«¿Cómo explicármelo, cómo reconciliarme conmigo mismo? —pensaba, las pocas veces que llegaba a pensar—. No puede tratarse de lascivia. La carnalidad más tosca es omnívora, mientras que la otra, la refinada, exige que haya, tarde o temprano, una satisfacción. Y si bien es cierto que he vivido cinco o seis aventuras de las corrientes, ¿acaso podría comparar su naturaleza insípidamente fortuita con esta otra llama tan singular? ¿Qué pensar de esta? En nada se asemeja, por supuesto, a la aritmética del libertinaje oriental, en el que una pieza resulta tierna en razón inversa a su edad. Oh, no, no puede ser contemplada como un grado especial dentro de un conjunto genérico, puesto que se trata de algo que está absolutamente divorciado de lo genérico, algo que no es más valioso sino incomparable. ¿Qué es, pues? ¿Enfermedad, delito? Por otro lado, ¿resulta compatible con los escrúpulos y la vergüenza, con la mojigatería y el miedo, con la continencia y la sensibilidad? Porque ni siquiera soy capaz de considerar la posibilidad de causar dolor o de provocar inolvidables repugnancias. Qué bobada, no soy ningún violador. Las limitaciones que les impongo a mis deseos, las máscaras que invento para ellos cuando, en la vida real, hago aparecer con artes de ilusionista ciertos métodos que me permiten saciar mi pasión, poseen una providencial sutileza. No soy un ladrón, sólo un ratero. Aunque, quizá, en una isla circular, con mi pequeño Viernes femenino… (y no sería sencillamente cuestión de seguridad, sino que allí me estaría permitido convertirme en un salvaje, aunque, ¿no será que ese círculo es un círculo vicioso, con una palmera en el centro?).
»Dado que sé, de acuerdo con la razón, que el albaricoque del Éufrates[10] sólo es dañino si está enlatado; que el pecado es inseparable de las costumbres cívicas; que todas las higienes tienen sus hienas; y dado que sé, también, que esta misma razón no se opone a la vulgarización de aquello cuyo acceso ella misma prohíbe en otras circunstancias… descartaré ahora todo eso y ascenderé a un plano más elevado.
»¿Qué ocurriría si el camino que conduce a la auténtica felicidad pasara, en efecto, a través de una membrana aún delicada, que no ha tenido tiempo de endurecerse, de enmarañarse, de perder la fragancia y el trémulo resplandor a través del cual podemos penetrar en la estrella palpitante de esa felicidad? Incluso dentro de estas limitaciones, mi proceder está regido por una refinada selectividad; no me atrae la primera colegiala que pasa por mi lado, todo lo contrario —cuán numerosas son las que podemos ver, en cualquier gris calle mañanera, que nos parecen demasiado fornidas, o flacuchas, o que llevan un collar de granos, o gafas—, pues todas las de esos tipos me interesan tan poco, en sentido amoroso, como una vieja conocida de tipo obeso podría interesar a otros. En cualquier caso, e independientemente de esas otras sensaciones especiales, me encuentro a gusto entre los niños en general, así de sencillo; sé que yo sería un padre amantísimo en el sentido corriente de la palabra, y hasta ahora no he sido capaz de averiguar si esto es un complemento natural de lo otro, o una contradicción demoníaca.
»Llegados a este punto quiero invocar esa ley de la gradación que he repudiado en donde me parecía ofensiva: he tratado a menudo de sorprenderme a mí mismo en la transición de un tipo de ternura al otro, del simple al especial, y me gustaría muchísimo saber si son mutuamente exclusivos, si, a fin de cuentas, deben ser adscritos a géneros diferentes, o si hay uno de ellos que, nacido en la noche de Walpurgis de mi tenebrosa alma, es una extraña floración del otro; pues, si fuesen dos entes distintos, tendría que haber dos clases distintas de belleza, y el sentido estético, invitado a la mesa, se derrumbaría estrepitosamente entre dos sillas (pues tal es el destino de todo dualismo). Por otro lado, el viaje de vuelta, de la ternura especial a la simple, me parece bastante más fácil de entender: aquella, por así decirlo, se le resta a esta en el mismo momento en que queda saciada, lo cual parece indicar que la suma de sensaciones es efectivamente homogénea, suponiendo que puedan aplicarse aquí las reglas de la aritmética. Es una cosa extraña, muy extraña, y lo más extrañísimo de todo es, quizá, que, con el pretexto de analizar ciertos fenómenos notables, esté tratando simplemente de encontrar alguna justificación para mi culpa».
Así, más o menos, se agitaban sus pensamientos. Tenía la fortuna de ejercer una profesión refinada, precisa, y bastante lucrativa, que le servía para refrescarle las ideas, satisfacer su sentido del tacto, y alimentar su vista con un punto resplandeciente rodeado de terciopelo negro. Entraban ahí las cifras, y los colores, y sistemas enteros de cristalización. De vez en cuando su imaginación quedaba encadenada durante varios meses, y la cadena sólo tintineaba en alguna que otra ocasión aislada. Además, tras haber, a sus cuarenta años, decidido que ya se había atormentado sobradamente con esta infructuosa inmolación de sí mismo, sabía por fin regular sus anhelos y se había resignado, con notable hipocresía, a la idea de que sólo una afortunadísima combinación de circunstancias, una mano echada de improviso por el destino, podía llegar a producir algo que tuviese un parecido, aunque sólo fuera fugaz, con lo imposible.
Su memoria atesoraba aquellos pocos momentos con melancólica gratitud (eran, al fin y al cabo, un regalo) y melancólica ironía (le había, al fin y al cabo, tomado el pelo a la vida). Así, durante sus viejos tiempos de alumno de la politécnica, mientras ayudaba a la hermana pequeña de un compañero de curso —una cría somnolienta y pálida de ojos aterciopelados y un par de negras trenzas— a empollar geometría, no la había rozado ni una sola vez, pero la misma proximidad de su vestido de lana bastó para que las líneas trazadas sobre el papel temblaran y se borraban, para que todo se desplazara, avanzando a un trote corto, tenso y clandestino, hacia otra dimensión, aunque luego volvieran a presentarse la dura silla, la lámpara, la colegiala que garabateaba apresuradamente. Sus otros momentos afortunados habían pertenecido a este mismo género lacónico: una cría nerviosa con un mechón de cabello caído sobre un ojo, en un despacho forrado de cuero en donde él esperaba el momento de ser recibido por su padre (ese martilleo en su pecho: «¿Tienes cosquillas?»); o aquella otra, la de hombros color jengibre, que le mostró, en un rincón apartado de un patio bañado de sol, una lechuga negra que estaba a punto de devorar a un conejo verde. Todos estos habían sido momentos lastimosos, apresurados, separados por años de expediciones y búsquedas, y hubiera no obstante pagado cualquier cosa por uno solo de ellos (intermediarios abstenerse).
Al recordar tan extremas rarezas, todas aquellas diminutas amantes que había tenido y que jamás llegaron a enterarse de la presencia del íncubo, se maravillaba también cuando comprobaba hasta qué punto había permanecido él misteriosamente ignorante de su posterior destino; sin embargo, cuantísimas veces, en un hirsuto césped, en un vulgar autobús urbano, o en una playa utilizable solamente como alimento de algún reloj de arena, se había sentido traicionado por una inexorable y precipitada elección, o bien había visto cómo el azar se burlaba de sus súplicas provocando una descuidada serie de acontecimientos que interrumpía el goce de sus ojos.
Flaco, de labios secos, con una incipiente calvicie y ojos siempre vigilantes, se sentó ahora en un banco de un parque. El mes de julio abolió las nubes, y al cabo de un minuto él se puso el sombrero que hasta entonces sostenía en sus blancas manos de delgados dedos. La araña hace una pausa, la pulsación se detiene.
A su izquierda estaba sentada una anciana, morena y enlutada, de frente enrojecida; a su derecha, una mujer de lacio pelo de un rubio deslucido se encontraba muy atareada con su labor de calceta. Mecánicamente, mientras su mirada seguía el revoloteo de los niños en el colorido reverbero, y pensaba de paso en otras cosas —el trabajo que le ocupaba en ese momento, la forma atractiva de su nuevo calzado—, vio por casualidad, junto al tacón de uno de sus zapatos, una gran moneda de níquel cuyo relieve estaba parcialmente borrado por el roce con la gravilla. La recogió. La mostachuda mujer de su izquierda no respondió a su lógica pregunta; la incolora de su derecha dijo:
Guárdesela. En días impares trae suerte.
¿Por qué solamente en días impares?
Eso dice la gente en mi tierra, en…
Nombró un pueblo en el que él había admirado antaño la ornamentada arquitectura de una diminuta iglesia negra.
—Vivimos al otro lado del río. Hay muchos huertos en toda la ladera, es un sitio encantador, sin polvo ni ruido…
Una charlatana, pensó él; parece que tendré que irme.
Y en este momento se alza el telón.
