Klara, que ahora pasaba menos tiempo entregada al sueño reparador, comenzó a pasar el rato haciendo punto. Fue idea de Vonnet. Llevó a Lieneke al dormitorio y abrió una caja de madera, sacó unos viejos ovillos de lana y agujas de distintos grosores y lo dejó todo en una cesta que había preparado para Klara.
—Puede que la guerra termine antes del próximo invierno —dijo Vonnet mirando un ovillo especialmente grande—, pero, en cualquier caso, nos vendrá bien tener ropa de abrigo. Siempre hará frío en invierno.
A Klara le entusiasmó el encargo. Le contó a Lieneke que había aprendido a hacer punto y a bordar en la escuela de enfermeras. Ella sonrió, porque su hermana Hannie también había aprendido allí labores de todo tipo y, gracias a ella, Lieneke sabía doblar bien la ropa. Klara dijo que hacía mucho tiempo, desde la época de la escuela, que no había cogido una aguja, y que ahora le temblaban las manos sólo de pensar en ello. Pero, a pesar de todo, se puso a tejer, y en seguida empezó a hacerlo tan de prisa que Vonnet temió que la lana se acabara demasiado pronto y Klara se encontrara de nuevo sin nada que hacer.
—Si eso sucede —dijo Vonnet—, desharemos jerséis viejos y Klara tejerá otros nuevos. Así, este invierno, todos tendremos ropa nueva y no pasaremos frío. Gracias a Klara.
Klara trató de enseñar a David a hacer punto, pero él prefería pasar el rato de otra forma. Quitó una sábana blanca que cubría un viejo escritorio, le pidió al doctor Kohly papel, pluma y tinta, y comenzó a escribir los títulos de los capítulos de un libro que narraría la historia del judaísmo holandés. Decía que, cuando la guerra terminase, tendría que investigar el tema a fondo, porque ahora estaba escribiendo una idea general, sin apoyarse en libros, investigaciones ni artículos especializados. De momento, decía, eso le mantenía ocupados la mente y el corazón. Pasaba días enteros escribiendo sin cesar, y por las noches hablaba con entusiasmo del origen de los judíos holandeses, de los derechos que habían adquirido en su país, de las sinagogas y del comercio de diamantes, y comparaba la comunidad local con las demás comunidades judías. David afirmaba que la historia de la comunidad judía de Holanda era magnífica, fascinante, pero que había en ella acontecimientos más agradables y menos agradables.
—Los primeros judíos llegaron a Holanda desde Portugal —le contó a Lieneke—. Se vieron obligados a abandonar su país porque allí los perseguían. En una etapa más tardía se unieron a ellos otros judíos, sobre todo procedentes del este de Europa.
Lieneke quería contarle que su madre descendía de la comunidad judía portuguesa y que la familia de su padre era del este de Europa, pero se calló. David hablaba con emoción de hombres destacados de la comunidad. Le habló del gran filósofo Baruj Spinoza, que fue expulsado de la comunidad, y a quien las instituciones cristianas de Holanda también censuraron. Spinoza, contó David, se ganaba la vida puliendo lentes. Como Van Leeuwenhoeck, el héroe de su padre, pensó Lieneke. David continuó:
—Spinoza fue un gran filósofo y uno de los hombres más importantes de la historia de la humanidad, no sólo de Holanda, sino del pensamiento moderno en general.
—Entonces, ¿por qué tanta gente se opuso a él? —preguntó Lieneke.
—Veía el mundo y a Dios de forma distinta de lo que era aceptado en su tiempo —respondió él—. Afirmaba que no existe Dios por una parte y el mundo por otra, sino que ambos son, de hecho, una misma cosa, que están mezclados, y que Dios se encuentra en todas partes.
