Lieneke estaba de pie junto a la mesa de trabajo de la rebotica, frotando frascos de cristal con un estropajo mojado. Quitaba las etiquetas pegajosas y sacaba brillo al cristal verdoso. «Soy buenísima quitando etiquetas de los frascos y parches amarillos de la ropa», se dijo sonriendo. Pensó que era un chiste que también habría hecho reír a su padre. En su cabeza aún resonaban las frases de la última carta que había recibido de él, y ante sus ojos pasaba una y otra vez la oveja que había pintado, con la gallina sobre el lomo. Su carta le había puesto de buen humor, se rió de su pequeña broma sobre el polluelo al que había que llevar al veterinario, como si él no fuese veterinario. Le gustó que escribiese que se avergonzaba por haberse equivocado en el dibujo de las campanillas de nieve, y que se acordase de mandar saludos para todos, hasta para su conejo.
—Lieneke, quiero hablar contigo —oyó que decía de repente la voz del médico, tan delicada como siempre. Cerró la puerta de la farmacia y entró en la rebotica. Se sentó en una silla y la miró a los ojos—. Lieneke, ¿sabes una cosa? —dijo—. Estamos viviendo tiempos peligrosos.
Le dio un vuelco el corazón; temía tanto ese momento… Seguro que le iba a comunicar que ya no podía tenerla en su casa. Era demasiado peligroso para él. Se preguntó qué les hacían exactamente los nazis a las personas que escondían a los judíos.
—Lieneke, ¿estás escuchando? —preguntó el médico mientras sus ojos examinaban el rostro de la niña.
Lieneke asintió. Llevaba mucho tiempo viviendo con él y con Vonnet, y claro que tenía derecho a decirle, sobre todo ahora, después de haberle hecho enfadar tanto en la cena del cumpleaños de Vonnet, que él ya había hecho todo lo posible por ella y que ahora debía irse. Pero ¿adónde iría?
—Quería contarte que pronto tendremos huéspedes —dijo el médico.
Lieneke suspiró con alivio. Sin darse cuenta acarició la mesa de trabajo con aquel fuerte olor a queso.
—No son como tú —continuó el doctor Kohly—, que todos saben que eres mi sobrina de Amsterdam y puedes ir y venir por la calle. Esas personas tendrán que permanecer en la habitación. Nadie, salvo tú, Vonnet y mi padre, debe saber nada de ellos. Ni siquiera Kornelia. Nos arriesgamos mucho, pero hay que ayudar a esas personas.
—Porque son… —murmuró Lieneke— judíos. —Hacía tiempo que no pronunciaba esa palabra, y ahora sentía que le quemaba la lengua.
El médico asintió.
—Entiendo —dijo ella.
—Sé que se puede confiar en ti —añadió el médico, acariciándole la cabeza, y entonces volvió a sus ocupaciones.
Ella continuó sacando brillo a los frascos. La idea de los huéspedes, como los había llamado el doctor Kohly magnánimamente, le hizo recordar los días en casa del matrimonio Dommmisse. Se acordó del día en que estuvieron a punto de descubrirlos. Al mediodía, los Dommmisse invitaron a Jaap y a sus hijas a comer con ellos. La criada, que estaba junto a la mesa sujetando la cortina con una mano, gritó de pronto con horror: «Señora Dommmisse, ¡su padre! ¡Está aquí, en la entrada! ¡En seguida llegará a la puerta!». Antes de que terminara de hablar, Jaap, Lieneke y Raquel ya habían salido corriendo escaleras arriba en dirección al desván. No les dio tiempo a entrar, y se quedaron parados en el pequeño descansillo al final de la escalera. La puerta se abrió cuando la criada había quitado sus platos de la mesa. «Justo ahora estábamos poniendo la mesa —le dijo la señora Dommmisse a su padre—. Siéntate y come con nosotros». El hombre se sentó a comer y se quedó un buen rato. Se puso cómodo en la silla, comió con calma, se tomó el sucedáneo de café y aún siguió charlando sobre los asuntos de la granja. Todo ese tiempo, Lieneke, Raquel y Jaap permanecieron en el descansillo, petrificados y en silencio; les dolían las piernas. Lieneke miró a su padre a los ojos y vio en ellos una gran preocupación, incluso miedo.
