Conversación con Lieneke
Más de sesenta años han transcurrido desde que le fueron escritas las cartas a Lieneke hasta que se ha escrito su historia. Este libro está basado en una historia real, en las cartas que el doctor Kohly no destruyó y en los recuerdos de Lieneke, que hoy en día se llama Nili Goren.
Para recordar todas las cosas que ocurrieron hace tantos años, y para ver los paisajes, las ciudades y los pueblos donde pasó su infancia, Lieneke y yo viajamos a Holanda. Nos citamos con Pieter Cooymans, que nos llevó a la vieja casa de su padre en Saint Oedenrode. Las personas que viven hoy allí nos permitieron entrar y nos mostraron el escondite para casos de emergencia que el doctor y su esposa prepararon para las niñas judías. Fuimos a Den Hoom y entramos en la casa del médico del pueblo. Hoy vive en ella otro médico, pero la casa sigue allí, grande y cuadrada, frente a un jardín casi idéntico. El colegio sigue estando en el mismo sitio, con la iglesia al lado, y enfrente la plaza redonda del pueblo. No encontramos a Gredda, pero oímos decir que Klaus había prosperado mucho, tal vez gracias a sus inventos.
En Holanda vimos a la buena amiga de Lieneke, Charlotte, y con ella fuimos a la casa de Utrecht donde Lieneke creció. Anduvimos por el viejo barrio de Lieneke, y por el parque donde una vez hubo letreros que prohibían la entrada a los judíos. Pasamos por delante de la «casa tictaqueante» de Liesje, pero no entramos, y tampoco la vimos a ella. Efectivamente, eran grandes amigas antes de la guerra, pero después no siguieron en contacto. Luego nos citamos con otra buena amiga, Ditje, que nos contó cómo era ser una niña de la resistencia.
Evidentemente, a Vonnet, Henry Kohly y el matrimonio Cooymans no pudimos verlos. Fallecieron hace muchos años, pero, tras la guerra y hasta su muerte, Lieneke mantuvo contacto con ellos. No en vano fueron las personas que le salvaron la vida.
Allí, en cada casa y en cada escondite, Lieneke me contó lo que le sucedió durante la guerra, y también lo que le ocurrió después.
¿Qué ocurrió después?
—Como se dice en el libro, después de terminar la guerra viví algún tiempo en casa de los padres de Ditje, en el pueblo. Allí me encontraba muy bien y, durante ese tiempo, mi padre y mi hermano Bart viajaron a Utrecht para buscarnos casa. Como había que arreglar la nuestra, que había sido unida a la de los vecinos, el ayuntamiento nos proporcionó una vivienda temporal en casa de un colaboracionista nazi. Él, su mujer y sus tres hijos fueron encarcelados. Antes de abandonar la casa, el hijo menor arrojó al suelo, a las paredes y a los muebles una especie de sirope. Ésa fue su venganza: dejó tras de sí una casa llena de insectos. Vivimos allí algún tiempo y luego volvimos a nuestra casa.
¿Cómo fue volver por fin a casa?
—No se parecía en nada a antes de la guerra. Sin mi madre, simplemente no era lo mismo. No había nadie que sostuviera a la familia. La guerra acabó con la vida tal y como la conocíamos. Mis hermanos emigraron a Israel, mi padre se entregó en cuerpo y alma a la ciencia y yo tuve que ponerme al día en los estudios. Lo que había estudiado en el colegio rural era de un nivel muy elemental y no quería que me bajasen de curso. Me pasaba el día estudiando.
¿Le ocurrieron también cosas buenas?
—Sí. Ditje vino a vivir con nosotros, para estudiar en el instituto municipal, y un día Charlotte llamó a la puerta. En seguida volvimos a hacernos amigas, las mejores amigas. De la casa del colaboracionista nos llevamos discos viejos, y nos tumbábamos en el suelo de madera del desván y escuchábamos música con los ojos cerrados. Pero cuando por fin logré ponerme al día en los estudios y comencé incluso a disfrutar de la vida, sobre todo gracias a un grupo de teatro, mi padre me informó de que íbamos a emigrar a Israel. Ben Gurión lo invitó a fundar el primer instituto veterinario de Israel. Yo no quería irme. Cuando volvía a sentirme una niña normal, cuando volvía a estar contenta, tenía que dejarlo todo y comenzar una nueva vida.
¿Y cómo fue la adaptación a Israel?
