Los dragones del Undécimo de la Brigada Ligera acababan por aquel entonces de regresar de la India, donde habían prestado servicio desde antes de que yo naciera. Eran un regimiento de combate y —lo digo sin el menor orgullo por ser miembro de un regimiento, pues jamás lo tuve, sino como una simple constatación— probablemente las mejores tropas montadas de Inglaterra, cuando no del mundo, y, sin embargo, se había registrado una pérdida constante de oficiales desde su regreso a casa. Y la razón era James Brudenell, conde de Cardigan.
Todos ustedes habrán oído hablar de él sin duda. Los escándalos del regimiento, la Carga de la Brigada Ligera, la vanidad, la estupidez y la extravagancia de aquel hombre se han convertido en historia, y, como buena parte de la historia, contiene un considerable fundamento de verdad. Pero yo le conocí probablemente como muy pocos oficiales le conocieron, y me parecía un personaje divertido, temible, vengativo, encantador y decididamente peligroso. Era el mayor insensato que jamás haya habido en este mundo… aunque no se le puede culpar del fracaso de Balaclava; eso fue culpa de Raglan y Airey. Además, era el hombre más arrogante que jamás he conocido en mi vida, estaba más seguro de su razón de lo que hubiera podido estar cualquier hombre —incluso cuando se equivocaba—, y todo el mundo era testigo de su testarudez. Ése era su rasgo más acusado, la clave de su carácter: él nunca se podía equivocar.
Dicen que, por lo menos, era valiente. Pero no es verdad. Era simplemente estúpido, demasiado estúpido como para tener miedo. El temor es una emoción, y todas sus emociones se concentraban entre sus rodillas y su esternón; nunca alcanzaban a su razón, más bien escasa, por cierto.
Pese a todo, jamás se le hubiera podido calificar de mal soldado. Algunos fallos humanos son virtudes militares, como, por ejemplo, la estupidez, la arrogancia y la estrechez mental. Cardigan mezclaba las tres cosas con una extraordinaria afición por el detalle y la precisión; era un perfeccionista, y el Manual de Instrucción de Caballería era su Biblia. Podía realizar u obligar a realizar todo lo que encerraban las tapas de aquel libro con una maravillosa eficiencia, y ¡ay de aquél que fallara en su actuación! Hubiera podido ser un sargento de instrucción de primera… sólo un hombre dotado de una mente capaz de llegar a semejantes grados de locura hubiera podido colocarse al mando de seis regimientos en el valle de Balaclava.
Sin embargo, yo le dedico cierto espacio porque desempeñó un papel significativo en la carrera de Harry Flashman y, puesto que mi propósito es mostrar de qué forma el Flashman de Tom Brown se convirtió en el glorioso Flashman al que se dedican diez centímetros en el Quién es quién, empeorando considerablemente su imagen en el transcurso de dicho proceso, debo decir que fue un buen amigo para mí. Jamás me comprendió, naturalmente, lo cual no es de extrañar. Tuve buen cuidado de no permitírselo.
Cuando le conocí en Canterbury, ya había reflexionado largo y tendido acerca de la manera en que debería comportarme en el ejército. Estaba empeñado en pasarlo lo mejor posible y en entregarme a la mayor cantidad de perversas diversiones que pudiera —mis contemporáneos que alaban a Dios los domingos y que durante la semana frecuentan de tapadillo los burdeles infantiles, lo calificarían mojigatamente de conducta depravada—, pero yo siempre he sabido cómo comportarme con mis superiores y resplandecer ante sus ojos, un rasgo de mi carácter que Hughes señaló debidamente, Dios lo bendiga. Mi determinación a ese respecto era muy firme y, puesto que lo poco que yo sabía de Cardigan me decía que éste valoraba por encima de todo la elegancia y el boato, me tomé ciertas molestias a mi llegada a Canterbury.
Me dirigí al cuartel general del regimiento en un coche, enfundado en mi nuevo y resplandeciente uniforme, seguido de mis caballos y un carro lleno de pertrechos. Cardigan no me vio llegar, por desgracia, pero debió de enterarse de la noticia, pues, cuando me presentaron a él en el cuarto de su asistente, estaba de muy buen humor.
—Jo, jo —dijo, estrechándome la mano—. Es el señor Fuashman. ¿Cómo está usted, señor? Bienvenido al uegimiento. Un cauaje estupendo, Jones —añadió, dirigiéndose al oficial que tenía al lado—. Me encanta ver a un oficial elegante. Señor Fuashman, ¿cuánto mide usted?
—Metro ochenta, señor —contesté, lo cual era más o menos cierto.
—Jo, jo. ¿Y cuánto pesa, señor?
No lo sabía, pero calculaba que unos setenta y ocho kilos.
—Demasiado para un duagón de una buigada ligeua —dijo sacudiendo la cabeza—. Pero hay algunas compensaciones. Tiene una figúa adecuada, señor Fuashman, y un porte marcial. Cumpla atentamente con sus debeues y nos llevauemos muy bien. ¿Dónde ha cazado usted?
—En Leicestershire, milord —contesté.
—Un lugar inmejouable —dijo—. ¿Veudad, Jones? Muy bueno. Señor Fuashman… espeuo veule a menudo. Jo, jo.
Que yo recordara, jamás en mi vida nadie había sido tan amable conmigo, exceptuando los pelotilleros como Speedcut, que no contaban. Descubrí que Su Señoría me estaba empezando a gustar, sin darme cuenta de que lo estaba viendo bajo la luz más favorable. Cuando estaba de buen humor, era un hombre encantador y de aspecto sumamente agradable. Era más alto que yo, se mantenía enhiesto como una lanza y poseía una esbelta figura y unas manos ahusadas. Aunque tenía apenas cuarenta años, ya estaba calvo y ostentaba sólo unos mechones de cabello por encima de las orejas y un bigote impresionante. Tenía una nariz aguileña y unos saltones ojos azules que no parpadeaban jamás… y contemplaban el mundo con la serenidad propia de un aristócrata cuyo antepasado más lejano también era aristócrata desde la cuna. Es la mirada por la cual un advenedizo daría la mitad de su fortuna, esa mirada imperturbable del niño mimado por la fortuna que sabe con inamovible certeza que tiene razón y el mundo está ordenado justamente para su satisfacción y su placer. Es la mirada que provoca temblores en los subordinados y desata revoluciones. La vi entonces, y siempre fue la misma a lo largo de todo el tiempo que estuve con él, incluso durante el pase de lista al pie de los Altos de Causeway, cuando el siniestro silencio que siguió a los nombres fue mudo testigo de la pérdida de quinientos hombres bajo su mando.
