Capítulo 13

Lieneke estaba tumbada en la cama, meditando sobre la carta que le acababa de devolver al doctor Kohly. Pensaba en lo orgulloso que estaba su padre de que hubiese pasado de curso y en lo gracioso que era el dibujo que le había hecho saltando por encima de los pupitres, y qué bonito era lo que había escrito sobre las campanillas de nieve. Intentó imaginar cuál de las personas que conocía le recordaba a esa flor. La primera que le vino a la cabeza fue Vonnet, que también tenía un corazón de oro, pero su cara grande, pecosa y sonriente, coronada por rizos de cobre, recordaba más a un girasol. Si sus padres fuesen flores, pensó Lieneke, seguro que serían tulipanes, y Raquel, con su pelo alborotado, era como un seto. Sólo Judit, que no volvió al colegio judío, le recordaba a las campanillas de nieve, pero Lieneke no quería pensar más en ella.

Oyó los pasos cansinos del abuelo Kohly mientras subía a su habitación, y esperó a oír los pasos de Vonnet y del médico para poder desearles a todos buenas noches y cerrar los ojos, pero esa noche se retrasaron y se quedó dormida. Al oírlos subir por la escalera se despertó. Alguien subía con ellos. Seguramente debido a la carta, que había ocupado sus pensamientos antes de dormirse, se imaginó que el huésped era su padre, y sin pensarlo dos veces, saltó de la cama y, en camisón y calcetines, salió al pasillo. Estaban allí, frente a ella: Vonnet sujetaba ropa de cama doblada, el médico llevaba una maleta pequeña y detrás había un chico joven. El chico la miró con ojos asustados, y ella lo supo: también era judío. Sin darse cuenta, su mirada se dirigió hacia su abrigo. No había parche amarillo.

—Lieneke, ¿por qué no estás durmiendo? —preguntó el doctor Kohly.

—Pensé que había llegado el tío Jaap —respondió ella dubitativa, alzando la vista hacia el extraño.

—Te presento a mi sobrina —dijo el doctor Kohly.

—Mucho gusto —murmuró el chico.

El doctor Kohly no dijo su nombre y el chico no se presentó. Ella lo volvió a mirar fijamente un instante, hasta que Vonnet dijo:

—Buenas noches, Lieneke. —Y sonrió—. Dulces sueños.

Los tres entraron en la habitación del final del pasillo y cerraron la puerta tras de sí. Ella volvió a su habitación, pero no pudo conciliar el sueño. Descorrió el cortinón, acercó la cara al visillo de encaje y observó la calle. En el cielo no había nubes y la luna llena iluminaba con luz blanca el abandonado jardín trasero, las casas contiguas, la carretera y las grandes praderas. En Utrecht, cuando empezaron las noches sin luz, cuando todas las farolas se apagaban y las ventanas se cerraban, le daba miedo la completa oscuridad de la calle. Dejó de tener miedo sólo cuando, una noche, Bart apagó la luz de su habitación y descorrió las cortinas. La luna y las estrellas iluminaban el jardín delantero, el camino y las casas de enfrente, y contemplaron la hierba, las bicicletas dejadas en el suelo, la estrecha carretera y las puertas bajas de la entrada de su casa y de la casa de Charlotte. Bart dijo que a él le gustaba esa oscuridad forzosa, porque sólo cuando la luna y las estrellas no tienen competidores artificiales, se percibe todo lo que iluminan. Desde entonces también a Lieneke le gustaba la luz que proyectaba la luna, sobre todo cuando estaba llena y en el cielo no había ninguna nube que la ocultase, pero ahora lamentaba que iluminase tanto. Alguien podría haber visto al desconocido que había llegado a la casa del médico en plena noche. Sabía que no era ella la única que estaba pegada a la ventana observando la calle, por no hablar de los soldados, que deambulaban aburridos por el pueblo e interrogaban a todo aquel que infringía las leyes.

Pensó en el chico de los ojos asustados. Le pareció más o menos de la edad de Bart, tal vez algo mayor que él. ¿Dónde estaría Bart ahora?

Él se fue de la casa de Utrecht un poco antes de que lo hiciera Lieneke. Una mañana, simplemente desapareció.

