelo toda aquella zona, considerada un foco de disturbios. Estaban adiestrando una milicia por si acaso, y ésa fue la tarea que me encomendaron a mí: un oficial de un regimiento escogido de caballería adiestrando a una infantería irregular. Era lo que cabía esperar. Por suerte, los hombres resultaron ser un buen material; muchos de los mayores eran veteranos de las guerras napoleónicas, y el sargento había combatido en el 42 Regimiento en Waterloo.

Me alojaron en la residencia de uno de los principales propietarios de fábricas de la zona, un ricachón de larga nariz y severa mirada que vivía con cierto lujo en una casa de Renfrew y que, a su manera, me hizo sentir a gusto cuando llegué.

—Nosotros no tenemos en gran estima a los militares, señor —me dijo—, y podríamos pasarnos muy bien sin ustedes. Pero puesto que, gracias a la debilidad del Gobierno y a toda esta maldita bobada de la Reforma, nos encontramos en esta apurada situación, tenemos que soportar la molestia de la presencia de los soldados a nuestro alrededor. ¡Un escándalo! ¿Ha visto usted a esos desgraciados de mi fábrica, señor? ¡Si por mí fuera, ahora mismo enviaría a la mitad de ellos a Australia! Y que los demás sintieran retortijones en la tripa durante una o dos semanas… entonces dejarían de maullar.

—No tema, señor —le contesté—. Nosotros le protegeremos.

—¿Qué no tema? —replicó—. Yo no tengo miedo de nada, señor. John Morrison no tiembla ante los gemidos de sus obreros, se lo aseguro. En cuanto a protegerme, ya veremos —añadió, mirándome con desdén.

Puesto que yo tendría que vivir con la familia —no hubiera podido negarse a facilitarme alojamiento dado el asunto que me había llevado hasta allí—, el hombre salió conmigo de su estudio y me acompañó a la sala de estar de la familia, cruzando el oscuro vestíbulo de su mansión. Toda la casa era tremendamente fría y oscura y olía a moho y rectitud, pero cuando el señor Morrison abrió la puerta de la sala de estar y me hizo pasar, me olvidé de todo lo que me rodeaba.

—Señor Flashman —dijo—, le presento a la señora Morrison y a mis cuatro hijas. —Pronunció los nombres como si pasara lista—. Agnes, Mary, Elspeth y Grizel.

Di un taconazo e hice una estudiada reverencia. Iba de uniforme y la capa ribeteada de oro y los calzones color de rosa del Undécimo de Húsares ya eran famosos y me sentaban muy bien. Cuatro cabezas se inclinaron en respuesta y una quinta asintió… la de la señora Morrison, una alta mujer de nariz aguileña, en la cual se podía entrever toda la ajada belleza de un buitre. Hice un apresurado inventario de las hijas: Agnes, pechugona y misteriosamente agraciada… sería aprovechable. Mary, pechugona y vulgar… no lo sería. Grizel, delgada y tímida y todavía colegiala… no. Elspeth no se parecía a ninguna de las demás. Era guapa, rubia, de ojos azules y mejillas sonrosadas, y fue la única que me sonrió con la sincera y simple sonrisa de los seres auténticamente estúpidos. Tomé nota inmediatamente y dediqué toda mi atención a la señora Morrison.

La tarea no fue nada fácil, pueden creerme, pues era una avinagrada tirana que me miraba con la misma expresión con que miraba a todos los soldados, ingleses, por supuesto, y a los hombres de menos de cincuenta años de edad… como unos seres frívolos, ateos, inútiles e indignos. En eso parece ser que el marido la apoyaba, y las hijas no me dijeron ni una sola palabra en toda la noche. Hubiera deseado mandarlas a todas al infierno (excepto a Elspeth), pero, en su lugar, decidí mostrarme amable, modesto e incluso humilde con la esposa, por lo que, cuando nos sentamos para la cena —servida, por cierto, con gran ceremonia—, la mujer ya se había ablandado hasta el extremo de dedicarme una o dos sonrisas avinagradas.

«Bueno, algo es algo», pensé y aumenté mi puntuación diciendo «amén» en voz alta cuando Morrison rezó en acción de gracias, y preguntando, para remachar el clavo —era un sábado—, a qué hora se celebraba la función religiosa a la mañana siguiente. Morrison tuvo el detalle de mostrarse cortés conmigo una o dos veces, pero, aun así, me alegré de poder refugiarme finalmente en mi habitación, cuyos tonos marrón oscuro la hacían semejante a una lóbrega tumba.