—Yo no tuve la culpa —dijo entonces, y no se limitó a creerlo sino que lo supo con toda certeza.
Tuve ocasión de verle con otro estado de ánimo antes de que finalizara la jornada, pero, por suerte, yo no fui el objeto de su cólera sino todo lo contrario.
El oficial de servicio, un amable y joven capitán llamado Reynolds[5], cuyo rostro estaba tan colorado como un ladrillo rojo tras haber servido en la India, me acompañó en un recorrido por el campamento. Desde un punto de vista profesional, era un buen soldado, pero muy callado y sin la menor energía. Yo me mostré más bien despectivo y sin duda insolente en mi trato, pero él lo aceptó todo sin hacer el menor comentario y se limitó a explicarme qué era qué y a buscarme un criado antes de terminar el recorrido en las cuadras, donde se albergaban mi yegua —a la que, por cierto, había bautizado con el nombre de Judy— y mi caballo de batalla.
Los mozos habían enjaezado a Judy con sus mejores arneses de cuero —que eran lo mejorcito que había salido de las manos del más hábil talabartero de Londres— y, mientras Reynolds la admiraba, milord se acercó a caballo con un humor de mil demonios. Se detuvo a nuestro lado, y señaló con una mano que temblaba de furia hacia unas tropas que acababan de entrar en el patio de los establos al mando de su sargento.
—¡Capitán Ueynolds! —bramó con la cara intensamente escarlata—. ¿Son ésas sus tuopas?
Reynolds contestó que sí.
—¿Y se ha fijado usted en sus pieles de oveja? —rugió Cardigan. Se refería a las pieles de oveja de las sillas—. ¿Las ve usted, señor? ¿De qué color son, quisieua yo saber? ¿Me lo puede usted decir, señor?
—Blanco, milord.
—¿Blanco dice usted? ¿Es usted tonto o qué, señor? ¿Acaso es daltónico? No son blancas sino amauillas… ¡por falta de atención, descuido y negligencia! Le digo yo que están sucias.
Reynolds guardó silencio y Cardigan siguió rugiendo.
—Eso poduía estar bien en la India, donde usted apuendió lo que puobablemente llama su deber. Pero aquí no lo tolero, ¿compuende usted, señor? —Sus ojos recorrieron el establo y se posaron en Judy—. ¿De quién es este caballo? —preguntó.
Se lo dije, y él se volvió con expresión triunfal hacia Reynolds.
—Ya ve usted, señor, un oficial uecién incoupouado y ya les puede dar lecciones a usted y a sus demás compañeuos de la India. La piel de oveja del señor Fuashman es blanca, tal como debeuían ser las suyas… y lo seuían si usted supieua lo que son la disciplina y el ouden. Peuo no lo sabe, señor, se lo digo yo.
—La piel de oveja del señor Flashman es nueva, señor —dijo Reynolds, lo cual era cierto—. Con el tiempo pierden color.
—¡No me venga ahoua con excusas! —replicó Cardigan—. ¡Jo, jo! Le digo, señor, que si usted supieua cuál es su deber, las pieles se limpiauían y, si fueuan demasiado viejas, se uenovauían. Pero usted no sabe nada de todo eso, clauo. Supongo que sus descuidados sistemas indios ya le pauecen suficiente. ¡Pues peumítame deciule que no lo son! Mañana estas pieles tenduán que estar limpias, ¿me oye, señor? ¡Tenduán que estar limpias, de lo contuauio, le consideuaué uesponsable, capitán Ueynolds!
Dicho lo cual, se alejó al galope con la cabeza muy alta y yo oí su «jo, jo» mientras saludaba a alguien fuera del patio de los establos. Me alegré de haber sido objeto de una alabanza, y creo que se lo comenté a Reynolds. Éste me miró de arriba abajo como si me viera por primera vez, y me dijo con aquel extraño acento galés que se adquiere tras una larga permanencia en la India:
—Sí, ya veo que lo hará usted muy bien, señor Flashman. Puede que lord Jo Jo no nos aprecie demasiado a los oficiales indios, pero le gustan los fulleros y estoy seguro de que usted será un fullero estupendo.
Le pregunté qué quería decir.
—Un fullero —contestó— es un tipo que llama mucho la atención, ¿sabe usted?, y deja tarjetas en las mejores casas y es codiciado por las mamás y se pasea con aire lánguido por el parque y, por regla general, es un petimetre insoportable. A veces se toma incluso la molestia de dedicarse un poco a sus soldados… siempre y cuando ello no constituya un obstáculo para su vida social. Buenos días, señor Flashman.
Comprendí que Reynolds estaba celoso y, en mi arrogancia, me alegré de que así fuera. Lo que había dicho, sin embargo, era muy cierto: el regimiento estaba claramente dividido entre los oficiales indios —los que no se habían marchado desde su regreso a casa— y los fulleros, a los que yo naturalmente me incorporé. Me acogieron con simpatía, incluso los más aristocráticos, y yo supe ganarme su aprecio. Por aquel entonces yo no era tan rápido con la lengua como lo fui más tarde, pero enseguida me gané la fama de juerguista, buen jinete, excelente bebedor (pues al principio tuve mucho cuidado) y siempre dispuesto a cometer travesuras. Hacía muy bien la pelotilla… de una forma disimulada que, sin embargo, era muy eficaz; hay una manera de hacer la pelota que es mucho mejor que la adulación, y consiste en fanfarronear a lo grande y saber al milímetro hasta dónde se puede llegar. Además, tenía dinero y lo exhibía.
Los oficiales indios lo pasaban muy mal. Cardigan los odiaba. Reynolds y Forrest eran sus principales objetivos y se pasaba la vida acosándolos para que abandonaran el regimiento y cedieran el lugar a los caballeros, tal como él los llamaba. Nunca llegué a comprender del todo por qué motivo era tan duro con los que habían servido en la India; algunos decían que ello se debía a que su aspecto no era muy elegante y no estaban bien relacionados, lo cual era en cierto modo verdad. Era un maldito esnob, pero yo creo que la antipatía que le inspiraban los oficiales indios tenía una raíz más profunda. A fin de cuentas, éstos eran unos auténticos soldados expertos en el servicio mientras que, en los veinte años que llevaba en el ejército[6], Cardigan jamás había oído un disparo, exceptuando los del campo de tiro.
