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No me entretuve durante el viaje de vuelta a casa. Sabía que mi padre estaba en Londres y quería resolver cuanto antes la dolorosa cuestión de comunicarle mi expulsión de Rugby. Por consiguiente, dejé dicho que me enviaran el equipaje y alquilé un caballo como Dios manda en el George para trasladarme a la ciudad. Yo era uno de ésos que aprenden a montar en cuanto empiezan a andar… De hecho, mi habilidad para la equitación y mi facilidad para los idiomas extranjeros han sido las únicas cosas de las que se podría decir que son dotes innatas y muy útiles, por cierto.

O sea que me dirigí a caballo a la ciudad, preguntándome cómo se tomaría mi padre la buena noticia. El jefe era un tipo un poco raro y ambos habíamos recelado siempre el uno del otro. Era nieto de un ricachón, ¿saben?, pues el viejo Jack Flashman había ganado una fortuna en América con los esclavos y el ron y no me extrañaría nada que también se hubiera dedicado a la piratería, todo lo cual le permitió comprarse una casa en Leicestershire en la que hemos vivido desde entonces. Sin embargo, a pesar de su dinero, los Flashman nunca llegaron a refinarse… «el pelo de la dehesa asomaba generación tras generación como una boñiga junto a un rosal», tal como decía Greville. En otras palabras, mientras que otras familias venidas a más procuraban por todos los medios hacerse pasar por gente fina, la nuestra no lo hacía porque le era imposible. Mi padre fue el primero en casarse bien, pues mi madre estaba emparentada con los Paget, los cuales, como todo el mundo sabe, están sentados a la derecha de Dios. Debido a ello, se pasaba la vida vigilándome para ver si se me subían los humos a la cabeza; antes de la muerte de mi madre, mi padre apenas me veía, pues estaba demasiado ocupado en los clubs o en la Cámara o bien cazando —a veces zorros, pero generalmente mujeres—; más tarde no tuvo más remedio que interesarse un poco por su heredero y, de este modo, empezamos a conocernos y a desconfiar el uno del otro.

Supongo que, a su manera, era un tipo honrado, un poco bruto y con un genio de mil demonios, pero bastante apreciado en su círculo, que era el de los terratenientes con suficiente dinero como para ser aceptados en el elegante barrio residencial del West End. Disfrutaba de cierta fama residual por el hecho de haber resistido varios asaltos con Cribb en su juventud, aunque yo creo que el campeón Tom estuvo muy suave con él a causa de su dinero. Ahora repartía su tiempo entre la ciudad y el campo y mantenía una casa muy lujosa, pero ya no estaba en la política, pues lo habían enviado al matadero de la Reforma[1]. Sin embargo, seguía estando muy ocupado con el brandy, las mesas de juego y la caza… de ambos tipos.

Yo estaba considerablemente nervioso cuando subí corriendo los peldaños y empecé a aporrear la puerta principal de la casa. Oswald, el mayordomo, lanzó un grito al ver quién era, pues el final del semestre aún quedaba muy lejos. Sus voces atrajeron a otros criados que sin duda olfatearon un escándalo.

—¿Está en casa mi padre? —pregunté, entregándole a Oswald mi chaqueta mientras me alisaba el corbatín.

—Por supuesto que sí, señorito Harry —contestó Oswald, deshaciéndose en sonrisas—. ¡Ahora mismo se encuentra en el salón! —Abrió la puerta de par en par y anunció—: ¡El señorito Harry ha llegado a casa, señor!

Mi padre estaba repantigado en un canapé, pero se levantó de un salto al verme. Sostenía una copa en la mano y tenía la cara arrebolada, pero, puesto que ambas cosas eran habituales en él, resultaba un poco difícil saber si estaba bebido o no. Me miró fijamente y después saludó al hijo pródigo con un:

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

En casi cualquier otra circunstancia, semejante bienvenida me hubiera desconcertado, pero no en aquel momento. En la estancia había una mujer que me distrajo de mi zozobra. Era alta y bien parecida, tenía pinta de pelandusca, llevaba el cabello castaño recogido hacia arriba y miraba con cara de aquí te espero. «Ésta es la nueva», pensé, pues ya me había acostumbrado a su colección de señoras, las cuales cambiaban con tanta rapidez como los centinelas de St. James.