Puede que ustedes se pregunten por qué razón me tomé la molestia de congraciarme con aquellos puritanos pelmazos. La respuesta es que yo siempre he puesto especial empeño en ser amable con cualquier persona que alguna vez me pueda ser útil. Además, le había echado un poco el ojo a la señorita Elspeth y, sin la buena opinión de la madre, no hubiera podido abrigar la menor esperanza con respecto a ella.

Por consiguiente, participé en las oraciones de la familia, la acompañé a la iglesia, por la noche oí cantar a la señorita Agnes, ayudé a la señorita Grizel a hacer los deberes, fingí interesarme por la conversación de la señora Morrison —despreciativa, reprobatoria y exclusivamente limitada a sus amistades en Paisley—, dejé que la señorita Mary me instruyera en el tema de las flores de su jardín, y escuché el monótono zumbido de los comentarios del viejo Morrison acerca de la situación del comercio y la incompetencia del Gobierno, y, entre aquellos libertinos placeres de la vida de un soldado, conversé de vez en cuando con la señorita Elspeth y descubrí que era tonta de capirote. Aun así, la chica era innegablemente apetecible y, a pesar de toda la piedad y el temor al fuego del infierno que le habían inculcado, me pareció entrever una cierta impudicia en su mirada y en su labio inferior, por lo que, al cabo de una semana, ya había conseguido que se enamorara de mí con tanta vehemencia y pasión como cualquier otra chica. No fue nada difícil: los jóvenes y deslumbrantes oficiales de caballería de anchas espaldas no abundaban demasiado en Paisley, y yo había decidido echar mano de todo mi encanto.

Sin embargo, del dicho al hecho hay un trecho, tal como suele decirse, y mi dificultad estribaba en poder reunirme con la señorita Elspeth en el lugar y el momento adecuados. Durante el día yo estaba muy ocupado con la milicia, y por la tarde sus padres la seguían como una sombra. Más por simple afán de guardar las formas que por otra cosa, creo yo, pues para entonces ya parecían confiar plenamente en mí, pero la situación resultaba de lo más embarazosa y yo ya estaba empezando a experimentar una considerable desazón. Al final, fue su padre quien llevó el asunto a una provechosa conclusión… cambiando con ello toda mi vida y la de su hija. Y todo porque él, John Morrison, el que tanto presumía de intrepidez, resultó ser más tímido que un ratón.

Un lunes, a los nueve días de mi llegada, se produjo un gran tumulto en una de las fábricas; una máquina aplastó el brazo de un joven obrero y sus compañeros hicieron una protesta y organizaron una reunión en la calle delante de la entrada de la fábrica. Eso fue todo, pero un insensato magistrado perdió la cabeza y ordenó que se llamara a las tropas «para reprimir a los alborotadores». Envié a su mensajero a paseo, en primer lugar porque la reunión no parecía peligrosa —aunque hubo mucha agitación de puños y muchos gritos y amenazas, eso sí—, y, en segundo término, porque no tengo por costumbre causar sufrimiento.

Como era de esperar, la reunión se dispersó, pero no sin que antes el magistrado hubiera sembrado el pánico y la alarma ordenando que se cerraran las tiendas y los postigos de las ventanas y qué sé yo qué otras sandeces. Le dije a la cara que era un insensato, ordené a mi sargento que enviara a los milicianos a casa (pero que los tuviera preparados para una posible llamada) y me dirigí al trote a Renfrew.

Encontré a Morrison sumido en un estado de desesperación. Me miró desde la puerta principal de la casa con el rostro ceniciento y me preguntó:

—¿Van a venir, en nombre de Dios? ¿Por qué no se ha puesto usted al frente de sus tropas, señor? Nos van a asesinar por culpa de su negligencia.

Le dije con la cara muy seria que no había peligro y que, en caso de haberlo habido, su lugar debiera haber estado sin duda en la fábrica para imponer el orden a los bribones. Se puso a gimotear… raras veces he visto a un hombre tan asustado, y lo digo yo, que soy un auténtico cobarde de nacimiento y hablo por ello con conocimiento de causa.

—¡Mi lugar está aquí —replicó en tono quejumbroso—, defendiendo mi casa y a mis niñas!

—Yo creía que hoy estaban en Glasgow —dije, entrando en el vestíbulo.

—Mi pequeña Elspeth está aquí —dijo él, soltando un gruñido—. Si entraran las turbas…

—Vamos, por Dios —exclamé sin poder disimular mi mal humor, pues el imbécil del magistrado ya me había sacado de mis casillas y sólo me faltaba el pelmazo de Morrison—, las turbas ya no están. Se han ido a casa.