Jaap comprendió que su tiempo en casa de los Dommmisse había acabado. Una y otra vez repasó mentalmente los nombres de las personas que conocía y que quizá podrían ayudarle a encontrar un escondite para sus hijas. Ya había conseguido encontrar sitio para Bart, para Hannie y para su mujer, pero para sus dos hijas pequeñas aún no había encontrado escondrijo. Estando allí con ellas, se acordó de una carta que encontró en su mesa del laboratorio de la universidad. La descubrió por casualidad, oculta en un cajón, después de que le comunicaron que debía abandonar su trabajo, como el resto de los judíos. Ese día ordenó sus papeles y escribió notas muy concretas para que el trabajo en el laboratorio pudiese continuar sin él. Al fondo del cajón vio de pronto un sobre cerrado con su nombre escrito en él. Dentro encontró una carta muy concisa de un médico que había ido a la universidad para perfeccionar sus conocimientos y había estudiado varias asignaturas con él. Leyó:
Estimado doctor Van der Hoeden:
Llegan tiempos difíciles. Si necesita ayuda, diríjase a mí.
Atentamente,
DOCTOR COOYMANS
Médico rural, Saint Oedenrode
El corazón de Jaap se llenó de esperanza al recordar aquella carta, y Lieneke vio cómo el miedo desaparecía de sus ojos y su rostro se relajaba. Y en efecto, cuando el anciano señor Dommmisse se fue de casa de su hija, sin saber que aquellos judíos estaban petrificados en la entrada del desván, Jaap ya sabía lo que tenía que hacer. No estaba seguro de que el doctor Cooymans pudiera ayudarlo a encontrar un escondite para las dos niñas, pero no tenía nada que perder: no había más alternativa que arriesgarse e intentar recibir la ayuda que se le había ofrecido. Al día siguiente, muy temprano, Jaap se dirigió con sus dos hijas al pueblo de Saint Oedenrode, en el sur de Holanda. Cambiaron de andenes y de trenes y, en cada tren, Lieneke y Raquel caminaron en silencio detrás de su padre, que buscaba sitio junto a otras familias. No hablaron durante el viaje y no tuvieron contacto visual entre ellos ni con otros pasajeros, y por supuesto tampoco con los policías y los soldados. Sólo miraron por la ventanilla del tren, que traqueteaba sobre las vías, la hermosa tierra que se extendía ante ellos, verde y otoñal. Pasaron frente a molinos de viento que giraban, canales con tapias verdes, vacas que rumiaban en vastas y llanas praderas, y grandes granjas con tejados de paja. Cuando llegaron a casa del médico del pueblo de Saint Oedenrode, Jaap les pidió a sus hijas que esperasen fuera, sentadas debajo de un árbol, y llamó a la puerta. Una criada con un vestido negro y un delantal blanco abrió.
—Buenas —la saludó—, supongo que el doctor no está en casa. ¿Está la señora Cooymans?
—¿Quién pregunta por ella? —indagó.
—No puedo decirle a usted mi nombre —respondió Jaap con sinceridad. Sabía que era peligroso decirle su nombre a la criada, y un nombre falso no le habría abierto camino hacia la señora Cooymans.
La criada hizo una ligera mueca con la boca, para mostrar su malhumor, y entró.
—Un señor forastero quiere hablar con usted —informó a la señora Cooymans—, pero se niega a decir su nombre.
—Si no dice su nombre —dijo la mujer—, no podré recibirlo.
Tres veces regresó la criada a la puerta a preguntar su nombre al recién llegado, y tres veces volvió a informar a su señora de su negativa, hasta que la mujer decidió acercarse a la puerta. Por el rabillo del ojo vio a las niñas sentadas bajo el árbol y con un fuerte acento austríaco preguntó:
—¿Quién es usted?