Cualquiera que fuera la causa, Cardigan les hacía la vida imposible y, durante mis primeros seis meses de servicio, hubo varias dimisiones. Nosotros los fulleros tampoco lo pasábamos muy bien, pues Cardigan era un maniático de la disciplina y no todos los fulleros eran oficiales competentes. Yo observé hacia dónde soplaba el viento y estudié con más denuedo que en Rugby hasta que conseguí dominar la instrucción, cosa no demasiado difícil, y adaptarme a las normas de la vida en el campamento. Tenía un criado estupendo llamado Basset, un palurdo de cabeza cuadrada que sabía todo lo que un soldado tiene que saber y que era un genio limpiando botas. Yo le zurraba al principio, y él parecía agradecérmelo y se comportaba conmigo como un perro con su amo.
Por suerte, yo me lucía mucho en los desfiles y en los ejercicios, y eso era muy importante para Cardigan. Probablemente sólo el brigada del regimiento y uno o dos sargentos de tropa me igualaban a caballo, una pericia por lo que Su Señoría me había felicitado una o dos veces.
—¡Jo, jo! —decía—. Fuashman se sienta muy bien en la silla y estoy segúo de que llegauá a ayudante.
Yo estaba de acuerdo con él. Flashman se sentaba muy bien.
En el cuarto de oficiales las cosas no iban del todo mal, pues, aparte las fiestas y el alto nivel de vida que Cardigan nos exigía llevar, se organizaban partidas de cartas con elevadas apuestas. Todos aquellos gastos desanimaban a los indios, lo cual era muy del agrado de Cardigan, que siempre se burlaba de ellos diciéndoles que si no podían estar a la altura de los caballeros, mejor sería que regresaran al campo o montaran un negocio… «de venta de zapatos y cachauos y caceuolas», frase que decía entre grandes risotadas como si fuera la cosa más graciosa del mundo.
Curiosamente, o puede que no tan curiosamente, sus prejuicios indios se extendían a los componentes de la tropa, los cuales eran unos duros y excelentes soldados a mi modo de ver; Cardigan los tiranizaba y no pasaba semana sin que se celebrara un consejo de guerra por negligencia en el cumplimiento del deber o deserción o embriaguez. Este último delito era bastante habitual y no se consideraba demasiado grave, pero los dos restantes eran castigados con gran severidad. Las flagelaciones solían ser frecuentes en las arenas de la escuela de equitación, y todos teníamos que asistir a las mismas. Algunos oficiales de mayor antigüedad —los indios— protestaban por lo bajo y simulaban escandalizarse, pero yo sospechaba que por nada del mundo se las hubieran querido perder. Por mi parte, debo decir que me encantaban las flagelaciones y solía cruzar apuestas con mi amigo del alma Bryant acerca de si el hombre gritaría antes del décimo azote o si se desmayaría. En cualquier caso, se trataba de un deporte mucho mejor que la mayoría.
Bryant era una pequeña y curiosa criatura que se pegó a mí como una lapa al principio de mi carrera. Se trataba de un servil adulador con muy poco dinero y un don especial para complacer y estar siempre a mano cuando se le necesitaba para algo. Era más bien apuesto y tenía una figura aceptable, aunque no espléndida, sabía toda clase de chismes, conocía a todo el mundo y poseía cierto ingenio. Brillaba en las fiestas y los saraos que organizábamos para la sociedad de Canterbury, donde gozaba de muy buena fama. Siempre era el primero en enterarse de las noticias, y las contaba de una manera que a Cardigan le hacía mucha gracia… cosa ésta no demasiado difícil. Yo lo toleraba porque me resultaba útil y lo usaba como un bufón de corte cuando me convenía, pues era un papel que le caía a la perfección. Tal como decía Forrest, si le pegabas a Bryant una patada en el trasero, éste siempre rebotaba con gratitud.
Sentía un especial aborrecimiento contra los oficiales indios, lo cual contribuía también a granjearle las simpatías de Cardigan —éramos un grupito muy bien avenido, pueden creerme— y la enemistad de los indios. Casi todos ellos me despreciaban también a mí junto con los demás fulleros, pero nosotros los despreciábamos a ellos por distintas razones y, por consiguiente, en eso estábamos empatados.
Sin embargo, sólo un oficial me inspiraba auténtico desagrado, lo cual fue profético, y creo que yo le inspiré a él los mismos sentimientos desde un principio. Se llamaba Bernier y era un tipo alto y fuerte con pinta de halcón, una narizota enorme, unos grandes bigotes negros y unos ojos oscuros muy juntos. Era el mejor espadachín y tirador del regimiento y, hasta mi aparición en escena, también el mejor jinete. Supongo que no me apreciaba por eso, si bien el verdadero odio que ambos nos profesábamos databa de la noche en que él hizo un comentario sobre las familias de palurdos enriquecidos y sin educación, y tuve la impresión de que me miraba directamente. Yo llevaba bastantes copas de más, de lo contrario hubiera mantenido la boca cerrada, pues su aspecto era el de eso que los americanos llaman un «caballero asesino»… Y la verdad es que se parecía mucho a un americano a quien conocí más adelante, el célebre James Hickok, que también era un tirador extraordinario. Pero, como estaba bastante achispado, repliqué que yo prefería ser un británico rico y aprender educación que un mestizo extranjero. Bryant se partió de risa como siempre hacía con mis bromas, y dijo:
—¡Bravo, Flash! ¡Viva por siempre la Vieja Inglaterra!
Todos estallaron en sonoras carcajadas, pues mi espontaneidad y mi habitual fanfarronería me habían convertido en una especie de encarnación del típico inglés. Bernier captó a medias el significado de mis palabras porque yo había hablado en voz baja para que sólo me oyeran los que tenía más cerca, pero alguien se lo debió de contar más tarde, pues, a partir de entonces, me miró con frío desdén y jamás volvió a dirigirme la palabra. Le dolía su apellido extranjero… de hecho, era un judío francés a poco que uno escarbara en el pasado de su familia, y eso explicaba su susceptibilidad.
Sin embargo, mi verdadera enemistad con Bernier comenzó unos cuantos meses después de aquel incidente, y fue entonces cuando empecé a ganarme la fama que todavía conservo. Paso por alto muchos de los incidentes que ocurrieron aquel primer año —la disputa de Cardigan con el Morning Post[7] por ejemplo, que causó un gran revuelo en el regimiento y entre el público en general, pero en la cual yo no tuve la menor participación— y me limito al famoso duelo Bernier-Flashman, del que sin duda ustedes habrán oído hablar. Aún hoy lo recuerdo con orgullo y complacencia.
