«Querida Lieneke —leyó despacio y con atención—. Estoy sentado junto a la mesa con la pluma en la mano, y enfrente de mí está Jeanne. Por supuesto está tejiendo un chaleco para Lieneke». La niña miró el pequeño dibujo que había hecho: su padre y su madre sentados juntos el uno frente al otro. Su corazón se encogió de nostalgia. Hacía tanto tiempo que no los veía.
«¿Reconoces los dibujos que están colgados en la pared?», preguntaba su padre en la carta. ¡Qué pregunta! Se rió. Hasta había dibujado en pequeño los dibujos que ella había hecho hacía varios años, y que estaban colgados en la cocina de su casa de Utrecht. La madre, el padre, tres hermanas y un hermano vivían entonces en la casa. ¿Viviría ahora alguien allí?, se preguntó por un instante, y luego continuó leyendo.
Le gustó la propuesta de su padre: él le mandaría cartas escritas e ilustradas y ella le escribiría y le dibujaría de vuelta, tal y como decía él: «y así todo el rato, ida y vuelta, hasta que el cartero se maree…». «Qué padre tan majo», pensó, y se rió en silencio del pequeño dibujo del cartero mareado, y «qué cielo», que había firmado la carta con el nombre de «Jack», como ella lo llamaba cuando era muy pequeña y no conseguía decir su nombre, Jacob: en holandés, Jaap, y familiarmente, Jaapje.
La campana de la entrada de la farmacia sonó y Lieneke cerró el cuaderno y se lo metió en el bolsillo del delantal que llevaba puesto.
Oyó la voz de Jorie Van Loor, que entró arrastrando los pies.
—Buenas tardes —deseó la señora Van Loor al médico con su voz de anciana.
—Hola —respondió la suave voz del doctor Kohly—. ¿Va todo bien? ¿Jann está bien? ¿Necesita que vaya?
—No —respondió la mujer, tocando el mostrador de madera para ahuyentar la mala suerte—. No he venido a llamarlo.
—¿Necesita algún medicamento? —preguntó el médico.
—No.
Desde la otra habitación, Lieneke oyó un fuerte crujido, y supo que la anciana campesina había dejado encima del viejo mostrador de madera una bolsa de tela. Imaginó que contenía cuatro patatas grises y frías, o incluso cinco.
—Es para darle las gracias. Jann se encuentra mejor, sus pulmones ya no silban —dijo, y al cabo de un rato añadió—: Ojalá pudiera pagarle más.
—Está muy bien —dijo el médico, y Lieneke supo que estaba acercando la nariz a las patatas para olerlas. El doctor Kohly siempre lo olisqueaba todo, ya fuera una herida, una mesa, un perro, o algo comestible.
Antes de marcharse, la señora Van Loor añadió:
—Deles recuerdos a la señora Kohly y a su sobrina Lieneke.
El médico había dicho a la gente del pueblo que Lieneke era su sobrina. Les había contado que, como otros muchos, también ella había huido de la ciudad a causa del hambre, lo cual era cierto e incierto. En realidad, Lieneke procedía de una ciudad que padecía hambruna, pero no fue por eso por lo que se trasladó al pueblo, y tampoco era la sobrina del médico. De hecho, hasta que se trasladó a vivir a su casa, unos meses antes, jamás lo había visto. Hasta entonces ni siquiera había oído hablar de él. Su nombre completo era doctor Henry Kohly, pero sus parientes más próximos lo llamaban Hein. Era el médico del pequeño y perdido pueblo de Den Hoom, y los aldeanos lo respetaban muchísimo. Los cuidaba con delicadeza y entrega y, aunque estaba muy ocupado, jamás les daba la impresión de no tener paciencia con sus dolores y quejas. A diferencia de Vonnet, su sonriente esposa suiza, el doctor Kohly era un hombre de expresión grave, y muy raramente se dibujaba una verdadera sonrisa en su rostro serio. Nadie en el pueblo podía saber que, además de cuidar a los enfermos, asistir en los partos y preparar medicamentos, el serio y delicado médico rural también era miembro de la resistencia holandesa.
