Capítulo 20

—¿Puedo sentarme un rato con vosotras? —preguntó, y se arrojó sobre la hierba delante de la casa de Gredda.

—Lieneke, éste es Hans. Hans, ésta es Lieneke —dijo Gredda en un tono impasible, como si fuese la cosa más normal del mundo.

Habían pasado casi dos semanas desde que Lieneke tropezó con el soldado que vivía en casa de Gredda y hasta ahora no se había atrevido a volver a visitarla. Tenía mucho miedo de encontrárselo, y una y otra vez se había imaginado reaccionando con entereza y sin dejarse llevar por el pánico. Por eso ahora murmuró:

—Encantada.

—Encantado —respondió el soldado con voz chillona—. Espero no molestar.

—Tú no molestas —dijo Gredda, y su fino cabello volvió a caer tapándole los ojos.

—No querría molestaros —repitió Hans.

Estaba incómodo. Por una parte se sentía confuso, ya que sabía que el ejército había obligado a la familia a hospedarlo. Pero, por otra, le resultaba agradable distanciarse un poco de los demás soldados, casi todos mayores que él, y asentarse en una casa donde había padres, niños y animales.

—¿Puedo mirar? —preguntó dubitativo, clavando la vista en un pequeño atril de dibujo situado frente a Lieneke, que había sido el regalo de cumpleaños de Henry Kohly.

El atril formaba parte de la colección de antigüedades del médico, y se lo dio junto con un bloc para que pudiese dibujar como una pintora profesional. Le gustaba ir por ahí con él; era ligero y cómodo, y se divertía imaginando quién lo habría utilizado antes que ella. Hasta el momento sólo lo había usado en casa y en el jardín, pero hoy lo había llevado a casa de Gredda, porque aún quería dibujar la vaca y la ternera. Lieneke había permanecido un buen rato sentada en el establo, en un taburete, y pensaba que los cuerpos le habían salido bien, pero que aún no había conseguido trasladar al papel la expresión en el rostro de la madre y la hija.

—Aún no está listo —le dijo a Hans—. Es sólo el primer boceto, sólo una prueba. Aún tengo que perfeccionarlas bastante.

—Bien —dijo él suspirando.

—Pero puede mirar, ¿verdad? —le preguntó Gredda, porque el soldado parecía desilusionado. Ella le entregó el atril con los papeles.

Hans contempló las vacas dibujadas y Lieneke observó su cara. La tenía llena de granos rojos de adolescente y brillante de sudor.

—Un dibujo muy bonito —dijo él, y volvió a suspirar—. Si yo intentara dibujar vacas, me saldrían casas. No sé dibujar nada más que casas, y hasta eso me sale siempre igual: un cuadrado con ventanas y un tejado triangular, como los dibujos de los niños.

Hans aún no había cumplido los dieciocho, y parecía incluso más joven. Había sido reclutado por el ejército alemán unos meses antes de ser enviado a Holanda, y estaba muy contento con su servicio militar, porque no lo habían mandado al campo de batalla. Lo habían dejado en la comandancia, y no en un país lejano o en una ciudad enemiga, sino en un país vecino, en un pueblo que le recordaba al suyo. Sin embargo, sentía una gran nostalgia de su casa y tenía muchas ganas de hablar de las personas que había dejado atrás.

—¿Queréis ver algo también vosotras? —preguntó, y sacó del bolsillo de los pantalones una fotografía de una mujer grande con cara de luna y trenzas alrededor de la cabeza. Con un brazo abrazaba a una joven con trenzas y granos, y con el otro, a Hans.