Me miró con una perezosa sonrisa medio divertida, que me provocó no sólo un estremecimiento en la espalda sino también una aguda conciencia de mi atuendo de colegial. Pero también me fortaleció de golpe, de tal forma que contesté sin la menor vacilación y con la mayor frialdad que pude:

—Me han expulsado.

—¿Expulsado? ¿Quieres decir que te han echado? ¿Y eso por qué, señor mío? —preguntó mi padre.

—Por embriaguez principalmente.

—¿Principalmente? ¡Pero qué barbaridad!

Se le había puesto la cara de color púrpura y su mirada pasaba de la mujer a mí como si buscara una aclaración. Por lo visto, a la mujer la situación se le antojaba muy graciosa, pero, al ver que el pobre hombre estaba a punto de estallar, me apresuré a explicarle lo ocurrido. Dije esencialmente la verdad, pero amplié más de la cuenta mi entrevista con Arnold. Cualquiera que me hubiera oído habría imaginado que ambos habíamos estado más o menos parejos. Al percatarme de que la mujer me miraba, me hice el indiferente, lo cual fue quizá un poco peligroso dado el estado de ánimo del jefe. Sin embargo, para mi sorpresa, mi padre lo encajó muy bien; nunca le había gustado Arnold, como es natural.

—¡Bueno, pues qué le vamos a hacer! —dijo llenándose otra vez la copa. No sonreía, pero se le había desarrugado la frente—. ¡Menudo sinvergüenza estás hecho! Bien empezamos. ¡Expulsado con ignominia, maldita sea tu estampa! ¿Te azotó? ¿No? Pues yo te hubiera arrancado la piel de la espalda a tiras… ¡y puede que lo haga, qué demonios! —Pero ahora ya estaba sonriendo, aunque con cierta amargura, todo hay que decirlo—. ¿Tú qué piensas de eso, Judy?

—Supongo que es un pariente tuyo, ¿verdad? —replicó ella, señalándome con su abanico. Tenía una profunda voz gutural y yo volví a estremecerme.

—¿Un pariente? ¡Pero bueno, si es mi hijo Harry, muchacha! Harry, ésta es Judy… quiero decir, la señora Parsons.

Ella me miró sonriendo con la misma expresión divertida de antes, y entonces yo me llené de orgullo —recuerden que tenía diecisiete años— y la estudié con detenimiento mientras mi padre se volvía a llenar la copa y maldecía a Arnold, calificándolo de puritano cura iletrado. La mujer poseía lo que se llama una figura escultural, con anchos hombros y busto exuberante, lo cual era menos común entonces de lo que es ahora, y yo tuve la impresión de que le gustaba el aspecto de Harry Flashman.

—Bueno —dijo finalmente mi padre cuando hubo terminado de tronar contra la insensatez que suponía colocar a mojigatos hombres de letras al frente de las escuelas privadas—. ¿Y ahora qué vamos a hacer contigo, me lo quieres decir? ¿Qué piensas hacer, señor mío, ahora que has manchado el honor de tu casa con tus bestialidades, eh?

Yo lo había estado pensando por el camino, e inmediatamente contesté que me gustaba el ejército.

—¿El ejército? —rezongó—. ¿Quieres decir que tendré que comprarte un nombramiento para que puedas vivir como un rey y me arruines, supongo, con tus facturas del Club de la Guardia?

—De la Guardia no —contesté—. Yo había pensado en el Undécimo de la Brigada Ligera de Dragones. Me miró fijamente al oír mis palabras.

—¿Pero es que ya has elegido el regimiento? ¡Desde luego, eres más frío que un témpano!

Yo sabía que el Undécimo estaba en Canterbury tras un prolongado período de servicio en la India y que, por esa razón, no era probable que lo destinaran a una plaza en el extranjero. Sabía ciertas cosas sobre los militares, pero todo aquello era demasiado rápido para el jefe; siguió hablando de los costes de las compras y de la vida en el ejército y se refirió de nuevo a mi expulsión y a mi carácter en general antes de volver de nuevo al ejército. Me di cuenta de que el oporto lo estaba volviendo locuaz, por lo que me pareció prudente no insistir.

—Conque los Dragones, ¿eh? ¿Tú sabes lo que vale un nombramiento de corneta? Eso es un maldito disparate. En mi vida he oído nada igual. Menuda desfachatez, ¿no te parece, Judy?

