Vonnet y Henry llegaron a casa de la tía Margarete para llevar a Lieneke de vuelta a Den Hoom. Ella se sentó en el asiento de atrás, acercó la cara al cristal y saludó a la familia de la tía Margarete y a Raquel, que pronto regresaría a casa del tío Evert. Miró apenada a su hermana y se preguntó cuándo volvería a verla. «Tal vez el verano que viene —pensó—, a no ser que la guerra termine antes. Por supuesto que terminará antes —se dijo, y repitió—: Por supuesto, por supuesto, por supuesto», pero las palabras le sonaron vacías.
El coche pasó rápidamente por la carretera y Lieneke volvió la cabeza hacia la ventanilla de atrás y saludó también a Ditje y a su apuesto hermano.
—Te hemos echado tanto de menos —dijo Vonnet mientras sus rizos cobrizos volaban con el viento que entraba por las ventanillas abiertas—. ¿Verdad, Hein?
—Por supuesto —respondió el médico.
Lieneke se apoyó en el respaldo del asiento y miró los campos de finales del verano. En el viaje anterior a Den Hoom, cuando su padre se la llevó de casa de la familia Cooymans, el paisaje que vio desde la ventanilla del tren estaba blanco por la nieve. En los árboles no había hojas y un encaje de delicados fragmentos de hielo colgaba de las ramas. Recordaba cómo en la última estación de pronto cambió de itinerario y se apearon en otro pueblo. Él iba muy de prisa y ella casi no lograba seguirle los pasos. Entraron en una casa estrecha. Su padre le indicó que subiera tras él por una empinada escalera, luego se detuvieron ante una puerta de madera cerrada.
—¿Adivinas quién te está esperando dentro? —le preguntó.
No había pensado en eso antes, pero en seguida lo supo: mamá.
Lieneke abrió la puerta sin llamar y entró corriendo.
Los brazos de su madre, sentada en la cama, ya estaban tendidos y sus ojos rebosaban felicidad.
Su padre entró detrás de ella y cerró la puerta. Su madre, con dos manchas rojas cubriéndole las mejillas, ahora más consumidas y amarillas, apartó la manta y Lieneke se quitó el abrigo y se metió en la cama caliente, se pegó a su madre y aspiró el dulce aroma del perfume. Se sentaron en la cama, la una frente a la otra, cogidas de las manos. Lien acarició la mata de pelo de Lieneke y le besó la frente. El corazón de Lieneke latía con fuerza. Sabía que había poco tiempo, que de un momento a otro su padre diría que tenían que proseguir su camino. Había pasado tanto tiempo desde que vio a su madre por última vez, quería contarle tantas cosas, pero no sabía por dónde empezar. Lien preguntó por el tiempo pasado en casa de la Ciruela y la Avispa, y en casa de los Cooymans, y sus ojos mostraban curiosidad y amor. Lieneke respondió con celeridad, una frase se sucedía a la otra, y los oídos de Lien tragaban las palabras con avidez. Ante sus ojos pasaron todas las cosas que su hija le contaba. Lo que más le alegró fue oírle decir que Raquel se había portado con ella como una buena hermana. Se llevó la mano al corazón. Cómo añoraba a sus hijos.
—Querían que cantase en la misa mayor de Saint Oedenrode —contó Lieneke.
—¿De verdad? —preguntó Lien con orgullo en los ojos.
—Hay que irse —dijo entonces Jaap—. De verdad, es tarde.
El rostro de Lien se apagó. Apretó a Lieneke contra su corazón y luego, sin remedio, la soltó.
Lieneke se levantó de la cama y no fue capaz de volver a mirar a su madre. No podía llorar delante de ella y apenarla. Las piernas le flojeaban, pero aun así caminó detrás de su padre hacia la puerta.
—¡Espera un momento! —le dijo Lien de pronto, mientras rebuscaba en el cajón que estaba al lado de la cama—. ¡No tengo ningún regalo que darte! —afirmó, apenada—. Me hubiera gustado mucho darte algo.
—No importa —dijo Lieneke. Pero su madre le entregó la caja redonda del colorete y su pequeño frasco de perfume, cubierto por una rejilla de mimbre multicolor. Lieneke abrió el frasco.
