Capítulo 11

Lieneke daba vueltas entre los muebles antiguos de la casa al ritmo de los versos de la carta. Sus labios musitaban las felicitaciones que le había enviado su padre. Ya se sabía la carta rimada de memoria, pero aún la tenía escondida debajo de la cama; hacía varios días que no veía al doctor Kohly y no había podido devolvérsela. Se preguntaba si debía romperla en pedazos pequeños, pero decidió dejarla de momento tal y como estaba, debajo de la cama. No sabía cuándo volvería el médico; tampoco sabía cuándo volverían su esposa y sus padres. La señora Kohly se había sentido mal de repente y habían tenido que ir al hospital de la ciudad vecina. Lieneke se había quedado sola en casa. Estaban en plenas vacaciones de Navidad, y no había colegio. La casa estaba especialmente vacía y silenciosa, y no había ningún espíritu navideño. Lieneke se acercaba a las ventanas y miraba fuera la nieve que había cubierto el camino y adornado las ramas desnudas de los árboles. De vez en cuando flotaban en su cabeza las frases que le había escrito su padre: «Nadie se acuerda de mí, nadie es amable y formal». Se lo imaginaba yendo y viniendo por otras habitaciones, asomándose a la ventana para ver cuándo llegaba una carta para él. Exactamente igual que ella. Se preguntaba cuándo volvería Vonnet, y esperaba no tener que quedarse sola en la casa por la noche. Vonnet regresó al anochecer, le preparó algo de comer a Lieneke y la metió en la cama. Con el rostro impasible, no le dirigió siquiera la palabra. Por la mañana la despertó y luego volvió a marcharse. Klaus fue a verla unas horas más tarde, y Lieneke lo llevó a la gran biblioteca del médico. Él se quedó allí, con las manos metidas en los bolsillos de su enorme abrigo, impresionado.

—Jamás había visto tantos libros en una casa —dijo.

En la suya sólo había dos: el Antiguo y el Nuevo Testamento, mientras que en la biblioteca del médico había cientos de ellos.

—No estoy seguro de poder llevar a cabo mis planes —dijo con su tono serio.

—¿Qué planes? —preguntó Lieneke.

—Leer todos los libros de la gran biblioteca de Holanda —dijo Klaus, mientras sus inteligentes ojos inspeccionaban los estantes abarrotados—, no estoy seguro de que sea posible.

Lieneke le prestó dos: La cabaña del tío Tom y otro libro sobre grandes inventos. El primero lo metió en el bolsillo de, su abrigo y el segundo lo hojeó con curiosidad.

—Bueno, ¿puedes adivinar qué personaje de este libro me gustará más? —bromeó.

—No lo sé —respondió Lieneke, muy seria—, porque no lo he leído. Pero puedo predecir que será Van Leeuwenhoeck.

—¿Quién? —preguntó Klaus.

Y entonces Lieneke le habló del héroe de su padre, exactamente igual que lo contaba él siempre:

—Hace más de doscientos años vivió en Delft un hombre llamado Anton Van Leeuwenhoeck. Era comerciante, pero tenía la curiosidad de un científico. Él inventó el microscopio, para ver con él lo que el ojo no consigue ver. Sobre lo que vio en una gota de agua, y en las células del cuerpo, escribió teorías tan hermosas como la poesía. También construyó por sí mismo varios cientos de microscopios. —Lieneke concluyó el relato sobre Van Leeuwenhoeck con palabras de su padre—: Fue un gran holandés. Fue un gran hombre, ese Van Leeuwenhoeck —dijo, y miró a Klaus con una amplia sonrisa.

Sin que él lo supiera, le había contado algo relacionado con su verdadera vida. Le entraron ganas de contarle también cómo Frank Hanfch construyó para su padre una réplica exacta del primer microscopio inventado por Van Leeuwenhoeck. Su padre decía que si Van Leeuwenhoeck hubiera visto el microscopio de Frank, ni siquiera él habría sabido que se trataba sólo de una réplica.

—¿Dónde has oído hablar de ese Van Leeuwenhoeck? —preguntó Klaus. Lieneke se reconcentró y mintió—: En el colegio de Amsterdam.

Después de que Klaus se despidió de ella, y se marchó caminando mientras hojeaba el libro, Lieneke oyó que llamaban a la puerta de la consulta. Abrió y vio frente a ella a una joven, alta y guapa, con la frente grasienta, que miraba a hurtadillas entre dos trenzas rubias. La bicicleta de la muchacha estaba apoyada en el árbol, y tenía las mejillas rojas de pedalear con tanto frío.

—Estoy buscando al doctor Kohly —dijo—. Necesito un medicamento.

