Al día siguiente Lieneke no fue al colegio. Se levantó lentamente de la cama, se lavó la cara y los dientes en la palangana, se vistió y bajó a la cocina a preparar sucedáneo de té. Preparó la infusión siguiendo las indicaciones de su madre, como si fuera una exquisita mezcla de hojas de té, y la sirvió en tres tazas: una para Vonnet, otra para Kornelia, la asistenta, y otra para ella. El doctor Kohly hacía mucho que se había ido, sin tomar nada. No le gustaban los sucedáneos de té y de café que los alemanes repartían con los cupones. Cuando le ofrecían una bebida así, sus finos labios se retraían en una mueca de repugnancia, y en seguida sentía nostalgia del auténtico café y de su fantástico aroma.
Lieneke se llevó la taza caliente a su habitación de la segunda planta y se sentó al escritorio bajo la ventana. El cielo estaba cubierto de nubarrones grises y grandes gotas de lluvia comenzaban a caer. Hacía frío en la casa, y Lieneke se tapó con una manta y miró la hoja de papel que tenía delante. Escribió a su padre contándole lo del medicamento que había preparado en la farmacia del doctor Kohly, mandó saludos de parte del médico y de Vonnet, y añadió lo que quería como regalo de San Nicolás: cintas de colores para los patines.
El médico le había dado un par de patines viejos: dos largas planchas de metal, afiladas como cuchillos, que se ataban debajo de los zapatos. Se hallaban en buen estado, pero las correas estaban completamente destrozadas. Y a Lieneke le daba miedo patinar en el hielo. No era como su hermana Raquel y, por supuesto, no como Vonnet, que había nacido en los Alpes. Lieneke iba un poco encorvada, y tenía tendencia a caerse. No le preocupaba caerse en la calle o dar un traspié en el barro, pero le daba miedo perder el equilibrio y caerse en el resbaladizo hielo. A lo mejor, pensaba, ese invierno Vonnet le enseñaba a patinar como una niña de los Alpes que se desliza a diario por las montañas blancas y las colinas nevadas de camino a la escuela. Lieneke se imaginaba patinando en el estanque del extremo del pueblo, con movimientos amplios y seguros y cintas de colores nuevas sujetando los patines a sus pies.
Las cintas de colores llevaron a Lieneke a pedir otra cosa, unos zapatos, y puntualizó: «¡Unos zapatos normales! ¡No unos zuecos de madera!». Los zapatos que había traído de casa se habían ajado hacía tiempo. Las suelas estaban desgastadas y las costuras deshechas. Ahora los usaba de zapatillas de andar por casa y, cuando salía a la calle, se ponía zuecos, como todos los niños del pueblo. No le resultaban cómodos, porque eran duros y nada flexibles, pero al menos eran calientes y, cuando se los ponía, no le entraba barro en los calcetines.
También la tercera petición estaba relacionada con los zapatos, porque después de que su madre se los compró en Vroom and Dressman, los mayores almacenes de Utrecht, se sentaron juntas en la cafetería del centro comercial y, como siempre después de hacer las compras de la temporada, tomaron té y roomsoes, bollos rellenos de crema con virutas de chocolate por encima, la comida favorita de Lieneke, y con ellos terminó su listado de peticiones.
Sabía que no recibiría regalos en la fiesta. En casa del médico no celebraban San Nicolás, quizá porque no tenían hijos, quizá porque el doctor Kohly era tan serio y circunspecto, o quizá porque Vonnet, que era suiza, no había conocido en su infancia esa fiesta de los niños holandeses. En casa de Lieneke, por el contrario, san Nicolás, su ayudante negro, Pieter, y su caballo blanco eran un gran acontecimiento. Semanas antes de la fiesta comenzaban a prepararse y, cuando llegaba la hora, los niños dejaban los zapatos delante de la chimenea con zanahorias dentro, la comida para el caballo blanco, que llegaba galopando desde España y durante la fiesta saltaba por los tejados de las casas en busca de los niños buenos. Según la leyenda, Pieter, el ayudante de san Nicolás, entraba por las noches en las casas a través de las chimeneas, y por eso por la mañana los niños encontraban caramelos de colores dentro de los zapatos. Era el agradecimiento de Pieter por las zanahorias y un anticipo del regalo grande que llegaría en la fiesta propiamente dicha. Como Nicolás y su ayudante repartirían regalos sólo a los niños que se habían portado bien durante el año, todos procuraban comportarse mejor antes de su llegada. Bart siempre irritaba a Raquel recordándole todas las cosas que no debería haber hecho y que, a pesar de todo, había hecho. Todos los años tenía miedo de no haber sido una niña lo suficientemente buena y de no recibir ningún regalo. Él también hablaba de los regalos que Lieneke sí recibiría, porque ella siempre era la que mejor se portaba de la casa. A medida que se acercaba la fiesta, los temores de Raquel aumentaban y sentía celos de su hermana pequeña, que también iba haciéndose mayor. Aunque en realidad no tenía motivos para temer nada, porque cada 5 de diciembre, en la fiesta de San Nicolás, todos los niños de la casa recibían un regalo, también Raquel.
