El abuelo Kohly regresó a casa de su hijo, el médico. Ahora ya no parecía un oso grande y feliz. Se sentaba en el salón junto al viejo piano, apoyaba la mano sobre la tapa cerrada y chupaba una pipa vacía. Estaba triste y consternado, como si no pudiera creer que algo tan terrible le hubiese ocurrido. Las espesas pecas de Vonnet se oscurecieron en su rostro, y el doctor Kohly estaba más taciturno que nunca. Por la noche, cuando Lieneke intentaba escuchar desde la cama sus pasos por la escalera, casi no conseguía oírlos; era como si caminase sin fuerzas, sin peso alguno. Durante muchos días la casa permaneció muy silenciosa. Todos pensaban en la señora Kohly, pero su nombre no se mencionaba. Lieneke tenía tantas ganas de animarlos, pero no sabía cómo. Al final, consiguió que entrara un poco de alegría en la casa cuando, un día, volvió del colegio y contó que el señor Hiddink había decidido adelantarla dos cursos.
El señor Hiddink le informó de su decisión al acabar las clases, cuando devolvió los exámenes de geografía. Declaró que, de todos los alumnos, Lieneke era la única que se sabía los nombres de las islas de Holanda. Había recordado todos aquellos nombres gracias a Roe Cohen, el gran amigo de su padre. Cuando los estaba estudiando en el colegio de Utrecht, le costaba memorizar los nombres y estaba muy contrariada por eso. Roe Cohen se interesó por saber lo que la atormentaba. Cuando se lo contó, inventó para ella una graciosa melodía y encajó en ella los nombres de las islas. Cantaron esa cancioncilla una y otra vez, en el recibidor, hasta que por fin se fue de allí tranquila y segura de que no los olvidaría nunca. Desde entonces las llamaba las «islas de Roe».
El señor Hiddink continuó diciendo que era el tercer examen seguido en el que no había cometido ningún error. Se merecía un premio, dijo, pero no sacó de su cajón un lápiz o una libreta, como era habitual. Tan sólo señaló los pupitres que estaban detrás de ella.
—Estás invitada a pasar de curso —dijo. Lieneke se levantó de su asiento al lado de Gredda, sonriente y un poco avergonzada, y se dirigió a la fila de atrás para sentarse junto a los alumnos un año mayores que ella. Cuando se sentó en un extremo, el maestro volvió a decir—: Lieneke, puedes pasar otro curso más.
Ella no podía creer lo que estaba oyendo, y volvió la cabeza. En la clase sólo quedaba una fila de pupitres, la última.
—Sí —dijo el señor Hiddink, sonriendo—, no te adelanto un curso, sino dos. —Lieneke se sentó emocionada en la última fila, al lado de Klaus, que la miró con ojos llenos de admiración—. Algo así jamás había pasado en nuestro colegio —dijo el maestro, desmenuzando la cadena de su reloj—. Lieneke ha hecho historia.
Ella se ruborizó y, cuando el maestro volvió a hablar de los exámenes, dejó de atender y se sumergió en sus pensamientos. En el colegio de la ciudad no destacaba en nada. «Allí —se dijo—, esto no me habría sucedido. Allí nunca me habrían adelantado un curso, y mucho menos dos». Estaba tan contenta que ese pensamiento no consiguió estropearle las buenas sensaciones que experimentaba. Salió del colegio del brazo de Gredda y juntas saltaron y brincaron por las aceras, con sus zuecos de madera golpeando los pequeños adoquines rojos. Gritaban y saludaban a la alargada construcción del colegio, a la iglesia de al lado, a la plaza redonda de enfrente, y a la diminuta casa de muñecas del matrimonio Van Loor.
El rostro de Vonnet se iluminó al oír la buena nueva y abrazó a Lieneke con cariño.
—Ven —dijo—, tenemos que contárselo a Hein. ¡Estará tan orgulloso de ti!
Bajaron por la escalera. La puerta de la consulta estaba cerrada, señal de que el médico estaba curando a alguien, y ambas se sentaron en el banco de espera. De la habitación salió un campesino con una mano vendada, y ellas entraron. El doctor Kohly, que estaba sentado a la mesa, levantó la cabeza; tenía el semblante triste, y les lanzó una mirada interrogativa.
—Lieneke tiene algo que contarte —dijo Vonnet.
—Sí —murmuró el doctor Kohly, y volvió a sus papeles.
