Capítulo 18

—¿Por qué no miras por dónde vas? —preguntó el soldado con acento extranjero.

A Lieneke se le paró el corazón. Estaba perdida.

Gredda y su hermana se rieron desconcertadas. También el soldado se rió. Su gran frente y su barbilla afilada estaban cubiertas de granos rojos.

A Lieneke le flojearon las piernas. Sintió que de un momento a otro iba a caerse al suelo.

—¿En qué estabas pensando? —preguntó.

Lieneke tenía la boca seca. No pudo contestar.

—Seguro que en nuestra vaca —bromeó Gredda—. Ella no tiene animales, excepto una perra y un conejo, ¿verdad, Lieneke?

Ella seguía callada. El soldado dudó un instante, luego la soltó y continuó caminando hacia la casa. Abrió la puerta y entró.

Lieneke se quedó petrificada.

—Vive en nuestra casa —explicó Gredda.

—¿Qué? —preguntó Lieneke, conmocionada.

—Sí —continuó Gredda, mirando fijamente la puerta que se había cerrado tras el soldado—. Hace ya varios días. No molesta nada, lo único es que tengo que ordenarle la habitación todas las mañanas.

—Ordenarle la habitación —murmuró Lieneke.

—Johanna no quería —explicó Gredda retirándose el pelo de los ojos—, y mis padres discutieron con ella, entonces dije que yo ordenaría la habitación en su lugar… A mí no me importa hacerlo. No me lleva demasiado tiempo, y es fácil. Más fácil que otros trabajos. Más fácil que lavar la ropa… Además, no me gusta que discuta con ellos.

A Lieneke le daba vueltas la cabeza.

—Tengo que irme a casa —dijo.

—Pero si acabas de llegar —repuso Gredda sorprendida y con tono de decepción.

—Lo sé, pero me duele un poco la tripa. A lo mejor estoy enferma.

—¿Te acompañamos? —preguntó Gredda.

—No hace falta —dijo Lieneke, y añadió—: Gracias.

Caminó sin levantar la cabeza, casi sin sentir la fina lluvia que empezó a caer sobre su cabeza. No sólo tenía que recuperarse del terror que se había apoderado de ella cuando el soldado alemán la agarró, sino que además debía sobreponerse al desengaño. En una ocasión, Gredda los había llamado «malditos nazis», y Lieneke sabía que estaba citando a su padre. ¿Acaso habían cambiado de opinión desde entonces? Lieneke aumentó el ritmo y pasó de largo por delante de la casa del médico. No entró en la casa, sino que continuó hacia el bosque a paso rápido. Raquel se habría asombrado si caminara ahora a su lado. «Caracol, ¿quién te persigue?», seguro que le habría preguntado. Raquel la llamaba «caracol» sobre todo en las caminatas conjuntas con la familia Cooymans, porque, como de costumbre, Lieneke se retrasaba, se embobaba, tropezaba con las piedras y daba traspiés, mientras los demás caminaban detrás de Greta con paso firme y la cabeza bien alta. Salían a caminar no sólo los días que hacía buen tiempo, sino también con tormenta, incluso cuando la nieve se acumulaba en la tierra y los senderos estaban cubiertos de hielo resbaladizo.

Cuando se desencadenaba una tormenta de nieve, Raquel preguntaba a la señora Cooymans si también al día siguiente tenían que salir a caminar, y ella siempre decía que no veía ningún motivo para no hacerlo. Creía que una buena caminata, sobre todo con mal tiempo, fortalecía el cuerpo. Los cristales de la ventana temblaban por el fuerte viento, y el doctor Cooymans echaba un vistazo afuera y decía que caminar debía considerarse como una oportunidad de airear la cabeza.

—Es bueno sacar la mente a pasear —dijo un día.

—Es bonito lo que ha dicho —le comentó Lieneke a su hermana por la noche, cuando subió al desván y se acostó a hermana su lado.

—¿Qué tiene de bonito? —preguntó Raquel—. Sencillamente no se atreve a decirle a su mujer que exagera con esas excursiones austríacas suyas, que hace demasiado frío para caminar.

—Sacar la mente a pasear —repitió Lieneke—, es como un poema.

Raquel suspiró.

—Habrá que ver si mañana sigues pensando que es bonito, cuando nos hundamos en la nieve hasta las rodillas y luego te resfríes, porque está claro que te vas a resfriar.

—A pesar de todo, es bonito —dijo Lieneke.

Al día siguiente regresaron de la caminata empapados, con las caras cortadas por el fuerte viento, que arrojaba contra ellos afilados copos de nieve. Todos se agruparon al lado de la chimenea, y Lieneke miró a su alrededor las velas que habían encendido para honrar a la Virgen y los retratos de los familiares de la señora Cooymans. La esposa del médico tenía en la mano un pequeño cuchillo y una lata blanca, en la que iba recogiendo la cera que caía de las velas para utilizarla de nuevo. Después de tomar té todos juntos en silencio, la señora Cooymans mandó a sus hijos a bañarse y se quedó a solas con Lieneke y Raquel.

—Niñas, venid. Hay algo que quiero enseñaros —dijo entonces.