Lieneke la observó. Tenía un pecho inmenso que ocupaba un espacio considerable de la foto; igual que su tía, la hermana de su padre, a la que Raquel y ella llamaban a sus espaldas «la bandeja». La tía tenía un pecho cuadrado y tan grande que parecía que se podían poner encima vasos y platos. Su marido, un funcionario de la compañía de ferrocarriles, tenía una extraña afición: leía una y otra vez los horarios de los trenes y siempre sabía exactamente cuándo salían y llegaban todos los convoyes de la estación principal de Utrecht. Tenían tres hijos adolescentes. Quién sabe dónde estarían ahora. De hecho, de toda la familia, Lieneke sabía solamente dónde se encontraba el tío Rafael, el hermano de su madre, que antes de la guerra había emigrado a Palestina. Observó la fotografía.

—Son mi madre y mi hermana —explicó Hans.

—Parecen muy agradables —dijo Lieneke. Ojalá tuviera también ella una fotografía de su madre para mirarla y enseñársela a los demás—. Muy agradables —repitió.

—¿Verdad? —preguntó Hans, aunque no para obtener una respuesta, y entonces su voz se entristeció—. Las echo tanto de menos… —dijo.

—Dentro de poco volverás a verlas —intentó animarle Gredda.

—Tengo tantas ganas de volver a casa —confesó, levantando la vista hacia Lieneke—. Ojalá terminara ya esta guerra.

Ella lo comprendía y le dijo lo que todos decían:

—La guerra no durará eternamente.

—Dura ya años —dijo Hans, desencantado—. Parece como si no fuera a acabar nunca.

—Acabará —lo consoló Lieneke—, y volverás a casa con tu madre y tu hermana, y todo volverá a ser como antes.

Parecía muy segura, y él sonrió dejando ver unos dientes blancos, rectos y muy bonitos.

—Gracias —dijo en tono más animado, se levantó y volvió a meterse la foto en el bolsillo—. Ojalá tuviera algo bonito que daros. —Rebuscó en su bolsillo y dijo—: Desgraciadamente, sólo tengo tabaco.

—¡Tabaco está muy bien! —Gredda reaccionó rápidamente.

Él alzó las cejas, sorprendido.

—No habría imaginado que fumaseis —murmuró, sacó del bolsillo medio paquete de tabaco y lo dejó sobre la hierba.

Gredda lo despidió agitando la mano con los diez dedos extendidos. En su rostro se dibujó una sonrisa triunfante. Le tendió a Lieneke el paquete de tabaco y se rió.

—Un regalo para el abuelo Kohly —dijo.

En casa, Lieneke metió el tabaco en un sobre y escribió en él: «Este año se ha adelantado la Navidad (para usted)».

Lo dejó, como los sobres anteriores, debajo de la tapa del piano, sin decirle ni una palabra al abuelo Kohly. Tampoco él dijo nada, pero de pronto salieron del piano villancicos. Cantó a voz en grito.

—¿Qué le pasa a tu padre? —preguntó Vonnet a su marido.

El doctor Kohly abrió las fosas nasales e inspiró profundamente.

—Creo que esta vez ha conseguido tabaco de verdad —respondió esbozando una ligera sonrisa.

El abuelo comprendió que el regalo que le había caído, y no precisamente del cielo, no duraría mucho, y que por supuesto no se repetiría pronto, así que se esforzó en economizar al máximo el escaso tabaco que tenía. El tabaco del soldado le duró una semana, y durante esos días no dejó de cantar villancicos. Los demás se contagiaron de su alegría y acabaron cantando canciones que normalmente sólo se oían en invierno, cuando el sol se oculta pronto, y no en verano, cuando sigue iluminando durante la noche. Todas esas melodías y canciones le recordaron a Lieneke la Navidad anterior, cuando conoció al abuelo Kohly y a su difunta esposa, y cómo se avergonzó de cantar en voz alta. Recordó también por qué había cantado entonces en voz tan baja. Fue por lo de la Navidad anterior en casa de los Cooymans. Allí, como eran muy religiosos, preparaban la fiesta con gran seriedad. Greta, la niñera, se encargaba con los niños no sólo de los adornos del árbol, sino también de las canciones. Al acercarse la fiesta acortaba un poco las clases de matemáticas, holandés y alemán, y casi todas las horas de estudio las dedicaba a repasar las canciones a coro. En eso Lieneke era realmente buena. Hasta Greta, que no solía dejarse impresionar por sus alumnos y siempre guardaba la compostura, se emocionó al oír la melodiosa voz de Lieneke.

