Capítulo 6

El doctor Kohly puso su larga mano sobre la frente caliente de Lieneke.

—Está ardiendo —oyó que le decía a Vonnet, que había traído otra manta y una infusión.

—Lo he preparado exactamente igual que tú —dijo Vonnet—. He vertido agua caliente en la tetera para calentarla, y luego he puesto el té, he añadido más agua caliente y lo he dejado reposar. Te gustará tanto como si lo hubieses preparado tú misma.

—No —murmuró Lieneke—, como si lo hubiese preparado mamá.

Vonnet ayudó a Lieneke a incorporarse y le acercó la taza a los labios, pero ella casi no podía tragar. Le dolía todo. Prefería dormir. Vonnet la arropó y se retiró. Vera, la perra, empujó la puerta con ayuda de su largo hocico y entró en la habitación. Se tumbó en la alfombrilla que estaba a los pies de la cama, y Lieneke no percibió su presencia hasta que la vieja perra estornudó de repente. Alargó el brazo y acarició la oreja grande y caída de Vera.

—No vayas a transmitirme enfermedades de perros —dijo con una risa febril—, y no vaya a transmitirte yo enfermedades de personas, como el sarampión.

Se dio media vuelta y frente a sus ojos flotaron las palabras: «¡Prohibida la entrada a los perros y a los judíos!». «¿Desde cuándo somos tan judíos?», se preguntó. Antes de que los alemanes invadiesen Holanda, ella sabía que eran judíos, pero lo sentía casi exclusivamente en Navidad, porque en su casa no había abeto. Junto a las ventanas de la casa de Liesje y de Charlotte, y en todas las demás casas del barrio, había en Navidad árboles preciosos con adornos brillantes. Lieneke tenía envidia y su madre intentaba consolarla con un candelabro de Janucá[3].

—También nosotros tenemos luces brillantes en la ventana —le decía Lien.

—No es lo mismo —se quejaba Lieneke—. Es mucho menos festivo.

—Es cierto —admitía su madre—, pero nosotros somos judíos.

El resto de los días del año Lieneke se olvidaba de que era judía. Sabía que las velas que encendían en su casa los viernes por la noche tenían relación con eso de que eran judíos, y que tenían otras fiestas, pero no entendía realmente lo que celebraban. Recordaba otra fiesta con ranas. Fue cuando tenía seis años. Su padre, que era miembro del comité directivo del orfanato judío de Utrecht, la llevó en la fiesta de Purim[4] a la pequeña institución. Se sentó en una sala abarrotada de niños y se mantuvo aparte observando la celebración. Una maestra, que estaba enfrente de ellos, leía en voz alta un libro y, de vez en cuando, todos los niños levantaban un palo con una rana verde de goma y lo agitaban hasta que se oían unos extraños sonidos de ranas. Al salir de allí, Lieneke quiso preguntarle a su padre qué se celebraba en esa fiesta, pero no lo hizo, porque no podía quitarse de la cabeza que ninguno de aquellos niños que estaban de fiesta tenía padre ni madre. Y así, la fiesta de Purim se le quedó grabada como una fiesta extraña, una fiesta de huérfanos judíos que agitaban ranas de goma.

Cuando los alemanes invadieron Holanda, los miembros de la familia Van der Hoeden se sentían, como todos, muy holandeses; pero en muy poco tiempo se sintieron también muy judíos, porque más y más leyes se decretaron contra ellos. De pronto se les prohibió entrar en los cafés, en los parques, en los teatros, en los cines, en las bibliotecas, en los museos, en los bosques, en las playas y en las piscinas. Se les prohibió coger el teléfono en casa y se vieron obligados a desprenderse de sus asistentas, porque a los no judíos no se les permitía ya trabajar en casas de judíos. A los judíos no se les permitía estudiar ni enseñar en la universidad, y por eso su padre fue despedido de su trabajo.

A Lieneke no le importó que le cosieran en la ropa un parche amarillo para marcar que era judía, pero le molestó que la separasen de Liesje y de Charlotte. Se decretó una ley que prohibía a los no judíos visitar a los judíos y viceversa, y por tanto Lieneke no podía ir a la casa tictaqueante de Liesje, y con Charlotte hablaba sólo desde la terraza. Charlotte lamentó mucho no poder participar más en las meriendas dulces de Lien.