—¿Y se quedarán en casa? —preguntó lloriqueando—. ¡Me odian, señor Flashman, malditos sean todos! ¿Y si entraran aquí? ¿Qué sería de mí… y de mi pobrecita y pequeña Elspeth?

La pobrecita y pequeña Elspeth estaba sentada en el asiento de la repisa de la ventana, admirando su imagen reflejada en los cristales sin dar muestras de la menor inquietud. Al verla, se me ocurrió una idea extraordinaria.

—Si está usted preocupado por ella, ¿por qué no la envía también a Glasgow? —le pregunté con indiferencia.

—¿Está usted loco, señor? ¿Una joven sola por esos caminos?

Traté de tranquilizarlo: yo la escoltaría y la conduciría sana y salva junto a su mamá.

—¿Y me dejaría a mí aquí? —gimoteó.

Le sugerí que nos acompañara. Pero no quiso. Más tarde pensé que, a lo mejor, guardaba su caja fuerte en la casa.

Se pasó un rato murmurando y tartamudeando, pero, al final, el temor por su hija —totalmente infundado por lo que se refería a las turbas— lo venció y ambos fuimos enviados en una calesa conducida por mí, mientras ella tarareaba alegremente ante la perspectiva de la excursión y su amante progenitor me daba instrucciones y me suplicaba con consternados gimoteos en el momento de ponernos en marcha:

—Cuide de mi pobre corderita, señor Flashman.

—Tenga por seguro que así lo haré, señor —le contesté. Y lo hice.

Las riberas del Clyde eran por aquel entonces un lugar muy placentero en el que todavía no se habían construido las barriadas obreras que ahora las afean. Recuerdo que estaban cubiertas por una suave bruma vespertina y que el cálido sol estaba a punto de ponerse. Al cabo de unos dos kilómetros, sugerí a la señorita Elspeth que nos detuviéramos para dar un paseo entre los árboles que bordeaban la orilla. Ella lo deseaba ardientemente, por lo que dejamos a la jaca ramoneando y nos adentramos en un soto. Sugerí que nos sentáramos, y observé que la señorita Elspeth también lo deseaba ardientemente… así me lo hizo saber su preciosa y vacua sonrisa. Creo que le dije en susurros unas cuantas ocurrencias, jugueteé con su cabello y la besé. A continuación, me puse a trabajar en serio y entonces el deseo de la señorita Elspeth ya no conoció límites. Quince días después aún me quedaban las profundas y enrojecidas huellas de sus garras en la espalda.

Cuando terminamos, ella se tendió medio adormilada sobre la hierba como una gatita satisfecha y, tras lanzar unos cuantos suspiros de placer, me preguntó:

—¿Es eso lo que quiere decir el cura cuando habla de la fornicación?

Sorprendido, le contesté que sí.

—Vaya —dijo—. ¿Por qué le tendrá tanta manía?

Pensé que ya era hora de reanudar el camino hacia Glasgow. Había conocido a muchas mujeres ignorantes y sabía que la señorita Elspeth debía de ocupar uno de los primeros lugares entre ellas, pero no había imaginado hasta aquel momento que no tuviera la más mínima idea acerca de las relaciones humanas más elementales. (Y, sin embargo, en mis tiempos había conocido a muchas mujeres casadas que no establecían la menor conexión entre los retozos con sus maridos en la cama y la concepción de los hijos). Simplemente no comprendía lo que había ocurrido entre nosotros. Le había gustado, por supuesto, pero no había pensado en ninguna otra cosa… ni en las consecuencias, ni en el sentido de culpa, ni en la necesidad de guardar secreto. En ella, la ignorancia y la estupidez formaban un perfecto escudo contra el mundo. Supongo que en eso consiste la inocencia.

Experimenté un sobresalto, puedo asegurarlo. Me la imaginé comentando alegremente: «Mamá, ¿a que no adivinas lo que hemos hecho esta tarde el señor Flashman y yo…?». No es que me preocupara demasiado, pues, en el fondo, me importaba un bledo la opinión de los Morrison y si no eran capaces de cuidar de su hija, peor para ellos. Sin embargo, cuantos menos problemas hubiera, mejor; por su propio bien, confiaba en que la chica mantuviera la boca cerrada.