—Igual que una cantante de ópera —dijo—. Tienes futuro. Hay que enviarte a una escuela especial de música.

Una tarde el sacerdote del pueblo fue a visitar a la señora Cooymans. Estaba con ella en el salón tomando un té cuando, de pronto, llegó hasta sus oídos la canción de los niños desde el piso de arriba. Ese día, la voz de Lieneke sonaba especialmente alta y clara. No sabía que en ese momento, en el piso de abajo, el sacerdote tenía los ojos cerrados y estaba conmovido.

—¿Quién es? —preguntó el cura a la señora Cooymans—. ¿Quién es la que está cantando como un ángel?

—Las niñas —respondió la mujer, preocupada.

—Pero hay una con voz de cantante de ópera —insistió él.

—Sí —murmuró la señora Cooymans—, es la sobrina de mi marido, de la bombardeada Rotterdam.

—¡Debe cantar un solo en la misa mayor de Navidad! —decidió el sacerdote.

La señora Cooymans guardó silencio un instante. Se imaginó la situación, las miradas de los aldeanos clavadas en Lieneke mientras cantaba sola frente a toda la comunidad. Temió que, mientras se deleitaban con la canción, pudiesen pensar cosas raras, e incluso sospechar que no era realmente quien decían que era. A la señora Cooymans le entró el pánico.

—Es posible que las niñas ya no estén aquí para entonces —le dijo al sacerdote—. Por lo que le he entendido a mi marido, su hermano quiere que vuelvan a casa para poder pasar juntos las fiestas.

Más tarde, cuando Lieneke bajó a cenar, aún con las mejillas rojas y excitada por la canción, se encontró con las caras de preocupación del doctor Cooymans y de su mujer. Tras la cena pidieron a las hermanas Van der Hieden que se quedasen con ellos, mientras Pieter y sus hermanas subían a acostarse. La señora Cooymans contó a las chicas que el sacerdote quería que Lieneke cantara en la misa mayor de Navidad. Lieneke se ruborizó de orgullo y no comprendió por qué el médico y su mujer tenían el semblante tan serio y hablaban en un tono tan grave. Parecía que estuviesen deliberando acerca de grandes tribulaciones y no de un enorme cumplido. Miró a Raquel, pero su hermana apartó la vista.

—No puedes cantar en la iglesia —dijo el doctor Cooymans—. Lo siento.

—No debéis destacar demasiado —explicó la señora Cooymans.

Por la noche, Lieneke subió a la habitación de Raquel en el desván y se apretujó con ella en la cama.

—Creo que tu hermosa voz nos ha complicado las cosas —dijo Raquel con tristeza.

—¿Por qué? —preguntó Lieneke—. Si hay algún problema porque cante allí, que digan que estoy enferma y ya está.

—Espero que el asunto no vaya a más —respondió Raquel.

El asunto podría no haber ido a más. Sin embargo, dos días después de la visita del sacerdote, el jardinero borrachín llamó a la puerta de la casa y pidió hablar un momento con la señora Cooymans.

—Si es sobre la paga —dijo la sirvienta del vestido negro y el delantal blanco—, puedes hablar conmigo.

—Quiero hablar con la señora —dijo, haciéndose el interesante.

Ella dudó un momento y luego llamó a la señora de la casa. La señora Cooymans se acercó a la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó al jardinero.

Éste alzó la cabeza y le dirigió una mirada viva y penetrante.

—Las niñas de Rotterdam —dijo—. Se ha vuelto peligroso. La gente habla.

—Gracias —dijo la señora Cooymans, y se mordió el labio. Comprendió que había que llamar a Jaap para que llevara a sus hijas a otro sitio. Su marido envió un mensaje a Jaap con un miembro de la resistencia y, al cabo de unos días, apareció en la casa.