Una niña de doce años (sus cálculos jamás fallaban), vestida de violeta, caminaba rápida y firmemente sobre unos patines que, más que deslizarse por la gravilla, la machacaban a medida que ella iba alzándolos y dejándolos caer con pasitos japoneses, que la dirigían hacia su banco a través del variable azar del sol. Subsecuentemente (y hasta el final de todo lo que siguió), le pareció que desde el principio, a partir de aquel momento mismo, había sabido valorar a la niña de pies a cabeza: la viveza de sus rizos rojizos (recientemente cortados); el brillo de sus grandes y ligeramente vacuos ojos, que, sin saber por qué, le recordaron la piel translúcida de la grosella; su tez alegre y cálida; sus labios rosados, ligeramente entreabiertos, por donde asomaban un par de grandes incisivos apoyados apenas en la protuberancia del labio inferior; el color veraniego de sus brazos desnudos, con brillante vello rojizo en los antebrazos; la apenas insinuada blandura de su todavía estrecho pero ya no completamente plano pecho; la oscilación de los pliegues de su falda con sus concavidades sucintas y suaves; la delgadez y el brillo de sus desaseadas piernas; las toscas correas de los patines.
La niña se detuvo delante de su gárrula vecina, que se giró para revolver en el interior de algo que tenía a la derecha, y sacó luego una rebanada de pan con un pedazo de chocolate encima, y se lo dio a la niña. Esta, mientras masticaba rápidamente, utilizó la mano que le quedaba libre para desabrocharse las correas y desprenderse de toda la pesada masa de suelas de acero y salidas ruedas. Luego, volviendo a la tierra en la que habitamos todos, se enderezó con una instantánea sensación de celestial descalzamiento, no reconocible inmediatamente como producto de la ausencia de los patines bajo los zapatos, y se fue, caminando a pasos alternativamente vacilantes y decididos, hasta que al final (debido probablemente a que se había terminado el pan), salió corriendo a toda velocidad, balanceando sus liberados brazos, apareciendo y desapareciendo de su vista, confundida con un fraternal juego de luces bajo el violeta y verde de los árboles.
Su hija —observó él insensatamente— ya es toda una moza.
Oh, no… No somos parientes —dijo la calcetera—. No tengo hijos, y no lo lamento.
La anciana de luto rompió a sollozar, y se fue. La calcetera la miró y siguió tejiendo intermitentemente, con veloces movimientos relampagueantes, y arreglando a veces la cola que arrastraba su feto de lana. ¿Valía la pena seguir la conversación?
Las chapas del talón de los patines relucían al pie del banco, y las morenas correas le miraban a los ojos. Esa mirada era la mirada de la vida. Su desesperación se había redoblado. Añadido a todas sus antiguas pero todavía vivísimas desesperaciones, un nuevo y especial monstruo se había presentado ahora… No, no debía quedarse. Inclinó su sombrero («Hasta luego», respondió en tono amistoso la calcetera) y cruzó la plaza. Aunque sabía que había actuado de acuerdo con el instinto de conservación, cierto secreto vendaval seguía empujándole de costado, y su curso, concebido originalmente como una travesía en línea recta, se desvió a la derecha, hacia los árboles. Aunque sabía por experiencia que una nueva ojeada no haría más que exacerbar sus imposibles ansias, completó su giro hacia la sombra iridiscente, buscando furtivamente con la mirada una mancha violeta entre los demás colores.
En el paseo asfaltado se oía el ensordecedor estruendo de los patines. Un grupo jugaba en el bordillo a la pata coja. Y allí, esperando su turno, con un pie extendido hacia un lado, los llameantes brazos cruzados sobre el pecho, inclinada aquella vaporosa cabeza de la que emanaba un vivo fulgor castaño, y desprendiéndose, poco a poco, desprendiéndose de la capa de violeta que se volatilizaba en cenizas bajo la terrible e inadvertida mirada del caballero… Jamás hasta entonces, no obstante, se había visto la causa subordinada de su espantable vida complementada por la principal, y siguió su camino apretando los dientes, sofocando sus exclamaciones y sus gemidos, y luego dirigió una pasajera sonrisa a un crío que apenas si sabía caminar, y que se le había metido entre las dos hojas de tijera que eran sus piernas.
«Sonrisa abstraída —pensó patéticamente—. De todos modos, sólo los seres humanos son capaces de abstraerse».
Cuando amaneció dejó soñolientamente su libro a un lado como si fuese un pez muerto que dobla su aleta, y comenzó de repente a censurarse a sí mismo: por qué, se preguntó, sucumbiste al abatimiento de la desesperación, por qué no intentaste entablar una conversación, y luego trabar amistad con esa calcetera, la mujer del chocolate, institutriz o lo que fuera; e imaginó a un jovial caballero (que, de momento, sólo se le parecía por sus órganos internos) que por este procedimiento —y gracias a esa misma jovialidad—, propiciaba la ocasión de sentar a ay-qué-traviesa-eres en sus rodillas. Sabía que no era una persona muy sociable, pero también que era un hombre de recursos, persistente, y capaz de resultarle simpático a cualquiera; más de una vez, en otros territorios de su vida, había tenido que improvisar un tono o que emplearse tenazmente y a fondo, sin dejarse desanimar por el hecho de que su objetivo inmediato no estuviera, en el mejor de los casos, más que indirectamente relacionado con su meta más remota. Pero cuando la meta te ciega, te asfixia, te abrasa la garganta, cuando la saludable vergüenza y la enfermiza cobardía analizan cada uno de tus pasos…
La niña cruzaba ruidosamente el asfalto en medio de las demás, correctamente inclinada hacia adelante y haciendo oscilar rítmicamente sus relajados brazos, deslizándose veloz y confiada. Trazó con destreza una curva, y el aleteo de la falda le dejó el muslo al desnudo. Luego se le pegó tanto el vestido al cuerpo que llegó a perfilar una pequeña hendidura en su espalda cuando, con un casi imperceptible movimiento ondulatorio de sus pantorrillas, comenzó a patinar lentamente hacia atrás. ¿Era concupiscencia este tormento que experimentaba mientras la estaba consumiendo con los ojos, maravillado por el sonrojo de su cara y la compacta perfección de cada uno de sus movimientos (especialmente cuando, tras quedarse un instante en congelada inmovilidad, la niña se lanzó de nuevo a la carrera impulsada por el veloz vaivén de sus rodillas)? ¿O era más bien la angustia que siempre acompañaba sus desesperadas ansias de extraer alguna cosa de la belleza, de retenerla un instante, de hacer algo con ella, fuera lo que fuese, a condición de que hubiese algún tipo de contacto, de que algo, fuera como fuese, apagara esas ansias? ¿Por qué devanarse los sesos tratando de descifrar este enigma? La niña comenzaría a correr otra vez y desaparecería, y mañana aparecería otra, como un destello, y así transcurriría su vida, en una sucesión de desapariciones.
¿O sería de otro modo? Vio a la misma mujer haciendo calceta en el mismo banco y, tomando nota de la circunstancia, en lugar de una caballerosa sonrisa le dirigió una mirada maliciosa, dejó asomar bajo su labio azulado un brillante colmillo, y se sentó. No duró mucho tiempo su perturbación ni tampoco el temblor de sus manos. Trabaron una conversación que, por sí misma, le produjo a él una extraña satisfacción; se desvaneció el peso que notaba en el pecho, y comenzó a sentirse casi contento. La niña apareció, caminando pesadamente con sus patines sobre la gravilla, igual que el día anterior. Sus ojos gris claro se posaron en los de él durante un momento, a pesar de que quien hablaba no era él sino la calcetera, y, tras haberle aceptado, se volvió despreocupadamente hacia otro lado. Momentos más tarde estaba sentada al lado de él, agarrada al borde del banco con sus manos rosadas de abultados nudillos, y de repente una vena se movió bajo su piel, y luego se formó un profundo hoyuelo junto a su muñeca sin que se movieran sus hombros, encorvados por la posición, mientras sus pupilas dilatadas seguían la pelota que corría por la gravilla. Al igual que el día anterior, su vecina, tendiendo la mano por delante de él, le pasó un bocadillo a la niña, que, mientras comía, estuvo haciendo entrechocar suavemente sus peladas rodillas.
—… su salud, por supuesto; pero, sobre todo, un colegio de los más buenos —estaba diciendo una voz lejana, cuando de repente el caballero notó que la cabeza de rizos castaño rojizos que tenía a su izquierda se había inclinado silenciosamente para aproximarse a su mano.
—Se le han perdido las manecillas del reloj —dijo la niña.
—No —contestó él, carraspeando un poco—. Es así. Se trata de una rareza.
Extendiendo el brazo izquierdo (sostenía el bocadillo con la mano derecha), la niña le cogió la muñeca y examinó la vacía esfera sin centro bajo la cual estaban colocadas las manecillas, de las que sólo asomaban las puntas, apenas un par de gotas negras entre cifras plateadas. Una hoja marchita tembló primero en el pelo de la niña, luego junto a su cuello y cerca de la delicada protuberancia de una vértebra, y durante el posterior insomnio el caballero estuvo apartando de un golpecito el fantasma de esa hoja, cogiéndolo y apartándolo, con dos dedos, con tres, y luego con los cinco.
