Capítulo 3

Cuando Lieneke nació, sus padres, Jack y Lien, le pusieron el nombre de Jacqueline. Estaba orgullosa de que su nombre estuviese compuesto por los nombres de sus progenitores, y siempre había pensado que, de todos los niños de la familia Van der Hoeden, a ella le había tocado el mejor. Su madre solía decir: «Tu nombre es una gran prueba de amor», y su hermana Raquel y ella siempre querían escuchar cosas sobre ese amor. Una y otra vez le rogaban a su madre que les contara cómo había conocido a su padre.

—Ya lo habéis oído mil veces —les decía Lien, pero, a pesar de todo, volvía a contar lo ocurrido aquel día, cuando su hermano Rafael llevó a casa a un miembro de la asociación de estudiantes sionistas.

—Te presento a Jacob Van der Hoeden —dijo su hermano Rafael—, un brillante estudiante de veterinaria, un espléndido dibujante y una de las personas más divertidas que conozco.

—Mis amigos me llaman Jaap —dijo el estudiante a Lien, y añadió con modestia—: Y parece que su hermano no conoce a muchos dibujantes ni a muchas personas divertidas.

—Ésta es Lien, mi hermana —la presentó Rafael—, la chica más inteligente y más elegante que conozco.

—Parece que mi hermano no conoce a muchas chicas inteligentes y elegantes —dijo Lien también con modestia, y sonrió a su hermano. Sabía que realmente pensaba todo eso de ella, y le tendió la mano a Jaap.

Sólo cuando Jaap estrechó con su ancha mano la pequeña mano de Lien, ella bajó la vista y contempló el rostro del joven que le llegaba por el hombro. Se miraron el uno al otro, y no fue una simple mirada, sentenciaba Rafael una y otra vez; fue un rayo, fue un boom, la comunidad entera tembló. Y en efecto, la comunidad judía de Holanda se conmocionó, porque Lien pertenecía a una familia sefardí, de la aristocracia judía de Holanda. Jaap, por el contrario, era un sencillo judío asquenazí, y los padres de Lien no lo querían como yerno. El padre de Lien, el abuelo Baruj, que tenía una planta pulidora de diamantes, y su esposa Hannah, a la que todos llamaban Hannie, querían un yerno sefardí importante.

—Pero yo no cedí —les contó Lien a sus hijas—. Sólo lo quería a él. Sefardí o asquenazí, me daba lo mismo.

Jaap y Lien se casaron y tuvieron cuatro hijos. Primero nació Hannie, que recibió el nombre de la oma[1] Hannah. Dos años después nació Bart, que recibió el nombre del opa[2] Baruj. Pasaron cinco años y la pareja tuvo otra niña. Decidieron ponerle Raquel, como su amiga Raquel Katinka, una agricultora de Eretz Israel.

Llegó hasta ellos cuando iba de camino a una granja holandesa, para estudiar ganadería y agricultura y volver a Eretz Israel con conocimientos y algo de experiencia. De todos los agricultores y agricultoras que se hospedaban en casa de la familia Van der Hoeden, a quien más querían era a Raquel Katinka. Los padres, y también los hijos, Hannie y Bart, estaban tan fascinados con ella que decidieron poner su nombre a Raquel, la tercera hija de la familia.

Raquel iba a ser la última hija, porque cuando nació, Lien contrajo una enfermedad hepática. Los médicos le recomendaron que no tuviese más hijos, pero, a pesar de todo, cuatro años después de Raquel, nació otra niña, Jacqueline.

—Lieneke, ¿aún sigues aquí? —de pronto se oyó una pregunta con acento suizo.

Ella levantó la cabeza. Estaba tan inmersa en sus recuerdos que no había visto a Vonnet entrar en la rebotica.

—¡Aquí hace frío! —dijo Vonnet frotándose sus pecosas manos—. ¿Por qué estás todavía aquí?

Lieneke observó la mesa. Encima de ella había diez frascos alineados de jarabe, mezclado y agitado con esmero. Cada uno de ellos, justo en el centro, tenía pegada una etiqueta. La bolsita con los polvos ya estaba vacía.

La cara pecosa de Vonnet resplandeció al decir:

—Ven, ¡tengo una sorpresa para ti!

Lieneke subió con ella la empinada escalera de madera que conducía a un extremo de la cocina. Sobre el fogón estaban cocidas las patatas de la señora Van Loor, machacadas con escarola y un poco de margarina. El stamppot despedía un olor fantástico. Vonnet estaba feliz, porque Kornelia, la asistenta, le había dicho que preparaba platos holandeses casi como si fuese holandesa de pura cepa.