La señorita Judy señaló que yo estaría muy guapo con un deslumbrante uniforme de dragón.

—Ah, ¿sí? —dijo mi padre, mirándola con una cara muy rara—. Sí, seguro que estaría muy guapo. Ya veremos —añadió, estudiándome con expresión malhumorada—. Entre tanto, te puedes ir a la cama. Hablaremos mañana. De momento, aún estás en desgracia.

Sin embargo, mientras me retiraba le oí denostar de nuevo a Arnold y me fui a la cama muy contento e incluso aliviado. No cabía duda de que mi padre era un tipo muy raro; nunca podías adivinar cómo se tomaría las cosas.

Pero, a la mañana siguiente, cuando me reuní con él a la hora del desayuno, ya no se habló para nada del ejército. Soltando maldiciones contra Brougham —el cual, deduje, habría lanzado un violento ataque contra la Reina en la Cámara[2]— y comentando no sé qué escándalo protagonizado por lady Flora Hastings[3] en el Post, estaba demasiado ocupado como para prestarme atención, por lo que se fue inmediatamente a su club. En cualquier caso, yo me alegré de dejar el asunto tal como estaba de momento; siempre he creído que hay que hacer las cosas de una en una, y la cosa que en aquel momento ocupaba mis pensamientos era la señorita Judy Parsons.

Permítanme decir que, aunque ha habido centenares de mujeres en mi vida, yo jamás he sido uno de ésos que andan constantemente presumiendo de sus conquistas. He explorado y cabalgado más que la mayoría de los hombres, de eso no cabe la menor duda, y existen probablemente unos cuantos hombres y mujeres de mediana edad que podrían llevar el apellido Flashman si supieran quién es su padre. Pero, dejando eso aparte, a no ser que uno sea de los que se enamoran —cosa que yo jamás he hecho—, los revolcones se aprovechan cuando hay ocasión y cuantos más, mejor. Sin embargo, Judy guarda una estrecha relación con mi relato.

Yo no era inexperto con las mujeres; en casa siempre había habido criadas y alguna que otra moza del campo, pero Judy era una mujer de mundo y eso yo no lo había catado. Y no es que estuviera preocupado en este sentido, pues me tenía a mí mismo (y con razón) en bastante buen concepto. Era lo bastante alto y guapo como para satisfacer a cualquiera de ellas, pero, por el hecho de ser la amante de mi padre, cabía la posibilidad de que ella considerara excesivamente arriesgado retozar con el hijo. Resultó que no le tenía miedo al jefe ni a nadie.

Vivía en la casa —la joven Reina acababa de subir al trono por aquel entonces y la gente se seguía comportando como en tiempos del príncipe regente y el rey Billy[4]; no como más tarde, cuando las amantes tuvieron que desaparecer de la vista—. Subí a su habitación antes del mediodía para explorar el territorio y la encontré todavía en la cama, leyendo los periódicos. Se alegró de verme y empezamos a conversar. Por la forma en que me miraba y se reía y dejaba que jugueteara con su mano, comprendí que sólo sería cuestión de encontrar el momento. De no haber sido por una doncella que andaba de un lado para otro a lo largo de la estancia, me hubiera lanzado inmediatamente.

Sin embargo, como al parecer mi padre acudiría aquella noche al club y se quedaría allí hasta muy tarde jugando, tal como tenía por costumbre hacer, accedí a regresar horas después para jugar con ella al ecarté. Ambos sabíamos que no íbamos a jugar a las cartas precisamente. Como era de esperar, cuando regresé al anochecer, la encontré acicalándose sentada delante del espejo, envuelta en un camisón con el que yo me hubiera podido hacer un pañuelito. Me acerqué directamente a ella por la espalda, agarré con ambas manos sus generosos pechos, ahogué su jadeo con mi boca y la empujé a la cama. Estaba tan ansiosa como yo y retozamos con un estilo muy curioso, primero el uno encima del otro y después al revés. Lo cual me recuerda algo que me quedó grabado en la memoria, tal como suele ocurrir en tales casos: cuando todo terminó, ella, espléndidamente desnuda, se sentó a horcajadas encima de mí apartándose el cabello de los ojos y, de repente, se echó a reír de buena gana, tal como se suele hacer cuando a uno le cuentan un chiste muy gracioso. En aquellos momentos pensé que se reía de placer y me sentí muy orgulloso de mi actuación, pero ahora estoy seguro de que se estaba burlando de mí. No olviden que yo tenía diecisiete años y no cabe duda de que le debió de parecer muy gracioso que yo me sintiera tan satisfecho de mí mismo.