Al día siguiente, y durante los días posteriores, se sentó en el mismo sitio, haciendo una imitación bastante amateur pero hasta soportable del personaje del solitario: a la hora de siempre, en el lugar de siempre. Todo aquello, la llegada de la niña, su respiración, sus piernas, su cabello, lo que hacía, tanto si se rascaba el mentón y dejaba en él unas marcas blancas, como si lanzaba hacia lo alto una pelotita negra o si le rozaba con el codo desnudo en el momento de sentarse en el banco (mientras él fingía permanecer concentrado en una agradable conversación), le provocaba la insufrible sensación de estar manteniendo con ella una comunión sanguínea, epidérmica, multivascular, como si la monstruosa bisectriz que aspiraba todos los jugos de las profundidades de su ser se extendiese hacia ella, con la palpitación de una línea de puntos, como si esta niña estuviera creciéndole a él, como si, con cada uno de sus despreocupados movimientos, ella tironease y diera fuertes sacudidas a las raíces vitales implantadas en las tripas de su propio ser, de modo que, cuando la niña cambiaba bruscamente de posición o salía corriendo, él notaba un desgarramiento, un bárbaro desgaje, una momentánea pérdida de equilibrio: de repente te encuentras como si estuvieran arrastrándote de espaldas por el suelo, golpeándote la nuca, llevado así a un lugar en donde te van a colgar de tus propias tripas. Y entretanto él iba escuchando, sonriendo, asintiendo tranquilamente con la cabeza, tirando de la pernera del pantalón para liberar la rodilla, haciendo dibujitos en la gravilla con la contera de su bastón, y diciendo «¿En serio?» o «Sí, ya se sabe, son cosas que pasan…», pero enterándose de lo que le decía su vecina solamente cuando la niña no estaba cerca. Gracias a esta parlanchina mujer supo que entre ella y la madre de la niña, una viuda de cuarenta y dos años, existía una amistad que comenzó cinco años atrás (el honor de su propio esposo había sido salvado por el que fuera marido de la viuda); que la pasada primavera, tras una larga enfermedad, la viuda había sido sometida a una importante operación intestinal; que, debido a que había perdido hacía mucho tiempo a todos sus parientes, se había aferrado pronta y tenazmente al ofrecimiento de la pareja, que invitó a la niña a vivir con ellos en su ciudad provinciana; y que ahora ellos habían traído aquí a la pequeña para que viera a su madre, aprovechando la circunstancia de que el esposo de la gárrula señora tenía que atender algún complicado asunto en la capital, pero que pronto llegaría el momento de regresar a casa…, cuanto antes mejor, pues la presencia de la niña no hacía otra cosa que irritar a la viuda, una persona de honestidad a toda prueba, pero que últimamente se mostraba un tanto egoísta.
—Por cierto, ¿verdad que ha mencionado usted que esa dama tiene intención de vender no sé qué muebles?
Esta pregunta (con su continuación) la había preparado el caballero durante la noche, articulándola sotto voce en el silencio ritmado por el tic tac; tras haber logrado convencerse a sí mismo de que sonaba natural, se la repitió al día siguiente a su nueva amiga. Ella contestó afirmativamente y le dijo sin rodeos que no sería inoportuno que la viuda ganase un poco de dinero; su tratamiento médico era, y seguiría siéndolo, muy caro, sus recursos muy limitados, y, aunque se empeñaba en pagar la manutención de su hija, lo hacía de forma tan esporádica —y nosotros tampoco somos ricos— que, en una palabra, parecía como si la deuda de honor, desde el punto de vista de la viuda, ya estuviera saldada.
—De hecho —prosiguió él sin perder ni un segundo—, a mí me convendría adquirir algunos muebles. ¿Cree usted que sería correcto, que no parecería inadecuado que…?
Se había olvidado del resto de la frase pero improvisó con notable agudeza, pues comenzaba a sentirse a gusto practicando el estilo artificial del todavía incompletamente comprensible y complejo sueño en el que ya estaba tan confusa pero tan firmemente atrapado que, por ejemplo, ya no sabía qué era esto, ni de quién: su pierna o el tentáculo de un pulpo.
Ella pareció encantadísima, y se ofreció a llevarle allí en aquel mismo momento, si le iba bien a él: el apartamento de la viuda, en donde también se alojaban ella y su marido, no estaba lejos, justo al otro lado del puente del ferrocarril eléctrico.
Partieron. La niña caminaba delante, haciendo balancear enérgicamente una bolsa de lona por el extremo de una cuerda, y todo en ella era ya, para los ojos de él, aterradora e insaciablemente familiar: la curva de su estrecha espalda, la elasticidad de los dos pequeños músculos redondos situados más abajo, la forma exacta en que los cuadros de su vestido (el otro, el marrón) se estrechaban cuando ella alzaba un brazo, los delicados tobillos, los talones bastante altos. Era quizá un poco introvertida, más animada de movimientos que de conversación, ni tímida ni atrevida, con un alma que parecía estar siempre sumergida, pero en una humedad radiante. Opalescente en superficie pero translúcida en su más íntimo ser, deben de gustarle los dulces, y los perritos, y los trucos inocentes de los noticiarios cinematográficos. A las niñas de piel cálida y pelo rojizo y labios entreabiertos como ella suele venirles la regla muy pronto, y para ellas eso acostumbra a ser algo más que un juego, algo más que dedicarse a limpiar una cocina de juguete… Y la suya no había sido una infancia muy feliz, sino la de una huérfana de padre; la amabilidad de esta severa mujer no era como un chocolate con leche, sino más bien amargo; un hogar sin caricias, orden estricto, síntomas de fatiga, un favor hecho a una amiga que poco a poco empieza a ser una carga pesada… Y por todo esto, por el fulgor de sus mejillas, los doce pares de finas costillas, el vello de su espalda, su alma menuda, esa voz ligeramente ronca, los patines y el día gris, la secreta idea que debió de cruzar su mente mientras se asomaba al puente para mirar una cosa que le resultaba desconocida… Por todo esto él hubiera dado un saco lleno de rubíes, un balde lleno de sangre, todo lo que le pidieran…
Se encontraron frente al edificio con un hombre sin afeitar y provisto de un maletín, un hombre tan descarado y tan gris como su esposa, de modo que entraron los cuatro a la vez, ruidosamente. El caballero esperaba encontrarse con una mujer enferma, emaciada, sentada en una butaca, pero salió a recibirle una dama alta, pálida y de anchas caderas, con una verruga sin pelo junto a una de las aletas de su bulbosa nariz: una de esas caras acerca de cuyos ojos o labios no consigues, cuando intentas describirlas, decir nada porque cualquier mención de esos rasgos —incluso esta— sería una contradicción involuntaria de su absoluta inexistencia.
En cuanto averiguó que el desconocido era un comprador en potencia le condujo sin perder un instante hacia el comedor, explicándole, mientras caminaba con paso lento y cojeando ligeramente, que no necesitaba un piso de cuatro habitaciones, que en invierno pensaba mudarse a otro de dos, y que le encantaría desembarazarse de aquella mesa extensible, de las sillas sobrantes, del sofá de la salita (que había servido de cama para sus visitas), de una gran étagère, y de un pequeño baúl. Él dijo que le gustaría ver esto último, que resultó estar en la habitación que ocupaba la niña, a la que encontraron tendida en la cama, mirando al techo, acunando al unísono las rodillas, dobladas y entrelazadas por ambos brazos.
—¡Baja de la cama! ¿Se puede saber qué significa esto?
Ocultando apresuradamente la suave piel de su trasero y la diminuta cuña de sus tensas braguitas, la niña rodó al suelo (Ah, ¡cuántas libertades le toleraría yo!, pensó él).
Dijo que compraría el baúl —era un precio ridículo a cambio de haber conseguido el acceso a la casa— y posiblemente alguna otra cosa, pero tenía que decidir cuál o cuáles. Si a ella no le parecía mal, pasaría de nuevo a echar una ojeada dentro de un par de días y haría que se lo llevaran todo de una vez, y esta, por cierto, era su tarjeta.
Cuando le acompañó a la puerta, ella mencionó, sin sonreír (era evidente que no sonreía casi nunca) pero de forma cordial, que su amiga y su hija ya le habían hablado de él, y que el esposo de su amiga estaba incluso un poco celoso.
Faltaría más —dijo este último, asomándose al vestíbulo—. Me encantaría regalarle mi media naranja al primero que se muestre dispuesto a cargar con ella.
Pues vigila —dijo su esposa, saliendo de la misma habitación que él—. ¡Cualquier día podrías arrepentirte de tus palabras!
De acuerdo, será bienvenido el día que usted quiera —dijo la viuda—. Estoy siempre en casa, y quizá le interese la lámpara, o la colección de pipas: son magníficas, y me apena tener que separarme de todo eso, pero así es la vida.
«¿Y ahora qué?», pensó el caballero mientras regresaba a su casa. Hasta este momento había tocado de oído, casi irreflexivamente, siguiendo los dictados de una intuición ciega, como el jugador de ajedrez que penetra y acomete al contrario en cuanto la posición de este parece vacilante o acorralada. Pero ¿y ahora qué? Pasado mañana se llevan a mi pequeña, lo cual descarta toda clase de beneficio directo a partir de mi conocimiento de la madre… Pero regresará, y quizá hasta podría quedarse a vivir definitivamente aquí, y para entonces seré un invitado muy bien recibido… Pero si a esa mujer le queda menos de un año de vida (según los indicios que me han dado), todo se irá al traste… Debo decir que no me parece especialmente decrépita, pero, si se viese obligada a guardar cama, se desmoronarían tanto el escenario como las circunstancias de una amistad potencialmente jovial, y luego, cuando muriese, todo se habría terminado: ¿cómo podría encontrar entonces a su hija, con qué pretexto? No obstante, su instinto le decía que así era como debía proceder: no pensar demasiado, mantener el acoso contra el rincón más débil del tablero.