La acompañé de nuevo a la calesa, la ayudé a subir y pensé en lo guapa y tonta que era. Curiosamente, en aquel momento experimenté por ella una súbita oleada de afecto como jamás había sentido por ninguna otra mujer… a pesar de que muchas habían sido bastante más satisfactorias que ella. Fue algo que no tuvo nada que ver con nuestros retozos sobre la hierba. Mientras contemplaba el dorado cabello que le enmarcaba el rostro y su risueña expresión de felicidad, sentí un profundo deseo de conservarla a mi lado no sólo en la cama sino en todo lugar. Quería ver su cara, la forma en que se alisaba el cabello y la dulce serenidad de su mirada. «Oye, Flashy, ten cuidado, muchacho», recuerdo haber pensado. Sin embargo, me quedó dentro una extraña sensación de vacío y, de entre todos los recuerdos de mi vida, no hay ninguno más claro que el de aquella tibia tarde a orillas del Clyde en que Elspeth me sonrió bajo los árboles.

Casi tan claro como ése, aunque menos agradable, es el recuerdo que conservo de Morrison cuando, unos días más tarde, agitó el puño delante de mi rostro y me gritó, con las mejillas congestionadas por la furia:

—¡Maldito sinvergüenza! ¡Maldito demonio ladrón, lujurioso y violador! ¡Le haré ahorcar por eso, pongo a Dios por testigo! ¡Con mi propia hija y en mi propia casa! ¡Señor Jesús! Ha entrado aquí furtivamente como una maldita víbora…

Se pasó un buen rato desbarrando hasta que, al final, pensé que le iba a dar un ataque. La señorita Elspeth había satisfecho casi todas mis expectativas… sólo que no se lo había dicho a su mamá, sino a Agnes. El resultado fue el mismo, naturalmente, y se armó un gran revuelo en la casa. La única que estaba tranquila era Elspeth, lo cual no sirvió de nada, pues cuando yo negué las acusaciones del viejo Morrison y éste arrastró a su hija delante de mí para mostrarme mi infamia, tal como él la llamaba, ella afirmó con la mayor naturalidad del mundo que sí, que la cosa había ocurrido junto a la orilla del río durante el camino hacia Glasgow. Me pregunté si sería un poco retrasada. Es una cuestión que jamás he podido dilucidar por completo. En vista de ello, ya no pude negarlo por más tiempo, y opté por seguir otro camino. Maldije a Morrison y le pregunté qué otra cosa podía esperar si dejaba a su bella hija al alcance de un hombre. Le dije que en el ejército no éramos unos monjes, y él se puso a gritar como un energúmeno y me arrojó un tintero que, afortunadamente, no dio en el blanco. Para entonces, ya habían entrado en la estancia las demás componentes de la familia, las hijas se habían desmayado —menos Elspeth— y la señora Morrison se estaba acercando a mí con una expresión tan asesina que di media vuelta y eché a correr como alma que lleva el diablo.

Levanté el campamento sin tiempo siquiera para recoger mis efectos personales —que, por cierto, no me fueron enviados—, y llegué a la conclusión de que lo mejor sería establecer mi base en Glasgow. Lo más probable era que en Paisley se armara un revuelo, por lo que decidí ir a ver al comandante local y, de hombre a hombre, explicarle la conveniencia de encomendarme otras tareas que no me obligaran a regresar allí. La situación sería un poco embarazosa, pues el comandante era un maldito puritano presbiteriano. Al final, no fui a verle y, en su lugar, recibí una visita.

Era un tipo de unos cincuenta años, de hombros envarados, modales un tanto bruscos, gallardía casi militar, rostro moreno y fríos ojos grises. Parecía un sujeto más bien inofensivo, pero en cuanto entró fue directamente al grano.

—¿El señor Flashman, supongo? —me preguntó—. Me llamo Abercrombie.

—Otro día será, buen hombre —repliqué—. Hoy no pienso comprar nada, por consiguiente, cierre la puerta al salir.

Ladeó la cabeza y me miró fijamente.

—Muy bien —dijo—. Eso me facilita las cosas. Pensé que era usted un blandengue, pero veo que es eso que se llama un fullero.

Le pregunté qué quería decir.

—Muy sencillo —me contestó, tomando tranquilamente asiento—. Tenemos una amistad común. La señora Morrison de Renfrew es mi hermana. Elspeth Morrison es mi sobrina.

Fue una noticia muy desagradable, pues el tipo no me gustaba ni un pelo. Se le veía demasiado seguro de sí mismo. Le miré sin pestañear y le dije que tenía una sobrina muy guapa.

—Me alegro de que así lo crea —contestó—. Lamentaría pensar que los húsares no saben distinguir.

Me miró en silencio y entonces yo empecé a pasear por la habitación.