Había transcurrido casi un año exacto desde mi partida de Rugby, y estaba tomando el aire en el parque de Canterbury, de camino hacia la casa de alguna mamá donde esperaban mi visita. Iba vestido de veintiún botones y me sentía bastante satisfecho de mí mismo, cuando vi a un oficial paseando del brazo de una dama bajo los árboles. Era Bernier, y miré para ver a qué potranca estaba galanteando. Pero, en realidad, no era una potranca sino una pequeña y pícara morena de nariz respingona y sonrisa descarada. La estudié e inmediatamente se me ocurrió una idea genial.
Yo había tenido dos o tres amantes en Canterbury, pero nada de particular. Casi todos los oficiales más jóvenes mantenían una querida en la ciudad o en Londres, pero yo jamás había montado semejante tinglado. Pensé que aquélla debía de ser la yegua de Bernier en aquel momento y me di cuenta de que, cuanto más la miraba, más me intrigaba. Parecía una de esas pequeñas y suaves criaturas muy expertas en la cama, y el hecho de que perteneciera a Bernier —el cual se consideraba irresistible con las mujeres— me inducía a pensar que los revolcones con ella debían de ser fabulosos.
No perdí el tiempo y enseguida hice indagaciones para averiguar su dirección, elegí un momento en que Bernier estaba de guardia y fui a visitar a la dama. Tenía una casa muy acogedora, amueblada con gusto, pero sin demasiado estilo: la bolsa de Bernier estaba más vacía que la mía, lo cual también era una ventaja. Seguí adelante con mi propósito.
Resultó que era francesa, lo cual significaba que podría ir más directamente al grano con ella que con cualquier muchacha inglesa. Le dije sin rodeos que me había encaprichado de ella y la invité a considerarme su amigo… un amigo íntimo. Insinué que tenía mucho dinero, pues, a fin de cuentas, no era más que una puta por muchos humos que se diera.
Al principio, fingió escandalizarse y se hizo mucho de rogar, pero cuando yo hice ademán de marcharme, cambió de actitud. Dejando aparte mi dinero, creo que le gusté; empezó a juguetear con un abanico y me miró con sus grandes ojos almendrados, coqueteando con disimulo.
—¿Entonces tiene usted mala opinión de las chicas francesas? —me preguntó.
—En absoluto —contesté, echando mano de todo mi encanto—. Tengo una opinión muy elevada de usted, por ejemplo. ¿Cómo se llama?
—Josette —contestó alegremente.
—Pues muy bien, Josette, vamos a brindar por nuestra futura amistad. Invito yo —añadí, depositando mi bolsa sobre la mesa.
Josette abrió enormemente los ojos al ver el volumen de la bolsa.
Puede que me consideren ustedes un poco bruto. Y lo fui. Pero, de este modo, me ahorré tiempo y molestias y quizá también dinero, el dinero que gastan los necios cortejando a las mujeres con regalos antes de que empiece la diversión. La chica tenía vino en la casa y ambos brindamos el uno por el otro y nos pasamos unos cinco minutos largos conversando antes de que yo empezara a insinuarle que se quitara la ropa. Lo hizo con mucha gracia, haciendo pucheros y dirigiéndome miradas provocativas, pero, una vez desnuda, se convirtió de golpe en una hoguera de pasión abrasadora y yo me impacienté tanto al verla que la hice mía sin levantarme tan siquiera de la silla. No sé si me pareció especialmente apetecible por el hecho de ser la amante de Bernier o a causa de sus trucos franceses, pero el caso es que adquirí la costumbre de visitarla sin tomar medidas de precaución a pesar del respeto que me inspiraba Bernier.
Así es que cierta noche, una semana más tarde, mientras estábamos ardorosamente ocupados en nuestros quehaceres, oímos unas pisadas en la escalera, se abrió la puerta de par en par y apareció Bernier. Nos miró enfurecido un instante, mientras Josette emitía un estridente grito y se cubría con la sábana y yo me levantaba a toda prisa y me ocultaba debajo de la cama vestido sólo con la camisa, pues la presencia de Bernier me había llenado de espanto. Sin embargo, él no dijo nada. Transcurrió un momento, la puerta se cerró de golpe y yo salí de debajo de la cama, buscando mis tirantes. Quería interponer la mayor distancia posible entre Bernier y mi persona, por cuyo motivo empecé a vestirme apresuradamente.
Josette soltó una carcajada y yo le pregunté de qué demonios se reía.
—Qué gracioso —contestó, muerta de risa—. Tú… medio escondido debajo de la cama y Charles mirando enfurecido tu trasero —añadió sin dejar de reírse.
Le dije que se callara, ella me obedeció y trató de convencerme de que regresara a la cama, señalando que seguramente Bernier ya se había ido. Después se incorporó en la cama y empezó a brincar arriba y abajo sobre el colchón. Me debatí un instante entre el deseo y el temor, hasta que ella saltó de la cama y cerró la puerta con llave. Entonces decidí pasarlo bien mientras pudiera y me volví a desnudar. Sin embargo, confieso que la experiencia no fue enteramente satisfactoria, a pesar de la fogosidad de Josette. Supongo que la situación le debió de resultar estimulante.
Después no supe si regresar o no al cuarto de oficiales, pues estaba seguro de que Bernier me desafiaría a duelo. Sin embargo, y ante mi gran asombro, cuando hice acopio de valor y entré en el comedor, Bernier no me prestó la menor atención. No lo comprendí y, cuando al día siguiente y al otro él siguió guardando silencio, me armé de valor e incluso le hice otra visita a Josette. Ella no le había vuelto a ver, y entonces pensé que Bernier no tenía intención de tomar ninguna medida y llegué a la conclusión de que era un pobre desgraciado y se había resignado a cederme su amante… no por temor a mí, por supuesto, sino porque no podía soportar la idea de que una suripanta lo hubiera engañado. Pero lo cierto es que no podía desafiarme a duelo sin revelar el motivo y quedar en ridículo; y, conociendo mejor que yo las costumbres del regimiento, no se atrevía a provocar una disputa de honor a causa de una amante. Sin embargo, a duras penas podía contenerse.
Yo, que lo ignoraba, empecé a envalentonarme de nuevo y le revelé mi secreto a Bryant. El pelotilla se puso muy contento y los fulleros no tardaron en enterarse. La explosión era sólo cuestión de tiempo, tal como yo hubiera tenido que comprender.
Una noche, después de cenar, nos pusimos a jugar a las cartas mientras Bernier y uno o dos de sus indios conversaban sentados alrededor de una mesa cercana. El juego era la veintiuna y, en dicho juego, yo solía gastar una broma con la reina de diamantes que, a mi juicio, era mi carta de la suerte. Forrest era la banca y, cuando me ganó mi mano de cinco cartas con un as y la reina de diamantes, Bryant, que era un imbécil de mucho cuidado, empezó a canturrear:
—¡Viva! ¡Se te ha quedado la reina, Flashy! ¡El bocado más escogido!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Forrest, recogiendo las cartas y las apuestas.