En consecuencia, a la mañana siguiente se encaminó al parque cargado con una atractiva caja de marrons glacés y violetas de azúcar como regalo de despedida para la niña. Su razón le decía que esto era un tópico de lo más tonto, que había elegido un mal momento para reclamar su atención, aunque quien lo hiciera fuese un excéntrico desinhibido, sobre todo teniendo en cuenta que hasta ahora —acertadamente— apenas si le había hecho caso (hacía tiempo que era un maestro en el arte de disimular relámpagos), se había abstenido de parecerse a uno de esos clásicos viejos pútridos que siempre llevan encima unos caramelos para engatusar a las chiquillas, de modo que a pesar de todo se fue para allí con su regalo, siguiendo un secreto impulso más exacto que la razón.
Pasó una hora entera en el banco, pero no llegaron. Debían de haber partido un día antes de lo previsto. Y a pesar de que un encuentro más con ella no habría en modo alguno aliviado la opresión que había estado acumulándose en su pecho durante la última semana, sufrió la misma mortificación abrasadora que un amante traicionado.
Sin dejar de seguir ignorando la voz de la razón, que le decía que estaba equivocándose otra vez, corrió a casa de la viuda y compró la lámpara. Cuando se fijó en la respiración extrañamente jadeante del caballero la mujer le invitó a sentarse y le ofreció un cigarrillo. Mientras buscaba su encendedor, el caballero tropezó con la caja rectangular y, como el personaje de un libro, dijo:
—Quizás le parezca extraño, ya que hace muy poco tiempo que nos conocemos, pero permítame de todos modos ofrecerle esta fruslería, unos dulces, creo que son bastante buenos. Me sentiría muy honrado si los aceptara.
Ella sonrió por primera vez —en apariencia se sentía más adulada que sorprendida—, y le explicó que le estaban vedadas todas las cosas dulces que ofrecía la vida y que se los daría a su hija.
Oh, creía que ya se habían…
No, mañana por la mañana —continuó la viuda, jugueteando, no sin pesar, con la cinta dorada—. Mi amiga, que la malcría horriblemente, se la ha llevado hoy a una exposición de artesanía.
Suspiró y, remilgadamente, como si fuese un objeto muy frágil, dejó el obsequio en una mesita cercana, mientras su exquisito y encantador invitado le preguntaba qué cosas podía tomar y cuáles no, y escuchaba luego la epopeya de su enfermedad, comentaba las variantes, e interpretaba con notable agudeza las más recientes distorsiones del texto.
A partir de la tercera visita (se dejó caer por allí para comunicarle que el camión de mudanzas no podría pasar antes del viernes) tomó el té con ella y le informó a su vez acerca de sí mismo y de su elegante y límpida profesión. Resultó que tenían un conocido en común, el hermano de un abogado que había muerto el mismo año que el esposo de ella. De forma objetiva y sin remordimientos insinceros la viuda habló de su marido, acerca de quien él ya conocía algunas cosas: fue un bon vivant y un experto en asuntos notariales; se llevaba bien con su esposa, pero había hecho los mayores esfuerzos por permanecer en casa lo menos posible.
El jueves compró el sofá y las dos sillas, y el sábado pasó a recogerla, según lo acordado, para llevarla a dar un tranquilo paseo por el parque. Sin embargo, ella se encontraba muy mal, estaba en la cama con una bolsa de agua caliente, y le habló, a través de la puerta cerrada, con una entonación salmódica. Él le pidió a la tenebrosa vieja que aparecía periódicamente por la casa para cocinar y cuidarla que le informase en tal número de teléfono acerca de cómo había pasado la noche la paciente.
De este modo transcurrieron unas cuantas y ajetreadas semanas más, semanas de susurros, exploraciones, persecuciones, intensas reorganizaciones de aquella otra soledad tan manejable. Ahora avanzaba hacia un objetivo concreto, pues, desde el momento en el que le ofreció los dulces, comprendió de repente cuál era el lejano destino que parecía señalarle silenciosamente cierto extraño dedo sin uña (abocetado en un muro), y dónde se hallaba el verdadero escondrijo de aquella oportunidad tan auténtica como cegadora. El camino era tan escasamente atractivo como carente de dificultades, y la visión de aquella carta semanal a Mamá, escrita con una letra todavía vacilante y retozona, abandonada con descuido inexplicable en un sitio cualquiera, bastó para poner fin a toda clase de dudas.
Pudo averiguar gracias a otras fuentes que la madre había hecho sus comprobaciones acerca de él, con resultados que sólo podían haberle parecido satisfactorios, y entre los que ocupaba un lugar no desdeñable cierta generosa cuenta bancaria. Por el modo en que ella le enseñó, bajando reverencialmente la voz, antiguas y rígidas instantáneas que mostraban, en diversas poses más o menos aduladoras, a una jovencita con zapatos de tacón, rostro redondo y agradable, bello y rotundo pecho, y el cabello peinado hacia atrás desde la misma frente (también estaban las fotos de la boda, en todas las cuales salía el novio, con una expresión siempre felizmente sorprendida y unos ojos rasgados cuya inclinación le resultaba vagamente familiar), dedujo que la viuda estaba volviendo subrepticiamente el deslucido espejo del pasado hacia diversos rincones, en busca de algo que pudiera, aun ahora, conferirle el derecho a reclamar la atención masculina, y debió de decidir que la aguda vista de un tasador de facetas y reflejos sería sin duda capaz de discernir las huellas de sus pasados encantos (que, por cierto, ella había exagerado), unas huellas que resultarían más visibles incluso después de esta retrospectiva de la recién casada.
A la taza de té que le sirvió, echó la viuda un delicado terrón de confidencialidad; y consiguió insuflar tales dosis de romanticismo a sus detalladísimos informes sobre sus diversas indisposiciones que apenas si pudo él resistirse a formularle cierta grosera pregunta; y a veces ella hacía una pausa, aparentemente abstraída en sus pensamientos, y luego reanudaba la conversación con una interrogación tardía, reaccionando así a las palabras cautas, de puntillas, que él había pronunciado.
Él se sentía a la vez compadecido y repelido pero, como comprendía que la materia prima, aparte de su función específica, carecía de todo valor, se limitó a desempeñar tercamente su pesado papel, el cual exigía por lo demás tal concentración, que los aspectos físicos de esta mujer se disolvieron y desaparecieron (si se hubiese cruzado con ella por la calle en otro barrio de la ciudad no la habría reconocido), y su lugar fue ocupado fortuitamente por los protocolarios rasgos afectados de la novia abstracta de las instantáneas, tan conocidos ahora que habían acabado perdiendo todo significado (de modo que, al final, resultó que los patéticos cálculos de la viuda consiguieron su propósito).
El asunto funcionó a las mil maravillas y, una tarde lluviosa de finales de otoño, después de que ella escuchara —impasiblemente, sin ofrecer ni una sola vez sus consejos femeninos— sus vagas quejas acerca de los anhelos de un soltero que contempla con envidia el smoking y el aura neblinosa de la boda de otro, y piensa entonces sin proponérselo en la solitaria tumba que le aguarda al final de su solitario camino, el caballero terminó diciendo que había llegado el momento de llamar a los embaladores. Entretanto, sin embargo, soltó un suspiro y cambió de tema, y, un día después, qué sorpresa no se llevaría ella cuando el silencioso té para dos (él se había acercado un par de veces a la ventana, como si estuviera meditando alguna cosa) fue interrumpido por el potente timbrazo del transportista de muebles. Y así regresaron a casa las dos sillas, el sofá, la lámpara, y el baúl, como cuando, al tratar de resolver un problema de matemáticas, empezamos por dejar cierta cifra al margen para trabajar con mayor libertad, para después volver a insertarla en la matriz de la solución.
—No lo entiende usted. Esto significa solamente que la propiedad de las pertenencias de un matrimonio es compartida. En otras palabras, le ofrezco a la vez lo que esconde la manga y el as de corazones en carne y hueso.
Mientras, los dos obreros que habían devuelto los muebles andaban ruidosamente atareados no lejos de la salita, y ella se retiró castamente a una habitación contigua.
—¿Sabe qué? —dijo ella—. Váyase a casa y duerma largo y tendido.
Él intentó, con una risilla en sus labios, tomarle la mano entre las suyas, pero ella la escondió detrás de su espalda, y repitió resueltamente que todo aquello era absurdo.
Muy bien —replicó él, sacándose del bolsillo un poco de suelto y preparando la propina—. Muy bien, me iré, pero, si decide usted aceptar, tenga la amabilidad de comunicármelo. De lo contrario no se tome ninguna molestia: la libraré para siempre de mi presencia.
