Capítulo 8

Jacqueline se convirtió en Lieneke, y Raquel, en Frans, una mañana de verano abrasadora y sofocante, una semana después de que el cartel que advertía de una enfermedad en su casa se retiró. Durante esos mismos días de verano la casa de la familia Van der Hoeden en Utrecht se quedó vacía y triste. Bart se marchó. Hannie se fue a Amsterdam a trabajar de enfermera en el hospital judío. Jaap salía cada mañana y regresaba por la noche, cuando empezaba el toque de queda. Lien yacía enferma en la cama. A las hermanas más jóvenes les pidieron que permanecieran en casa, y Jaap les rogó, sobre todo a Raquel, que guardaran silencio para no turbar el descanso de su madre enferma. Pero la casa no estaba en silencio. Las voces y los ruidos entraban de la calle y la hacían retumbar. Aviones de combate surcaban el cielo y los soldados nazis que caminaban por las calles alzaban los pies y golpeaban las aceras con sus pesadas botas. También cantaban a voz en grito canciones alegres y aterradoras.

El día en que fueron cambiados los nombres empezó como el resto de los días de aquel verano. Lieneke estaba tumbada en el sofá del salón releyendo un libro de la serie de Pietje el travieso. Raquel estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared y mirando con fastidio el jardín trasero.

—Las vacaciones de verano casi han terminado —dijo—, y no ha pasado nada bueno. Lo tenemos todo prohibido. Prohibido ir a la playa, prohibido pasear en bicicleta por el bosque, prohibido hasta entrar en el parque y dar de comer a las ocas.

Lieneke levantó la cabeza del libro. También ella lamentaba que les estuviese prohibido hacer todas esas cosas, sobre todo que no pudiesen ir en bicicleta con su padre al bosque, y observar los árboles y las flores. Ni siquiera las aventuras de Pietje le hacían olvidar todas las prohibiciones, y menos aún, los temores. La ciudad se llenó de banderas rojas con cruces gamadas negras. Hasta en el viejo edificio de su colegio ondeaba una bandera nazi. Ahora pertenecía a la Gestapo. Día y noche salían de él gritos aterradores; se decía que allí torturaban a la gente.

—Uf, estoy harta —suspiró Raquel.

El sonido de una campana de porcelana llegó desde la segunda planta. Su madre las llamaba.

Raquel dio un salto y echó a correr por la escalera de madera. Lieneke dejó el libro abierto en el suelo y subió tras ella. Encontraron a Lien sentada en la cama. Estaba apoyada en un mullido cojín blanco sobre el que caía su cabello negro. Les pidió a las chicas que corriesen las cortinas y se sentasen enfrente de ella en la cama.

Dijo que desde ese día jugarían a un juego nuevo, un juego especial de guerra.

—¡Qué bien! —dijo Raquel.

Con semblante serio, Lien les explicó que el juego era peligroso. Quien transgrediese las reglas no sólo se pondría en peligro a sí mismo, sino también al resto de los participantes. Lo llamaron el «juego de los nombres», todos recibirían un nombre nuevo.

—Desde hoy, cada uno de nosotros es otra persona —murmuró—. En este juego yo ya no soy vuestra madre, y papá ya no es vuestro padre. A mí me llamaréis Jeanne, no mamá. Y a papá, tío Jaap.

—¿Y cómo me llamo yo? —preguntó Raquel.

—Tú —contestó Lien— te llamas Frans. Es un nombre alegre, ¿verdad? El nombre de una niña alegre.

—Sí —dijo Raquel sonriendo.

Lien acarició el cabello castaño de su hija pequeña.

—Y tú desde ahora te llamas Lieneke —dijo. Se calló por un instante y luego añadió—: ¿Sabes que Lien es Lieneke abreviado? Por tanto, te ponemos mi nombre completo. ¿Qué me dices? ¿Te gusta?

Lieneke no tuvo tiempo de pensar en ello, pero asintió.

—Empezaremos a jugar ahora mismo —informó Lien—. Yo me llamo Jeanne. ¿Tú cómo te llamas? —preguntó, y le tendió la mano a Raquel.

—Frans —respondió Raquel estrechándole la mano.