Luego le habló de otro pensador, Uriel da Costa, que expresó ideas inaceptables sobre la religión y la fe y también fue considerado un hereje y expulsado de la comunidad. Pero, a diferencia de Spinoza, Da Costa se arrepintió y pidió a la comunidad que lo aceptara de nuevo. Cuando pidió perdón fue obligado a someterse a un ritual humillante y doloroso: le dieron treinta y nueve latigazos y, cuando estaba tendido en el umbral de la gran sinagoga portuguesa de Amsterdam, toda la comunidad pasó por encima de su cuerpo desnudo. David contó que después Da Costa se pegó un tiro.
—Un poco de piedad con la niña —dijo Klara sin alzar la vista de las agujas, que se movían de forma vertiginosa.
—Bueno —agregó David para tranquilizar a Lieneke—, eso no ocurrió en nuestros días, ni siquiera en nuestro siglo. Ocurrió en una época oscura.
—Como si ahora viviésemos en una época luminosa —murmuró Klara.
—Una época terrible —reconoció David—, pero no sólo para los judíos, sino para todo el género humano —se quedó callado un instante—. ¿Quieres que te hable de mi héroe judío? —le preguntó después a Lieneke.
Ella asintió.
—Era de Amsterdam —dijo David—, se llamaba Henry Polak, y tenía una planta pulidora de diamantes.
A Lieneke le dio un vuelco el corazón, porque Polak era el apellido de su abuelo, el padre de su madre, y también él vivió en Amsterdam y tenía una planta pulidora de diamantes, aunque se llamaba Baruj. David dijo que Henry Polak fue uno de los fundadores del sindicato de los trabajadores holandés y que durante toda su vida luchó por sus derechos, y por eso pasaría a formar parte de las mejores páginas de la historia holandesa. Polak, dijo David, le llenaba de orgullo.
—Los trabajadores de Amsterdam llamaron a la huelga en defensa de los judíos —Lieneke repitió lo que David le había contado una vez.
—Así es —dijo él, y sonrió con su dulce sonrisa infantil.
—No es que eso ayudara mucho —dijo Klara.
—No —reconoció David, y su sonrisa se apagó.
De repente, en la carretera, se oyó un frenazo y unos fuertes alaridos que destrozaban los oídos y el corazón. David alzó la cabeza, sus labios se movieron sin emitir sonido alguno. Klara se incorporó en la cama, con los ojos desorbitados. Sin pensarlo, Lieneke salió corriendo y cerró la puerta. Bajó de puntillas a su habitación y, temblando de pies a cabeza, se acercó a la ventana. Corrió un poco la cortina y en la carretera, frente a la casa, vio un coche negro con los faros encendidos. No sabía si se trataba del coche del doctor Kohly o del ejército alemán, pero, antes de morirse de miedo, vio al médico. Él se arrodilló delante del coche y se levantó con Vera, la vieja perra de caza, en los brazos. Lieneke bajó corriendo a la planta baja. También Vonnet corrió tras ella, en camisón.
—Se ha metido debajo del coche, no la he visto —dijo el doctor Kohly, jadeando, y se llevó a Vera a la consulta; la sangre del animal corría por el pecho del médico.
Le limpió las heridas y los arañazos y le vendó las patas delanteras. La perra gemía débilmente y su cara estaba llena de dolor y tristeza.
—Vera es ya muy vieja —dijo el doctor Kohly—, y está aturdida. De joven no se le habría ocurrido correr así delante de un coche. Ya no sabe lo que hace.
Lieneke besó la cabeza y la cara de la vieja perra y le pidió permiso al médico para que durmiese a su lado. Normalmente, Henry Kohly no soportaba que los animales y las personas durmiesen juntos en la misma cama, pero ahora accedió. Vonnet subió a la tercera planta a tranquilizar a David y a Klara, y el doctor Kohly acompañó a Lieneke a su habitación con Vera en brazos y dejó a la perra herida en su cama.
—Lieneke —le dijo antes de salir de la habitación—, creo que hace mucho tiempo que no me pides que le haga llegar una carta al tío Jaap.
