Capítulo 24

—Doctor Kohly, ¿tiene algo para mí? —preguntó Lieneke al entrar en la rebotica de la farmacia.

El médico ordenó su cartera de cuero, abrió cajones y negó con la cabeza.

—Lo siento, pequeña —dijo con tristeza—. No tenemos polvos para medir ni jarabe para mezclar, y no tengo medicamentos para clasificar o empaquetar. Me gustaría mucho que me ayudases, pero nuestra situación es crítica. No hay medicamentos ni desinfectantes, por no hablar de las vacunas para los niños. Es una situación muy peligrosa, ¿sabes?, sobre todo ahora, que hace tan mal tiempo y ya no hay comida para calentar el cuerpo ni combustible para calentar las casas.

Por aquellos días los nazis endurecieron aún más la prohibición de recoger madera, y en las casas hacía un frío terrible. El abuelo Kohly, que hizo una breve visita a la ciudad, contó que allí la situación era incluso peor. Dijo que la gente arriesgaba la vida e iba por las noches a las vías férreas para arrancar las pequeñas traviesas de madera. Dijo que la gente se moría de frío y de hambre. Ese invierno también se cortó el suministro eléctrico, y en casa del médico se alumbraban con velas y quinqués. Lieneke temía que éstos también se acabaran en breve y, entonces, ella y los demás deambularían congelados en la oscuridad, hasta que el médico se viese obligado a quemar su colección de muebles antiguos, entre ellos, la mesa con olor a queso y el armario barrigudo, los bonitos escritorios y la vieja rueca.

Lieneke se sentó a la mesa de trabajo de la farmacia, se arropó bien con la manta que llevaba sobre los hombros y metió las manos frías bajo los muslos para calentárselas. Llevaba el jersey de colores que le había hecho Klara, y debajo otro jersey y dos camisetas de manga larga. Debajo de la falda se había puesto dos pares de leotardos, y aún tenía frío.

—Lo más grave —dijo Henry Kohly— es que ya casi es imposible conseguir jabón. ¿Sabes?, el jabón es el remedio básico, y puede que el más importante de todos. No deja que las enfermedades se desarrollen. —Lieneke pensó en el trozo duro de jabón con el que se lavaba las manos y la cara en el agua helada que rompía todas las mañanas en el lavabo.

—Quería decir —susurró Lieneke— que si tenía algo para mí de…

El médico la miró desconcertado. Hacía apenas un instante que le había dicho que no había trabajo para ella en la farmacia.

—Del tío Jaap —explicó Lieneke a media voz.

Habían pasado muchos meses desde que recibió la última carta. Desde entonces habían ocurrido muchas cosas. Los Aliados habían liberado Bélgica y también habían entrado en Holanda. Una gran alegría inundó todo el país y parecía que la guerra estaba llegando a su fin, pero esa alegría resultó prematura, y la desilusión ocupó su lugar. En efecto, una parte de Holanda había sido liberada, pero la otra, que incluía la zona donde se encontraba Lieneke, permanecía en poder de los alemanes, aislada de la Holanda liberada. No llegaron más cartas del tío Jaap. Hacía meses que no sabía nada de él, que no veía ningún dibujo suyo, que no recibía saludos. Pensaba en la última carta. Le preguntaba si ya sabía cómo sería Pax, y ella sabía que no se estaba refiriendo únicamente al perro que se llamaría «Paz» en latín, sino a la propia paz, pero ahora la paz parecía estar más lejos que nunca. Recordaba también su tierna petición de que esparciera azúcar por el jardín para los caracoles el día del cumpleaños de su madre. Ya por entonces no había azúcar en la casa y ahora la situación era mucho peor. No sólo el azúcar se había acabado por completo, sino que en todo el pueblo casi no quedaban alimentos. Incluso era muy difícil conseguir patatas, zanahorias y repollos. La remolacha forrajera se convirtió en el alimento básico de todos. Refugiados de las grandes ciudades iban por los pueblos, llamaban a las puertas y ofrecían vender un par de zapatos o un abrigo viejo a cambio de unas cuantas patatas. A Lieneke, el vientre se le pegó a la espalda y el hambre la oprimía.

—Está bien, ¿verdad? —preguntó de pronto, angustiada—. Mi tío, Jaap, está bien, ¿verdad?

—Debe de estar en el sur —dijo el médico—. Allí Holanda ya está liberada, pero por el momento no tenemos contacto con esa parte del país. —Ella bajó la vista, y el médico añadió—: Supongo que, si le hubiese ocurrido algo malo, lo sabría, ya sabes, por… el resto de los compañeros. Ese tipo de noticias vuelan.

—Cuándo cree que… —comenzó a preguntar Lieneke, y el médico respondió antes de que terminase la pregunta:

—Es imposible saberlo. Por los informes, es cuestión de semanas que termine la guerra, pero ya creíamos eso hace meses. Es extraño pensar que en el sur la gente se mueve libremente y celebra el fin de la guerra, mientras que aquí la guerra continúa.