Lieneke inspiraba profundamente para apreciar mejor el olor de la farmacia. Éste le recordaba otro olor fuerte, el del laboratorio de su padre, cuando era el jefe del laboratorio del gran hospital universitario de Utrecht e investigaba enfermedades que se transmiten de los animales a las personas. A veces, cuando iba al laboratorio los sábados o los domingos para comprobar el avance de un experimento que se estaba realizando en las pequeñas y transparentes placas de Petri, les proponía a ella y a su hermana Raquel que lo acompañasen. A Raquel no le entusiasmaba la idea. Los días que no había clase prefería divertirse con los niños del barrio, corretear por los puentes, trepar a las tapias o patinar sobre los canales en invierno, cuando el agua se congelaba. No le gustaba estar en habitaciones cerradas. A Lieneke, en cambio, no le gustaba correr, no le gustaba trepar a tapias y puentes, y tampoco que el agua se congelase en los canales.
—Eres como una rata —le decía Raquel, enfadada.
Sobre todo se enfadaba cuando su hermana se pegaba a ella y a los niños del barrio, porque Lieneke siempre se detenía delante de las tapias. Le daba miedo saltar y caerse, y Raquel se retrasaba por su culpa.
—Tendrías que haberte quedado en casa —decía Raquel—. Me avergüenzas. —Y a pesar de todo siempre le proponía que la acompañase.
Lieneke prefería las habitaciones cerradas. Incluso tenía una lista de habitaciones favoritas: las habitaciones de la casa, sobre todo el dormitorio de sus padres, por la cama grande y la bonita cómoda de cajones pequeños, ocultos, a los que le gustaba susurrar deseos y secretos. Cada vez que Raquel la sorprendía susurrando a los cajones, decía: «Eh, locatis, deja de hablar a los muebles», pero Lieneke no le prestaba atención.
También le gustaba el recibidor, con las cortinas de terciopelo que cubrían el alféizar de la ventana, donde uno podía sentarse y escuchar lo que se decía en la habitación, y la terraza cuadrada contigua a su alcoba. En los largos días de verano se pasaba horas en la terraza, observando la carretera que se extendía entre las hileras de casas, imaginando que era un río grande y negro. Los coches que pasaban de vez en cuando le parecían naves, y las bicicletas, pequeños barcos de vela. A veces hablaba desde la terraza con Charlotte, su amiga de la casa de enfrente. Cada una se apoyaba en la amplia barandilla de madera de su terraza y charlaban casi sin alzar la voz, porque la calle era tranquila y muy pocos coches perturbaban el silencio.
En la calle paralela, enfrente del gran parque vecinal, vivía su amiga Liesje. Lieneke llamaba a la casa de Liesje «la casa tictaqueante», porque en cada rincón se oía un tictac amortiguado procedente de la habitación de los relojes situada en la primera planta. A Lieneke le gustaba entrar en esa habitación, contemplar los viejos relojes, los péndulos, los cucos, los relojes que colgaban de las paredes y reposaban en estantes, y cada cuarto de hora informaban de la hora con distintos sonidos y cantos de cuco. Sin embargo, a Liesje le aburría la compañía de los relojes y siempre arrastraba a Lieneke al patio para saludar a su enorme tortuga, al perro pequinés y al cuervo negro que estaba permanentemente posado en las ramas de un árbol alto y graznaba con voz ronca.
En la lista de Lieneke se incluían también las salas de los museos, que visitaba con su padre, y las habitaciones de su laboratorio en la universidad: la habitación fría, donde congelaban bacterias, y la habitación caliente, donde las descongelaban; la habitación con las jaulas de los hámsteres y de las ratas, y el amplio despacho de su padre, con el gran microscopio en medio de la mesa y otro microscopio al lado que parecía antiguo y primitivo, al que llamaban «Van Leeuwenhoeck». Frank Hanfch, que también estaba empleado en el laboratorio, lo había hecho para regalárselo a su padre. Frank trabajó en el microscopio durante muchas semanas, hasta que creó una réplica casi perfecta de uno de los primeros microscopios inventado por un holandés llamado Van Leeuwenhoeck. El padre de Lieneke siempre hablaba del invento de Van Leeuwenhoeck; decía que era su héroe.