—Casi no queda perfume —se lamentó Lien. Pero Lieneke sonrió: del frasco, penetrante y vivo, salió el olor de su madre. Ahora el frasco y la caja redonda de colorete estaban metidos en la mochila de emergencia que llevaba a la espalda, junto con Bojki, y al mirar el paisaje que pasaba delante de ella en el coche del doctor Kohly, se preguntaba si su madre aún estaría allí, en aquella habitación al final de la empinada escalera, o si entretanto se habría ido a otro escondite. Lástima no poder pedir que parasen en aquel pueblo, del que no sabía ni el nombre.
Aquel día, cuando llegaron a casa de Vonnet y del doctor Kohly, después de visitar a su madre, su padre se apresuró a ponerse en camino. Se la presentó precipitadamente a la pareja, le dio un beso en la cabeza y se despidió, dejándola sola con aquellos desconocidos. A una distancia no muy grande se oyeron unas potentes explosiones. Lieneke se asomó a la ventana, aún con la mochila a la espalda, y vio columnas de humo y bolas de fuego que ascendían hasta el cielo negro.
—Es lejos de aquí —dijo Vonnet—, no te preocupes.
—Esas bombas están cayendo en una zona que se encuentra por lo menos a media hora de aquí —añadió el doctor Kohly.
Pero eso no tranquilizó en absoluto a Lieneke. Al contrario, la inquietó aún más. «Las bombas que caen a media hora de aquí —pensó— deben de estar cayendo sobre mi padre». Vio ascender el fuego y el terrible humo, y aunque siempre se esforzaba por no llorar delante de la gente, sobre todo delante de extraños, no pudo contener las lágrimas.
Ellos pensaron que lloraba de miedo por las bombas, y se quedaron allí sin saber qué decir.
—¿Quieres dormir con nosotros? —preguntó Vonnet con ternura.
Lieneke los miró. Estaban el uno junto al otro, el doctor Kohly con su cara fina y delicada, y Vonnet con la cara ancha y pecosa. Titubeó. Eran unos completos desconocidos, eran adultos, y nadie de su familia estaba ahora a su lado. También los Kohly se sentían raros, porque hasta entonces ningún niño había dormido a su lado.
—Ven con nosotros —dijo Vonnet con cariño, y le tendió a Lieneke una cálida mano.
Cuando el coche negro del doctor Kohly aparcó por fin delante de la gran casa cuadrada de Den Hoom, salieron a recibirlo el abuelo Kohly y la perra Vera, que aún cojeaba un poco. El abuelo intentó levantar a Lieneke por los aires y Vera se abalanzó sobre ellos mientras se abrazaban.
—Te hemos echado tanto de menos —dijo el anciano al tiempo que dejaba a Lieneke en el suelo—. ¡Cuánto has crecido! —añadió jadeando. La abrazó y entraron en la casa fría y silenciosa. Lieneke alzó la vista al techo. «Al caer la noche —pensó—, podría subir a la tercera planta a saludar a David y a Klara».
—Por favor, ¿puedes bajar ahora a la farmacia? —preguntó el doctor Kohly. Lieneke fue tras él, y allí, en la rebotica, le dio la carta que llevaba esperándola tanto tiempo. El médico dijo que la carta del tío Jaap había llegado un día después de que Lieneke se fue a casa de la tía Margarete—. Puedes subir a tu habitación —dijo el doctor Kohly, al ver lo emocionada que estaba Lieneke—, pero no olvides devolvérmela esta noche, ¿de acuerdo?
—Por supuesto —respondió Lieneke, pegó el cuadernillo a su vientre, por debajo de la camisa, y subió corriendo a su habitación por la escalera de madera.
Vonnet había arreglado la estancia especialmente para ella y había puesto un jarrón con flores sobre el escritorio. Al borde de la cama estaba doblado un jersey nuevo. Lieneke sabía quién lo había tejido. Estaba hecho con restos de ovillos de lana de muchos colores, y por tanto era especialmente alegre.
Con el jersey puesto se sentó en la cama. La perra Vera empujó la puerta con su largo hocico, entró cojeando y se tumbó en el suelo. Lieneke sacó a Bojki de la mochila, lo apoyó en el cojín blanco y mullido, se echó en la cama, apoyó la barbilla en las manos y empezó a leer la carta.