«No creo que el viejo Nicolás llegue este año al pueblo», escribió Lieneke a su padre, y a pesar de todo, en la parte de abajo de la carta, lo dibujó a él y a Pieter el negro llegando hasta donde ella estaba y cogiendo la lista de peticiones. Junto al dibujo anotó una explicación: «Tendrán que recorrer a pie todo el camino desde España, porque no me queda sitio para dibujar el caballo».
Luego observó el dibujo y añadió otra nota: «El dibujo está fatal, porque está desproporcionado, pero no he podido hacer otra cosa porque el papel era muy pequeño». Le pareció una nota necesaria, porque su padre tenía muy buen ojo para la pintura. Cada dibujo que veía, tanto si era de un pintor conocido como si era de un niño, lo observaba atentamente y sabía con precisión qué estaba bien y qué no. A menudo le decía que había dudado si estudiar ciencias o pintura. Al final eligió ciencias, pero en lo más profundo de su ser siguió siendo pintor. Por eso, a Lieneke le daba vergüenza enviarle un dibujo que no le parecía demasiado logrado, y por si acaso decidió adjuntar una ilustración de un cactus que había hecho unas semanas antes y de la que estaba orgullosa. Quería dibujarle también animales, porque los animales eran lo que más le gustaba. Le gustaban hasta las bacterias, se sonrió, y recordó cómo una vez le preguntó por qué precisamente él, a quien tanto le gustaban los animales, no consentía que tuviesen un perro en casa. Precisamente la estaba llevando en la bicicleta de camino al laboratorio de la universidad cuando le preguntó:
—¿Han dejado de gustarte los animales de granja?
—¿Qué dices? —respondió él—. Tú sabes cuánto me gustan las vacas, las cabras y las gallinas. —Realmente le gustaban mucho. Toda la familia lo sabía. Siempre pasaban las vacaciones en pueblos, y su padre permanecía durante horas sentado en la hierba dibujando los animales. En una de esas vacaciones pintó una vaca rumiando en la hierba frente a una casa rural. A ella le gustaba especialmente ese dibujo, porque la mirada en los ojos redondos de la vaca y su cuerpo en reposo evidenciaban que era feliz. Su padre puso el dibujo en un grueso marco de madera y lo colgó en su habitación de Utrecht.
—¿Y qué pasa con los animales domésticos? —le preguntó mientras recorrían las calles de la ciudad en la bicicleta.
—Claro que me gustan —respondió él mientras pedaleaba con energía.
—Entonces, ¿por qué no tenemos perro?
Un viento frío les silbaba en las orejas. Jaap acercó la boca al oído de su hija y, como siempre, le dijo que todos los perros le parecían pequeños y ridículos porque, cuando era niño, tenía un perro gigantesco. Fueron de la misma estatura hasta que cumplió catorce años y medio. Era como criar un caballo, le dijo. Desde que ese perro murió, nunca había querido otro. Ésa era siempre la excusa que ponía.
—A lo mejor simplemente han dejado de gustarte los animales grandes, los de granja y los domésticos —dijo Lieneke—, y te han empezado a gustar sólo los animales pequeños, los más pequeños que existen. Tal vez ahora sólo te gustan las bacterias. —Jaap abrió la boca y se echó a reír. Se rió tanto de la ocurrencia que estuvieron a punto de caerse de la bicicleta.
Al final, un día de verano, el perro apareció por su cuenta. Un cachorro abandonado, marrón y con rizos, se detuvo en el umbral de su casa de Utrecht y arañó la puerta de entrada. Lieneke lo oyó y abrió.
—¿De dónde has salido? —preguntó, y el cachorro acercó el hocico húmedo a sus manos.
Raquel bajó corriendo la empinada escalera y el perro saltó hacia ella y le lamió las rodillas. Lieneke y Raquel pidieron permiso a su madre para meterlo en la casa.
—Papá no accederá —dijo Lien—, pero hasta que vuelva dejaremos que el perrito entre.
Le dieron de comer y de beber, e inmediatamente después se durmió debajo de la mesa de la cocina.
Cuando Jaap volvió a casa acarició la cabeza ensortijada del perro y, al instante, lo echó a la calle. Raquel cogió a Lieneke de la mano y las dos salieron tras él. Se sentaron en el escalón que daba al pequeño jardín situado delante de la casa. A su lado se tumbó el pequeño perro.
—No volveremos hasta que aceptes —declaró Raquel—. Esto es una huelga.
Lieneke no dijo nada, pero se sintió como una heroína. Raquel y ella permanecieron allí toda la tarde, y el perro se quedó con ellas. Su madre les sacó unas mantas finas, y también té para Lieneke y cacao para Raquel, y murmuró:
—Apoyo la huelga. —Pero no podía sentarse con ellas en la calle a causa de su enfermedad.