Más tarde jugamos a las cartas para guardar las formas y ella ganó, y después yo tuve que salir furtivamente porque mi padre regresó a casa temprano. Al día siguiente, lo volví a intentar, pero, para mi asombro, esta vez ella me dio unas palmadas en las manos diciendo:

—No, no, muchachito; una vez para divertirnos sí, pero no dos. Aquí no puedo perder la compostura.

Se refería a mi padre y a la posibilidad de que los criados empezaran a chismorrear. Supongo.

Me molesté y me enfadé, pero ella volvió a burlarse de mí. Entonces perdí los estribos y traté de chantajearla, amenazando con hacer lo posible por que mi padre se enterara de lo de la víspera, pero ella se limitó a hacer una mueca de desprecio.

—No te atreverás —dijo— y, si te atreves, me dará igual.

—Conque sí, ¿eh? —repliqué—. ¿Y si él te echara de casa, so guarra?

—Pero bueno, qué agallas tiene mi niño. A primera vista, me pareció que eras tan bruto como tu padre, pero ahora veo que tienes, además, ciertos rasgos de canalla. Permíteme decirte que él es más hombre que tú… en la cama y fuera de ella.

—Pero fui lo bastante bueno para ti, perra —contesté.

—Una sola vez y basta —dijo ella, haciendo una burlona reverencia—. Lárgate y limítate a las criadas a partir de ahora.

Salí hecho una furia cerrando la puerta de golpe, y me pasé una hora dando vueltas por el parque mientras planeaba lo que iba a hacerle a Judy si alguna vez se me ofreciera la ocasión. Al cabo de un rato, mi cólera se esfumó y empujé a la señorita Judy a un rincón de mi mente, dejándola en reserva hasta el momento en que se me presentara la oportunidad de darle su merecido.

Curiosamente, la aventura redundó en mi beneficio. No sé si llegó a oídos de mi padre lo que ocurrió aquella primera noche o si él lo olfateó en el aire, pero sospecho que fue más bien lo segundo, pues mi padre era muy listo y tenía la misma capacidad que yo para barruntar las cosas. En cualquier caso, su actitud hacia mí cambió de repente; de los comentarios acerca de mi expulsión y de la naturalidad en el trato, pasó de golpe a unos modales aparentemente enfurruñados y a unas extrañas miradas que rápidamente apartaba como si se sintiera cohibido.

Sea como fuere, a los cuatro días de mi regreso a casa, mi padre anunció súbitamente que había estado pensando en mi sugerencia sobre el ejército y había decidido comprarme un par de insignias de oficial. Yo debería acudir a la Guardia Montada y visitar a mi tío Bindley, el hermano de mi madre, el cual lo arreglaría todo. Estaba claro que mi padre deseaba que me fuera cuanto antes de casa, por lo que aproveché la ocasión para resolver el asunto de la asignación y le pedí quinientas libras anuales para complementar mi paga. Ante mi asombro, aceptó sin rechistar. Maldije mi estampa por no haber pedido setecientas cincuenta libras, pero quinientas ya eran el doble de lo que yo esperaba y mucho más que suficiente, por lo que me di por satisfecho y me fui a la Guardia Montada rebosante de buen humor.

Mucho se ha dicho acerca de la compra de graduaciones —que los ricos e ineptos pasaban por encima de hombres mejor preparados gracias a su dinero y que los pobres y competentes se quedaban rezagados—, pero sé por experiencia que casi todo es mentira. Aunque se abolieran las compras de graduaciones, los ricos ascenderían en el ejército más rápidamente que los pobres y, además, por regla general, tanto los unos como los otros suelen ser unos ineptos. He servido en el ejército como diez hombres juntos, sin culpa por mi parte, y puedo asegurar que casi todos los oficiales son un desastre y que cuanto más suben en el escalafón peores se vuelven, yo incluido. Dicen que fuimos unos ineptos en Crimea, cuando las compras de graduaciones estaban en pleno apogeo, pero el lío que armaron recientemente en África del Sur parece que fue del mismo calibre… y eso que no se compraron las graduaciones.