Ella asintió con la cabeza. Acarició a Vera, le susurró palabras tranquilizadoras y pensó en lo que le había dicho el médico. Tenía razón. Hasta su padre parecía ofendido en la última carta cuando escribió: «De hecho, tendría que estar un poco enfadado, pero no lo consigo. ¿No dijimos que una vez al mes nos enviaríamos un dibujo? Tú llevas mucho retraso, y como castigo, en esta página no habrá ninguno». Se sentó al escritorio, cogió una hoja de papel satinado y se quedó mirándola. La luz azulada de la luna que se filtraba a través de la cortina descorrida iluminó la hoja en blanco. No sabía por qué le costaba tanto escribirle últimamente. Quería escribir cartas alegres y alentadoras, como las suyas, que contuvieran animales y la sensación de que la guerra estaba a punto de acabar. Pero, cuando lo intentaba, no sabía qué decir. Esa noche, más que nunca, era incapaz de escribir una carta así, porque lo de Vera le había partido el alma. Abrió el cajón de la mesa y sacó el frasco de perfume vacío. Lo abrió, acercó la nariz y aspiró los restos del dulce aroma. Decidió dibujarle a Vera tal y como estaba, tumbada en su cama con los ojos cerrados. Cuando terminó de pintar, añadió una carta concisa, no alegre, pero tampoco triste:
Querido tío Jaap:
Es Vera, la perra. Esta noche ha salido corriendo hacia la carretera justo cuando el médico llegaba a casa con su coche, porque ya es vieja y está muy aturdida. Ha tenido un accidente y se ha roto dos patas y ha perdido mucha sangre. El médico dice que se pondrá bien, y eso es lo importante. Si vienes a visitarme, te la presentaré.
Saludos para Jaapje y para Lieneke.
Y un beso para ti de Lieneke.
Al día siguiente, cuando bajó a la farmacia para darle al médico la carta que había escrito, éste le dijo:
—Hace ya varios días que quiero decirte que el tío Evert ha tenido un accidente. —Dirigió a Lieneke una mirada escrutadora. Nunca había mencionado delante de ella el nombre del tío Evert y no estaba seguro de si sabía de quién se trataba. Claro que lo sabía. El tío Evert era el hombre que alojaba a Raquel.
—¿Qué clase de accidente? —preguntó, suponiendo que ésa era la forma que tenía el médico de decirle que habían sorprendido a Evert escondiendo a Raquel en su casa.
—Se cayó por la escalera —dijo el doctor Kohly.
—¿Por culpa de los alemanes? —preguntó Lieneke.
—No —respondió el médico—. Por culpa de la escalera. Uno de los peldaños estaba suelto, puede que las tablas estuviesen algo podridas, no lo sé. En cualquier caso, Evert tropezó y cayó rodando desde la segunda planta hasta la primera. Eso he oído. Se rompió varias costillas y tiene conmoción cerebral. Tendrá que permanecer algún tiempo en el hospital. —Miró a la niña y añadió—: Lieneke, no deben asustarte los hospitales. La mayoría de las personas entran enfermas o heridas y salen sintiéndose mucho mejor. —Bajó la voz y murmuró—: Sólo unos pocos, como mi madre, no salen vivos de allí.
Era la primera vez, desde su muerte, que Henry Kohly mencionaba a su madre, y a Lieneke se le partió el corazón.
—En cualquier caso —el médico carraspeó, y continuó—, el hospital está muy lejos de la casa del tío Evert y su mujer tendrá que permanecer a su lado.
—Frans —murmuró Lieneke.
—Sí —continuó el doctor Kohly—. Por eso habíamos pensado que tu hermana Frans podría quedarse con nosotros algunas semanas, hasta que Evert y su mujer volvieran a casa. Pero la madre de Evert, que vive en otro pueblo, se ha ofrecido a hospedar a Frans en su casa. De hecho, tu hermana ya está allí, y tiene muchas ganas de que te reúnas con ella. La madre de Evert prepara exquisitos quesos holandeses en su casa, y allí, en el pueblo, tienen una gran piscina.
Una sonrisa iluminó el rostro de Lieneke. Le gustaban el queso amarillo y las piscinas, pero sobre todo quería a su hermana.