Lieneke estaba bajando la escalera cuando de pronto vio en el rellano el querido cráneo puntiagudo de su padre.

—¡Tío Jaap! —gritó, y echó a correr hacia él—. ¡Tío Jaap! ¡Qué bien que hayas venido!

En un primer momento pensó que había ido a visitarlas, pero en seguida comprendió que había ido a buscar a su hermana. Raquel empezó a meter su ropa en la maleta y Lieneke se sentó en el borde de la cama y la miró sin poder creérselo.

—No hay más remedio —dijo Jaap—. Esto se ha vuelto peligroso. —Por primera vez, Lieneke sintió que el olor a manzanas de la habitación le producía náuseas—. Dentro de unos días volveré y te llevaré a ti también —añadió su padre.

—¿Al mismo sitio? —preguntó Lieneke.

Raquel dejó de colocar la ropa y miró fijamente a su padre.

—No —respondió él—. A cada una os he encontrado una casa en un pueblo diferente.

Para disipar sus temores, accedió a contarles que Raquel viviría en casa de alguien apodado tío Evert y de su esposa veterinaria, que había cursado la especialidad con él. No le dijo dónde vivían, sólo que tenían muchos perros. Los perros alegraron a Raquel, a pesar de que estaba triste por separarse de su hermana.

Jaap se tumbó en la cama, puso los brazos debajo de la cabeza y cerró los ojos.

—¿Estás cansado, tío Jaap? —preguntó Lieneke.

Él sonrió y se incorporó.

—¿Sabéis? —dijo—, también yo estoy ahora en un pueblo.

—¿Qué haces allí? —preguntó Raquel.

—Trabajo en un gallinero. Es un empleo duro, pero está bien. También trabajo algo en el campo, cultivando hortalizas, y ayudo al dueño de la granja a cuidar al resto de los animales, las vacas y las cabras. Al final de la jornada, cuando vuelvo a mi cuarto, escribo un libro sobre la última investigación que realicé. No tengo libros, y tampoco mi microscopio, ni las fotografías de las bacterias que analizamos, pero las recuerdo muy bien y las dibujo de memoria. Y entonces me voy a dormir, y pienso en mi mujer y en mis hijos.

Un día antes de la misa mayor, Jaap regresó para llevarse a Lieneke. Ella lo estaba esperando con ropa de viaje. El resto de la ropa ya estaba en la bolsa. Sobre los hombros llevaba su mochila de emergencia con Bojki dentro. Pieter se echó a llorar.

—Tienes que alegrarte por Lieneke —le dijo su madre—. Su casa de Rotterdam ya está reformada y ahora puede volver a vivir con sus padres.

¡Ojalá hubiese sido cierto! Pieter no tenía consuelo. Lloraba, metía la cabeza en la falda de Lotte, y ella le acariciaba el pelo.

—No me des la mano —le advirtió Jaap a Lieneke antes de salir hacia la estación de ferrocarril—. Camina detrás de mí y no me pierdas. Si me paran, sigue andando en dirección al andén y sube al tren que va hacia el norte.

Le repitió los nombres de todas las estaciones y todos los trenes que cogerían en cada andén, y ella los fue diciendo también hasta que se aprendió de memoria el camino hasta Den Hoom. Pensó un instante en el marido de su tía, al que le gustaba leer los horarios de los trenes. «Su extraño pasatiempo —le hubiese gustado decirle a su padre— podría sernos útil ahora». Pero no era el momento oportuno para bromas.

