Lieneke se sentó a la mesa y cenó con Vonnet y el abuelo Kohly. Nada más terminar, el abuelo se fue al jardín; llevaba en el bolsillo un sobre con hojas de una clase nueva que Lieneke había picado para él. Ya había probado tres tipos, y ninguno le había gustado.
—¿De dónde ha sacado la idea de fumar agujas de pino? —preguntó Vonnet con una mirada divertida—. Hein no sabe si reír o llorar —añadió—. Ya sabes lo sensible que es a los olores. Huele el humo horas después de que el abuelo Kohly esté soñando ya con las próximas hojas. —Se rieron, y entonces Vonnet añadió—: Vamos a llevarles la cena a nuestros huéspedes.
Lieneke no tenía ni idea de que los huéspedes que el médico había mencionado ya estuvieran en la casa. «Realmente consiguen guardar un absoluto silencio», pensó.
—¿Cuántos huéspedes tenemos? —preguntó.
—Dos —respondió Vonnet.
Prepararon comida en dos bandejas y Lieneke subió detrás de Vonnet a la tercera planta. Hasta entonces casi no había tenido ocasión de subir a esa planta, en la que había varias habitaciones cerradas donde se almacenaban muebles antiguos. Vonnet abrió la puerta y entraron en un cuarto atestado de distintos tipos de muebles, casi todos ellos cubiertos con sábanas blancas. En un extremo de la habitación, detrás de un armario ancho, había dos camas estrechas y, entre una cama y otra, una mesa baja de cristal y dos sillones. Al borde de una cama estaba sentado un hombre, y enfrente de él, una mujer. Los dos eran altos, pálidos y enjutos, y en un primer momento a Lieneke le dio la impresión de que se parecían, como si fueran hermanos.
—Ésta es Lieneke —dijo Vonnet, y ella sabía que por prudencia añadiría en seguida—: La sobrina de mi marido. Vive con nosotros.
Se presentaron en voz baja, David y Klara, y Lieneke se percató de repente de que, de hecho, no se parecían en nada. La cara pálida de Klara estaba impasible, como la de una muñeca de porcelana, y tenía unos ojos grandes, inexpresivos y cansados. Su voz era áspera y débil. David tenía el rostro alargado, unos ojos profundos, una voz melodiosa y una sonrisa infantil.
Media hora después, Vonnet y Lieneke volvieron a subir a la habitación de la tercera planta, bajaron los platos a la cocina, los fregaron bien, los secaron y dejaron cada cosa en su sitio, para que no quedara rastro de los huéspedes ocultos.
Al cabo de varios días, cuando, después de cenar, Lieneke subió a la habitación sucedáneo de té, David le pidió que se sentara con ellos y les hiciera compañía.
—Disculpadme —dijo Klara—, me voy otra vez a dormir. —Tomó un poco de té y se tumbó en su cama.
—Klara está cansada —explicó David—. Llevaba tanto tiempo sin dormir como es debido que ahora no puede parar. A mí me ocurre justamente lo contrario. A pesar del cansancio, no puedo pegar ojo.
Lieneke se quedó, pero no sabía qué decir. Se fijó en una antigua rueca que estaba en un extremo de la habitación, y se preguntó cuándo la habría comprado el doctor Kohly y a quién.
Tampoco David sabía cómo iniciar la conversación.
—Yo también soy médico —dijo—, como tu tío.
Lieneke lo miró sorprendida.
—Y Klara es enfermera —continuó él.
—Estoy rodeada de profesionales médicos —se rió Lieneke, y una dulce sonrisa iluminó también el fino rostro de David. Creía que estaba refiriéndose al doctor Kohly, a Klara y a él, no sabía que se refería también a días pasados y a otros médicos: a su padre, veterinario; a Roe Cohen, pediatra; al doctor Dommmisse y al doctor Cooymans, médicos rurales. Quizá porque estaba tan desconcertado como ella, o tal vez por su sonrisa infantil, Lieneke se sentía cómoda en compañía de David, como si lo conociera de toda la vida, y por tanto siguió con el mismo tema—: Es estupendo estar rodeada de profesionales médicos, porque estoy enferma a menudo.
Los profundos ojos de David la miraron con curiosidad.
—Sí —explicó ella—, he tenido sarampión dos veces.
Él la miró impresionado y volvió a sonreír. Luego guardaron silencio durante unos instantes.
—Somos de Amsterdam —dijo David a continuación.
Lieneke pensó que tal vez David y Klara habían trabajado en el hospital judío donde trabajó Hannie nada más comenzar la guerra. ¿La conocerían?, ¿habrían trabajado juntos? Quería preguntarle por su hermana mayor, pero ¿cómo podía mencionar a Hannie Van der Hoeden sin temor a que se descubriese su identidad? Se sumió en sus pensamientos hasta que David la sacó de ellos diciendo:
—Pronto no quedarán judíos en Amsterdam.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lieneke, conmocionada.
—Somos judíos —le explicó—. Por eso tu tío nos esconde aquí.