Espere un momento. Deje que antes se vayan. Elige usted los momentos más inoportunos para tratar de asuntos como este.
Momentos después, tras haberse dejado caer pesada y remilgadamente en el recién recobrado sofá (mientras él se instalaba a su lado, sentándose encima de su pierna doblada y cogiendo los cordones del zapato que asomaban por debajo), ella añadió:
—Y ahora discutamos racionalmente la cuestión. En primer lugar, amigo mío, como ya sabe, soy una mujer enferma, gravemente enferma. Hace ya un par de años que mi vida ha tenido que estar rodeada de constantes atenciones médicas. La operación que me hicieron el veinticinco de abril fue, casi con absoluta seguridad, la penúltima; dicho en otras palabras, la próxima vez me llevarán directamente del quirófano al cementerio. No, no, nada de quitarle importancia a lo que le estoy diciendo. Demos incluso por supuesto que duro unos cuantos años más, ¿cambiarían mucho las cosas? Estoy condenada a sufrir hasta el día de mi muerte todos los tormentos de una dieta infernal, y tengo toda mi atención centrada en mi estómago y mis nervios. Todo esto me ha estropeado el humor hasta extremos irrecuperables. Hubo tiempos en los que me reía sin parar… Pero siempre me he quejado de todo el mundo, y ahora me quejo de todo: de los objetos materiales, del perro de mis vecinos, de cada minuto de mi existencia, que no me sirve para lo que yo querría. Ya sabe usted que estuve casada siete años. No recuerdo ningún momento que fuese especialmente feliz. Soy una mala madre, pero ya me he aceptado así, y sé que mi muerte se adelantaría si rondase por aquí una niña traviesa, pero al mismo tiempo siento una necia y dolorosa envidia de sus musculosas piernecitas, de su sonrosada tez, de su buena digestión. Soy pobre: sólo puedo dedicar la mitad de mi pensión a la enfermedad; la otra la gasto en deudas. Aun suponiendo que tuviese usted el tipo de carácter y sensibilidad…, oh, en una palabra, los diversos rasgos que podrían hacer de usted el marido que me conviene a mí, ya ve que subrayo «a mí», ¿qué clase de vida le daría una esposa así? Por muy joven que me sienta espiritualmente, y aunque no sea del todo monstruosa a los ojos de los demás, ¿no cree que acabaría hartándose de tener que cuidar permanentemente de una persona tan quisquillosa como yo, de no contradecirla nunca jamás, de respetar sus costumbres y excentricidades, su ayuno, y también todas las demás normas que rigen su vida? Y todo esto, ¿a cambio de qué? ¡Para encontrarse, a lo peor dentro de unos seis meses, viudo y cargando con la hija de otro!
—De todo lo cual deduzco —dijo él— que mi proposición ha sido aceptada.
Y, de una bolsita de chamois, sacó, para depositarla en la palma de su propia mano, una espléndida piedra sin tallar que parecía contener en su interior una llama rosácea cuyos destellos se trasluciesen a través de un molde azulado y vinoso.
La niña llegó dos días antes de la boda, con las mejillas encendidas, un abrigo azul desabrochado con los extremos del cinturón colgándole a la espalda, calcetines negros casi hasta la rodilla, y una boina sobre sus húmedos rizos.
Sí, sí, valía la pena, repetía él mentalmente mientras le cogía la fría y enrojecida mano y escuchaba con una mueca que trataba de aparentar una sonrisa los gañidos de su inevitable acompañante:
—¡Soy yo la que te ha encontrado un prometido, yo fui quien te lo trajo, lo tienes gracias a mí!
Y, a la manera del artillero que hace girar el cañón, intentó conseguir que la inamovible novia se pusiera a dar vueltas con ella.
Valía la pena, sí, por muy prolongado que fuera el tiempo durante el cual tendría que arrastrar aquella pesada y enorme carga por el cenagal del matrimonio; valía la pena aunque ella acabase viviendo más que nadie; valía la pena aunque sólo fuera porque así conseguiría que su propia presencia acabara siendo natural, porque así adquiriría los derechos propios del padrastro.
No obstante, todavía no sabía cual sería el mejor modo de sacarles partido a esos derechos, en parte por falta de práctica, y también porque ya anticipaba la increíblemente mayor libertad posterior, pero sobre todo porque nunca conseguía estar solo con la niña. Era cierto que, con la autorización de la madre, se la llevó a un café cercano y permaneció sentado, con las manos apoyadas en el bastón, viéndola adelantarse en su asiento para penetrar con los dientes hacia el núcleo de albaricoque de un pastelillo con un dibujo a modo de celosía, y proyectando hacia adelante el labio inferior para cazar al vuelo los pegajosos restos de hojaldre. Intentó hacerla reír, y charlar con ella como lo hubiera hecho con una niña cualquiera, pero sus progresos se veían constantemente obstaculizados por una idea obstructora: si el local hubiese estado más vacío y provisto de rincones más íntimos, la hubiera acariciado un poco, sin buscar ningún pretexto especial y sin miedo a las miradas de los desconocidos (más perceptivas que la confiada inocencia de la niña). Cuando regresaba caminando a casa con ella, y también cuando se rezagó un poco al subir la escalera, se sentía atormentado no sólo por la sensación de haber perdido una oportunidad sino también porque pensaba que, hasta que hubiese hecho ciertas cosas específicas al menos una vez, no podría gozar de las promesas que el destino le transmitía a través de la inocente charlatanería de la niña, de los sutiles matices de su infantil sentido común y de sus silencios (esos momentos en los cuales sus dientes, desde debajo del labio oidor, oprimían suavemente el labio pensativo), de la gradual aparición de los hoyuelos cuando escuchaba aquellos viejos chistes que a ella le parecían nuevos, y de las intuitivamente percibidas ondulaciones que se producían en las corrientes subterráneas del objeto de su atención (sin cuya existencia jamás habría podido la niña tener aquellos ojos). De modo que, ¿y si, en el futuro, su propia libertad de acción, su libertad para hacer y repetir ciertas cosas especiales, lograra que todo fuese límpido y armonioso? Mientras tanto, ahora, hoy, una errata de imprenta del deseo distorsionaba el sentido del amor. Esa mancha oscura representaba un tipo de obstáculo que había que aplastar, borrar, lo antes posible —con cualquier clase de felicidad falsificada—, para que la niña pudiese al fin captar la broma, y así podría él encontrar una recompensa: la de poder reírse a gusto con ella, la de poder cuidarla desinteresadamente, la de fundir la ola de paternidad con la ola del amor sexual.
Sí, la falsedad, la furtividad, el temor al más mínimo recelo, queja o inocente delación («Sabes, Madre, cuando estamos solos siempre me acaricia»), la necesidad de estar permanentemente en guardia para no ser presa de algún fortuito cazador en estos superpoblados valles, sí, todo esto era lo que ahora le atormentaba, y lo que dejaría de existir en la libertad de su propio coto. Pero ¿cuándo? ¿Cuándo?, pensaba con desesperación, andando de un extremo a otro de las silenciosas y familiares habitaciones de su piso.
A la mañana siguiente acompañó a su monstruosa prometida a una consulta. Ella tenía que ver al médico, sin duda para formularle ciertas preguntas delicadas, puesto que le dijo al novio que fuera al apartamento de ella y la esperase allí para comer juntos al cabo de una hora. Él había olvidado ya su desesperación nocturna. Sabía que su amiga (cuyo esposo no la había acompañado) también había salido para hacer unos recados, y la anticipación del momento en el que iba a encontrarse a solas con la niña se fundía como cocaína en sus lomos. Pero cuando entró corriendo en el piso se la encontró charlando con la asistenta, rodeada de una rosa de los vientos. Él cogió un periódico (del día treinta y dos) e, incapaz de distinguir las líneas, permaneció largo rato sentado en la salita ya arreglada, escuchando la animada conversación en las pausas que dejaba el aullido del aspirador en la habitación contigua, o contemplando el esmalte de su reloj mientras asesinaba mentalmente a la asistenta y facturaba el cadáver a Borneo. Luego oyó una tercera voz y recordó que la vieja también se encontraba allí, en la cocina (le pareció que mandaba a la niña a la tienda de ultramarinos). Después terminaron los aullidos del aspirador, se cerró estrepitosamente una ventana, y cesó el ruido callejero. Permaneció esperando otro minuto, y luego se puso en pie y, tarareando bajito y lanzando miradas a todos los rincones, comenzó a explorar el piso.
No, no la habían enviado a ningún lugar. Se encontraba junto a la ventana de su habitación, mirando la calle, con las palmas de las manos apoyadas en el cristal.
Ella se volvió y, sacudiendo sus rizos y reanudando ya su observación, le dijo a toda prisa:
—¡Mire… un accidente!
Él se acercó más y más, sintió en la nuca que la puerta se había cerrado sola, fue aproximándose a la ágil concavidad de la columna vertebral de la niña, a los frunces de su cintura, a los cuadros en forma de losange de aquella tela cuya textura ya podía palpar desde dos metros de distancia, a las firmes venas azul pálido que se veían por encima del borde de sus calcetines hasta la rodilla, a la blancura de su nuca, que brillaba a la luz lateral que se colaba bajo sus rizos castaños, los cuales fueron vigorosamente sacudidos otra vez (costumbre en sus siete octavas partes, coqueteo en la restante).