Un agradable sol las calentaba y no soplaba el viento, y las hermanas se sentían bien la una junto a la otra en el escalón. Raquel no estaba saltarina ni nerviosa, sino más bien tranquila, y acariciaba con afecto los rizos del perro.
—No creía que harías una huelga conmigo, una niña tan buena como tú, la niña de papá y mamá —dijo mientras posaba la cabeza en el hombro de su hermana pequeña. Lieneke miraba absorta la carretera, que ante sus ojos se convirtió en un río ancho y negro, y la bicicleta que navegaba por ella era como una barca sobre aguas tranquilas.
—Formamos un buen equipo, tú y yo —añadió Raquel—, tan bueno como Bart y Hannie.
Lieneke se sorprendió. Normalmente Raquel decía justo lo contrario. Quería que Hannie y Bart la llevaran con ellos, pero siempre acababa con su hermana pequeña.
—¿De verdad? —preguntó Lieneke. Raquel sonrió y abrió la boca, pero no le dio tiempo a contestar, porque justo en ese momento su padre abrió la puerta.
—Me rindo —informó, sonriendo bajo su bigote. Sujetó la puerta abierta y ellos entraron, Raquel, Lieneke y el pequeño perro.
Al día siguiente su padre lo vacunó. Era veterinario y también investigador de enfermedades que se transmiten de animales a personas y así, como suele decirse, hacía a todo. Pusieron al perro ensortijado el nombre de Totó. «Es tan pequeño y tan estúpido», opinaba Jaap, y mandaba a las niñas a lavarse las manos cada vez que volvían con él de dar una vuelta, pues tenía pánico a las enfermedades de los animales. Pero también a él le gustaba Totó, aunque no fuera tan grande y tan fuerte como el perro que tenía cuando era niño.
Un fuerte viento soplaba fuera y agitaba las ramas desnudas de los árboles frente a la ventana de la segunda planta de la casa del médico. Lieneke puso sobre la mesa otra hoja de papel satinado. Decidió dibujarle a su padre un perro, pero dudaba entre Vera, Totó o Pax. A Vera era a la que más fácilmente podía dibujar, pensó, porque, con su largo cuerpo y su pelo gris, podía servirle de modelo, tumbarse en el suelo delante de ella mientras la miraba e intentaba copiarla en el papel. Al ensortijado Totó podía dibujarlo de memoria, y a Pax podía dibujarlo con la imaginación, porque aún no sabía qué aspecto tendría. Era una promesa que le había hecho su padre cuando se vieron obligados a entregar a Totó. Él había dicho que, cuando la guerra terminase, tendrían otro perro. Ya le habían puesto el nombre de Pax, porque así es como se dice «paz» en latín. Algún día, pensaba, pasearía con Pax por las calles de su barrio de Utrecht y entrarían en el gran parque, y Pax olfatearía los bancos y los troncos de los árboles y también a los otros perros, y eso sería estupendo, porque allí ya no habría letreros que informasen de que tenía prohibido entrar en el parque y sentarse en los bancos.
Lieneke se topó por primera vez con un letrero que prohibía la entrada a los judíos y a los perros cuando caminaba con Raquel por la calle. Soplaba un viento frío y fuerte, y ellas caminaban de prisa para entrar en calor y llegar pronto a casa. Al pasar junto a un pequeño café cercano al parque, Lieneke leyó el cartel y se detuvo.
—Vamos —se enfadó Raquel—, tengo frío, pequeño caracol.
Lieneke señaló, y Raquel, siguiendo el pequeño dedo, leyó el cartel y abrió la boca con estupor.
Lo leyeron una y otra vez y, como no sabían qué pensar o qué decir, se echaron a reír con una risa nerviosa.
—De todos los animales del mundo, me alegro de que nos asocien con los perros —aseguró Raquel mientras cogía a Lieneke de la mano.
Durante el resto del camino, Lieneke intentó decidir qué otros animales quería que estuviesen en la misma categoría que ella.
—También los conejos —dijo.
—Esto no es el arca de Noé —se rió Raquel, y su risa sonó extraña. A pesar de las risitas, ambas sintieron que ese letrero no sólo era ofensivo, sino también un mal presagio.
Lieneke se acordó de aquel primer letrero y de letreros similares que fueron apareciendo en tantos y tantos lugares, letreros que impedían la entrada y angustiaban los corazones, y ya no tuvo fuerzas para hacerle otro dibujo a su padre. A pesar de lo pronto que era, sintió que un gran cansancio se apoderaba de ella. Una pálida luz se filtraba por la ventana, pero le producía mareo y le dañaba los ojos. Dejó el lápiz encima del papel satinado, donde no estaban dibujados ni Vera, ni Totó ni Pax, corrió las cortinas y se metió en la cama. Con los dibujos sin terminar, le entregó la carta y el libro al doctor Kohly. Sólo le dio tiempo a informar a su padre de que había caído enferma.