Subieron tras ella por la escalera y entraron en su dormitorio. Hasta ese día las hermanas no habían entrado en la habitación privada del matrimonio, y ahora estaban aturdidas. La señora Cooymans cerró la puerta y les pidió que se acercaran al gran armario. Lieneke y Raquel se miraron desconcertadas. No podían ni imaginar qué era lo que quería. Abrió la puerta, vieron su ropa planchada, colgada en orden. En el suelo del armario había una gran maleta. La señora Cooymans la sacó, metió la mano hasta el fondo del armario, tiró de un pequeño gancho y levantó cinco tablas de madera estrechas, unidas entre sí. Luego se puso de rodillas y pidió a las niñas que hicieran lo mismo.

Las tres miraron hacia un pozo negro que había sido excavado debajo del armario.

—Dios no lo quiera —susurró la señora Cooymans—, pero, si los soldados entran en casa buscándoos, debéis venir corriendo aquí y meteros en este escondite.

—Pero saben que estamos aquí —susurró Raquel—. Todos los días caminamos por el bosque, y los domingos vamos a la iglesia. Todo el mundo nos conoce.

—Es cierto —dijo la señora Cooymans—, pero si se les ocurre pensar que tal vez no sois quienes nosotros decimos que sois, tendremos que esconderos. Es sólo por seguridad. El doctor Cooymans y yo hemos decidido preparar este escondite por si ocurre una desgracia. —Les pidió que practicasen cómo entrar en el pozo por el armario, y les mostró cómo cerrar la tapa desde dentro y cómo sacar una mano para tirar de la maleta y volver a ponerla en su sitio encima de las tablas. Entraron en el pozo y permanecieron apretujadas en la asfixiante oscuridad durante unos minutos, que les parecieron eternos. Al final, la señora Cooymans golpeó la tapa y les indicó que saliesen—. Espero que nunca tengamos que meteros ahí —añadió.

Lieneke se acordó del pozo negro en el armario de la señora Cooymans mientras caminaba sola por el bosque de Den Hoom. Pensó en lo sorprendente que había sido descubrir la gran generosidad y el coraje de la señora Cooymans, y en lo sorprendente y aterrador que había sido descubrir que en casa de Gredda se alojaba un soldado alemán. «Las personas —recordó las palabras de David— son las criaturas más impredecibles que existen, para bien y para mal, sobre todo en tiempos de guerra».

Regresó a casa del médico con la cara roja de la caminata por el bosque.

—Lieneke, ¿dónde has estado? —preguntó Vonnet—. He ido a buscarte a casa de Gredda y me han dicho que hacía mucho que te habías marchado. Estaba preocupada por ti.

—He ido a dar una vuelta —respondió ella, y añadió—: He sacado la mente a pasear.

—Qué frase tan bonita —dijo Vonnet.

—Sí —convino Lieneke—, alguien me dijo eso una vez.

—Hay frases que no se olvidan —afirmó Vonnet. Recordó el poema que Lieneke le había escrito para el día de su cumpleaños y añadió—: Como, por ejemplo, cuando te dicen que eres soleada como un girasol.

Más tarde, cuando bajó a ayudar al doctor Kohly en la farmacia, Lieneke le contó al médico lo del soldado que vivía en casa de Gredda.

—No sabía que les gustaban los nazis —dijo, agitando con energía el frasco que tenía en la mano. A pesar de que había sacado la mente a pasear, no había logrado calmarse.

—No sé si les gustan los nazis o no —replicó el doctor Kohly, y continuó pesando polvos en la balanza.

—Si lo han invitado a vivir en su casa, seguro que apoyan a los nazis —pensó Lieneke en voz alta—. Si no, ¿por qué iban a querer que un soldado nazi viviera con ellos?

—Ah, eso no quiere decir nada —dijo el doctor Kohly con tranquilidad—. Creo que te has apresurado al juzgarlos. Debes entender que, del mismo modo que los alemanes hacen recuento de la cosecha y los animales de la gente y les exigen la totalidad, hacen lo mismo con las casas: cuando entraron en el pueblo, contaron las estancias de todas y cada una de las casas, y ahora están alojando a sus soldados en las habitaciones que están libres. Eso no quiere decir que la gente esté contenta con ello, pero no hay alternativa. Es otra de las normas de los alemanes, y las hay peores, eso seguro.

De pronto, un frasco salió volando de las manos de Lieneke y estalló en el suelo. Miró los pedazos y el líquido derramado y se le hizo un nudo en la garganta. Había mezclado decenas de frascos en la farmacia, y hasta ese día no había roto ninguno.

El médico se acercó a ella y bajó la mirada hacia lo que, hasta hacía un instante, era un frasco lleno de jarabe para la tos.

—Lástima que el frasco no estuviese vacío —dijo sin enfadarse—. Nos falta jarabe.

—¿Y si…? ¿Y si…? —Lieneke no logró terminar la pregunta. Sólo levantó la vista al techo y pensó en los soldados nazis que vivirían también con ellos, en las habitaciones vacías de la casa, con la familia Kohly, con ella y con David y Klara, y que a cada instante podrían descubrir la verdad sobre los inquilinos de la casa.

—Lieneke —dijo el médico, que había ido por el recogedor para recoger los trozos de cristal mojados—, no se atreverán a meter soldados en la casa del médico del pueblo. No te preocupes.