—El caso es —añadió— que tenemos que tomar disposiciones para la boda. Estoy seguro de que no querrá usted perder el tiempo.

—¿Qué demonios quiere decir? —pregunté, soltando una carcajada—. No pensará que me vaya casar con ella, ¿verdad? Dios bendito, debe de estar usted loco.

—¿Y eso por qué? —preguntó.

—Porque no soy tan tonto como para eso —contesté. De repente, me molestó su insolencia y el tono de voz que estaba empleando conmigo—. Si todas las chicas que están dispuestas a darse un revolcón con el primero que encuentran consiguieran casarse, quedarían muy pocas solteronas, ¿no cree? ¿Y supone usted que vaya dejar que me empujen a una boda por semejante nimiedad?

—Se trata de la honra de mi sobrina.

—¡La honra de su sobrina! ¡La honra de la hija de un fabricante de tejidos! ¡Vamos, hombre, se le ve demasiado el plumero! Ha visto una estupenda oportunidad de cazar un buen partido, ¿eh? La oportunidad de casar a su sobrina con un caballero, ¿no es cierto? Han olfateado una fortuna, ¿verdad? Bueno pues, permítame decirle…

—En cuanto a la excelencia de la boda —dijo él—, antes preferiría verla casada con un macaco. ¿Debo deducir que rechaza usted el honor de aceptar la mano de mi sobrina?

—¡Menudo descaro! Deduce usted muy bien. ¡Y ahora, largo de aquí!

—Muy bien —dijo con un extraño brillo en los ojos—. Era lo que esperaba —añadió, alisándose la chaqueta mientras se levantaba.

—¿Qué quiere usted decir, maldita sea su estampa?

Me miró sonriendo.

—Le enviaré a un amigo para que hable con usted. Él se encargará de todo. No soy partidario de los duelos personalmente, pero, en este caso, me encantará alojarle una bala en el cuerpo o hundirle la hoja de un arma blanca en el vientre —se encasquetó el sombrero en la cabeza—. Supongo que debe de hacer por lo menos cincuenta años que no se celebra un duelo en Glasgow. Causará una gran sensación.

Le miré boquiabierto de asombro, pero me sobrepuse enseguida.

—Señor mío —le dije, mirándole con desdén—, no pensará que me vaya batir con usted, ¿verdad?

—Ah, ¿no?

—Los caballeros se baten con los caballeros —le expliqué con arrogancia—. No se baten con los tenderos.

—En eso se vuelve usted a equivocar —me dijo jovialmente—. Soy abogado.

—Pues entonces quédese con sus leyes. Tampoco nos batimos con los abogados.

—Siempre que pueden evitarlo, supongo. Pero va usted a tener dificultades para negarse a batirse con un compañero oficial, señor Flashman. Verá usted, aunque ahora sólo tengo un destino en la milicia, he pertenecido al 93 de Infantería (¿habrá usted oído hablar de los Sutherlands, supongo?) y he tenido el honor de alcanzar el grado de capitán. E incluso he prestado servicio en el campo de batalla —me miró con una sonrisa casi benévola—. Si duda usted de la veracidad de mis palabras, puede hablar con mi antiguo jefe, el coronel Colin Campbell[10]. Buenos días, señor Flashman.

Ya había llegado a la puerta cuando yo recuperé el habla.

—¡Váyanse usted y él al carajo! ¡No pienso batirme con usted!

Se volvió.

—En tal caso, tendré el gusto de azotarle en la calle. Su propio jefe, milord Cardigan, si no me equivoco, disfrutará de una amena lectura cuando vea la noticia en el Times.

Comprendí inmediatamente que me tenía atrapado. Sería mi ruina profesional… nada menos que a manos de un maldito oficial de infantería y, encima, retirado. Permanecí de pie, dominado por la furia y el temor, y maldije el día en que había puesto los ojos en su infernal sobrina mientras mi mente buscaba afanosamente una salida. Probé a utilizar otra táctica.

—Es posible que no se dé usted cuenta de con quién está hablando —le dije, preguntándole si no había oído hablar del incidente con Bernier y suponiendo que era algo universalmente conocido, incluso en la primitiva región de Glasgow, algo que también le hice notar.

—Me parece recordar un párrafo —contestó—. Dios bendito, señor Flashman, ¿tengo que echarme a temblar? ¿Quiere que me ponga de rodillas? Bastará con que sostenga con firmeza la pistola, ¿verdad?

—¡Maldita sea —grité—, espere un momento!

Se quedó de pie, mirándome fijamente.