—El señor Hiddink me ha pasado dos cursos —dijo Lieneke con una gran sonrisa en los labios.
Como un conjuro cayeron aquellas palabras en sus oídos. Resplandeció.
—¡Qué orgulloso estoy de ti! —dijo con voz excitada—, ¡los estudios son lo más importante en la vida!
—¿Lo más importante en la vida? —preguntó Vonnet, levantando una ceja de color cobrizo.
—De las cosas más importantes —dijo el médico con una sonrisa—. Tienes razón —murmuró a su mujer—, hay cosas más importantes. ¡Qué maravilla de niña! —añadió, y luego anunció—: Te mereces un regalo, y lo recibirás muy pronto.
Lieneke no sabía qué regalo iba a recibir, y le dio vergüenza preguntarlo. Pero el médico volvió a sus ocupaciones y no añadió nada más, ni sobre los estudios ni sobre el regalo.
—Es un animalito —le susurró Vonnet a Lieneke al oído cuando salieron de la consulta. Y Lieneke presintió que sería un conejo, porque una vez le había dicho a Vonnet cuánto le gustaban los conejos.
Luego corrió al salón a contarle al abuelo Kohly las buenas noticias. Estaba sentado como de costumbre junto al piano, chupando la pipa apagada.
—Estupendo —dijo—. Debes de ser muy inteligente cuando el maestro te ha saltado dos cursos. —Ella no respondió, y de pronto prendió una chispa en los ojos del abuelo Kohly—. Si eres tan inteligente —dijo—, no sabrás dónde puedo conseguir tabaco, ¿verdad?
—¿Yo? —preguntó Lieneke, sorprendida.
El abuelo Kohly suspiró.
—Es un problema muy gordo —dijo, tanto para sí como para Lieneke—. ¡Se ha terminado el tabaco! ¡No hay tabaco! Si estuviera en la ciudad, al menos podría intentar conseguirlo en el mercado negro. Pero aquí, en este agujero, es imposible conseguir el producto más esencial para un ser humano, y no me refiero a pan con sabor a pan, o a un trozo de carne asada, ¡me refiero a tabaco! —Levantó las cejas, bajó la voz y preguntó—: Lieneke, tú no tendrás contactos en el mercado negro, ¿verdad?
Ella se rió y negó con la cabeza.
—Entonces, ¿no puedes conseguirme tabaco?
Lieneke, igual que él, levantó las cejas con una misteriosa sonrisa en los labios.
—¿Qué? ¿Qué insinúas? —preguntó el abuelo Kohly con cierto tono de esperanza.
Ella continuó sonriendo y no respondió. Era extraño, pero ardía en deseos de conseguirle tabaco.
—Y si no es tabaco —dijo el abuelo Kohly, desencantado, mientras levantaba la tapa del piano—, ¿crees que podrías darme algún otro regalo?
—Por supuesto, señor —respondió Lieneke.
Pasó sus gruesos dedos por las teclas, al principio de forma lenta y cansina, y luego cada vez con más energía. Era una canción infantil absurda y alegre, la melodía era sencilla, y el señor Kohly la tocaba casi sin equivocarse. Lieneke no dejó de reírse en todo el rato.
—Muchas gracias —dijo el abuelo Kohly cuando terminó la canción. Su voz volvía a ser cansina y triste. Cerró la tapa del piano y se levantó—. Una canción al día. Ésa es la medicina que el médico debe recetarme, y tabaco —añadió mientras salía de la habitación.
El silencio volvió a reinar en la casa. Lieneke se acercó a la ventana. Debajo del gran árbol de la entrada, en la islas de tierra marrones que despuntaban en la nieve, vio de pronto las flores blancas, inclinadas, alzándose sobre sus finos tallos verdes, y dentro, el corazón dorado. Eran campanillas de nieve, y un repentino rayo de sol brilló encima de ellas. Salió a la calle a observar de cerca las delicadas flores, que aparecían siempre a mediados del duro invierno, recordando que la primavera llegaría algún día. Luego saltó rápidamente por la escalera de madera de vuelta a su habitación y empezó a escribir una carta a su padre para contarle todas aquellas cosas buenas. El roce de la pluma se oía claramente en el silencio que reinaba en la casa en penumbra. Y de pronto se sintió extraña, quizá hasta un poco culpable, porque precisamente ahora, cuando los habitantes de la casa estaban tan apenados, ella era realmente feliz.