—Si os preguntan por él —dijo Jaap a sus hijas—, decid que se ha escapado de casa. Decid que no sabéis dónde está.

Y Lieneke realmente no lo sabía. Sólo sabía que debía desaparecer. Estando un día detrás de los cortinones del recibidor, oyó a su padre conversar con su amigo Roe Cohen, y entonces comprendió que a los jóvenes judíos los amenazaba un gran peligro. Los nazis les exigían presentarse a las autoridades, y a quien no obedecía lo atrapaban a la fuerza, en la calle o en casa. Los amenazaban con el fusil y los hacían subir a unos camiones. Dijeron que los enviaban a campos de trabajo, a fábricas de armas de Alemania.

Un día, después de que Bart desapareció, Lieneke reunió valor para preguntar a su padre en voz baja:

—No está en una fábrica, ¿verdad?

—No te preocupes —respondió Jaap. Pero por entonces ya había empezado a sospechar que, precisamente cuando le decían que no tenía de qué preocuparse, había motivos de preocupación.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Nadie debe saber nada de nadie —contestó su padre, y añadió—: Es mejor saber lo menos posible.

Con el tiempo Lieneke también comprendió la razón: si alguno de ellos era apresado, ninguna tortura podría sonsacarle dónde estaban los demás. Sencillamente porque no lo sabía.

Y volvió a pensar en el chico que se había encontrado al final del pasillo. Si antes llevaba un parche amarillo en el abrigo, decidió, se lo había quitado a conciencia: no quedaban hebras, tampoco puntadas en el paño. Exactamente igual que hicieron ellos el día que se fue con su padre y con Raquel de su casa de Utrecht. Pasaron una noche en casa de Frank Hanfch, que vivía en un barrio obrero abarrotado de gente. Lieneke se sorprendió mucho cuando llegaron allí. Primero, porque hasta esa noche no había estado en los barrios pobres de la ciudad y no había visto cómo vivía allí la gente. Segundo, porque nunca se hubiese imaginado que Frank vivía en la miseria. Lo veía en el laboratorio o en su casa, y pensaba en él sólo como quien había construido el magnífico microscopio de Van Leeuwenhoeck. Y de pronto veía que su hogar era tan pequeño que apenas había sitio para los muebles. En lugar de pared, había una sábana colgada que dividía la casa en dos pequeñas habitaciones, y ni siquiera tenía retrete.

Dejaron la pequeña maleta detrás de la sábana y sacaron la ropa de calle de Raquel y de ella. Frank les dio tres pares de pequeñas tijeras de cortar las uñas y durante horas estuvieron descosiendo con extremo cuidado los parches amarillos que antes habían sido cosidos con esmero, siguiendo las instrucciones de los alemanes, en las camisas, los jerséis y los abrigos.

—No es de extrañar —dijo su padre— que los nazis exijan que el parche tenga el tamaño de un puño y que debamos adherirlo a la ropa en el lado izquierdo, el lado del corazón. Este parche —añadió— es un puñetazo en el corazón.

Frank estaba sentado frente a ellos, preso en su inmenso cuerpo, mordiéndose las uñas.

—Adónde hemos llegado —murmuró—. Mirad adónde hemos llegado…

Antes de irse a dormir —las chicas en la cama dura de Frank, y su padre y él en mantas colocadas en el suelo—, Jaap explicó a sus hijas lo que les aguardaba.

—Los soldados y los policías buscan judíos —dijo—. Exigen ver los documentos de identidad. En nuestros verdaderos documentos está impresa la letra J, para señalar que somos judíos. Los he quemado y he preparado para todos documentos nuevos.

Respiró profundamente y observó la cara de sus hijas. No les contó que desde que se había unido a la resistencia holandesa había dedicado su talento para el dibujo a falsificar documentos y carnets. No les contó que se pasaba horas y horas esmerándose en copiar las letras y los emblemas para que pareciesen idénticos a los sellos oficiales, ni que sus documentos de identidad también los había falsificado él.