—Ojalá tuviéramos albóndigas para comer con el stamppot —dijo Vonnet, agitando su rizos cobrizos—, o unas salchichas para mezclarlo.

Sirvió una ración pequeña para ella y para Lieneke, y dejó otra ración en la cazuela para el doctor Kohly. Luego se sentaron a la mesa cubierta con un mantel blanco con pequeñas cruces azules bordadas y empezaron a comer.

—No quiero ir mañana al colegio —dijo Lieneke.

—¿Por qué? —preguntó Vonnet, preocupada—, ¿vuelves a encontrarte mal?

—Me encuentro perfectamente —repuso Lieneke—, pero he recibido una carta del tío Jaap y quiero quedarme en casa y contestarle.

—Es una buena razón para quedarse en casa —dijo Vonnet esbozando una sonrisa entre las pecas.

—Manda saludos —añadió Lieneke, y acarició la cabeza gris de Vera, la vieja perra de caza, que estaba tumbada debajo de la mesa.

Después de cenar, Lieneke subió a su habitación, donde estuvo leyendo una y otra vez la carta y observando con atención los pequeños dibujos, hasta que oyó al doctor Kohly entrar en la casa y bajó para devolvérsela.

Por la noche se tumbó en la cama, boca arriba, y con los ojos abiertos volvió a visualizar la carta, como si justo en esos momentos se estuviese escribiendo con letras de colores en la oscuridad. Al llegar a la pregunta que le hacía su padre sobre el cumpleaños de Liesje, se detuvo un instante. No se sorprendió de que recordase el día del cumpleaños de Liesje. Tenía una memoria extraordinaria para las fechas, sobre todo para los cumpleaños; incluso recordaba los cumpleaños de los miembros de la familia real holandesa. Pero sí se sorprendió de sí misma. ¿Cómo había podido olvidar el cumpleaños de Liesje? Pensó en el consejo de enviarle una carta, e incluso un regalo para San Nicolás, la fiesta que precede a la Navidad y en la que todos los niños que se han portado bien durante el año reciben regalos. Al final decidió enviarle el libro El último mohicano. Vonnet había encontrado dos ejemplares del mismo en la gran biblioteca del médico y se los había dado a Lieneke. Ella leyó uno y, como le gustó tanto, en seguida leyó también el otro.

Le enviaría uno a Liesje, dedicado. Sería un regalo estupendo. Pensaba que Liesje se entusiasmaría con el libro, al igual que ella, y que le gustaría sobre todo la hija mayor del general Monroe. A Lieneke le encantaba adivinar qué personaje de un libro le gustaría a cada cual, y a menudo acertaba. A Klaus, su amigo del pueblo, a quien también le había prestado el libro, le gustó la hija menor de Monroe, tal y como ella había supuesto. A Vonnet, como a ella, le gustó sobre todo el propio último mohicano.

Lieneke oyó los pasos saltarines de Vonnet de camino al dormitorio. Permaneció atenta y, al cabo de un rato, se oyeron también los pasos ligeros del médico por la escalera. No cerró los ojos hasta que lo oyó entrar en su habitación. También en Utrecht esperaba así a dormirse. Como era la más joven de la familia, la mandaban a la cama la primera, y tenía la costumbre de esperar despierta hasta que los demás subían a sus dormitorios de la segunda planta. Poco después que ella subía Raquel a su habitación, y entonces les llegaba el turno a Hannie y a Bart. A través de la pared que separaba la habitación de Bart de la suya, Lieneke oía a su hermano cantar con una voz cálida. Por la canción que elegía, ella sabía si estaba triste o alegre, y a veces, cuando le apetecía, tarareaba con él. Pensaba que él debía ser cantante y que quizá también ella sería cantante, y juntos actuarían por toda Holanda, tal vez incluso por toda Europa. Se esforzaba por pensar en esas cosas y no quedarse dormida hasta que oía a sus padres entrar en el dormitorio grande y cerrar la puerta. Sólo entonces cerraba los ojos. «Buenas noches —les susurraba a todos—. Hasta mañana».

También en el pueblo murmuraba ese deseo todas las noches antes de dormirse. «Buenas noches. —Les deseaba en silencio a Vonnet y al doctor Kohly—. Hasta mañana». Y añadía para su familia: «Hasta que nos veamos en casa —le susurraba a la almohada—, justo después de la guerra».