La fiesta de cumpleaños de Lieneke comenzó con un desayuno de campesinos. Kornelia preparó especialmente para ella pannekoeken: unas enormes tortitas, finas como hojas. Unos llevaban manzanas laminadas y otros sirope dulce. Lieneke se relamió.
—Ojalá tuviésemos suficientes ingredientes para hacer una tarta —comentó Vonnet, apenada.
—Es cierto —convino Kornelia—. Sin tarta no parece un cumpleaños de verdad.
Lieneke se acordó de la tarta de cumpleaños de Pieter Cooymans. La señora Cooymans estuvo meses guardando el azúcar y la harina que le daban a cambio de los cupones, así como casi toda la mantequilla. Hasta raspaba de los platos y de las rebanadas de pan los restos de mantequilla y los metía en una lata blanca, para tener suficientes ingredientes con los que preparar un rico pastel para el cumpleaños de su hijo pequeño. Cada vez que tomaban té amargo sin azúcar, la señora Cooymans explicaba que había que armarse de paciencia, porque pronto podrían disfrutar de una tarta muy dulce en honor a Pieter. Margej, su hermana, hacía una mueca al oír esas cosas, y Pieter esperaba con impaciencia cumplir seis años. A los ojos de los niños, y también de la señora Cooymans, aquella tarta fue inflándose más y más hasta convertirse en la comida más festiva y rica del mundo.
No está claro cómo ocurrió, no se sabe si alguien lo saboteó a propósito o si simplemente fue una equivocación, pero la víspera del cumpleaños, cuando la señora Cooymans entró en la cocina para hornear la tarta, se confundió de lata y, en vez de trozos de mantequilla, echó en la masa trozos de cera.
Cuando la tarta estaba ya en el horno, se propagó por la casa un olor extraño, ahumado y dulce. Cuando el olor fue a más, la señora Cooymans abrió la pesada puerta del horno y descubrió que la tarta se había convertido en una pasta que de ninguna de las maneras se podía comer.
—El muy mimoso llorará cuando se entere de lo que le ha pasado a su tarta —murmuró Raquel.
Pero Pieter no lloró entonces. Fue la señora Cooymans quien lloró a solas en la cocina, un llanto entrecortado y extraño que se oyó a través de la puerta cerrada, y Pieter sólo lloró cuando Lieneke se marchó.
—Lieneke, ¿en qué estás pensando? —preguntó de pronto Vonnet.
—¿Puedo no ir hoy al colegio?
—A Hein no le gusta que te deje faltar a clase —respondió la mujer, y continuó sopesando el asunto—. Aunque de todos modos es tiempo de cosecha y la mitad de los alumnos no irán al colegio. No te perderás nada importante… —Al final, decidió—: Bueno, en vez de la tarta de cumpleaños.
Lieneke salió afuera y se sentó debajo del manzano con las piernas estiradas. El sol penetraba a través de las ramas y le calentaba la piel. Una agradable brisa agitaba la hierba y hacía revolotear hojas y estambres. Lieneke los miró embobada unos instantes y de pronto tuvo la fuerte sensación de que justo en ese momento toda su familia estaba pensando en ella y deseándole un feliz cumpleaños. Cerró los ojos y vio a Bart, como si lo tuviera delante, montado en su bicicleta, con su Boeb Shmul atado al manillar y saludando con sus brazos de trapo. Vio a Bart pedaleando con energía por los senderos del bosque, entre árboles altos y frondosos, cantándole con su voz masculina y cálida el cumpleaños feliz. Seguramente estaba al servicio de la resistencia, tal vez llevaba un mensaje o algunas cartas. Ojalá llegara también a su pueblo. Como un transeúnte más la saludaría al pasar, tal vez hasta se detendría en la consulta y afirmaría que necesitaba un medicamento para un caballo herido. Se imaginó sus piernas musculosas pedaleando con fuerza y sus grandes ojos mirando los árboles altos y los caminos y, de pronto, dirigiéndole un guiño a ella.
Luego vio a Hannie, vestida como jamás la había visto, con un hábito de monja negro y largo, arrodillada, con la vista alzada hacia la imagen de Jesucristo y murmurando una oración. De pronto su mirada se volvía clara, diáfana, una leve sonrisa se dibujaba en sus labios y las palabras de la plegaria se convertían en una felicitación: «Feliz cumpleaños, hermanita».
Y ahora era el turno de Raquel: estaba jugando con varios perros en una granja lejana, seguramente la granja del tío Evert. Saltaba por el campo seguida de los perros. Éstos ladraban y sus ladridos ahogaban su grito: «¡Felicidades, caracol!».
Y su madre, con colorete en las mejillas, sentada en la pequeña cama de la habitación cerrada de donde llevaba más de un año sin salir. Se retiraba el cabello negro de la cara amarilla, posaba una mano sobre el corazón y con la otra lanzaba un beso al aire. ¿Y su padre? ¿Qué estaría haciendo el día de su cumpleaños? Lieneke se tumbó en la hierba debajo del árbol, puso los brazos debajo de la cabeza y con los ojos cerrados vio la fiesta.