—En los nuevos documentos —continuó Jaap en voz baja— aparecen los nombres de Lieneke y Frans Versteeg. Estos nombres no han sido elegidos al azar. Son los nombres verdaderos de dos hermanas de un orfanato cristiano. Esas niñas murieron hace algunos meses, y la dirección del orfanato no informó de su muerte para que la resistencia pudiese dar sus nombres a unas niñas judías que necesitasen una nueva identidad. Si los policías nos paran mañana en el tren, podemos afirmar, gracias a los nuevos documentos, que no somos judíos. Si me preguntan cuál es nuestra relación, por supuesto no revelaré que sois mis hijas. Diré que soy un pariente que os está acompañando de vuelta al orfanato. Os ruego que, durante toda la conversación, no miréis al policía a los ojos, ¿de acuerdo? No queremos que sospechen de nosotros y nos separen, ¿verdad?

Por la mañana salieron de la casa de Frank en dirección a la estación de ferrocarril. Raquel estaba muy emocionada y Lieneke tuvo la sensación de que estaba conteniendo las ganas de brincar y saltar para no irritar a su padre. Él estaba tenso y caminaba de prisa. Lieneke se contagió de la emoción de Raquel y también del nerviosismo del padre. Una multitud se aglomeraba en los andenes de la gran estación de ferrocarril, y ninguna de esas personas, por supuesto, llevaba cosido un parche amarillo en la solapa. Los judíos tenían prohibido viajar en tren y, si allí había judíos, también se hacían pasar, al igual que ellos, por no judíos.

El tren estaba atestado de pasajeros y de soldados nazis: holandeses y alemanes. En el asiento de enfrente viajaba un soldado; estaba sentado muy erguido, su mirada era penetrante, y varios pelos rubios despuntaban en su cráneo rapado. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como un alumno aplicado. Lieneke, Raquel y su padre miraban por la ventanilla. A lo lejos se veía un pueblo. En las praderas, junto a las casas, había tendidas algunas sábanas blancas, secándose al sol. Lieneke recordó que una vez Bart le explicó que en la hierba hay una sustancia, la clorofila, que junto con los rayos del sol blanquea las telas. Se preguntaba adónde iban.

Hicieron transbordo en un pequeño andén apartado y volvieron a sentarse en un vagón donde iban comprimidos pasajeros y soldados, y de allí cambiaron a un autobús. Al final llegaron a un pequeño pueblo donde vivía el matrimonio Dommmisse, un médico y su esposa, que eran viejos amigos de la familia. La cara del doctor Dommmisse era ovalada y jugosa, y su esposa tenía una lengua afilada, y por eso los niños de la familia Van der Hoeden les pusieron el mote de «la Ciruela y la Avispa». Escondieron a Jaap y a sus hijas pequeñas en un cuarto del desván de su casa. Nadie, salvo la sirvienta, debía saber que estaban allí. Sobre todo temían a los vecinos y al padre de la señora Dommmisse, que era un gran admirador de los nazis.

Jaap, Raquel y Lieneke permanecieron allí varias semanas, en el desván. Había tres camas pequeñas, pegadas al techo inclinado, y un ventanuco por el que estaba prohibido asomarse. El aire del verano, que olía a hierba recién cortada, entraba en la buhardilla por la ventana, y de vez en cuando llegaban también algunos sonidos: crujidos de ruedas de bicicletas, cacareos de gallinas y ladridos de perros cuyo aspecto sólo podían imaginar.

Lieneke leía un libro; Raquel hojeaba otro. En ocasiones dibujaban o jugaban al Monopoly con Jaap. Hablaban muy bajito. No podían reírse, cantar ni saltar, brincar ni armar jaleo. La desesperación iba apoderándose del rostro de Raquel. A veces, a la hora de comer, los Dommmisse corrían todas las cortinas de la casa y los invitaban a comer con ellos. La salida para comer era para Lieneke como ir de excursión o al teatro. Bajaba la escalera y se dirigía al salón observando los cuadros, los muebles y las alfombras, y sentada a la mesa escuchaba la conversación de los mayores. Después de haber estado tantas horas encerrada en un mismo sitio, todo le resultaba muy extraño.

Lieneke se despidió de la luna llena, corrió la cortina y volvió a la cama. Se preguntó si el chico de los ojos asustados que había visto antes con Vonnet y el doctor Kohly estaría escondido en la habitación del final del pasillo, igual que había hecho ella en casa de la Ciruela y la Avispa. Pero al día siguiente, cuando se levantó, no había ni rastro de él.