Lien preparaba siempre cacao, pastelillos y cuadrados de pan blanco con mantequilla cubiertos de virutas de chocolate. La merienda dulce se ofrecía todos los días a las cuatro de la tarde, y ésa era la hora más feliz de la casa, porque Lien, a pesar de su enfermedad, se obligaba a levantarse de la cama para pasar una hora entera con sus hijas cuando volvían de la escuela. A Charlotte le gustaba unirse al grupo. Se sentaban juntas, tomaban té y cacao en unas bonitas y finas tazas, comían con pequeños tenedores de plata los pastelillos y los cuadrados de pan, y hablaban del colegio, de los recreos, de muñecas, de riñas y de todo lo que querían. Lien las escuchaba con interés, con colorete en las mejillas, con los ojos siempre sorprendidos y buenos consejos en los labios. En las meriendas de las cuatro, Charlotte apenas hablaba. Sólo miraba a Lien y, durante esa hora, la tristeza desaparecía de sus ojos. Su madre había muerto un año antes, y ahora ya ni siquiera le permitían visitar a la madre de Lieneke.

Las niñas tampoco iban ahora al mismo colegio. Al final de las vacaciones de verano, al comenzar el curso, los alemanes informaron de que los alumnos judíos no volverían a los colegios normales. La comunidad judía abrió un colegio especial para los alumnos judíos y los maestros judíos que habían sido despedidos de su trabajo. El colegio se instaló a las afueras de la ciudad, y Raquel y Lieneke tenían que coger dos autobuses y caminar un largo trecho para llegar hasta él. Lieneke tenía miedo de no conocer a nadie en su nueva clase, pero el primer día ya se encontró allí con la encantadora Judit, que en el colegio anterior estudiaba en el aula de al lado. Lieneke se alegró mucho de ver la cara pálida de Judit, y de inmediato fue a sentarse a su lado. Judit le sonrió con timidez.

—Menos mal que has venido —murmuró—, no tengo ninguna amiga aquí.

Cuando el doctor Kohly regresó por la noche de pasar consulta, entró con Vonnet en la habitación de Lieneke. Se sentaron al borde de la cama.

—El sarampión es una enfermedad que ataca sobre todo a los recién nacidos y a los niños —explicó el médico a Vonnet, y le pidió a Lieneke que se incorporase para poder examinarla. Un sarpullido rojo cubría todo su cuerpo, y la fiebre seguía siendo alta. Luego la ayudaron a tumbarse de nuevo en la cama.

—Normalmente el sarampión se padece sólo una vez, ¿no es así, Hein? —preguntó Vonnet mientras enjugaba la frente húmeda de Lieneke—. ¿Por qué ella lo ha contraído dos veces?

—Ella es una niña especial —respondió el médico para contentar a su mujer—. Pero ¿sabes una cosa?, el sarampión ataca sobre todo a los niños que no comen como es debido.

Incluso en la oscuridad se podía apreciar cómo el resplandeciente rostro de Vonnet se apagaba. El médico posó su larga mano sobre la mano pecosa de su mujer.

—No se puede hacer nada —dijo—. Las cosas están como están. —Vonnet suspiró. No podía soportar la idea de que Lieneke pasara hambre—. Aquí todos los niños están hambrientos —añadió el médico—, y Lieneke tiene más suerte que otros.

Lieneke comprendió que se estaba refiriendo a otros niños que tenían aún menos comida porque no vivían en casa del médico del pueblo, al que la gente pagaba con un poco de alimento. Sabía que se estaba refiriendo a los niños holandeses en general y a los niños judíos en particular.

Lieneke se acordó de Judit. En el colegio judío se sentaban juntas, y en los recreos iban de la mano y hablaban en voz baja de las cosas que les inquietaban, hasta que un día Judit no apareció. Al principio, Lieneke tuvo la esperanza de que sólo se tratara de un retraso. Cerró los ojos a la entrada y esperó a que Judit llegara corriendo, jadeando. Los minutos pasaban lentamente, la silla de Judit seguía vacía y la preocupación en su corazón iba en aumento. Palabras horribles, preocupantes, se decían por aquellos días a espaldas de los niños, pero, a pesar de todo, llegaban a sus oídos y eran susurradas en el colegio, incomprensibles, aterradoras como insultos. Aquellas palabras —certificados, envíos, campos de tránsito, campo de trabajo, Polonia— se relacionaban en su cabeza con algo incierto, pero amenazante y terrible, que tenía que ver con los judíos. A lo mejor Judit estaba enferma, se dijo Lieneke esperanzada. Pero sabía que Judit no estaba enferma. Cuando sonó la campana del recreo, se levantó de su sitio y con piernas temblorosas salió sola al patio. Se apoyó en la pared y miró a su hermana. Raquel estaba saltando sobre las baldosas cuadradas marcadas con tiza, pero al ver a Lieneke salió corriendo hacia ella.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Raquel—. Tienes un aspecto horrible. ¿Es que estás otra vez enferma?