—Al principio fue difícil. Mi padre y yo vivíamos en una habitación en Tel Aviv, y desde la ventana miraba con envidia a los niños que jugaban en el patio del colegio. Yo no sabía ni una palabra de hebreo. Todos los días iba a estudiar el idioma a casa de Raquel Katinka, aquella cuyo nombre le pusieron a Raquel. Por aquel tiempo, Raquel Katinka ya estaba casada con el poeta Zeev. Eran muy agradables conmigo, pero las clases de hebreo no daban buenos resultados, porque no podía practicar el idioma: no conocía a nadie de mi edad y no tenía con quien hablar.
»Todos los días volvía de clase a nuestra habitación y le preparaba a mi padre una cena caliente. Tenía que soportar mis guisos. No sabía cocinar. Ni siquiera tenía un libro de cocina, porque no sabía leer hebreo. Tras algunas semanas, mi padre decidió alquilar una habitación en casa de una familia holandesa que vivía cerca de Ramat Gan. Allí comíamos con la familia y allí conocí a un chico llamado Sasson y me hice amiga suya. Aún no sabía que algún día nos casaríamos.
»Empecé a estudiar en el instituto de Ramat Gan. Por aquellos días no sabían cómo recibir a emigrantes que llegaban solos, y nadie se interesó por mí. Tras un año sentada en la clase sin entender nada y sin que me hiciesen participar en ninguna actividad, le dije a mi padre que no volvería más al colegio. Me matriculé en un curso de puericultura, terminé los estudios con buenas notas, y los dos meses que me quedaban hasta el servicio militar los pasé como voluntaria en el kibbutz Degania Alef.
¿Y allí, en el kibbutz, le fue mejor?
—No empezó bien, pero terminó de maravilla. El trabajo agrícola me resultaba muy duro. Me puse muy enferma. Durante el tiempo libre me daba vergüenza salir de la habitación. Me daba vergüenza hasta ir al comedor. Recuerdo que un día vi una araña en el alféizar de la ventana de mi cuarto.
Le dije: «Si no saltas a mi cama, no te haré nada malo». En ese momento nos hicimos amigas. Por aquellos días era mi única amiga. Y entonces decidieron enviarme a trabajar a la sección de los niños, y todo mejoró. Estaba estupendamente, primero por los niños, y segundo porque todos los días, al mediodía, llegaban los chicos del kibbutz a comerse los yogures que se dejaban los niños. De pronto me descubrieron. Vieron que había un bombón nuevo en el kibbutz, y eso fue muy agradable. Allí también aprendí a amar el país. Estaba fascinada con el maravilloso paisaje y con las gentes. Para mí, era un auténtico pedazo de paraíso. Incluso querían que me quedase como miembro del kibbutz, pero yo quería hacer el servicio militar. En el ejército trabajé como enfermera y continué con ello después de licenciarme.
¿Qué hizo con los cuadernillos?
—Los guardé durante todos estos años y, de vez en cuando, cuando me lo pedían, los sacaba y se los enseñaba a mis parientes y amigos. Por sus reacciones comprendí que las cartas tenían algo que sobrepasaba el ámbito de mis recuerdos personales, algo que interesaba tanto a niños como a adultos. Por eso, cuando el museo Yad Layeled, de Bet Lojamei Haguetaot[14], me pidió exhibir los cuadernillos, decidí prestárselos. Desde entonces están expuestos allí.
Cuando nació le pusieron Jacqueline. En la guerra la llamaban Lieneke. Hoy se llama Nili. ¿Cómo se llama usted a sí misma?
—Lieneke. Cuando emigré a Israel, me dijeron que Lieneke no era un nombre israelí, y me pusieron Nili. Pero incluso hoy día siento que Nili no es mi nombre, sino Lieneke. Aquí me llaman Nili Goren. Goren es el apellido de mi marido, Sasson. Poco después de casarnos nos trasladamos a Kriot, al lado de Haifa. Tuvimos tres hijos, y hoy tenemos ya seis nietos. Varias veces al año, en las fiestas, en los cumpleaños, el Día de la Independencia, nos juntamos para hacer un gran picnic en el campo o en el jardín de alguno de nosotros. Nos reunimos todos: mis hijos y mis nietos, y también mis hermanos con sus familias. En esos momentos siempre me vienen los mismos pensamientos a la cabeza.
¿Qué pensamientos?
—Primero pienso en el gran milagro, al que acompaña una inmensa felicidad, que significa una gran familia: tantas personas y tantos niños guapos, listos y estupendos, ¡no hay mayor felicidad! Luego pienso en que es una lástima que mi madre no haya podido ver este gran tesoro, su familia. ¡Y al final pienso que los nazis fracasaron! ¡Y de forma estrepitosa! Miradnos: una familia judía grande y preciosa, en nuestro país, personas libres.
TAMI SHEM-TOV
Israel/Holanda, 2006-2007.