Capítulo 25

Largos y terribles meses de invierno pasó el pueblo hasta que los camiones alemanes cargados de soldados heridos pasaron rápidamente hacia el este, hacia Alemania, y los tanques de los Aliados entraron en Den Hoom. Ocurrió en primavera, «como las mejores cosas», como decía Vonnet. Los soldados canadienses, que salieron de los tanques y repartieron rebanadas de pan blanco untadas con chocolate, le parecieron a Lieneke especialmente altos y guapos. Masticó con placer el pan con chocolate y recordó sabores que había olvidado tiempo atrás.

Gredda y Klaus estaban allí con ella, junto al resto de las personas del pueblo, llenándose la tripa vacía con el dulce pan.

—Lieneke, ¿ahora volverás a Amsterdam? —preguntó de pronto Gredda.

Ella sonrió. Le apetecía decirle que ahora volvería a Utrecht, pero se calló. Aún le daba miedo decir ese tipo de cosas. En vez de contestar, preguntó:

—¿También vosotras os iréis a la ciudad?

—No creo —respondió Gredda dirigiendo la vista hacia su hermana, que estaba apoyada en el tronco de un árbol. A su lado estaba el hermano mayor de Klaus. Se miraban el uno al otro en silencio mientras masticaban pan con chocolate—. Me parece que por eso nos quedaremos en el pueblo —concluyó Gredda, feliz, y se relamió el chocolate que tenía alrededor de la boca—. Ahora Johanna dice —continuó— que no hay nada como un auténtico agricultor.

Los tanques estacionaron en el gran campo que había detrás de la plaza redonda, y toda la gente del pueblo se congregó allí para dar la bienvenida a los soldados canadienses. También fueron David y Klara. Era la primera vez que salían de la casa. Caminaban despacio por las aceras rojas, bajo un agradable sol, respiraban el aire puro y miraban a su alrededor. Lieneke estaba allí junto a Vonnet, Gredda y Klaus, y los vio aproximarse a la plaza, temblando de emoción, pálidos y asombrados. Se acercaron al grupo y parecían desconcertados y temerosos. Hacía mucho que no veían a tanta gente, hacía mucho que no se mezclaban con otros seres humanos. Las finas piernas de David temblaban dentro de sus pantalones anchos, y Lieneke pensó que iba a desplomarse en la acera. Vonnet le tendió la mano.

—Son nuestros huéspedes —los presentó, y luego besó a Klara, que aún tenía el rostro gélido, aunque ahora corrían lágrimas por sus mejillas como lluvia por el cristal de una ventana.

Cuando volvieron a casa, se sentaron en el salón y tomaron juntos sucedáneo de té. David dijo que querían irse cuanto antes, regresar a casa y buscar a sus familiares, aunque aún tenían miedo del mundo exterior.

—Te acostumbras tanto a estar encerrado y a asustarte de las voces, los ruidos, las palabras y las personas —dijo mirando por la ventana el gran árbol—, que cuando sales libre a la calle todo te resulta ajeno y extraño, como si no formaras parte de este mundo ni del género humano.

—Pero acabáis de estar en la calle, con un montón de gente alrededor —Vonnet intentó animarlo.

—Y me he sentido como un animalillo que no comprende lo que dicen ni lo que quieren los demás animales —murmuró David—, y tiene miedo de lo que puedan hacerle.

A pesar de todo, Klara y David decidieron marcharse de la casa del médico al día siguiente. Fueron a despedirse de Lieneke. Estaba en la habitación asomada a la ventana, esperando a su padre. David se detuvo en la puerta, con una pequeña bolsa en la mano, y dijo:

—¿Sabes, Lieneke?, me has ayudado a pasar este tiempo tan difícil con la paciencia que has tenido para soportar mi palabrería y mis historias. Eso ha hecho que dejase de pensar en los miedos y en la guerra, en lo que había antes y en lo que habrá después, si es que hay algo después, para mí y para mi pueblo.

Ella le sonrió por haberle dicho algo tan bonito.

—Lieneke también es judía —dijo Klara.

Lieneke asintió.

—¿Qué? —se sorprendió David—. ¿Cómo lo has sabido? —le preguntó a Klara.

—Lo imaginé —respondió ella encogiéndose de hombros.

Se despidieron de Lieneke con un abrazo y no dijeron «Nos veremos pronto», o «Estaremos en contacto». Por la ventana los vio salir de la casa y caminar hacia la carretera. A pesar de su altura, y aunque andaban con paso rápido, parecían pequeños y débiles. Lieneke permaneció allí de pie un buen rato más, para ver a su padre cuando llegara. Ahora Holanda estaba unida y, si se encontraba sano y salvo, ya estaría de camino. Pero ¿y si le había ocurrido algo? «Vendrá Bart —se dijo—, o Hannie, o Raquel». Alguien iría para llevarla con su madre.

Por la noche, Vonnet entró en su habitación.

—Es hora de dormir —le dijo, la acompañó a la cama, la arropó bien y le dio un beso en la frente—. Tal vez mañana —dijo al salir.