—Encantada de conocerte —dijo la madre—. ¿Y tú? —preguntó a su hija pequeña.

—Lieneke.

—Desde ahora debemos respetar las reglas del juego en cualquier situación —dijo la madre—, en cualquier lugar y en cualquier momento.

—¿Hasta cuándo? —preguntaron las niñas a la vez.

—Hasta después de la guerra, hasta que yo diga que el juego ha terminado. ¿Cómo has dicho que te llamas? —volvió a preguntarle a Raquel.

—Frans.

—¿Y tú? —preguntó la madre mirando con preocupación a Lieneke.

—Lieneke —fue la respuesta.

Lien las abrazó.

—No podéis decirle a nadie vuestro verdadero nombre —explicó—. No podéis contar de dónde sois, quién es vuestra familia, y sobre todo no podéis decir que sois judías. Frans y Lieneke no son judías. De ninguna de las maneras son judías, ¿habéis comprendido?

Lieneke asintió y bajó la mirada. La habitación cerrada se volvió asfixiante, y de pronto algo le resultó extraño. Observó que había desaparecido la gran cómoda de los pequeños cajones.

—¿Dónde está la cómoda? —preguntó.

—Nos la guardarán hasta que volvamos —susurró Lien.

—¿Volvamos de dónde? —preguntó Raquel.

Lien respiró profundamente y cogió a sus hijas de las manos.

—Nos vamos de nuestra casa —dijo—. Tenemos que empezar a escondernos.

—Escondernos —susurró Raquel, excitada.

—Juntos… —dijo Lieneke, dubitativa.

Lien le sonrió, pero no había alegría en su sonrisa.

—Tú junto con Frans y el tío Jaap —dijo.

—¿Y tú? —preguntó Lieneke.

—No muy lejos —respondió Lien, y cerró los ojos—. Pronto llegará papá, es decir, el tío Jaap, y os llevará con él.

—¿Adónde? —quiso saber Raquel.

—Lo veréis cuando lleguéis —respondió la madre.

—¿Iremos allí en tren? —preguntó Raquel en voz alta y excitada.

—Chsss —susurró Lien.

Los ojos de Raquel se abrieron de par en par.

—Pero ¿cómo es posible? —preguntó en voz baja—. Nos está prohibido viajar en tren.

—A Raquel y a Jacqueline les está prohibido —dijo la madre con una leve sonrisa—, pero Frans y Lieneke no son judías. Ellas pueden viajar en tren siempre que quieran.

—Qué bien —dijo Raquel.

La voz de Charlotte se oyó desde la terraza de enfrente. Lieneke se levantó de la cama, pero su madre la detuvo.

—Lieneke, tesoro mío —dijo Lien—, no puedes decirles nada a tus amigas. No puedes contarles lo de nuestro juego, ni decirles que hoy nos vamos de la casa.

—Vale —asintió Lieneke.

No se despidió de ellas. Ese día ni siquiera se acercó a la terraza, porque no quería mentirle a Charlotte. Permaneció tumbada en la cama de su madre mirando la pared vacía, el lugar donde hasta hacía unos días estaba la cómoda de los pequeños cajones. Luego su madre la mandó a bañarse, y a las cuatro se sentó con Raquel y con ella en el salón y tomaron té. Lien incluso sirvió galletas hechas con margarina que había conseguido especialmente para la ocasión. Quería que su último día en casa fuese agradable y que hasta tuviesen una pequeña fiesta de despedida que les dejase un dulce sabor en la boca y en el corazón. Tomaron el té y Lien repitió una y otra vez sus nuevos nombres, para que se acostumbrasen, y una y otra vez les preguntó cómo se llamaban y les estrechó la mano.

Cuando Jack entró en la casa, poco antes del toque de queda, la madre anunció:

—El tío Jaap ha llegado.

—Debemos apresurarnos —dijo Jaap a sus hijas, y cogió la pequeña maleta que estaba junto a la puerta, al lado de dos mochilas, una para cada niña—. Despedíos.

Lien acercó sus mejillas frías y hundidas a la cara de sus hijas y las besó.

—Adiós, mis queridas niñas —murmuró mientras sus ojos lloraban sin lágrimas. Lieneke jamás había visto unos ojos tan tristes.