—Ah, un accidente… un taxi-dente… —murmuró él, fingiendo que se asomaba a mirar por el hueco de la ventana que quedaba encima de la coronilla de ella, pero sin ver nada que no fueran los puntitos de caspa que salpicaban el sedoso vértice.
—¡La culpa es del rojo! —exclamó ella con firme convicción.
—Ah, del rojo… Daremos buena cuenta del rojo —continuó él sin pensar lo que decía y, detrás de ella, a punto de desmayarse, aboliendo el centímetro final de la derretida distancia, le cogió las manos y comenzó a, insensatamente, entreabrirlas y tironearlas, mientras ella se limitaba a girar suavemente la delgada muñeca de su mano derecha, intentando, de forma mecánica, señalar con el dedo al culpable.
—Espera —dijo él con la voz ronca—, aprieta los codos contra los costados y veamos si soy capaz, veamos si puedo levantarte.
Justo entonces les llegó desde el vestíbulo un estampido al que siguió el ominoso frufrú de una gabardina, y él dio un paso atrás con torpe brusquedad, se metió las manos en los bolsillos, se aclaró la garganta con un gruñido, y comenzó a decir en voz alta:
—… ¡por fin! Estábamos muriéndonos de hambre…
Y cuando se sentaban a la mesa aún notaba una dolorosa, frustrada y corrosiva debilidad en las pantorrillas.
Después de cenar llegaron unas señoras a tomar café, y, al anochecer, cuando se remansó el oleaje de las invitadas, y la fiel amiga de la viuda tuvo la discreción de irse al cine, la exhausta anfitriona se tendió en el sofá:
—Vete a casa, cariño —le dijo sin alzar los párpados—. Seguro que tienes asuntos que atender, probablemente no has preparado aún el equipaje, y yo tengo ganas de acostarme porque, de lo contrario, mañana seré incapaz de hacer nada.
Emitiendo un breve mugidito que pretendía simular ternura, el caballero le dio un besito en la frente, fría como el queso fresco, y luego dijo:
—Por cierto, no dejo de pensar en la pena que me da esa pobre niña. Quisiera sugerirte que, al final, le permitiéramos quedarse aquí. ¿Por qué tiene la pobrecilla que seguir viviendo con unos desconocidos? Es absolutamente ridículo que siga así ahora que ya vuelve a tener una familia. Piénsalo bien, mi amor.
—Pues sigo empeñada en que se vaya mañana —dijo ella lenta y pesadamente, con un hilillo de voz, sin abrir los ojos.
—Trata de comprenderlo, por favor —prosiguió él bajando el tono de voz, pues la niña, que había cenado en la cocina, parecía haber terminado, y se notaba su leve fulgor, muy cerca—. Trata de entender lo que te digo. Aunque les paguemos todos los gastos, e incluso suponiendo que les paguemos más de la cuenta, ¿crees que lograrán que se sienta mejor que aquí? Lo dudo. Hay en esa ciudad un colegio magnífico, podrías decirme —ella permanecía en silencio—, pero encontraremos aquí otro que sea mejor incluso, aparte de que yo he sido siempre, y lo seguiré siendo, partidario de proporcionarles a los niños una educación particular, en casa. Pero lo principal es… Mira, la gente podría pensar, y hoy mismo ya has podido escuchar una leve insinuación de lo que te digo, que, a pesar del cambio de situación, es decir que ahora que tienes mi apoyo en todo y para todo, y que podemos buscar un piso mayor que este, alguno que nos proporcione una intimidad completa, etcétera, la madre y el padrastro siguen desatendiendo a esa criatura.
Ella no dijo nada.
—Puedes hacer, naturalmente, lo que te plazca —dijo él con nerviosismo, atemorizado por el silencio de ella (había ido demasiado lejos).
Ya te he dicho —dijo ella tan lenta y pesadamente como antes, con una vocecilla ridícula, de mártir— que lo principal para mí es mi propia paz y tranquilidad. Si cualquier cosa la perturbara, moriría… ¿Lo oyes? Ahí la tienes, arrastrando los pies o golpeando no sé qué. ¿Verdad que no era un ruido muy fuerte? Pues ya es suficiente para provocarme un espasmo nervioso y para hacerme ver las estrellas. Los niños son incapaces de caminar sin dar golpes por todas partes; aunque tuviéramos veinticinco habitaciones, las veinticinco serían ruidosas. De manera que tendrás que elegir entre ella o yo.
No, no… ¡No quiero ni oírte decir cosas así! —exclamó él con un nudo de pánico en la garganta—. ¡No se trata en absoluto de elegir…, por lo que más quieras! Se trataba solamente de unas consideraciones teóricas. Tienes razón. Es más, la tienes porque yo mismo soy partidario de la paz y la tranquilidad. ¡Sí! Defenderé el statu quo, y que la gente murmure lo que quiera. Tienes razón, mi amor. Por supuesto, no descarto que quizá más adelante, la próxima primavera…, si te has repuesto del todo…
—Jamás me repondré del todo —contestó ella en voz baja, enderezándose y, con un crujido, rodando pesadamente hasta ponerse de costado. Después apoyó la mejilla en el puño y, diciendo que no con la cabeza y lanzando una mirada oblicua, volvió a repetir la misma frase.
Tras la ceremonia civil y la comida moderadamente festiva del día siguiente, la niña partió después de haber tocado, dos veces y delante de todo el mundo, la afeitada mejilla del novio con sus fríos y no apresurados labios: en una ocasión por encima de la copa de champagne, para felicitarle, y luego junto a la puerta, cuando se despedía. Tras lo cual él llevó sus maletas a la habitación que había pertenecido a la niña, pasó un buen rato arreglando allí sus cosas, y encontró, en el último cajón de una cómoda, un trapito de la niña que le resultó mucho más significativo que aquellos dos besos incompletos.
A juzgar por el tono que aquella persona (le parecía que la palabra «esposa» era desproporcionada) utilizó para recalcar que solía ser mucho más cómodo dormir en habitaciones separadas (cosa que él se abstuvo de discutir) y que por lo que a ella se refería estaba acostumbrada a dormir sola (él se abstuvo de hacer comentarios), no tuvo más remedio que concluir que se esperaba de él que esa misma noche tomase parte activa en la primera violación de aquella costumbre. A medida que la oscuridad iba cerrándose gradualmente al otro lado de la ventana, y que él iba sintiéndose cada vez más necio por estar sentado junto al sofá que ella ocupaba en la salita, por seguir comprimiendo o llevando a su tensa quijada, siempre en silencio, aquella ominosamente dócil mano de dorso lustroso y salpicado de pecas azuladas, fue percibiendo, con mayor claridad que nunca, que había llegado el momento decisivo, que ya no había escapatoria posible de lo que él mismo había previsto desde hacía mucho tiempo, aunque sin dedicarle apenas atención (cuando llegue eso, ya me las arreglaré como sea); este momento estaba ahora llamando a la puerta y era absolutamente claro que él (el pequeño Gulliver) iba a ser incapaz, desde el punto de vista físico, de abordar los anchos huesos, las múltiples cavernas, el abultado terciopelo, los amorfos tobillos, la repulsivamente torcida conformación de la pesada pelvis, por no hablar de las rancias emanaciones de su marchita piel y los aún no vistos milagros de la cirugía…, y aquí se le quedó la imaginación como colgada de un alambre de espino.
Ya en la cena, cuando rechazó vacilando una segunda copa de vino y, luego, al aparentar que cedía a la tentación, le explicó a ella, en prevención de lo que pudiera ocurrir, que en los momentos de júbilo solía padecer variados y diversos dolores angulares. Y así, ahora comenzó a soltarle gradualmente la mano y, fingiendo de forma bastante tosca que tenía pinchazos en las sienes, dijo que saldría a respirar un poco de aire fresco.
Compréndelo —añadió, fijándose en la mirada extrañamente atenta (¿o empezaba quizás a ser víctima de su imaginación?) de aquellos dos ojos y aquella verruga—, compréndelo… La felicidad es para mí una sensación nueva… Y tu misma proximidad… No, jamás me atreví siquiera a soñar que tendría una esposa tan…
—Bien, pero no tardes. Me acuesto temprano, y no me gusta que me despierten —contestó ella, echando a perder su recién estrenada permanente, y aplicando la uña al botón superior de su chaleco; luego le propinó un empujoncito, y él comprendió que no se le autorizaba a declinar la invitación.