—En el caso de Flashy, ocurre justo lo contrario —contestó Bryant—. Él se queda con las reinas de otros.
—Ya —dijo Forrest sonriendo—. Pero la reina de diamantes es una buena inglesa, ¿verdad, Flash? En cambio, tengo entendido que tú montas potrancas francesas.
Todos estallaron en carcajadas y empezaron a mirar a Bernier. Hubiera sido preferible que yo me callara, pero fui lo bastante insensato como para unirme al jolgorio.
—Una potranca francesa no tiene nada de malo siempre y cuando el jinete sea inglés —dije—. Un jinete francés tampoco está mal, por supuesto, pero no duran mucho en una carrera importante.
La broma era bastante inocente y, además, habíamos bebido mucho oporto, pero fue la gota que hizo derramar el vaso. Sin saber cómo, noté que empujaban mi silla y, de pronto, me encontré despatarrado en el suelo con Bernier de pie a mi lado, moviendo los labios y mirándome con el semblante lívido de cólera.
—Pero ¿qué demonios…? —dijo Forrest mientras yo me levantaba y los demás se ponían de pie de un salto. Me había medio incorporado cuando Bernier me golpeó, me hizo perder el equilibrio y volvió a derribarme al suelo.
—¡Por el amor de Dios, Bernier! —gritó Forrest—. ¿Pero es que te has vuelto loco?
Tuvieron que sujetarlo, de lo contrario creo que me hubiera hecho picadillo en el suelo. Al verle impotente, solté una imprecación y me abalancé contra él mientras Bryant me agarraba diciendo:
—¡No, no, Flash! ¡Cálmate, Flashy!
Todos me rodearon.
Pero la verdad es que yo me moría de miedo, pues temía ser víctima de un asesinato. El mejor tirador del regimiento me había golpeado, pero a causa de una provocación… tanto si estaba muerto de miedo como si no, yo siempre he sido muy rápido para pensar en situaciones de crisis y allí la única salida era un duelo. A menos que yo me quedara con la ofensa, lo cual hubiera significado el término de mi carrera en el Ejército y en la sociedad. Sin embargo, combatir con él era el camino más rápido hacia la tumba.
El dilema era terrible y, mientras los demás nos mantenían separados, comprendí que necesitaba tiempo para pensar, planificar y buscar un medio de salir del atolladero. Me los quité de encima y, sin decir una sola palabra, abandoné hecho una furia el comedor de oficiales como si no quisiera cometer una barbaridad.
Me pasé cinco minutos pensando intensamente y después regresé a grandes zancadas al comedor. El corazón me latía violentamente en el pecho, mi aspecto debía de ser impresionante y mis temblores se debieron de interpretar como un efecto de la cólera. Todas las conversaciones se interrumpieron en cuanto entré; aún recuerdo el silencio sesenta años después y veo las elegantes figuras azules, el brillo de la plata sobre la mesa y a Bernier, solo y muy pálido, de pie junto a la chimenea. Me fui directamente hacia él. Ya tenía el discurso preparado.
—Capitán Bernier —le dije—, me ha golpeado usted con su mano. Ha sido una imprudencia, pues yo le podría desintegrar en trocitos con la mía si quisiera —eso fue una patochada muy típica del británico Flashman, por supuesto—. Pero prefiero combatir como un caballero, aunque usted no lo haga —giré en redondo sobre mis talones—. Teniente Forrest, ¿querrá usted ser mi padrino?
Forrest contestó inmediatamente que sí y Bryant puso cara de ofendido. Esperaba que lo eligiera a él, pero yo le tenía reservado otro papel.
—¿Y quién será su padrino? —le pregunté fríamente a Bernier.
Eligió a Tracy, uno de los indios, y yo saludé con una inclinación de cabeza a Tracy y regresé a la mesa de juego como si nada hubiera ocurrido.
—El señor Forrest ordenará la presencia del destacamento —dije a los demás—. ¿Cortamos la baraja?
Todos me miraron asombrados.
—¡Por Dios, Flash, menuda sangre fría!
Me encogí de hombros, tomé las cartas y empezamos a jugar. Los demás estaban muy nerviosos… demasiado nerviosos como para darse cuenta de que mis pensamientos no estaban en las cartas. Por suerte, la veintiuna exige muy poca concentración.
Al poco rato, Forrest, que había estado intercambiando unas palabras con Tracy, regresó para comunicarme que, con el permiso que sin duda concedería lord Cardigan, deberíamos reunirnos en la parte de atrás de la escuela de equitación a las seis de la mañana. Se dio por sentado que yo elegiría las pistolas, pues me correspondía hacerlo en mi calidad de parte ofendida[8]. Asentí con indiferencia y le dije a Bryant que se diera prisa en disponerlo todo. Jugamos unas cuantas manos y después anuncié que me iba a la cama, encendí un cigarro y me retiré dando jovialmente las buenas noches a los demás como si la idea de las pistolas al amanecer me causara tan poca desazón como el desayuno que iba a tomar por la mañana. Cualquier cosa que ocurriera, aquella noche me granjearía por lo menos el aprecio general.
Me detuve un instante bajo los árboles antes de dirigirme a mi cuarto y, al poco rato, tal como yo esperaba, Bryant se me acercó, presa de una gran inquietud y emoción. Empezó farfullando no sé qué de que yo era un demonio y Bernier era un bárbaro sin conciencia, pero yo lo corté en seco.
—Tommy —le dije—, tú no eres rico.
—¿Cómo? —replicó—. ¿Y eso qué…?
—Tommy —repetí—. ¿Te gustaría ganar diez mil libras?
—Qué barbaridad —exclamó él—. ¿A cambio de qué?
—De que cuides de que, en nuestra cita de mañana, Bernier tenga la pistola descargada —contesté sin andarme por las ramas, sabiendo muy bien cómo era aquel hombre.
Me miró con los ojos enormemente abiertos y después volvió a farfullar.
—Pero, por el amor de Dios, Flash, ¿es que te has vuelto loco? Descargada… ¿por qué…?
—Sí o no —insistí yo—. Diez mil libras.
—¡Pero eso es un asesinato! —chilló—. ¡Nos ahorcarían por eso! Perderíamos el honor, ¿comprendes?, sería una vergüenza.
—¡No van a ahorcar a nadie! —le dije— y haz el favor de bajar la voz, ¿me oyes? Bueno, tú eres un hombre muy listo, Tommy, y tienes mucha habilidad manual en las fiestas… te he visto. Lo podrías hacer incluso dormido. ¿Por diez mil?