—El médico no está —dijo Lieneke.

—¿Dónde está? —preguntó la joven con una mirada de preocupación.

—En el hospital —respondió Lieneke.

La muchacha parecía desesperada.

—¿Cuándo volverá? —preguntó, y Lieneke se cuestionó de pronto si realmente necesitaba un medicamento o tal vez era un miembro de la resistencia que traía algún mensaje para el doctor Kohly. «A lo mejor tiene una carta para mí del tío Jaap», pensó Lieneke, y se mordió los labios. Se observaron la una a la otra. Lieneke quería decirle que podía confiar en ella, que podía darle el mensaje, de palabra o por escrito, pero sólo dijo:

—No sé cuándo volverá el médico. Su madre está enferma. —Y entonces añadió—: ¿Le digo algo?

La joven suspiró y bajó la vista. El médico de su pueblo había sido descubierto, explicó, se habían enterado de que era miembro de la resistencia y lo habían detenido:

—Y ahora no tenemos médico —dijo—. Y mi caballo tiene una herida en la pata.

Lieneke titubeó. Lástima que su padre no estuviera allí. Él era veterinario, y experto en caballos. Realmente ella sabía dónde encontrar los polvos de sulfato con los que se hacía una solución para curar las heridas, y también dónde estaba el ácido bórico para desinfectar, pero temía que el médico se enfadase por dar medicamentos por su cuenta y riesgo.

—Gracias —dijo la joven alta y dio media vuelta sobre sus finas piernas.

—¡Espera un momento! —Lieneke la llamó. Sin medicamentos, el caballo podía morir de una infección.

La chica permaneció inmóvil donde estaba.

—Puedo darte unos polvos para que prepares una solución para la herida —dijo Lieneke, y un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Diría el doctor Kohly que había traspasado todos los límites? ¿Que se tomaba demasiadas libertades? ¿Se pondría furioso con ella?

La joven sonrió dubitativa y Lieneke bajó a la farmacia. Hacía semanas que no entraba en esa habitación, y el olor familiar la reconfortó. Abrió el cajón y buscó entre los paquetes que contenían polvos de sulfato de varios tipos. Abrió uno de ellos y traspasó los polvos a una bolsita de papel, dudando de qué cantidad era necesaria para un caballo. Le había oído tantas veces decir al médico que la dosis era tan importante como el propio medicamento. Por si acaso, preparó también una bolsita con polvos de ácido bórico para desinfectar, y suspiró. Luego subió despacio la escalera con el paquete en la mano, pero la chica alta ya no estaba allí. Lieneke salió por el camino nevado hasta el portón y echó un vistazo a la carretera. Al fondo vio a la joven pedaleando rápidamente sobre las ruedas de madera, sus largas trenzas se balanceaban sobre su espalda.

Lieneke devolvió los medicamentos a su sitio y, cuando el doctor Kohly regresó a casa, ella corrió a su habitación, sacó de debajo de la cama la carta de su padre y entró en la consulta. Le devolvió la carta y le contó lo de la joven que quería un medicamento para el caballo que tenía una infección en la pata.

—Dijo que habían descubierto que el médico de su pueblo era miembro de la resistencia y lo habían detenido —añadió bajando la voz.

El fino rostro del médico se quedó petrificado.

—No sabía si tenía que… —empezó a decir Lieneke, pero el doctor Kohly clavó en ella una mirada penetrante, como la que le dirigía a su padre cuando despotricaba en francés. Lieneke se interrumpió. A quien menos deseaba hacer enfadar, menos que a cualquier otra persona en el mundo, era al doctor Kohly. Recordó que aún no le había preguntado cómo se encontraba su madre—. ¿Cómo se encuentra su madre? —dijo entonces en voz baja, porque por alguna razón le daba vergüenza.

El médico no respondió; a lo mejor no la había oído. Cogió su cartera marrón y con semblante serio dijo:

—Voy a pasar consulta.

Al salir de la farmacia cerró la puerta tan despacio que la campana de la puerta apenas sonó. Lieneke no sabía si el doctor Kohly estaba tan serio por la noticia que le había transmitido la joven, o porque comprendió que ella había estado a punto de dar un medicamento por su cuenta y riesgo. Luego, en la cocina, todo se aclaró. Vonnet sirvió para Lieneke y para ella sopa de guisantes con un viscoso pan de semillas de flores.

—Lieneke, tengo malas noticias —le dijo.

Ella dejó la cuchara y miró a Vonnet con ojos aterrados.

—Ha muerto —dijo Vonnet con la voz ahogada por el llanto.

—¿Quién? —preguntó Lieneke; sus ojos se cerraron del miedo que tenía.

—La madre de Hein ha fallecido.