Sin embargo, yo entonces no tenía más ambición que la de convertirme en un humilde corneta y entregarme a la buena vida en un regimiento de primera, lo cual era uno de los motivos de que me hubiera decidido por el Undécimo de Dragones. Otro era su cercanía a la ciudad.

No le dije nada de esto a tío Bindley y me comporté con gran sagacidad, como si estuviera deseando distinguirme en el combate contra los marathas o los sikhs. Él resopló, me miró desde lo alto de su nariz, que era larga y muy fina, y dijo que jamás había sospechado el menor ardor militar en mí.

—No obstante, parece ser que hoy en día basta con una buena pierna para los pantalones y cierta inclinación a la locura —añadió—. Y sabes montar, según tengo entendido, ¿verdad?

—En cualquier cosa que tenga patas, tío —contesté yo.

—De todos modos, eso no tiene demasiada importancia. Lo que a mí me preocupa es que, según los informes, no sepas dominarte con el alcohol. Convendrás conmigo en que el hecho de que hayan tenido que sacarte a rastras de una taberna de Rugby dando tumbos no es una buena recomendación para un comedor de oficiales.

Me apresuré a decirle que los informes eran exagerados.

—Lo dudo —dijo—. Me interesa saber si guardaste silencio en estado de embriaguez o si, por el contrario, desbarraste. Un borracho parlanchín es intolerable; en cambio, uno que no abre la boca se puede aceptar en caso de necesidad. Por lo menos, si tiene dinero; hoy en día parece ser que el dinero disculpa prácticamente cualquier conducta en el ejército.

Era uno de sus comentarios sarcásticos preferidos; permítaseme decir que la familia de mi madre, aunque muy distinguida, no era demasiado rica. Pese a ello, lo sufrí todo con humildad.

—Sí —prosiguió—, no me cabe duda de que, con tu asignación, podrás matarte o bien arruinarte en muy breve tiempo. En eso no serás peor que la mitad de los subalternos del servicio, aunque tampoco mejor. Ah, pero, un momento, dijiste el Undécimo de la Brigada Ligera de Dragones, ¿verdad?

—Sí, tío.

—¿Y estás decidido a entrar en ese regimiento?

—Por supuesto —contesté un tanto extrañado.

—En tal caso, puedes divertirte un poco antes de seguir el camino de todo el mundo —dijo con una perspicaz sonrisa en los labios—. ¿Has oído hablar, por casualidad, del conde de Cardigan?

Contesté que no, lo cual demuestra lo poco que me habían interesado hasta entonces las cuestiones militares.

—Fantástico. Es el que está al mando del Undécimo, ¿sabes? Heredó el título hace apenas un año cuando estaba en la India con el regimiento. Un hombre extraordinario. Tengo entendido que no oculta su intención de convertir el Undécimo en el mejor regimiento del ejército.

—Parece justo el hombre indicado para mí —dije con vehemencia.

—En efecto, en efecto. Bueno, no podemos negarle el servicio de un subalterno tan entusiasta, ¿no crees? Está claro que el asunto de las insignias se tiene que resolver sin tardanza. Alabo tu elección, muchacho. Estoy seguro de que el servicio a las órdenes de lord Cardigan te resultará… mmm… no sólo estimulante sino también instructivo. Sí, pensándolo bien, la combinación entre Su Señoría y tú será satisfactoria para ambas partes.

Yo estaba demasiado ocupado haciéndole la pelotilla al viejo necio como para prestar demasiada atención a lo que me estaba diciendo. De lo contrario, hubiera tenido que comprender que cualquier cosa que fuera de su gusto probablemente sería mala para mí. Se enorgullecía de estar por encima de mi familia, a cuyos miembros consideraba unos patanes, con cierta razón, y jamás había mostrado más que desprecio hacia mi persona. El hecho de ayudarme a conseguir el nombramiento ya era otra cosa, naturalmente; se sentía obligado a cumplir con su deber con un pariente, aunque sin el menor entusiasmo. Aun así, yo tenía que mostrarme aduladoramente cortés con él y simular respeto.