Le dejé parlotear un ratito, sabiendo que se dejaría convencer. Era un pequeño bastardo codicioso y la idea de las diez mil se le antojaba algo así como la cueva de Aladino. Le expliqué lo seguro y sencillo que sería; ya lo tenía todo pensado la primera vez que había abandonado el comedor de oficiales.
—Lo primero que tienes que hacer es ir a ver a Reynolds y pedirle prestadas las pistolas del duelo. Después se las llevas a Forrest y a Tracy y te ofreces a cargarlas… tú siempre estás metido en todo lo que ocurre y ellos no lo pensarán dos veces y aceptarán de mil amores.
—¿Tú crees? —dijo—. Saben que tú y yo somos muy amigos, Flashy.
—Tú eres un oficial y un caballero —le recordé—. ¿Quién podría imaginar por un instante que fueras capaz de rebajarte a cometer semejante traición? No, no, Tommy, todo será muy fácil. Por la mañana, con el médico y los padrinos situados a tu lado, tú cargarás las pistolas… con mucho cuidado. No me digas que no sabes esconder en la palma de la mano una bala de pistola.
—Por supuesto que sí, pero…
—Diez mil libras —repetí mientras él se humedecía los labios con la lengua.
—Jesús —dijo al final—. Diez mil. ¡Madre mía! ¿Me das tu palabra de honor, Flash?
—Palabra de honor —contesté, encendiendo otro cigarro.
—¡Lo haré! —dijo—. ¡Dios mío! ¡Eres un auténtico demonio, Flash! Pero no lo vas a matar, ¿verdad? Yo no quiero ser cómplice de un asesinato.
—El capitán Bernier estará tan a salvo de mí como yo de él —contesté—. Y ahora lárgate y ve a ver a Reynolds.
Se retiró de inmediato. Era una especie de ratoncito muy eficiente, lo reconozco. En cuanto asumía un compromiso, se entregaba a él en cuerpo y alma. Me fui a mi cuarto, me libré de Basset, que me estaba esperando, y me tendí en mi catre. Me noté la garganta seca y sentí que me temblaban las manos mientras pensaba en lo que había hecho. A pesar de mis bravucones aires de seguridad en presencia de Bryant, estaba muerto de miedo. ¿Y si algo fallaba y Bryant cometía un error? Me había parecido todo tan fácil en aquel momento de pánico fuera del comedor de oficiales… es posible que el temor estimule la actividad mental, pero puede que las ideas no estén muy claras porque uno ve las cosas tal como quiere que sean y se lanza de cabeza sin más. Me imaginé a Bryant cometiendo un error o vigilado estrechamente por los hombres que se encontraban a su lado, y a Bernier de pie delante de mí, sosteniendo en su poderosa mano una pistola cargada y apuntándome al pecho con el cañón. Sentí que la bala me desgarraba por dentro y me vi desplomándome en el suelo con un grito de dolor y muriendo en el acto.
Estuve casi a punto de gritar de terror y permanecí tendido en la oscuridad de la habitación, sollozando de angustia; hubiera deseado levantarme y echar a correr, pero las piernas no me lo permitieron. Por consiguiente, me puse a rezar, cosa que no hacía, lo confieso, desde que tenía unos ocho años de edad, pero sólo podía pensar en Arnold y en el infierno —lo cual era sin duda muy significativo dadas las circunstancias— y, al final, no me quedó más remedio que recurrir al brandy, pero fue como si me hubiera bebido un vaso de agua.
Aquella noche no pude pegar ojo y me pasé todo el tiempo escuchando cómo el reloj daba los cuartos, hasta que amaneció y oí a Basset acercándose. Me quedaba el suficiente sentido común como para comprender que no hubiera sido oportuno que éste me sorprendiera temblando y con los ojos enrojecidos, por lo que fingí estar dormido, me puse a roncar como un órgano y le oí decir:
—¡Hay que ver! Duerme como un niño. ¡Es un auténtico gallo de pelea!
Otra voz, de otro criado, supongo, replicó:
—Todos son iguales, unos malditos inconscientes. No roncará mañana por la mañana cuando Bernier acabe con él. Su sueño será demasiado profundo como para eso.
«Tienes razón, muchacho, quienquiera que seas —pensé—, como salga de ésta, no te extrañe que te lleve a los patios de la escuela de equitación. Veremos el temple que tienes cuando el sargento herrador te acaricie con el látigo. Ya veremos entonces los ronquidos que sueltas». Aquel acceso de cólera hizo que la confianza borrara repentinamente mi temor… Bryant se encargaría de todo… Cuando acudieron a recogerme, por lo menos estaba sereno, aunque no contento.
Siempre que tengo miedo, se me pone la cara colorada y no pálida como a la mayoría de la gente, por lo que el miedo puede confundirse en mi caso con la rabia, lo cual me ha sido muy útil en más de una ocasión. Dice Bryant que aquella mañana me dirigí a la escuela de equitación con la cara tan roja como las barbas de un pavo. Y que los hombres estaban seguros de que yo tenía la firme intención de matar a Bernier, aunque no creían que se me ofreciera la menor oportunidad de hacerlo. Por una vez guardaron silencio mientras cruzábamos el patio de la revista, justo en el momento en que el corneta tocaba a diana.
Como es natural, Cardigan había sido informado y algunos pensaban que, a lo mejor, éste impediría el duelo. Pero, cuando se enteró de lo ocurrido, Cardigan se limitó a preguntar:
—¿Cuándo seuá el duelo?
Después volvió a dormirse, dando orden de que lo despertaran a las cinco. No era partidario de los duelos —a pesar de que él mismo había protagonizado algunos en célebres circunstancias—, pero pensaba que, en aquel caso, el honor del regimiento quedaría en entredicho si hiciéramos las paces.
Bernier y Tracy ya estaban allí con el médico, envueltos por la ligera bruma del amanecer. Nuestros pies se hundían en la tierra todavía húmeda a causa del rocío cuando Forrest y yo nos acercamos a ellos, seguidos por Bryant con el estuche de las pistolas bajo el brazo y los demás. A cosa de unos cincuenta metros de distancia, un pequeño grupo de oficiales se había reunido bajo los árboles junto a la valla. Entre ellos, vi la calva cabeza de Cardigan destacando sobre su amplia capa militar. Estaba fumando un cigarro.