—Muy bien, ojalá reviente —le dije—. ¿Cuánto quiere?

—Pensé que llegaríamos a eso —dijo—. Los cobardes como usted suelen echar mano de la bolsa cuando están acorralados. Pierde usted el tiempo, señor Flashman. Le arrancaré la promesa de casarse con Elspeth… o la vida. Yo preferiría lo segundo. Pero tendrá que ser o lo uno o lo otro. Elija.

De ahí no lo pude sacar. Supliqué, juré y prometí toda suerte de reparaciones excepto una boda; estaba casi a punto de echarme a llorar, pero fue como intentar mover una roca. O casarme o morir… a eso se reducía todo, pues no me cabía la menor duda de que aquel hombre era un experto en el manejo de la pistola. No hubo nada que hacer: tuve que ceder y decir que me casaría con la chica.

—¿Está seguro de que no prefiere batirse en duelo? —me preguntó casi con tristeza—. Qué lástima. Me temo que los convencionalismos obligarán a Elspeth a cargar con un hombre despreciable, pero qué le vamos a hacer.

Después pasó a discutir los detalles de la boda… ya lo tenía todo preparado.

Cuando finalmente conseguí librarme de él, me tomé un buen trago de brandy y las cosas no me parecieron tan negras. Por lo menos, no se me ocurría pensar en nadie con quien prefiriera casarme y acostarme y, cuando uno tiene dinero, una esposa no tiene por qué ser necesariamente un gran estorbo. Además, nos iríamos enseguida de Escocia y yo no tendría que aguantar a su condenada familia. Aun así, sería una molestia infernal… ¿qué le diría a mi padre? No tenía ni la más remota idea de cómo se lo iba a tomar… no me desheredaría, pero probablemente se pondría hecho una furia.

No le escribí hasta que todo terminó. La ceremonia se celebró en la abadía de Paisley, cuyo interior era tan negro como mis pensamientos. La contemplación de los alargados y mojigatos rostros de los parientes de mi novia me revolvió el estómago. Los Morrison me habían vuelto a dirigir la palabra y se mostraban muy amables conmigo en público. La cosa se había presentado como un repentino flechazo entre un deslumbrante húsar y una hermosa provinciana y, por consiguiente, tenían que simular que yo era su yerno ideal. Pero el muy bruto de Abercrombie no se apartaba en ningún momento de mi lado, sin duda para cerciorarse de que yo cumpliera todas las expectativas, lo cual resultó bastante desagradable.

Cuando todo terminó y los invitados empezaron a emborracharse como cubas según la costumbre escocesa, Elspeth y yo nos fuimos en un carruaje no sin antes despedirnos de sus padres. El viejo Morrison estaba completamente bebido y ofreció un espectáculo repugnante.

—¡Mi pequeña corderita! —gimoteó—. ¡Mi pobre y pequeña corderita!

Debo señalar que su corderita estaba encantada y tan poco emocionada como si acabara de comprarse un par de guantes en lugar de atrapar a un marido. Lo había aceptado todo sin un murmullo y, al parecer, no estaba ni contenta ni disgustada, lo cual me mosqueaba bastante.

Sea como fuere, su padre se pasó un buen rato lloriqueando, pero, cuando se volvió hacia mí, se limitó a emitir un gutural gruñido y le cedió el lugar a su mujer. Después, yo hice restallar la fusta y nos fuimos.

No recuerdo ni aunque me maten dónde pasamos la luna de miel —creo que en una casita alquilada de un lugar de la costa cuyo nombre he olvidado—, pero sí recuerdo que la cosa fue muy movida. Elspeth no tenía idea de nada, pero, al parecer, lo único que la sacaba de su habitual letargo era tener a un hombre a su lado en la cama. Era una compañera siempre dispuesta, a quien yo enseñé unos cuantos trucos de Josette. Se los aprendió con tanto entusiasmo que, cuando regresamos a Paisley, yo estaba completamente exhausto.

Allí me esperaba el mayor golpe de mi vida. Cuando abrí la carta y la leí, me quedé sin habla. Tuve que leerla una y otra vez para poder captar su sentido.

Lord Cardigan se ha enterado de la boda contraída recientemente por el señor Flashman, oficial de su regimiento, y la señorita Morrison de Glasgow.

En vista de dicha boda, Su Señoría considera que el señor Flashman no deseará seguir sirviendo en el Undécimo de Húsares (del príncipe Alberto), sino que preferirá dimitir o trasladarse a otro regimiento.