Lieneke se imaginó a las gentes del sur, a su padre entre ellas, festejando, abrazándose por las calles, ¡y comiendo! En su imaginación todos parecían saciados y acalorados, pero el doctor Kohly dijo que una terrible hambruna se había apoderado de la totalidad del país.

—Los nazis se han vuelto aún más crueles. Ahora debemos tener más cuidado que nunca —añadió en voz baja. Dirigió una rápida mirada al techo, y Lieneke comprendió que quería recordarle a Klara y a David, que estaban en la tercera planta.

Al final del verano, durante varias semanas, se relajaron un poco las medidas de seguridad en la casa, y el médico permitió que David y Klara salieran por las noches de su habitación, cuando todas las cortinas estaban echadas. David decía que aquellas salidas eran la mejor experiencia de su vida. Se sentía como un preso en una celda a quien, por fin, dejan salir a pasear por el pequeño patio de la cárcel. Recorría la casa observando los muebles del doctor Kohly como si fuera un turista en un museo. Lieneke sabía cómo se sentía: exactamente igual que se sentía ella cuando salía de vez en cuando del desván de la casa de la Ciruela y la Avispa, pero ella había pasado tan sólo unas semanas allí, mientas que Klara y David llevaban encerrados en una pequeña habitación más de un año.

—A los alemanes —continuó diciendo el médico— les cuesta asimilar la derrota que se avecina, y por eso están aumentando las redadas contra los miembros de la resistencia y los judíos.

Miró a Lieneke y ésta suspiró. Sabía que no sólo David y Klara corrían ahora un gran peligro. También ella, su hermano, sus hermanas y sus padres podían ser detenidos, precisamente ahora, cuando todos decían que el fin de la guerra se veía ya en el horizonte.

—Yo tengo cuidado en todo lo que digo —dijo en voz baja.

—Lo sé, Lieneke —dijo Henry Kohly—. Sé que se puede confiar en ti para lo que sea.

De nuevo quería preguntar qué les hacían exactamente los nazis a los judíos y qué les hacían a las personas que los escondían, pero se calló.

A esa pregunta, que llevaba tanto tiempo angustiándola, obtuvo respuesta unos días más tarde. Al salir del colegio con Klaus, vio en la plaza redonda del pueblo, justo enfrente de ellos, una gran aglomeración.

Un gran gentío, incluidos algunos alumnos del colegio, permanecía allí en completo silencio. Klaus echó a correr hacia allí y Lieneke lo siguió y se detuvo al lado de Gredda.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

Gredda no respondió, sino que le tapó la boca con las manos; había pánico en su mirada.

En la entrada del pequeño barracón del matrimonio Van Loor había soldados nazis, muy erguidos, apuntando con los fusiles. También Hans, el soldado que vivía en casa de Gredda, estaba allí, con el cuello estirado y la mirada clavada en la pequeña puerta de la casa. Primero salió Jorie Van Loor, arrastrando los pies, con paso tembloroso. Levantó lentamente los brazos, y el soldado que estaba detrás de ella le puso una pistola en la sien. Sin dejar de apuntarle a la cabeza con la pistola, le gritó que se pusiera delante de la multitud. Detrás salió Jann, que tenía muchos más años que ella y su ancha espalda tendía hacia adelante. El soldado que estaba detrás de él le golpeó con la culata del fusil y lo puso contra la pared, junto a su mujer. Pasó temblando entre la multitud de curiosos. La gente se tapaba la boca, se llevaba la mano al corazón presa del pánico, se santiguaba, refunfuñaba.

—¿Por qué? —susurró Lieneke al oído de Gredda—. ¿Qué han hecho?

La respuesta no se hizo esperar. Salió de la casa, mientras un soldado le golpeaba por detrás, con los brazos detrás de la cabeza. El chico asustado con el que se había encontrado una noche en casa del doctor Kohly, aquel chico en cuyo abrigo buscó marcas de un parche amarillo, estaba ahora ante la multitud con los ojos apagados y entornados. La señora Van Loor dirigió la mirada hacia sus vecinos y se encontró con los ojos de Lieneke. Entonces se oyó un grito atronador. Era el oficial. Alzó su pistola, la dirigió hacia la cara de Jann y gritó: «¡Esto es lo que se merecen los infectos traidores que quieren a los judíos y esconden en sus casas a los infames que envenenan Europa!». Disparó a la frente de Jann e inmediatamente después al corazón de Jorie. Un estrépito ensordecedor de aleteos asustados y trinos de pájaros sobresaltados se oyó encima de ellos. Lieneke sintió que le flojeaban las piernas y que no podrían sujetarla por mucho tiempo más. Se le nubló la vista y apenas pudo ver la sangre que salpicó la pared detrás de ambos, que cayeron al suelo como muñecos de trapo. Oyó que el oficial seguía gritando: «¡Y esto es lo que se merecen los perros judíos!», y, antes de que se oyera el ruido del disparo que acabó con el chico judío, alguien la agarró del hombro y se la llevó de allí. Era el abuelo Kohly. Con su cuerpo, grande como el de un oso, la protegió durante todo el camino a casa, y lloró.