Bryant y el médico nos pidieron a Bernier y a mí que nos acercáramos y Bryant nos preguntó si deseábamos resolver nuestra disputa. Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Bernier estaba muy pálido y miraba fijamente por encima de mi hombro. En aquel momento, estuve casi a punto de dar media vuelta y echar a correr. Temía que los intestinos se me aflojaran de un momento a otro y me temblaban las manos bajo la capa.
—Muy bien, pues —dijo Bryant, dirigiéndose con el médico a una mesita que habían colocado para la ocasión. Sacó las pistolas y, por el rabillo del ojo, le vi encender los pedernales, colocar las cargas y examinar la cámara. No me atreví a mirar con detenimiento y, además, en aquel momento se acercó Forrest y me acompañó hasta mi sitio. Cuando volví de nuevo la cabeza, el médico se había agachado para recoger un frasco de pólvora que había caído al suelo y Bryant estaba colocando un taco en una de las pistolas.
Ambos se intercambiaron unas palabras y después Bryant se acercó a Bernier y le entregó una pistola; después se acercó a mí con la otra. No había nadie a mi espalda. Mientras mi mano sujetaba la culata, Bryant me guiñó rápidamente el ojo. El corazón me dio un vuelco en el pecho, y jamás podré describir el alivio que en aquel momento me recorrió todo el cuerpo y me cosquilleó todos los miembros. No iba a morir.
—Caballeros, ¿están ustedes decididos a seguir adelante con este duelo? —preguntó Bryant, mirándonos primero a uno y después al otro.
—Sí —contestó Bernier con voz firme y clara.
Yo asentí con la cabeza.
Bryant retrocedió para apartarse de la línea de fuego; los padrinos y el médico ocuparon posiciones a su lado, dejándonos a Bernier y a mí separados por una distancia de unos veinte pasos. Bernier se encontraba situado de lado con la pistola al costado, mirándome directamente a la cara como si estuviera eligiendo el blanco… a aquella distancia hubiera podido alcanzar los puntos de un naipe.
—Las pistolas se disparan con una sola presión —dijo Bryant, levantando la voz—. Cuando yo baje el pañuelo, podrán ustedes apuntar y abrir fuego. Bajaré el pañuelo dentro de unos segundos a partir de ahora —añadió, levantando la mano en la que sostenía un pañuelo blanco.
Oí el clic de Bernier amartillando su pistola. Sus ojos estaban clavados en los míos. «Te han vuelto a tomar el pelo, Bernier —pensé—; estás nervioso por nada». Bryant bajó el pañuelo.
El brazo derecho de Bernier se levantó como una señal de ferrocarril y, antes de amartillar mi arma, mis ojos contemplaron el cañón de su pistola… Al cabo de una décima de segundo, el cañón escupió humo y el estallido de la carga fue seguido por algo que me rozó la mejilla y me la arañó… era el taco. Retrocedí y Bernier me miró enfurecido, como si se sorprendiera de que yo estuviera todavía de pie, supongo. Alguien gritó:
—¡Ha fallado el tiro, por todos los santos!
Otro pidió silencio en tono enojado.
Ahora me tocaba a mí. Por un momento, sentí deseos de abatir al cerdo que tenía delante. Pero, en tal caso, Bryant hubiera podido pagarlo muy caro y, además, era algo que no formaba parte de mis designios. Tenía en mi mano la ocasión de ganarme una fama que se extendería por todo el Ejército en cuestión de una semana… la del valiente Flashy que le había robado la mujer a otro hombre y había sido agredido por éste, pero había tenido la nobleza de no aprovecharse de él en un duelo.
Todos se habían quedado petrificados contemplando a Bernier mientras esperaban a que yo lo abatiera. Amartillé mi pistola y lo miré fijamente.
—¡Venga ya, maldita sea! —me gritó de repente con la cara muy pálida a causa de la cólera y el temor.
Le miré un instante, y después levanté la pistola a la altura de la cadera, pero con el cañón apuntando visiblemente hacia un lado. La sostuve casi con negligencia durante un momento, para que todo el mundo viera que disparaba con la deliberada intención de errar el tiro. Apreté el gatillo.
Lo que ocurrió con aquel disparo ya ha entrado a formar parte de la historia del regimiento. Yo quería disparar al suelo, pero resultó que el médico había dejado el maletín y el frasco de alcohol sobre la hierba en aquella dirección a cosa de unos treinta metros de distancia y, por pura casualidad, el disparo arrancó limpiamente el cuello del frasco.
—¡Qué bárbaro, lo ha desviado! —rugió Forrest—. ¡Lo ha desviado!
Todos se acercaron corriendo mientras el médico soltaba maldiciones, protestando por la rotura de su frasco. Bryant me dio una palmada en la espalda y Forrest me estrechó la mano. Tracy miró a su alrededor con asombro… pensaba, como todo el mundo, que yo le había perdonado la vida a Bernier y, al mismo tiempo, había ofrecido una prueba de mi sorprendente puntería. En cuanto a Bernier, me dirigió la mirada más asesina que jamás se haya visto en un hombre, pero yo me acerqué resueltamente a él con la mano tendida y él no tuvo más remedio que estrechármela. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por no golpearme el rostro con su pistola.
—Somos amigos, ¿verdad? —le pregunté.
Soltó un gruñido incoherente y, dando media vuelta, se retiró.
Cardigan, que estaba observando la escena desde lejos, no se había perdido detalle. Más tarde me llamaron mientras estaba desayunando jubilosamente con los fulleros, pues éstos habían querido celebrar el acontecimiento a lo grande y estaban comentando admirados la forma en que yo me había enfrentado a mi adversario y después había desviado el tiro. Cardigan me mandó llamar a su despacho, donde se encontraban presentes su asistente, Jones y Bernier, cuyo rostro parecía un trueno a punto de estallar.
—¡Eso yo no lo puedo consentir! —estaba diciendo Cardigan— ¡Ah, Fuashman, pase! Jo, jo. Y ahoua, haga usted el favor de estuechaule la mano, capitán Beunier, y que yo oiga que el asunto ya está uesuelto y el honor ha quedado satisfecho.
—Por mí ya está resuelto —dije yo— y lamento muchísimo lo ocurrido. Sin embargo, el golpe lo propinó el capitán Bernier, no yo. Pero aquí está de nuevo mi mano.
—¿Por qué desvió el tiro? —me preguntó Bernier con trémula voz—. Se ha burlado usted de mí. ¿Por qué no disparó como un hombre?
—Mi querido señor —contesté—, jamás se me hubiera ocurrido la idea de decirle a usted hacia dónde tenía que apuntar su disparo; no me diga ahora hacia dónde hubiera tenido yo que apuntar el mío.