Eso era todo. Firmado «Jones», el pelotilla de Cardigan. No recuerdo lo que dije, pero fue lo suficiente como para que Elspeth se me acercara corriendo. Me rodeó la cintura con sus brazos y me preguntó qué me pasaba.

—Me pasa un desastre infernal —le contesté—. Tengo que ir a Londres enseguida.

Al oírlo, lanzó un grito de entusiasmo y empezó a parlotear, comentando emocionada que podría visitar los lugares de interés, codearse con la sociedad, poner una casa en la ciudad, visitar a mi padre —pobres de nosotros— y qué sé yo qué otras idioteces. Yo estaba demasiado trastornado como para prestarle atención y, por su parte, ella ni siquiera se fijó en mí mientras permanecía sentado entre las cajas y los baúles que los criados habían llevado desde el coche a nuestro dormitorio. Recuerdo que, en determinado momento, le dije que era una tonta y le ordené que cerrara la boca, lo cual la indujo a guardar silencio un minuto; después volvió a la carga, diciendo que no sabía si contratar a una doncella francesa o a una inglesa.

Todo el viaje hacia el sur me lo pasé furioso e impaciente por hablar con Cardigan. Sabía lo que había ocurrido. El maldito imbécil se había enterado de la boda a través de la prensa y había llegado a la conclusión de que Elspeth no era «adecuada» para uno de sus oficiales. Puede que a ustedes les parezca ridículo, pero eso era lo que entonces ocurría en un regimiento como el Undécimo. Bien estaban las mujeres de la alta sociedad, pero cualquier cosa que oliera a comercio o a clase media era anatema para Su Encumbrada Señoría. Bueno, pues yo no iba a permitir que me mirara por encima del hombro, tal como él tendría ocasión de comprobar. Eso pensé en mi juvenil necedad.

Primero llevé a Elspeth a casa. Le había escrito a mi padre durante la luna de miel y él me había enviado una carta diciendo: «¿Quién es esa desventurada jovenzuela, por el amor de Dios? ¿Sabe la pobrecilla qué es lo que tiene al lado?». Por consiguiente, todo iba bien en este sentido. Cuando llegamos allí, ¿a que no adivinan quién fue la primera persona con quien nos tropezamos en el vestíbulo? Pues nada menos que Judy, vestida de amazona. Me miró con una irónica sonrisa en los labios en cuanto vio a Elspeth —seguramente la muy bruja había adivinado lo que había detrás de la boda—, pero yo le devolví la pelota durante las presentaciones.

—Elspeth —dije—, ésta es Judy, la puta de mi padre.

Se le puso la cara colorada como un tomate, y yo las dejé allí para que se fueran conociendo y fui en busca del jefe. No estaba en casa, como de costumbre, por lo que decidí ir directamente a ver a Cardigan a su casa. Cuando entregué mi tarjeta, se negó rotundamente a recibirme, pero yo, ni corto ni perezoso, aparté a un lado a su mayordomo y decidí subir de todos modos.

Hubiera tenido que ser una entrevista muy tormentosa y con palabras muy duras, pero no lo fue. El solo hecho de verle enfundado en su bata de estar por casa con cara de haber pasado revista me calmó bastante los ánimos. Cuando me preguntó con sus acostumbrados fríos modales por qué razón había entrado en su casa sin permiso, yo le pregunté a mi vez por qué razón quería expulsarme del regimiento.

—A causa de su boda, Fuashman —me contestó—. Tenduía que haber compuendido las consecuencias de su acción. Es algo totalmente inaceptable, ¿compuende? No me cabe duda de que la dama debe de ser una joven de altas puendas, pero no es… nadie. En vista de ello, su dimisión es de todo punto necesauia.

—Pero es muy respetable, milord —dije yo—. Le aseguro que pertenece a una excelente familia. Su padre…

—Es dueño de una fábuica —dijo él, interrumpiéndome—. Jo, jo. Eso no se puede consentir. Mi queuido señor, ¿acaso no pensó usted en su posición? ¿No pensó en el uegimiento? ¿Qué poduía yo contestar, si alguien me pueguntaua qué es la esposa del señor Fuashman? «Ah, pues su padue es un fabuicante de tejidos de Guasgow, ¿sabe usted?».

—¡Pero eso será mi ruina! —exclamé a punto de echarme a llorar ante el estúpido esnobismo de aquel hombre—. ¿Adónde iré? ¿Qué regimiento me querrá aceptar si me expulsan del Undécimo?