Lieneke se acostó con los ojos abiertos. Antes de dormirse pensó en las cosas que le había dicho David. Lo había ayudado a pasar ese tiempo tan difícil, pero lo que la había ayudado a ella, lo sabía perfectamente, habían sido las cartas que su padre le había enviado. ¿Cuándo llegaría?

Al otro día volvió a pegarse a la ventana y apenas se movió de allí también al siguiente. Sólo para comer, y por la noche, accedió a apartarse del cristal. El resto del tiempo permaneció en su rincón y, cuando el abuelo Kohly o Vonnet entraban para hablar con ella, les dirigía media mirada y la otra media la dejaba fija en el camino.

—Las carreteras están dañadas, los puentes bombardeados y las vías férreas destrozadas —dijo el abuelo Kohly—. Lleva tiempo. Siempre es así después de una guerra.

Ella asintió y se imaginó la calva puntiaguda de su padre brillando en la carretera de camino a casa del médico, su paso ligero y seguro, su amplia sonrisa.

Estaba tan inmersa en sus fantasías que casi no lo distinguió cuando realmente apareció. No caminaba con paso ligero ni seguro y, a pesar de la calva, no parecía en absoluto su padre. Sólo cuando se acercó y abrió la puerta, comprendió quién había llegado. Abrió la ventana de par en par, sacó la cabeza y gritó:

—¡Tío Jaap! ¡Tío Jaap! ¡Por fin has venido, tío Jaap! —Corrió escaleras abajo y se detuvo delante de él.

—¡Cuánto has crecido! —dijo mientras la cogía en brazos, y entonces añadió en tono preocupado—: Cuánto has adelgazado…

También él parecía otro. Como todos a su alrededor, también él estaba ahora delgado y débil. También su voz le resultaba extraña, como si se le hubiese secado, y su forma de hablar se había vuelto mesurada y lenta. Tenía la mirada perdida. Dijo que estaba cansado y que debían ponerse en camino ese mismo día.

Lieneke se emocionó al doblar su ropa en la maleta y meter en la mochila a Bojki, la caja de colorete que le había dado su madre y el frasco de perfume vacío. El atril de dibujo lo ató a la mochila. Vera se tumbó en el suelo. Por debajo de sus pesados párpados clavó en Lieneke una mirada de preocupación.

—Quiero despedirme de mis amigos, de Klaus y Gredda —le pidió a su padre, que estaba sentado al borde de la cama mirando por la ventana hacia el manzano.

—Lo siento —dijo—, creo que no hay tiempo. Debemos irnos en seguida.

Lieneke recordó que, cuando se fue de Utrecht, tampoco se despidió de Liesje y de Charlotte. «Así son las cosas en tiempos de guerra», se dijo. Pero la guerra ya había terminado. Los rayos del sol iluminaban la habitación, y una suave y refrescante brisa jugueteaba con las cortinas.

—Tengo algo que contarte —murmuró su padre.

Lieneke lo observó con una mirada azul.

Él suspiró.

—Siéntate a mi lado —le pidió. Ella cerró la maleta y se sentó a su lado. Por un instante se acordó de cómo se sentaba cómodamente sobre sus rodillas y juntos miraban su álbum de pinturas. Hacía tanto tiempo de eso. Ahora no podía ni imaginárselos sentados así. Con su ancha mano, que ahora estaba áspera y reseca de tanto trabajo duro, cogió la mano de su hija y guardó silencio. El corazón de Lieneke se llenó de inquietud.

—Nos vamos a Utrecht, ¿verdad? —preguntó apartando la mano.

—Aún no —respondió en voz baja—. Nuestra casa todavía no está libre.

—¿Quién vive allí?

Su padre parecía aturdido, y permaneció callado un instante.

—Durante la guerra —respondió seguidamente—, han vivido en nuestra casa unas jóvenes que enviaron de Alemania para los soldados nazis. Esas chicas hospedaron allí a los soldados y allí han tenido hijos. Los vecinos cuentan que, cuando iban a por comida a la casa de beneficencia del gran parque, veían a los soldados entrar en casa con enormes quesos y salchichas. —Lieneke se imaginó a Charlotte apoyada en la barandilla de su terraza, mirando a las jóvenes embarazadas mientras comían quesos amarillos y salchichas rojas—. Me llevará algún tiempo volver a poner la casa en orden —dijo Jaap en tono grave y cansado.

—No pasa nada —dijo ella, tratando de animarlo—. Hemos esperado hasta ahora, así que podemos esperar unos días más.

Se sintió adulta y considerada, y pensó que él le diría algo agradable, pero únicamente dijo:

—No es cuestión de unos días… Antes iremos…

—Con mamá —lo interrumpió Lieneke—. Como hicimos cuando vinimos aquí. Recuerdo que está a una media hora de aquí.

—No —dijo Jaap dirigiendo la vista a la ventana—. Iremos a encontrarnos con los demás en casa de Mina, la madre de Ditje. Te acuerdas de ella, ¿verdad? ¿De las vacaciones que pasaste con Raquel?