Me dio resultado, pues conseguí ingresar en el Undécimo con sorprendente celeridad. Yo lo atribuí por entero a la influencia, pues entonces ignoraba que, a lo largo de los últimos meses, se había registrado una constante salida de oficiales del regimiento, expulsados, trasladados y destinados a otras plazas… y todo por culpa de lord Cardigan, de quien mi tío me había hablado. Si hubiera sido un poco mayor de lo que era y me hubiera movido en los círculos adecuados, habría tenido ocasión de oír hablar de él, pero, en las pocas semanas que transcurrieron antes del nombramiento, mi padre me envió a Leicestershire y el poco tiempo que estuve en la ciudad lo pasé solo o bien en compañía de los parientes que pudieron acogerme. Mi madre tenía unas hermanas que, a pesar de aborrecerme con toda su alma, se consideraban en la obligación de cuidar del pobre muchacho huérfano. O eso decían ellas por lo menos; pero, en realidad, temían que, si me dejaran solo, yo me juntara con malas compañías, y estaban en lo cierto.

Sin embargo, no tardé en obtener información acerca de lord Cardigan. Durante los últimos días que dediqué a comprar los uniformes, reunir toda la parafernalia que por aquel entonces necesitaba un oficial —muy superior a la de hoy en día—, elegir un par de caballos y disponer todo lo necesario para el cobro de la asignación, todavía me quedó tiempo y un lugar para la señorita Judy en mis pensamientos. Descubrí que mi revolcón con ella sólo había servido para aumentar mi apetito; traté de saciarlo con una campesina de Leicestershire y una joven prostituta del Covent Garden, pero la una apestaba y la otra me aligeró los bolsillos y ninguna de las dos me sirvió para sustituirla. Quería a Judy y, al mismo tiempo, la despreciaba, pero ella me evitaba desde nuestra disputa y, cuando nos tropezábamos en la casa, no me prestaba la menor atención.

Al final, no pude resistirlo y la víspera de mi partida acudí de nuevo a su dormitorio, tras haberme cerciorado de que el jefe no estaba en casa. La encontré leyendo y se me antojó tremendamente apetecible, envuelta en un salto de cama de color verde claro. Yo había bebido algo más de la cuenta y la contemplación de sus blancos hombros y sus rojos labios me volvió a producir un hormigueo en la columna vertebral.

—¿Qué quieres? —me preguntó fríamente, pero yo ya lo esperaba y tenía el discurso preparado.

—He venido a pedirte perdón —contesté con cara de perro apaleado—. Me voy mañana y, antes de irme, quería disculparme por lo que te dije. Lo siento, Judy, te lo juro; me comporté como un canalla… y un bellaco y, bueno… quería reparar mi culpa. Eso es todo.

Posó el libro y se volvió en su asiento para mirarme con la misma frialdad de antes, pero sin decir nada. Restregué los pies por el suelo como un tímido colegial —me veía reflejado en el espejo que ella tenía a su espalda y podía calibrar la marcha de mi actuación— y repetí que lo sentía.

—Muy bien pues —dijo ella al final—. Lo sientes. Te sobran razones.

Guardé silencio sin mirarla.

—Muy bien pues —repitió tras una pausa—. Buenas noches.

—Por favor, Judy —dije, mirándola compungido—. Me lo pones muy difícil. Me comporté como un palurdo.

—Por supuesto.

—Fue porque estaba enfadado y dolido y no comprendía por qué… por qué no me permitías… —dejé la frase sin terminar y después le solté de golpe que jamás había conocido a una mujer como ella y que sólo había acudido allí para pedirle perdón, pues no podía soportar la idea de que me odiara, y un sinfín de cosas por el estilo…

Una sarta de bobadas, pensarán ustedes, pero es que todavía estaba aprendiendo. Entonces el espejo me dijo que lo estaba haciendo muy bien. Terminé echando los hombros hacia atrás y diciéndole con expresión solemne:

—Por eso he venido a verte otra vez… para decírtelo. Y pedirte perdón.

Incliné ligeramente la cabeza y me volví hacia la puerta, ensayando cómo me detendría y volvería la mirada hacia atrás en caso de que ella no me llamara. Pero se tragó el anzuelo, pues, mientras yo acercaba la mano al tirador, me dijo:

—Harry.

Giré en redondo y la vi sonriendo con cierta tristeza. Después sonrió como Dios manda y sacudió la cabeza diciendo:

—Muy bien, Harry, si quieres mi perdón, aquí lo tienes si te sirve de algo.