Su padre era un importante científico conocido en todo el mundo, pero cuando los alemanes invadieron Holanda y prohibieron a los judíos desempeñar cargos públicos, fue despedido de su trabajo. Una noche, después del toque de queda, cuando estaba prohibido salir a la calle, los trabajadores del laboratorio trasladaron una parte del mismo al sótano de su casa.
Lieneke no lo descubrió hasta el día siguiente. Cuando se levantó por la mañana, su padre la llevó al sótano.
—Si los alemanes los hubiesen sorprendido —dijo—, si supiesen que sigo trabajando en el laboratorio, nos castigarían a todos con mano dura. Por tanto, este laboratorio es un absoluto secreto. ¡No debes hablarle de él a nadie!
—Bien —asintió Lieneke frotándose los ojos. El sótano nunca le había parecido tan fascinante y cautivador como aquella mañana—. No diré una palabra —lo tranquilizó.
—Ni siquiera a Liesje y a Charlotte —insistió su padre.
—Ni siquiera a Liesje y a Charlotte —repitió ella, y preguntó si sus amigos también iban a trasladar a la casa las salas de los museos, porque también se les había prohibido visitarlos. Creía que esa pregunta le haría reír, pero él ni siquiera sonrió. Sólo suspiró. Lieneke observó el microscopio sobre la mesa, igual que en el laboratorio de la universidad, y de inmediato incorporó el sótano a la lista de sus habitaciones favoritas.
A esa lista añadió también una estancia de la gran casa cuadrada del doctor Kohly, allí, en el pueblo de Den Hoom. La casa del médico tenía tres plantas y muchas habitaciones, pero la que más le gustaba a Lieneke era la rebotica de la farmacia. Le gustaba por el olor que despedía y que le recordaba al laboratorio de su padre, y también por la vieja y pesada mesa de trabajo que estaba en medio de la habitación.
Muchos años antes, cuando el doctor Kohly aún era un joven estudiante de medicina, compró esa mesa larga y sencilla en una pequeña fábrica de quesos que cerró. Desde entonces el médico había adquirido numerosos muebles viejos, e incluso antiguos. Era su afición, y las habitaciones de su gran casa estaban repletas de ellos. Los muebles fueron arreglados, limpiados y abrillantados, pero la mesa de trabajo de la farmacia mantenía algo de su vida anterior en la fábrica de quesos. Cuando acercabas la nariz e inspirabas profundamente, tal y como el médico le enseñó una vez, descubrías que en las profundidades de la madera quedaba olor a requesón. También el tacto de su superficie era algo viscoso y suave y, si se acariciaba con los ojos cerrados, podía pensarse que era un gigantesco bloque rectangular de queso curado.
Lieneke pasó su pequeña mano por la suave mesa y se dispuso a preparar más jarabe para la tos. Estaba emocionada por el cuadernillo de su padre, que llevaba en el bolsillo de su delantal. Fuera había empezado a oscurecer y el doctor Kohly entró en la habitación con el sombrero en la mano.
—Lieneke, tengo que salir —dijo—. Por favor, llena todos los frascos que puedas. —Miró lo que quedaba en la bolsita y añadió—: Ya casi no quedan polvos; tendré que conseguir en alguna parte más polvos de éstos. La gente del pueblo tiene mucha tos. —Cogió tres frascos que estaban listos, se puso el abrigo y el sombrero y antes de salir volvió a la rebotica y dijo—: Devuélveme la carta por la noche, cuando regrese de pasar consulta, ¿de acuerdo?
—Muy bien —respondió Lieneke.
Hasta que regresase podría leerla varias veces más, y ya se la sabría de cabo a rabo. Pensaba que así podría grabársela en la memoria y repasarla mentalmente después de que el doctor Kohly la quemase, o la rompiese en trozos tan pequeños que no quedara rastro de ella, para que no pudiese caer en manos equivocadas.
—También puedes responder —dijo él con una leve sonrisa; puedes usarme como tu cartero particular.
Lieneke sonrió y él asintió y se marchó. Le oyó cerrar la puerta de entrada de la consulta, y arrancar el coche unos minutos después, el único coche del pueblo, a excepción de los vehículos de los soldados alemanes. Antes de continuar llenando los frascos, sacó el cuaderno del bolsillo del delantal y observó la cubierta. «Carta para Lieneke», decía el solemne título. Sonrió, porque Lieneke no era su verdadero nombre.