Ahora rondaba bajo la estremecedora indigencia de la noche de noviembre, por entre la niebla de unas calles que, desde los tiempos del Diluvio, han quedado inmersas en un estado de humedad permanente. Tratando de distraerse, se concentró en su contabilidad, sus prismas, su profesión, magnificando artificialmente la importancia que todo aquello tenía en su vida, pero enseguida se le disolvían estos pensamientos en el puré flotante, en el febril frío de la noche, en el dolor de las luces ondulantes. Sin embargo, debido precisamente a que cualquier clase de felicidad quedaba descartada por ahora, comenzó a ver otra cosa con la más absoluta claridad. Midió con exactitud la distancia que había recorrido, evaluó la total inestabilidad y espectralidad de sus cálculos, toda esta locura tranquila en la que se había metido, el evidente error de su obsesión, que sólo fluía libre y auténtica en los estrechos confines de la fantasía pero que ahora se había desviado y ya se encontraba lejos de esa otra forma, la única legítima, para embarcarse (con la patética diligencia del chiflado, del tullido, del niño obtuso… ¡Sí, de un momento a otro le regañarían, le darían unos buenos azotes!) en planes y actos que se hallaban situados en otro plano, el de la vida adulta, material. ¡Y aún estaba a tiempo de salir de allí! Huir de inmediato, remitirle luego una carta urgente a esa persona, explicarle en ella que era absolutamente incapaz de toda cohabitación (cualquier razón serviría), que sólo cierto sentimiento de excéntrica compasión (desarrollar este tema) le había conducido a aceptar el compromiso de darle su apoyo, y que ahora, una vez legitimado para siempre tal compromiso (ser más concreto), había decidido retirarse de nuevo a su oscuridad de cuento de hadas.
«Por otro lado —continuó mentalmente, creyendo que seguía desarrollando el mismo y sobrio razonamiento (y sin haberse dado cuenta de que un proscrito ser de pies descalzos se le había colado por la puerta trasera)—, qué sencillo sería todo si mamá muriese mañana mismo. Pero no, no tiene ninguna prisa, le ha hincado los dientes a la vida y resistirá, así colgada, ¿y qué podría yo ganar si se tomase todo el tiempo del mundo para morir, y quien acudiera a su funeral fuese una mírame-y-no-me-toques de dieciséis años, o una desconocida de veinte? Qué sencillo sería todo —reflexionó, haciendo una pausa, muy apropiada, a la luz del escaparate de una farmacia— si tuviera algún veneno a mano… La verdad, no necesitaría una cantidad muy grande. ¡Si una simple taza de chocolate es para ella tan mortal como la estricnina! Pero el envenenador deja la ceniza de su pitillo en el ascensor… Además, seguro que, de pura costumbre, la abrirían de arriba abajo». Y aunque rivalizaran entre sí la razón y la conciencia (incitándole por turnos), para afirmar que, en cualquier caso, aunque encontrase un veneno ilocalizable, no era capaz de cometer un asesinato (a no ser, quizá, que el veneno fuera completa, absolutamente ilocalizable, y aun en ese caso —en esa hipótesis extrema— con el único fin de abreviar los tormentos de una esposa que, de todos modos, ya estaba condenada), dio rienda suelta al desarrollo teórico de cierto imposible plan, mientras su mirada ausente tropezaba con diversos frascos impecablemente empaquetados, y luego con la maqueta de un hígado, con un despliegue panóptico de jaboncillos, con las sonrisas recíprocas y de color espléndidamente coralino de un par de cabezas, masculina y femenina, mirándose con expresión agradecida. Después entrecerró los ojos, carraspeó, y, al cabo de un momento de vacilación, entró en la farmacia.
Cuando regresó a casa el apartamento estaba a oscuras; un rayo de esperanza le dijo que quizá ella ya se hubiese dormido, mas, ay, la puerta de su dormitorio estaba subrayada con precisión de regla por una finísima línea de luz.
«Charlatanes… —pensó con una sombría contorsión—. Habrá que atenerse a la versión original. Le daré las buenas noches a la querida difunta e iré a acostarme». (Pero ¿y mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Y todos los días que vendrán después?).
A mitad, sin embargo, de los discursos de despedida acerca de su jaqueca que pronunció al lado del exuberante cabezal de la cama, las cosas, repentina, inesperada y espontáneamente, dieron un giro muy cerrado y la identidad de aquella persona se desvaneció, de modo que, consumados los hechos, se encontró, considerablemente asombrado, con el cadáver de la milagrosamente derrotada giganta y se quedó mirando la faja de muaré que ocultaba casi completamente su cicatriz.
En la última época ella se había encontrado tolerablemente bien (la única queja que todavía la atormentaba eran los eructos), pero, durante los primeros días de su matrimonio, reaparecieron calladamente los dolores que había conocido el invierno anterior. De forma no exenta de poesía, ella formuló la hipótesis de que el enorme y malhumorado órgano que, por así decirlo, se había adormilado «como un perro viejo» en medio de todos aquellos cuidados incesantes, sentía ahora celos de su corazón, el rival recién llegado que, por otra parte, «no había recibido más que una sola caricia». Sea como fuere, se pasó un mes largo en cama, con el oído muy atento a este alboroto interior, a los intentos de escarbar y a los cautos hociqueos; después se calmó el ambiente, llegó incluso a levantarse de la cama, hojeó las cartas de su primer marido, quemó algunas de ellas, y separó unas cuantas cosillas antiquísimas: un dedal de niña; un monedero de malla que había pertenecido a su madre; otra cosa que era un objeto delgado, dorado, fluido como el tiempo. Cuando llegaron las Navidades se puso enferma otra vez, y la proyectada visita de su hija quedó en nada.
Él se mostraba indefectiblemente atento. Emitió murmullos consoladores y aceptó las torpes caricias con disimulado odio cuando, en una ocasión, trató aquella persona de explicarle, haciendo vanos esfuerzos por sonreír, que no era ella sino este (un dedito señaló su vientre) el responsable de su separación nocturna, y lo dijo de un modo que parecía que estuviese embarazada (una falsa preñez, la preñez de su propia muerte). Siempre ecuánime, siempre controlado, mantuvo él ese tono de calma que adoptó desde el principio, y ella se mostró agradecida por todo, por la anticuada galantería con la que la trataba; por su educado empeño en no apearle el tratamiento, lo cual, según ella, proporcionaba una dimensión de dignidad a la ternura; por su modo de satisfacer sus caprichos; por la nueva radiogramola; por la dócil aquiescencia con la que estuvo él dispuesto a cambiar dos veces las enfermeras contratadas para atenderla las veinticuatro horas del día.
Si se trataba de recados sin importancia, ella le permitía desaparecer de su vista para ir, como muy lejos, a la habitación de la esquina, mientras que, cuando le reclamaban asuntos de negocios, establecían conjuntamente y de antemano la duración exacta de su ausencia y, como su trabajo no le imponía unos horarios fijos, en cada ocasión tenía él que combatir —alegremente, pero con los dientes apretados— para ganar cada pizca de tiempo. Una rabia impotente serpenteaba dentro de él, y se ahogaba entre las cenizas de las malogradas combinaciones que había fantaseado, pero ya estaba harto de sus intentos de precipitar la defunción; la esperanza misma de que se produjera había llegado a vulgarizarse de tal modo que ahora prefería cortejar su antítesis: quizás en primavera se recobraría aquella persona hasta tal punto que le daría permiso para llevar a la niña a la playa durante unos días. Pero ¿cómo podía preparar el terreno? Al principio había imaginado que nada sería más fácil que, con la excusa de un viaje de negocios, pasar por aquella ciudad de la iglesia negra y de los jardines reflejados en el río; pero cuando en una ocasión dijo que, gracias a un golpe de suerte, seguramente podría visitar a la hija de ella en caso de que tuviera que desplazarse a determinado lugar (y nombró una ciudad próxima), tuvo la sensación de que cierta vaga brasa de celos, muy diminuta, casi subconsciente, se avivaba de pronto en los ojos hasta entonces inexistentes de aquella persona. Cambió apresuradamente de tema, y se contentó pensando que también ella parecía haber olvidado rápidamente aquel destello de estúpida intuición, que, por supuesto, no había que atizar en modo alguno.
La regularidad de las fluctuaciones de su salud eran, para él, la encarnación misma de la mecánica de su existencia; esa regularidad se convirtió en la regularidad de la misma vida; por su parte, notó que su trabajo, la precisión de su vista, y la poliédrica transparencia de sus deducciones, habían comenzado a mermar a consecuencia de la constante vacilación de su alma entre la desesperación y la esperanza, del perpetuo ondear de sus deseos insatisfechos, del doloroso peso de su enrollada y almacenada pasión…, de todo el salvaje y entumecedor peso de la existencia que él, y sólo él, había elegido.
A veces, cuando pasaba junto a un grupo de niñas que estaban jugando, alguna de ellas, muy bonita, atraía su mirada; pero lo que sus ojos percibían era el movimiento insensatamente uniforme de una película en cámara lenta, y él mismo se maravillaba de lo insensible y ocupado que estaba, y, sobre todo, de cómo todas las sensaciones reclutadas aquí y allá —melancolía, avidez, ternura, locura— se concentraban ahora en la imagen de ese ser absolutamente único e irreemplazable que antaño corriera ante su mirada mientras el sol y la sombra luchaban por conquistar su vestido. Y a veces, por la noche, cuando todo estaba en silencio —la radiogramola, el agua del baño, las suaves pisadas blancas de la enfermera, ese sempiternamente prolongado ruido (peor que cualquier estrépito) con el que cerraba las puertas suavemente, el cauteloso tintineo de una cucharilla, el clic con el que se cerraba el armarito de las medicinas, los lamentos lejanos y sepulcrales de aquella persona— cuando todo se quedaba por fin quieto, se tendía en posición supina y evocaba la imagen única, entrelazaba a su sonriente víctima con ocho manos, que se transformaban en ocho tentáculos que hacían presa de cada uno de los detalles de su desnudez, hasta que al final se le disolvía en una niebla negra y la perdía en la negrura, y la negrura se extendía por todas partes, y ya no era más que la negrura de la noche en su solitario dormitorio.