—Judit no ha venido —dijo Lieneke a Raquel con la barbilla temblorosa. Estaba lívida, casi morada de frío—. ¿A qué se refieren cuando dicen «envíos»? —preguntó—. ¿Adónde envían a los judíos? ¿Dónde está Judit?

Raquel no respondió y una chispa de terror apareció en sus ojos.

—Estás temblando —dijo Raquel cogiéndola de la mano—. Estás enferma otra vez. ¡Debemos irnos a casa ahora mismo! No esperaremos a que acaben las clases.

Y se dirigieron a la parada del autobús. Una mujer que pasaba por la calle observó el parche amarillo de sus abrigos, dudó, pero a pesar de todo se acercó.

—Esa niña está helada de frío —le dijo a Raquel—. No andéis por la calle. Llévatela rápidamente a casa.

Raquel abrazó a su hermana.

—Mamá no se enfadará por llegar a esta hora —se apresuró a decir, pero no había seguridad en su voz—, comprenderá que nos hemos ido del colegio antes de tiempo porque estás enferma.

Y en efecto, su madre no se enfadó. Las metió a las dos en su cama grande, las arropó con el grueso edredón y les volvió a contar el primer encuentro con su padre. Pero Lieneke no prestaba atención. Miraba sin pestañear la cómoda de cajones, permanecía pegada al cuerpo de su madre y aspiraba su dulce perfume. Le castañeteaban los dientes por la fiebre. No volvió más al colegio, porque contrajo la difteria. La enfermedad era peligrosa y Lieneke debería haber sido hospitalizada, pero por aquellos días a los judíos ya no se les permitía el acceso a los hospitales. En la puerta de la casa de la familia Van der Hoeden fue colgado un letrero por orden del ayuntamiento que informaba de que en esa casa yacía una enferma con una enfermedad contagiosa. Era peligroso entrar. Durante muchas semanas, Lieneke permaneció en la cama y, cuando fue recuperándose, salía de vez en cuando a la terraza para hablar un rato con Charlotte.

Una tarde de principios del verano, cuando estaba allí sentada, oyó de pronto un tremendo ruido de motores al final de la calle. Tres grandes vehículos militares se acercaron a toda velocidad y se detuvieron con un chirrido de neumáticos enfrente de la casa. Los soldados nazis salieron a borbotones de los coches y se dispusieron en dos filas con los fusiles en ristre. Un oficial dio la orden con voz de mando y los soldados cruzaron el patio a la carrera y se dirigieron con paso firme hacia la puerta. Lieneke comprendió que iban a por ellos. Su hora había llegado. Su corazón dejó de palpitar. Una especie de parálisis la dominó y sus ojos se clavaron en la carretera y en los coches negros, en los que ahora no había soldados. De pronto, éstos se dispersaron y, con un sorprendente desorden, volvieron corriendo hacia los vehículos. Sólo cuando los coches desaparecieron de la carretera, su corazón empezó a latir rápidamente. No podía creerlo. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué habían dado marcha atrás? Su padre entró corriendo en la habitación y abrazó a su temblorosa hija.

—Al parecer, tu difteria nos ha salvado —dijo—. Han leído el cartel y han temido contagiarse.

—Pero pronto estaré curada —dijo Lieneke—, y entonces, ¿qué haremos?

Su padre no dijo nada. Sabía que no pasaría mucho tiempo hasta que el médico municipal se percatara de que Lieneke ya estaba bien y de que no había motivo para que el cartel de advertencia permaneciese colgado. No podrían esconderse tras él. Lieneke se preguntó si también habrían ido así a llevarse a Judit. Qué lástima que Judit no hubiese tenido una difteria que la salvara.

—Al parecer, llegarán la semana que viene —oyó de pronto que el médico le decía a Vonnet.

Aún estaban sentados al borde de la cama, y Lieneke no sabía de quién hablaba el doctor Kohly. En ese momento ni siquiera tenía curiosidad por escuchar quién iba a llegar. Se sentía apenada, porque estaba acordándose de su amiga, de Judit.