—Yo —murmuró Jaap— fui profesor de su marido en Utrecht. Soy el doctor Van der Hoeden.
A la señora se le demudó el rostro. Su marido le había hablado del profesor judío, y se apresuró a hacerlo entrar en la casa. Jaap le dijo la verdad.
—No tengo dónde esconder a mis hijas pequeñas.
La señora Cooymans sabía que arriesgaba su vida, la de su marido y la de sus tres hijos y, a pesar de todo, no lo dudó.
—Pueden quedarse aquí —dijo.
Jaap estuvo un rato hablando con la señora Cooymans y luego llamó a sus hijas. Allí, en el salón lleno de recios muebles de madera, sobre los que había fotografías enmarcadas y velas debajo de los cuadros de la Virgen, Lieneke y Raquel conocieron a la señora. Tenía una cara sonrosada y de rasgos duros, el pelo lo llevaba recogido en un moño y vestía con recato. Llamó a sus dos hijas, Margej y Lotte, y se las presentó. Se detuvieron delante de ellas, erguidas y calladas. Eran algo mayores que Raquel y Lieneke, y se parecían a su madre.
—Frans y Lieneke son vuestras primas —dijo la señora Cooymans a sus hijas—. Van a vivir con nosotros. Debemos atenderlas bien, son de la familia.
—Bienvenidas —dijeron las niñas educadamente.
Un niño rubio de unos cinco años entró de pronto corriendo en la habitación; llevaba el pelo de punta, hacia arriba y hacia los lados. Se abrazó a las piernas de su madre.
—Y éste es Pieter —dijo con ternura, y lo besó en la frente—. Pieter, éstas son Lieneke y Frans, tus primas.
Pieter las miró resplandeciente de felicidad, como si hubiesen llegado invitados a una fiesta.
—Nuestro pueblo es muy famoso —dijo—. ¡Aquí hacen los mejores zuecos de Holanda!
La señora Cooymans sonrió.
—El niño es un patriota —le dijo a Jaap.
Margej arrugó un poco la nariz.
Luego les presentaron a la criada del delantal blanco y a la niñera austríaca, Greta, que iba completamente vestida de gris y llevaba el pelo, también gris, recogido en un moño muy apretado, como la señora de la casa. Finalmente conocieron al doctor Cooymans, un hombre alto y guapo con el pelo liso, como el de su hijo pequeño, apuntando en todas las direcciones. Llegó a la casa en bicicleta, abrazó a Jaap y estrechó con afecto las manos de las niñas. Se sentaron a comer juntos. Los niños comieron con buenos modales y no hablaron estando a la mesa. Con su fuerte acento austríaco, la señora Cooymans explicó la rutina de la casa: los niños no iban al colegio local, estudiaban en la habitación de juegos con la niñera Greta. Las primas de la bombardeada Rotterdam se incorporarían a las clases, y también al paseo diario: dos horas a paso rápido por el bosque cercano a la casa para mejorar las facultades físicas. Lieneke, dijo la señora Cooymans, dormiría con las chicas y Frans tendría su propia habitación en el desván.
Después de comer, los huéspedes subieron con la señora Cooymans al cuarto de Raquel, en el desván. En la amplia entrada que conducía a la habitación había manzanas, ordenadas en grupos por clases, rojas y verdes, alejadas unas de otras, para que se conservasen allí, con el ambiente frío y seco, durante el invierno. Un olor ácido y dulce a manzanas flotaba en el aire y llenaba también la pequeña habitación, donde había una cama de hierro, un armario decorado con rosas y, en la pared, un gran cuadro de la última cena de Jesús.
Desde la ventana se veía el canal, sus tapias verdes por el moho y el puente bombardeado. Lieneke quería quedarse allí con Raquel en lugar de dormir con Margej y Lotte, pero no dijo nada.
—Os voy a dejar un rato aquí —dijo la señora Cooymans, y cerró la puerta al salir. Jaap se acercó a la ventana, miró hacia afuera unos instantes y luego se volvió hacia las niñas.
