Capítulo 22

Raquel corrió como un rayo hacia Lieneke y estuvo a punto de tirarla al suelo. La abrazó con fuerza, le dio un beso, luego se apartó un poco y observó a su hermana pequeña.

—Mi querido caracol —dijo—, ¡cuánto has crecido! ¡Pronto serás tan alta como yo!

Era cierto. Se miraron, cara a cara, y se rieron. Raquel rodeó los hombros de Lieneke con el brazo y la condujo hacia la casa. Lieneke estaba tan emocionada que casi no podía hablar. Y por esa misma razón, Raquel no podía dejar de hablar.

—Lieneke, no te imaginas lo bien que se está aquí —dijo, y en seguida le contó que la tía Margarete, además de a Evert, tenía otros cuatro hijos, y cada uno tenía a su vez cinco niños, y que todos vivían allí, en la enorme granja.

Las puertas de la casa estaban abiertas, los niños correteaban con los pies descalzos, jugaban y se revolcaban en la hierba. Los perros y las gallinas corrían por el patio. Un joven salió de la casa con un gran pedazo de queso envuelto en papel y saludó a las chicas.

—A todo el mundo le gusta venir a casa de la tía Margarete —dijo Raquel—. No hay ningún adulto como ella. Habla exactamente del mismo modo con los mayores que con los pequeños. Siempre tiene invitados, y también toca el acordeón.

La tía Margarete también tenía elogios para Raquel.

—Tienes una hermana estupenda —le dijo a Lieneke—. No sé cómo nos las arreglábamos antes sin ella. Hace el trabajo de tres personas, y aún tiene tiempo de disfrutar en la piscina.

Lieneke estaba asombrada. Raquel había cambiado desde que se separaron. Ahora tenía quince años, ya no parecía una niña, y era libre y feliz. Había adquirido unos andares de bribonzuela, con los brazos colgando y las trenzas revueltas. También sabía hacer muchas cosas nuevas: ordeñar vacas y cabras, preparar leche agria, cuajar mantequilla, hornear y cocinar. Se despertaba antes que nadie y preparaba el desayuno de los campesinos, y por la tarde, antes de que los obreros regresaran de trabajar en el campo, freía patatas y croquetas redondas, crujientes por fuera y blandas por dentro. Lieneke estaba sorprendida de las artes culinarias de su hermana. También estaba asombrada de la cantidad de comida que allí había, suficiente para todos los miembros de la gran familia, y también para los trabajadores de la granja y para todos los huéspedes que llegaban de lejos. No tenía nada que ver con la constante escasez de alimentos que imperaba en Den Hoom, en casa de Vonnet y del doctor Kohly.

Raquel cocinaba para todos y Lieneke la ayudaba a servir los platos a los comensales, que comían juntos en dos turnos. Había un gran bullicio alrededor de la mesa: los niños parloteaban y se reían a carcajadas, todos hablaban a la vez, y también cantaban. Al final de cada jornada, la tía Margarete sacaba el acordeón y tocaba hasta que se le cerraban los ojos, agotados por el trabajo en la hacienda y en la casa.

Un día, mientras Lieneke se dirigía con Raquel a la piscina pública, vio por el camino a la joven de la frente grasienta que había ido en invierno a casa del doctor Kohly y había pedido un medicamento para su caballo herido. La joven iba en una bicicleta con ruedas de madera y saludó a Lieneke y a Raquel.

—Es Ditje —dijo Raquel—. Es amiga mía.

Lieneke no le contó a Raquel que ya conocía a Ditje, y tampoco preguntó si tenía un caballo al que se le había infectado una herida y si se había curado. Tampoco habló de Vonnet y del doctor Kohly, de Gredda y de Klaus, de David y de Klara. Tenía tanto cuidado con lo que decía que se había acostumbrado a guardárselo todo para sí. Tampoco Raquel habló de su vida en casa del tío Evert y su mujer, ni siquiera de sus perros. Por aquellos días, las hermanas sólo vivían sus vacaciones juntas, como si no tuviesen pasado ni futuro. Les gustaba no pensar en nada más, tan sólo disfrutar de aquellos días tan agradables en la granja de la tía Margarete.

A Ditje se la encontraban pocas veces, sola o con su hermano mayor, un agricultor robusto, alto y apuesto.