En las estaciones, que estaban más atestadas de soldados que la vez anterior, caminó detrás de su padre, y en el tren se sentó a cierta distancia de él. También en la estación principal de Utrecht bajó detrás de él, y en los andenes intentó mirar sólo sus pies, que caminaban delante de ella entre multitud de pies. Se esforzó por no levantar la cabeza, no mirar los barrios conocidos, el hospital universitario con el laboratorio antaño dirigido por su padre, y tampoco el gran bosque por el que antes paseaban. Si todo fuese normal, podría llegar a casa en diez minutos. Cruzaría el gran parque de su viejo barrio, pasaría por los puentes de madera y llegaría al estanque natural donde nadaban las ocas y los gansos. Tal vez vería a Liesje paseando con su perro pequinés vestido con un chaleco. Unos cuantos pasos más y llegaría a su casa… Antes de abrir la pequeña puerta de entrada echaría un vistazo a la terraza de enfrente, tal vez Charlotte estaría allí, vigilando, esperando a que regresara.

De pronto se oyó un grito.

—¡Doctor Van der Hoeden! ¡Doctor Van der Hoeden!

Lieneke alzó la cabeza, aterrada, pero los pies de su padre continuaron caminando a paso rápido hacia el andén.

—¡Doctor Van der Hoeden!, ¡deténgase! —se volvió a oír la llamada—. ¡Deténgase!

Su padre aceleró el paso y Lieneke lo siguió. No podía perderlo ahora. Sólo le faltaba que lo detuvieran ahora y ella tuviese que verlo y seguir adelante, como le había dicho su padre, hacia el siguiente tren. Su corazón latía con fuerza. Con la mano sudorosa apretó sus billetes de tren y rezó para llegar a tiempo. Unos cuantos metros la separaban de ellos.

—¡Doctor Van der Hoeden!, ¡deténgase!

Un hombre corpulento se paró delante de su padre y le cerró el paso. El hombre sonrió y se quitó el sombrero, jadeando. Un soldado alemán echó un vistazo en su dirección y luego siguió hablando con su compañero.

Su padre no tuvo más remedio que detenerse y Lieneke comenzó a andar más despacio.

—Se ha confundido —le dijo su padre al hombre—. Yo no soy el doctor Van der Hoeden; tengo prisa, el tren va a salir.

—Pero… —murmuró el hombre, sorprendido y ofendido al mismo tiempo—. ¿No me recuerda? ¡Servimos juntos en la caballería! Usted era veterinario en mi división y yo era…

—Perdóneme —le cortó Jaap—, yo no soy el doctor Van der Hoeden. Se ha confundido.

Jaap intentó avanzar hacia el tren, que ya estaba en el andén con las puertas abiertas, pero el hombre lo agarró del brazo.

Lieneke sabía que debía seguir caminando, pero se detuvo detrás de su padre. Se agachó y tiró rápidamente del cordón de su zapato; luego empezó a atárselo.

—Éramos compañeros —oyó decir al hombre—, ¡lo reconocería en cualquier parte! ¿Por qué me trata así?

—Se equivoca —repitió su padre.

El hombre seguía agarrando a Jaap del brazo.

—Desapareció de pronto —dijo con tristeza—. Fue como si se lo hubiese tragado la tierra. Dijeron que se había ido a Inglaterra.

—Van der Hoeden realmente se fue a Inglaterra —masculló Jaap entre dientes, con el rostro blanco de ira—. ¡Por favor, no me pregunte más!

El hombre se quedó desconcertado. De pronto comprendió y retrocedió.

—Lo lamento, señor —dijo en voz alta—, me he equivocado. Lo he confundido con otra persona. —El soldado volvió a mirarlos.

Jaap se volvió y miró fugazmente a Lieneke. Ella subió de inmediato al tren y él detrás, completamente lívido.

En la parada del autobús que iba al pueblo de Den Hoom, Jaap cogió a Lieneke de la mano y la condujo hasta otra parada. Eso era un cambio en el itinerario que había memorizado antes, y sus ojos azules le lanzaron una mirada interrogativa.

—Antes de ir al pueblo —le explicó él en voz baja—, quiero llevarte a otro lugar.

No tenía ni idea de adónde la llevaba. No podía ni imaginar que iba a encontrarse con su madre.