—Estaréis estupendamente aquí —dijo—, con mucha más libertad. Ya no tendréis que estar todo el rato encerradas en la habitación, y seréis parte de la familia.
—Pero tú te quedarás un poco con nosotras, ¿verdad? —preguntó Lieneke, aunque ya sabía la respuesta.
—No —respondió Jaap—. Yo me voy a otro pueblo.
Lieneke se sentó en el borde de la cama de hierro.
—Os tenéis la una a la otra —dijo Jaap.
«Quiero ir con mamá», estuvo a punto de decir Lieneke, pero se sobrepuso. Raquel se sentó a su lado. «Formamos un equipo tan bueno como Bart y Hannie», recordó Lieneke que le había dicho su hermana una vez, hacía mucho tiempo, cuando se pusieron en huelga por Totó, el perrito. Apenas oyó las palabras de despedida y de ánimo de su padre. Tenía que ponerse en camino en seguida. Su pueblo, dijo, estaba en otra zona, lejos de allí, y debía llegar antes del toque de queda.
—Sed buenas chicas —les pidió al abrazarlas—. Adiós.
—Hasta después de la guerra —murmuró Raquel después de que su padre hubo cerrado la puerta.
—¿Cuándo crees que acabará? —preguntó Lieneke.
—Me parece que eso aún llevará mucho tiempo —respondió Raquel, y rodeó los hombros de su hermana con el brazo.
«Menos mal que al menos la tengo a ella —se dijo Lieneke—. Además —continuó animándose a sí misma—, no creo que la guerra dure mucho, y luego —como decía su padre—, volveremos a vivir juntos y todo será exactamente igual que antes».
—Esto parece un internado —murmuró Raquel—, y esa Margej tiene una envidia de su hermano que se muere —añadió.
—¿Por qué? —preguntó Lieneke.
—Porque es un consentido y su madre lo quiere más que a nadie. ¿No te has dado cuenta?
—A mí me parece majo —respondió Lieneke—. Y el doctor Cooymans es tan guapo.
—Me pones de los nervios —dijo Raquel—. Sólo ves las cosas buenas.
Lieneke no contestó. Para qué iba a discutir. Las chicas empezaron a doblar bien su ropa, como habían aprendido de su hermana mayor, Hannie, y la colocaron en el armario. Varios años antes, Hannie había estudiado labores del hogar en la escuela de enfermeras. Cuando iba a casa por vacaciones mostraba a sus hermanas pequeñas cómo se doblaban las camisas y los pantalones, e incluso las sábanas; cómo se planchaba justo por las costuras y cómo se quitaban las manchas de distintos tipos, todo lo cual resultó muy útil cuando entró en vigor la ley que prohibía a los no judíos trabajar en las casas de los judíos, y los Van der Hoeden tuvieron que despedirse de la asistenta y hacer todas las tareas domésticas.
—Greta estará contenta —dijo Raquel al observar la ropa perfectamente doblada en el armario—. Parece una carcelera.
Lieneke no pensaba eso, pero no respondió. Era cierto que Greta parecía muy severa, pero no le daba miedo.
—Sé lo que estás pensando —dijo Raquel—. Para ti todo el mundo es o muy simpático o muy desdichado. Me tienes harta.
Esa noche, Lieneke no consiguió conciliar el sueño. Oía la débil respiración de Margej y de Lotte, abrazó a Bojki e intentó no pensar en nada, pero no lo logró. Le costaba mantener los ojos cerrados. Se levantó y salió del cuarto descalza, de puntillas, en completo silencio, para no despertar a Greta, que dormía en la habitación de al lado. Subió por la escalera de madera hasta el desván y el agradable olor de las manzanas le inundó la nariz. Tuvo cuidado de no pisarlas y en silencio abrió la puerta de la habitación de Raquel. Su hermana estaba tumbada de lado, despierta, y sonrió en la oscuridad cuando vio a Lieneke entrar en la habitación.