—Creo que me casaré con él —susurró tímidamente Lieneke cuando lo vio por primera vez.

—Yo también —dijo Raquel riéndose.

El día antes de que Lieneke volviera a Den Hoom, Ditje les propuso a ella y a su hermana que fueran a su casa. Iban pedaleando detrás de ella pero, cuando estaban ya cerca de la casa, Ditje aceleró e indicó con la mano a sus amigas que la siguieran. Pedalearon rápidamente hasta llegar al bosque. Ditje tiró la bicicleta al suelo y se sentó debajo de un árbol con la cara pálida y las manos temblorosas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Raquel.

—Nada —respondió ella, y un instante después añadió en voz baja—: No puedo decirlo.

Ditje estaba cansada. Se apoyó en el tronco del árbol y jugueteó con una ramita. No contó a Lieneke ni a Raquel que dos noches antes un paracaidista inglés había caído en el campo que estaba junto a su casa y se había herido en una pierna. Le pidieron que lo llevara en su bicicleta hasta el gran río, que estaba a dos horas pedaleando, donde le esperaba una barca. Mientras pedaleaba con el paracaidista detrás, Ditje no intercambió con él ni una palabra. De todos modos, no sabía inglés. Él se quejaba de dolor y se apoyó en su espalda dejando caer todo su peso. Las ruedas de madera crujían sobre la tierra. La distancia en la oscuridad parecía mayor que nunca, y pasaron mucho más de dos horas hasta que llegaron al lugar indicado.

Luego ella pedaleó de vuelta a casa, muerta de miedo por si la sorprendían y le disparaban por circular en bicicleta, en contra de la ley, después del toque de queda. Llegó a casa sana y salva, pero no se le quitó el miedo del cuerpo. Ahora, tras pasar frente a su casa, temblaba de pies a cabeza, pues había visto la señal convenida: la cortina corrida hasta la mitad de la ventana, señal de que había soldados nazis registrando la casa. Varias veces habían llegado en busca de una arma o cualquier otra cosa que demostrase que los miembros de la familia eran activistas de la resistencia, pero nunca habían encontrado nada. Cuando los soldados llegaban, se apresuraban a correr la cortina hasta la mitad de la ventana, para que cualquiera de ellos que estuviese fuera, por seguridad, se retrasase un poco. Era aterrador: Ditje no sabía si, al regresar a su casa, encontraría allí a su familia, o si habría soldados esperando para llevársela también a ella. Sólo tenía catorce años, pero llevaba ya más de tres colaborando con la resistencia holandesa, como sus padres y su hermano.

Respiró profundamente e intentó no pensar en la cortina corrida. Recordó cómo había llegado exhausta a casa del doctor Kohly para informarle de un grave error: los Aliados habían lanzado grandes fardos de comida y medicinas en campo abierto una noche de luna llena, y los soldados nazis vieron los paracaídas y los fardos en el cielo luminoso. Nadie de la resistencia se acercó al campo para coger aquel cargamento vital. Los nazis los estaban esperando allí, y al final confiscaron todas las provisiones lanzadas. Pidieron a Ditje que informara de lo ocurrido al médico del pueblo de Den Hoom, y también que le hablara de la ejecución del facultativo de su pueblo. Cuando Lieneke le ofreció de pronto un medicamento para el inexistente caballo herido, se quedó desconcertada y huyó de allí para no crearle complicaciones innecesarias a aquella bondadosa niña.

—A lo mejor deberíais volver —dijo Ditje a las hermanas—. Yo quiero quedarme aquí y soñar despierta durante un rato.

—Eso es también lo que le gusta hacer a Lieneke —dijo Raquel con ternura, mirando las manos temblorosas de Ditje—. Nos quedaremos un rato contigo.

—Vale —dijo Ditje, pues al parecer la propuesta le agradó.

Hasta que reunió fuerzas para levantarse e ir a comprobar si la cortina había vuelto a su sitio, y el peligro había pasado, las tres se quedaron allí, en los límites del bosque, sin decir ni una palabra. Observaron en silencio el molino de viento con las grandes aspas girando tranquilamente, hasta que de repente Raquel murmuró:

—Lieneke, ¿sabes una cosa?, pronto será el cumpleaños de Jeanne.

Lieneke sonrió. Estaba pensando justamente en eso.