—Nadie le expulsa, Fuashman —me dijo, esforzándose por ser amable—. Es usted quien dimite. Una cosa muy distinta. Jo, jo. Se tuaslada a otuo sitio. No hay ninguna dificultad. Le apuecio, Fuashman; en uealidad, tenía depositadas guandes espeuanzas en usted, pero usted las ha destuido con su locúa. Tenduía que estar muy enojado. Peuo le ayudaué en todo lo que haga falta. Tengo influencia en la Guaudia Montada, ¿sabe?

—¿Adónde iré? —pregunté tristemente.

—Lo he estado pensando y se lo voy a decir. No estauía bien que se tuasladaua usted a otuo uegimiento del país; seuá mejor que se tuaslade a ultuamar, cueo. A la India, sí…

—¿A la India? —pregunté, mirándole horrorizado.

—Pues sí. Allí se puede hacer caueua, ¿sabe? Bastauán unos cuantos años de seuvicio allí paua que se olvide el asunto de su dimisión de mi uegimiento. Después volveuá a casa y lo enviauán a otuo mando.

Se mostraba tan seguro e imperturbable que no pude decir nada. Sabía lo que estaba pensando: a sus ojos no era mejor que los oficiales indios a los que él tanto despreciaba. A su manera, había sido amable conmigo; en la India podían hacer caueua los soldados que no podían conseguir otra cosa mejor… y que sobrevivían a las fiebres, el calor, las epidemias y la hostilidad de los nativos. En aquel momento me encontraba en mi punto más bajo; el pálido y altivo rostro y la suavidad de su voz parecieron desvanecerse ante mí; sólo fui consciente de una súbita cólera y de la firme decisión de que adondequiera que fuera, no sería la India… aunque se empeñaran en ello mil Cardigans.

—O sea que no piensas ir, ¿eh? —me preguntó mi padre cuando se lo dije.

—Antes me muero —contesté.

—Te vas a morir si no vas —dijo él, riéndose de buena gana—. ¿Qué otra cosa crees que podrías hacer?

—Abandonar el Ejército.

—Eso ni hablar —me dijo él—. Te compré las insignias y por Dios que las vas a llevar.

—No me puedes obligar.

—Muy cierto. Pero desde el día en que las devuelvas no me sacarás ni un maldito penique. De qué vivirás; ¿me lo quieres decir? Y, encima, con una esposa que mantener. No, no, Harry, no puedes nadar y guardar la ropa.

—¿Quieres convencerme de que tengo que ir?

—Pues claro que irás. Mira, hijo mío y posible heredero mío, te vaya decir lo que ocurre. Tú eres un manirroto y un inútil… puede que tenga yo en parte la culpa, pero eso es secundario. Mi padre también era un inútil, pero yo supe abrirme camino. Puede que tú también lo consigas, pero estoy seguro de que no aquí. Lo conseguirás pagando las consecuencias de tu locura… y eso significa la India. ¿Me sigues?

—Pero ¿y Elspeth? —dije—. Sabes que no es un país adecuado para una mujer.

—Pues no te la lleves. En cualquier caso no durante el primer año, hasta que te hayas aclimatado un poco. La chica es bonita. No pongas esta cara de pena, señor mío; puedes pasarte una temporada sin ella… en la India hay montones de mujeres y puedes ser tan bruto con ellas como te dé la gana.

—¡Eso no es justo! —grité.

—¡No es justo! Pues tendrás que aprenderte la lección. Nada es justo, insensato jovenzuelo. Y no me vengas a decir que no quieres irte y dejarla. Aquí estará a salvo.

—¿Contigo y con Judy, supongo?

—Conmigo y con Judy —contestó mi padre en un suave susurro—. No estoy muy seguro de que la compañía de un bribón y una puta no sea mejor para ella que la tuya.

Así fue cómo me fui a la India y cómo se echaron los cimientos de una espléndida carrera militar. Me sentía terriblemente maltratado y, de haber tenido valor, le hubiera dicho a mi padre que se fuera al infierno. Pero él me tenía atrapado y lo sabía. Incluso dejando aparte la cuestión del dinero, no hubiera podido plantarle cara, tal como tampoco se la había podido plantar a Cardigan. En aquellos momentos los odiaba a los dos con toda mi alma. Más tarde, mi opinión acerca de Cardigan mejoró, pues, a su arrogante, testaruda y esnobista manera, trató por todos los medios de ser honrado conmigo. En cambio, a mi padre jamás lo perdoné. Estaba jugando a comportarse como un cerdo, y lo sabía y le hacía gracia divertirse a mi costa. Sin embargo, lo que realmente me indispuso con él fue el hecho de que no creyera que Elspeth me importaba un rábano.