—Es justo lo que yo hacía cuando empezó la guerra —murmuró mientras le hacía sitio en la estrecha cama.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lieneke, al tiempo que se arropaba con la suave manta que el cuerpo de Raquel ya había calentado.
—A veces —recordó Raquel—, cuando los aviones atronaban en medio de la noche, para superar el miedo entraba en la habitación de Hannie para dormir a su lado.
—¿De verdad? —preguntó Lieneke sorprendida.
—Sí, y Hannie era muy amable conmigo. Es una buena hermana mayor. No me decía cosas ofensivas.
—¿Dónde está ahora? —se atrevió a preguntar Lieneke.
—Hannie está en un convento —susurró Raquel—. Disfrazada de monja. —Permanecieron calladas un buen rato y luego Raquel preguntó—: ¿También yo soy una buena hermana mayor, verdad? —Pero Lieneke no respondió, porque ya se había dormido.
Al cabo de unos días, las hermanas ya se habían acostumbrado a la rutina de la casa de la familia Cooymans. Se levantaban temprano con los demás niños, desayunaban todos juntos y luego subían a estudiar a la habitación de juegos. Greta tenía un buen programa. Enseñaba matemáticas, lectura y ortografía, y también música y trabajos manuales, incluido punto y bordado. Al mediodía, la criada les subía la comida y luego Greta se iba a descansar. Los niños se quedaban en la habitación de juegos, era su tiempo libre.
Por la tarde salían a pasear en fila india. A la cabeza iba Greta, ayudada por un bastón de montañismo, y detrás de ella, los niños. Caminaban hacia la parte trasera de una gran iglesia, en cuya torre había un gran reloj, y pasaban junto a la casa del jardinero que Lieneke había visto en el jardín el día que llegaron al pueblo. A veces él, botella en mano, salía a saludarlos, especialmente a Pieter. Otras lo veían en el extremo de la torre de la iglesia, donde abría una ventana desde el interior del gran reloj, se asomaba, gritaba «¡Pieter, amigo!» y lo saludaba enérgicamente con la mano, y Pieter le devolvía el saludo con entusiasmo.
El sábado sólo estudiaban por la mañana, y todos los sábados por la tarde tomaban té con la señora Cooymans en el salón. Los educados niños hablaban sólo cuando se dirigían a ellos, tomaban el té y respondían a las preguntas que les hacía su madre. Al ver que Lieneke miraba con curiosidad las numerosas fotografías que descansaban sobre el piano y los muebles, la señora Cooymans dijo:
—Son mis parientes. Viven en Austria. —Y al presentar a las personas de las fotos, sus padres, su hermana y sus primos, su voz se debilitó y se llenó de nostalgia.
El domingo por la mañana toda la familia Cooymans acudía a la iglesia, y Lieneke y Raquel los acompañaban. Allí conoció Lieneke al resto de las personas del pueblo. No se dirigían a ella; sólo saludaban al médico con afecto y respeto, y a su mujer, con frialdad. Lieneke se preguntaba si la gente del pueblo no apreciaba a la señora Cooymans porque no permitía que sus hijos se hicieran amigos de los hijos de los campesinos y estudiaran con ellos en el colegio, o porque era austríaca y sospechaban que apoyaba a los nazis. Lieneke se compadecía de ella. Pensaba que la señora Cooymans debía de sentirse extraña y sola en ese pueblo holandés, y por eso se rodeaba de fotografías de las personas que la querían, pero que ahora estaban tan lejos de ella. Al cabo del tiempo, cuando conoció a Vonnet, Lieneke tuvo la impresión de que su destino era en cierto modo parecido al de la señora Cooymans. También Vonnet era forastera en Den Hoom, también ella había llegado de otro país, se había casado con un médico holandés y vivía con él en un pueblo pequeño entre campesinos. Pero Vonnet era muy apreciada por los vecinos, tal vez porque era cariñosa y agradable, y tal vez porque era de Suiza y no de Austria.