—¡Judy! —exclamé, volviendo sobre mis pasos con sonrisa de alma resucitada—. ¡Oh, Judy, cuánto te lo agradezco! —añadí, tendiéndole sincera y virilmente la mano.

Ella la tomó y la estrechó sin dejar de sonreír, pero su mirada conservaba todavía un ligero destello de crueldad. Me perdonaba con la misma majestuosa magnanimidad con que una tía hubiera podido perdonar a un díscolo sobrino. Ignoraba que el sobrino estaba tramando un incesto.

—Judy —dije sin soltar su mano—, ¿nos despedimos como buenos amigos?

—Si tú quieres —contestó, tratando de retirar la mano—. Adiós, Harry, y buena suerte.

Me acerqué un poco más, le besé la mano, y pareció que no le importaba. En mi ceguera, llegué a la conclusión de que había ganado la partida.

—Judy —repetí—, eres adorable. Te quiero, Judy. Si tú supieras, eres todo lo que yo deseo en una mujer. Oh, Judy, eres lo más bonito que he visto en mi vida, toda trasero, barriguita y busto, te quiero muchísimo. La estreché contra mi pecho, pero ella se soltó y se apartó.

—¡No! —dijo con una voz más fría que el acero.

—Pero ¿por qué no, maldita sea? —grité.

—¡Vete! —contestó con la cara muy pálida y unos ojos como puñales—. ¡Buenas noches!

—Buenas noches un cuerno —dije—. Pensaba que me habías dicho que nos despediríamos como amigos. Eso no es muy amistoso, ¿no te parece?

Me miró con furia. Su busto estaba lo que las novelistas suelen llamar agitado, pero, si hubieran visto a Judy agitada en salto de cama, se habrían inventado otra manera de describir el furor femenino.

—He sido una estúpida al escucharte —añadió—. ¡Sal ahora mismo de esta habitación!

—Todo a su tiempo —contesté y, con un rápido movimiento, la rodeé por el talle.

Me golpeó, pero yo esquivé los golpes y ambos caímos juntos sobre la cama. Estrechaba la suavidad de su cuerpo y me volvía loco. La sujeté por la muñeca mientras ella me volvía a golpear como una tigresa, le cubrí la boca con la mía y me mordió el labio con todas sus fuerzas. Lancé un grito y me aparté acercándome la mano a la boca, y ella, furiosa y jadeante, tomó un plato de porcelana y me lo arrojó. Falló por completo, pero me sacó totalmente de mis casillas. Perdí el control de mí mismo por entero.

—¡Perra asquerosa! —le grité, abofeteándola con todas mis fuerzas.

Se tambaleó, la volví a golpear y ella cayó sobre la cama y, desde allí, al suelo por el otro lado. Miré a mi alrededor, buscando algo con que pegarla, un látigo o un bastón, pues estaba tan fuera de mí que la hubiera cortado a trocitos de haber podido. Pero no tenía nada a mano y, cuando rodeé la cama para acercarme a ella, se me ocurrió pensar que la casa estaba llena de criados, por cuyo motivo sería mejor que aplazara la cuenta que tenía pendiente con la señorita Judy para otra ocasión.

La miré sudoroso y encolerizado mientras ella se levantaba sujetándose a una silla y se cubría la mejilla con la otra mano. Pero era una presa muy fácil.

—¡Cobarde! —fue lo único que pudo decir—. ¡Maldito cobarde!

—¡No es cobardía castigar a una puta insolente! —repliqué—. ¿Quieres un poco más?

Estaba llorando… sin sollozar, pero con lágrimas en las mejillas. Se acercó al asiento que había junto al espejo medio tambaleándose, se sentó y se miró. La maldije de nuevo, dedicándole los epítetos más escogidos que se me ocurrieron, pero ella siguió acariciándose suavemente la magullada y enrojecida mejilla con la mano sin prestarme atención. No dijo nada en absoluto.

—¡Bueno, pues vete a la mierda! —dije al final, saliendo de la habitación con un portazo.

Temblaba de rabia, y el dolor del labio, que me sangraba profusamente, me hizo recordar que ella me había pagado los golpes por adelantado. Aunque, de todos modos, también había recibido algo a cambio; no sería fácil que olvidara a Harry Flashman.