—¿Raquel está allí? —preguntó Lieneke.

—Raquel, Hannie y Bart —contestó su padre con la mirada aún fija en la ventana—. Todos están allí, esperándote.

—Y también mamá —dijo ella.

Él guardó silencio.

—¿Los nazis…? —preguntó Lieneke con un hilo de voz.

—No —respondió.

Lieneke respiró aliviada.

—Estaba muy enferma —dijo Jaap.

Lieneke observó su rostro cansado. Acarició la cabeza de Vera y tras sus gafas redondas se podían ver sus ojos húmedos. De repente ella comprendió que intentaba decirle que su madre estaba en el hospital.

—El doctor Kohly dice que no hay nada que temer de los hospitales —lo tranquilizó—. La mayoría de la gente, como el tío Evert, entra en el hospital para ponerse bien y sale de él curado.

—Sí —murmuró su padre apoyando la frente en la mano. Tras un instante continuó diciendo—: Ocurrió hace unos meses, no en el hospital, y afortunadamente no donde los nazis. Ocurrió en aquella habitación donde tú la viste, en su cama. Estaba muy enferma, y ya no había medicamentos para darle.

Los ojos de Lieneke se nublaron.

—¿Comprendes? —preguntó Jaap con dolor.

—Tío Jaap… —murmuró ella.

—Llámame papá —le pidió, y luego añadió—: ¿Ya puedo volver a llamarte Jacqueline?

—No —respondió.

Ahora lo sabía, nada volvería a ser como era antes de la guerra, y no tenía a quién devolverle su nombre. Se levantó, respiró profundamente y salió de la habitación para despedirse de todos: Kornelia, Vonnet, Henry Kohly y su padre. Jaap salió tras ella con la maleta en la mano y, tras él, la perra renqueando.

Lieneke quería decir muchas cosas al despedirse, pero los sonidos no lograban salir de su boca, apenas entendió las tiernas palabras que le dijeron. En su cabeza sólo resonaban las palabras de su padre: «No había medicamentos… en su cama… estaba muy enferma… no los nazis… no en el hospital… ¿comprendes?».

De pronto no quería ir a ninguna parte. Miró a su padre, que estaba detrás de ella muy apagado, raro, con gesto grave y triste, y oyó los ladridos de la perra. Había esperado tanto ese momento, y ahora le daban ganas de sentarse en el suelo, apoyar la cabeza en el lomo de Vera y esperar con los ojos cerrados, pero ¿a qué?

El abuelo Kohly se sonó la nariz con un enorme pañuelo. Hein la miró con cariño. Lieneke se abalanzó sobre Vonnet y la abrazó.

—Mi niña —le susurró Vonnet al oído mientras la estrechaba contra su pecho—, ¿qué voy a hacer sin ti?

—Mi madre… —empezó a decir ella, pero un llanto incontenible ahogó la última palabra.

—¿Nos vamos? —preguntó Jaap con voz débil al tiempo que alargaba la mano hacia su hija.

Pero Lieneke no se movió de los brazos de Vonnet.

—Hay que ponerse en camino —insistió Jaap.

Lieneke siguió dándole la espalda. No podía mirarlo. No quería que se diese cuenta de que ya no estaba segura de querer ir con él.

—Lieneke —de pronto se oyó la voz del doctor Kohly—, tengo algo que darte antes de que te vayas.

Salió al jardín, cogió la azada y empezó a cavar debajo del manzano. Al cabo de un rato entró de nuevo sudando. En la mano tenía una pequeña caja de metal.

—Sé que debería haber destruido las cartas —dijo el médico—, pero no tuve valor para hacerlo. Las enterré en el jardín y las guardé para después de la guerra. No estaba seguro de si llegaríamos sanos y salvos a este día, pero hemos llegado, y ahora estoy encantado de devolvértelas. —Ofreció la caja a Lieneke y dijo—: Toma, es tuya.

Ella abrió la caja, sacó las cartas y se las acercó al corazón. Se las sabía de memoria y recordaba todos y cada uno de los dibujos. Habían estado en su corazón durante toda la guerra, pero ahora, al tenerlas en la mano, sintió como si las leyese todas a la vez y oyera cada frase con la voz de su padre y se riera de cada broma y descifrara cada alusión y viera cada dibujo y sintiera cada sensación.

Vera volvió a ladrar.

—Te dije que Pax llegaría —dijo de pronto Jaap.

Lieneke se secó los ojos y se volvió hacia él. Sabía que no se refería al perro que le habían prometido y, a pesar de todo, dijo:

—Pero no parece un perro.

—Es cierto —respondió su padre—, pero si fuera un perro, ladraría con todas sus fuerzas para decirte que te están esperando. —En su rostro triste se dibujó una pequeña sonrisa, de otros tiempos, y Lieneke supo que se estaba refiriendo a sí mismo y a sus hermanos. La paz había llegado, y la estaban esperando.

Ella suspiró, lo cogió de la mano y dijo:

—Vamos.