Le contó lo que ella ya sabía, que los nazis habían marcado a todos los judíos y decretado leyes contra ellos, pero también añadió cosas que no sabía: que al principio hubo intentos de oposición a los decretos contra los judíos, una universidad, por ejemplo, que cerró sus puertas cuando prohibieron a los judíos enseñar y estudiar en ella. Habló también de la huelga general de los obreros de Amsterdam, que se manifestaron contra la persecución de los judíos. Pero todos aquellos intentos fracasaron y ahora estaban expulsando a los judíos de Amsterdam.
—Pero también los judíos son holandeses —replicó Lieneke.
—Por supuesto —dijo David—, pero algunas personas prefieren que no estén aquí.
—Los nazis —dijo Lieneke.
—No sólo ellos —dijo con tristeza—. Hay gente que entrega a los judíos a los nazis a cambio de dinero.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lieneke.
—Las personas —murmuró David— son las criaturas más impredecibles que existen, para bien y para mal, sobre todo en tiempos de guerra.
—¿Y qué hacen los nazis con los judíos? —preguntó Lieneke.
Él dudó un instante.
—Los envían a campos de tránsito —respondió—, y de allí, sobre todo a Polonia.
—¿Y simplemente se trasladan a vivir allí, a Polonia? —preguntó Lieneke.
—David, basta —murmuró Klara desde la cama, con los ojos cerrados.
—Pero ella quiere saber —contestó David—. No vendría mal que todo el mundo hiciese estas preguntas.
La habitación quedó en silencio, y Lieneke estuvo a punto de levantarse y salir, pero permaneció sentada.
—Si la guerra no termina pronto —susurró David mirando al suelo—, no quedarán judíos en Holanda. —Tragó saliva y continuó—: Quedarán sólo unos pocos, como nosotros, a quienes los miembros de la resistencia y otros buenos cristianos están dispuestos a esconder.
A Lieneke le dio vueltas la cabeza. Ante sus ojos pasaron los rostros de tantas y tantas personas que conocía y que eran judíos: su tía, con su marido y sus tres hijos, Roe Cohen y su familia, los alumnos y maestros del colegio judío, y los niños del orfanato. «A todas esas personas ya no se las ve en Utrecht —pensó—. ¿Y quién percibe su ausencia?».
—¿Qué les hacen los nazis a quienes esconden a los judíos? —logró preguntar.
—¡Se acabó! —ordenó Klara con voz débil.
Abrió los ojos y atravesó a David con la mirada. Él bajó la vista y no dijo nada. De todos modos, no pensaba contestar a esa pregunta.
—Cuéntanos algo agradable —pidió entonces David.
—¿Sobre personas o sobre animales? —preguntó Lieneke.
—Sobre animales —dijo él—, sobre las personas ya sé bastante.
—Vale —asintió Lieneke, y se dispuso a contarle lo sucedido en casa de Liesje—: En casa de mi amiga empezaron a desaparecer todo tipo de cosas: el anillo de compromiso de su madre, con un gran diamante en el centro, desapareció del joyero, y luego volaron varios pendientes y el alfiler de corbata de su padre. Y también las cucharillas de plata, de esas con las que se comen las tartas, empezaron a desaparecer del baúl que estaba abierto en el salón.
—Entonces es una historia sobre personas —dijo David desilusionado—, y encima sobre ladrones.
—David, paciencia —murmuró Klara con los ojos nuevamente cerrados.
—Despidieron a la asistenta —continuó Lieneke—, pero cuando llegó la nueva asistenta también siguieron desapareciendo joyas, cucharillas y tenedores.
—No me digas que sospecharon de ti —resonó la voz inquieta de David.
—Él sabe contar historias —suspiró Klara—, pero no tiene paciencia para escuchar a los demás.
—Un día —continuó Lieneke despacio, observando los profundos ojos de David—, mi amiga y yo estábamos en el jardín de su casa mirando a su enorme tortuga mientras comía lechuga. De repente vimos a su cuervo, que vivía allí…
—¿Un cuervo? —preguntó David.
—Sí —dijo Lieneke—. Vivía allí, en un árbol del jardín, y lo vimos salir volando de la casa con algo brillante en el pico. Voló muy alto hacia su nido, que estaba en la copa del árbol, y al cabo de un rato volvió a posarse en una rama más baja, frente a nosotras, y ya no llevaba nada en el pico. Los padres de mi amiga llamaron a los bomberos para que bajaran el nido del árbol. ¡Era como un cofre repleto de tesoros! Anillos, pendientes, cucharillas… allí había todo tipo de cosas pequeñas y brillantes.
—¿Para qué lo querría? —preguntó Klara con voz adormecida.
—A los cuervos —Lieneke repitió lo que le había dicho entonces su padre— sencillamente les gustan las cosas brillantes.
David sonrió, pero en esa ocasión no era una sonrisa dulce, sino amarga.
—Es una bonita historia sobre los animales —dijo—, pero no tanto sobre los seres humanos.
—¿Por qué? —preguntó Lieneke sorprendida.
—Sería interesante saber si los padres de tu amiga se disculparon con la asistenta a la que acusaron de ladrona y despidieron, o si simplemente se olvidaron de ella por completo.