Dicen que mi respuesta se incluyó en un diccionario de citas; el Times la reprodujo aquella misma semana y cuentan que cuando el duque de Wellington tuvo noticia de ella, comentó:
—Muy buena. Y muy cierta también.
Por consiguiente, aquella mañana de trabajo le dio a Harry Flashman una fama que me permitió disfrutar de una celebridad más inmediata que si hubiera tomado por asalto una batería yo solito. Una fama extraordinaria, teniendo en cuenta sobre todo que me la había ganado en tiempo de paz. La historia corrió como la pólvora, la gente me señalaba incluso por la calle y hasta recibí una carta de un clérigo de Birmingham en la que éste me decía que, por haberme mostrado misericordioso, alcanzaría sin duda la misericordia divina. Por su parte, el armero Parkin de Oxford Street me envió un par de pistolas con incrustaciones de plata y mis iniciales grabadas… de mucho valor comercial, supongo. Hubo también una interpelación en la Cámara a propósito de la inmoral práctica de los duelos, a la cual Macaulay contestó que, puesto que uno de los participantes en un reciente acontecimiento había dado tan elevadas muestras de humanidad, el Gobierno, si bien deploraba semejantes actos, confiaba en que ello se convirtiera en un buen ejemplo. («Bravo, bravo» y enfervorizados vítores). Mi tío Bindley comentó, al parecer, que su sobrino valía más de lo que él pensaba, y hasta Basset empezó a presumir de ser el criado de semejante gloria.
El único que se mostró crítico conmigo fue mi padre, el cual me escribió en una de sus insólitas cartas:
«Otra vez no seas tan infernalmente insensato. No se bate uno en duelo para desviar el tiro, sino para matar al adversario».
Por consiguiente, tras haberme apoderado de Josette por derecho de conquista —debo decir que ella me miraba con un cierto respeto reverencial— y haberme ganado la fama de valiente y honrado tirador de primera, me sentí considerablemente satisfecho. El único estorbo era la cuestión de Bryant, pero conseguí resolverla sin dificultad.
En cuanto hubo terminado de hacerme la pelotilla el día del duelo, Bryant me pidió las diez mil… Sabía que yo tenía un montón de dinero, o que lo tenía mi padre por lo menos, pero yo era perfectamente consciente de que jamás le hubiera podido sacar diez mil libras al jefe. Así se lo dije a Bryant, y él se me quedó mirando con la boca abierta como si le hubiera propinado un puntapié en el estómago.
—Pero tú me prometiste diez mil libras —dijo en tono quejumbroso.
—Una promesa muy tonta a poco que uno lo piense, ¿no te parece? —contesté—. Diez mil libras nada menos… ¿Quién podría pagar semejante cantidad?
—¡Eres un cerdo embustero! —me gritó casi llorando de rabia—. ¡Juraste que me las pagarías!
—Tonto tú por haberme creído —contesté.
—¡Muy cierto! —gruñó—. ¡Pero ya lo veremos! Tú a mí no me tomas el pelo, Flashman, vaya…
—¿Qué vas a hacer? —le dije—. ¿Contárselo a todo el mundo? ¿Confesar que enviaste a un hombre a un duelo con una pistola descargada? La historia será muy interesante. Confesarás un delito grave… ¿se te ha ocurrido pensarlo? Además, nadie te creería, pero te expulsarían del Ejército por conducta impropia.
De pronto, Bryant comprendió la situación y se dio cuenta de que no podía hacer nada. Se puso a patalear y a tirarse de los pelos. Después me suplicó, pero yo me burlé de él y entonces él juró que ya me daría mi merecido.
—¡Te arrepentirás de lo que has hecho! —gritó—. ¡Te lo juro por Dios!
—Hay menos probabilidades de que eso ocurra de que tú cobres las diez mil —le dije mientras él se retiraba hecho una furia.
Estaba muy tranquilo, pues lo que le había dicho era la pura verdad. No se atrevería a decir una sola palabra por su propia seguridad. En realidad, a poco que lo hubiera pensado, un soborno de diez mil libras le hubiera tenido que oler a chamusquina. Pero era un tipo muy codicioso y yo he vivido lo bastante como para saber que no hay ninguna locura capaz de arredrar a un hombre cuando está en juego una cantidad de dinero o una mujer.
No obstante, si en aquella ocasión pude congratularme de la forma en que se resolvió el asunto y ahora lo recuerdo como uno de los más importantes y provechosos incidentes de mi vida, muy pronto se me planteó un problema como consecuencia de aquellos hechos. La dificultad surgió unas cuantas semanas más tarde, y me obligó a abandonar el regimiento durante una temporada.
Ocurrió poco antes de que el regimiento tuviera el honor (tal como suele decirse) de ser elegido para escoltar hasta Londres a Alberto, el futuro esposo de la Reina, a su llegada al país. Lo habían nombrado coronel del regimiento y, entre otras cosas, nos habían confeccionado un nuevo uniforme y nos habían cambiado el nombre por el de Undécimo de Húsares. Pero eso es secundario; lo más importante fue que el príncipe se interesó mucho por nosotros y, como la historia del duelo había provocado una gran conmoción y él era un chismoso alemán de marca mayor, averiguó el motivo.
La cosa estuvo a punto de destruirme para siempre. El hombre descubrió que su precioso regimiento albergaba oficiales que mantenían tratos con prostitutas francesas y que incluso se batían en duelo por ellas. El príncipe armó un escándalo y, como consecuencia de ello, Cardigan me mandó llamar y me dijo que, por mi propio bien, tendría que marcharme una temporada.
—Se nos ha pedido —dijo— que abandone usted el uegimiento… Supongo que la intención oficial es la de que su uetiuada sea peumanente, peuo yo la voy a inteupuetar como tuansitouia. No tengo el menor deseo de puescindir de los seuvicios de un puometedor oficial como usted… ni por Su Alteza Ueal ni por nadie, si he de seule sinceuo. Poduía iuse de peumiso, clauo, peuo yo consideuo más opoutuno que se incoupoue a un destacamento. Le destinaué a otua unidad, hasta que pase el uevuelo, Fuashman.
La idea no me gustaba demasiado y, cuando me anunció que el regimiento al que había decidido enviarme estaba en Escocia, a punto estuve de rebelarme. Pero comprendí que sólo sería por unos meses… y me alegraba saber que Cardigan seguía estando de mi parte. Si el duelo lo hubiera protagonizado Reynolds, la cosa habría sido muy distinta, pero yo era uno de sus preferidos. Y hay que decir en honor del viejo lord Jo Jo que cuando alguien era su preferido, lo defendía a capa y espada con razón o sin ella. El muy estúpido.