La enfermedad pareció agravarse cuando llegó la primavera; hubo una consulta, y fue llevada al hospital. Allí, la víspera de la operación, ella le habló con toda la claridad necesaria, a pesar de sus sufrimientos, acerca de la herencia, del abogado, de lo que tenía que hacer en caso de que mañana… Le hizo jurar dos veces —sí, dos veces— que trataría a la niña como si fuese su propia… Y que cuidaría de que no alimentara ningún tipo de resentimiento contra su difunta madre.
—Quizá esta vez tendríamos que hacerla venir —dijo él, alzando la voz más de lo que pretendía—, ¿no te parece?
Pero ella ya había terminado de darle sus instrucciones, y cerró fuertemente sus ojos en un gesto de dolor; él se quedó un rato junto a la ventana, soltó un suspiro, besó el puño amarillo que reposaba sobre la sábana, y se fue.
A primera hora de la mañana siguiente le telefoneó uno de los médicos del hospital, quien le informó de que la operación acababa de concluir, que había sido en apariencia un éxito total que superaba hasta las mayores esperanzas del cirujano, pero que sería mejor que no fuera a visitarla hasta el otro día.
—Éxito, ¿eh? Total, ¿eh? —murmuró él de forma absurda mientras corría de habitación en habitación—. Pues, fantástico… Tendríamos que felicitarnos… Ahora pasaremos la convalecencia, nos recuperaremos… ¿Se puede saber qué está pasando? —exclamó bruscamente con voz gutural, mientras le propinaba a la puerta del lavabo tamaño empujón que hasta la cristalería del comedor reaccionó con pánico—. Veremos qué pasa —prosiguió, caminando entre atemorizadas sillas—. Sí señor… ¡Ya te daré yo éxito! ¡A mí con éxitos de mierda! —Y se puso a imitar los acentos del destino lacrimógeno—: Divino. Y ahora seguiremos viviendo y prosperando, y casaremos a tu hija, pronto y bien… No importa que sea una chica un poco frágil porque el novio será un tipo vigoroso que entrará a saco en su fragilidad… ¡No! ¡Estoy harto de todo esto! ¡No soporto ni una burla más! ¡También yo tengo voz en el asunto! Voy a… —y de repente su rabia dispersa encontró una inesperada presa.
Se quedó congelado, dejaron de hormiguearle los dedos, puso por un instante los ojos en blanco, y regresó de este breve momento de estupor con una sonrisa:
—Estoy harto —repitió varias veces, pero ahora en un tono diferente, casi propiciatorio.
Obtuvo de inmediato la información necesaria: había a las 12,23 un expreso perfecto que llegaba exactamente a las cuatro de la tarde. La combinación para el regreso no era tan sencilla…, tendría que alquilar un automóvil y partir enseguida; y por la noche ya estaremos de vuelta, los dos, lejos del mundo, y la pobrecilla estará cansada y adormilada, desnúdate ahora mismo, te acunaré y te dormirás, eso es todo, no será más que un abrazo cariñoso, a nadie le gusta que le sentencien a trabajos forzados (aunque, por cierto, mejor sería cumplir ahora una pena de trabajos forzados que vivir un futuro bastardo)…, el silencio, sus clavículas desnudas, los delgados tirantes, los botones en la espalda, el vello sedoso y rojizo entre sus omóplatos, sus somnolientos bostezos, sus calientes axilas, sus piernas, su dulzura; no debo perder la cabeza… aunque, ¿acaso hay algo más natural que traer a casa a mi pequeña hijastra, tomar, al fin y al cabo, esta decisión…, acaso no han rajado a su madre? El más corriente sentido de responsabilidad, el más normal celo paterno, y, además, su propia madre me ha pedido que «cuide de la niña», ¿no? Y mientras que la otra reposa tranquilamente en el hospital, ¿podría —repito—, podría haber nada más natural que traerla aquí, para que mi pequeña no tenga que molestar absolutamente a nadie? Al propio tiempo, así estará cerca, no se sabe nunca, tenemos que estar preparados para esa eventualidad… ¿Dijeron que había sido un éxito? Mejor que mejor, el carácter de estos enfermos suele mejorar cuando comienzan la convalecencia, y si la señora decide que quiere enfurecerse, ya se lo explicaremos nosotros, se lo explicaremos, queríamos hacer lo más apropiado, quizá nos pusimos un poco nerviosos, lo admitimos, pero todo fue con la mejor…
Con jubilosas prisas, cambió las sábanas de su cama (que estaba en el que había sido el cuarto de la niña); arregló sumariamente la habitación; se dio un baño; suspendió una reunión de negocios; despidió a la asistenta; se tomó un rápido tentempié en su restaurante «de soltero»; compró abastecimientos, dátiles, jamón cocido, pan de centeno, nata batida, pasas —¿se le olvidaba alguna cosa?— y, cuando llegó a su casa, se desintegró en múltiples paquetes y comenzó a visualizar el momento en el que ella entraría por aquí y se sentaría allá, con sus rizos y su piel bronceada, enlazaría los delgados brazos desnudos a su espalda para utilizarlos de muelle y saltar otra vez; y en este momento hubo una llamada del hospital en la que se le pedía, después de todo, que pasara un momento; de camino hacia la estación se detuvo allí a regañadientes, y se enteró de que aquella persona había dejado de existir.
Al principio tuvo un ataque de furiosa decepción: aquello significaba que sus planes se habían malogrado, que le habían robado esta noche de cálida y dulce intimidad, y que cuando, tras la recepción del telegrama, llegara la niña, sería sin duda en compañía de aquella bruja y del marido de aquella bruja, y que los dos se quedarían con ellos durante una semana larga. Pero la naturaleza misma de su primera reacción, la fuerza de esta miope avalancha emocional, creó un vacío, ya que no era posible pasar inmediatamente de la vejación que su muerte había traído consigo (ya que produjo un fortuito aplazamiento), al agradecimiento que llegó a sentir luego (por el curso que, en lo fundamental, había adoptado el destino). Entretanto, ese vacío se fue llenando de una alegría preliminar, agrisadamente humana. Sentado en un banco del jardín del hospital, mientras iba calmándose poco a poco, y preparándose para los diversos pasos relativos a la organización del funeral, volvió a contemplar con tristeza de circunstancias lo que acababa de ver con sus propios ojos: la bruñida frente, las translúcidas aletas nasales con la perlada verruga a un lado, el crucifijo de ébano, todo el enjoyamiento de la muerte. Dejó despectivamente a un lado la cirugía y comenzó a pensar en lo soberbio que había sido el período que había vivido aquella persona bajo su tutela, en la circunstancial y auténtica felicidad con la que él le había permitido iluminar los últimos días de su existencia vegetativa, y una vez ahí no hacía falta más que un solo paso para felicitar al destino por la inteligencia que había demostrado con su espléndido comportamiento, o para notar en su sangre el primer y delicioso latido: el lobo solitario se disponía a ponerse el gorro de dormir de la Abuela.
Les esperaba a la hora de comer del día siguiente. El timbre sonó en el momento previsto, pero la amiga de aquella ya difunta persona apareció sola en el umbral (adelantando sus huesudas manos y utilizando la excusa del fuerte resfriado para justificar el incumplimiento de los deberes de la condolencia): ni su esposo ni «la pobrecita huérfana» habían podido ir porque estaban ambos en cama, con gripe. La decepción que él sintió quedó aliviada por la idea de que era mejor así; ¿por qué malograrlo todo? La presencia de la niña en medio de los complicados estorbos del funeral le hubiera resultado tan dolorosa como lo fuera, antes, su llegada para la boda, y sería mucho más sensato dedicar los próximos días a encargarse de todas las formalidades y preparar un salto radical hacia un mundo de seguridad absoluta. Lo único que le irritó fue que la mujer dijera «ambos», que hubiera esa referencia al vínculo de la enfermedad (como si dos pacientes estuvieran compartiendo un lecho común), al vínculo del contagio (quizá aquel tipo tan ordinario tenía por costumbre cuando subía en pos de ella por una escalera empinada, lanzar sus garras contra los desnudos muslos).
Fingiendo encontrarse absolutamente abrumado —que era lo más fácil de todo, como bien saben los asesinos—, permaneció sentado como lo hubiera hecho un aturdido viudo, dejando colgar sus enormes manos, sin mover apenas los labios cuando por fin contestó al consejo que ella le dio, en el sentido de que debía esforzarse por aliviar con lágrimas el estreñimiento del dolor, y la contempló con ojos turbios cuando la mujer se sonó las narices (eran los tres quienes estaban unidos por el resfriado: no sonaba tan mal). Cuando, al tiempo que atacaba distraída pero glotonamente el jamón, ella le dijo cosas como que «Al menos sus sufrimientos no han durado mucho» o «Menos mal que aún no había vuelto en sí», dando apresuradamente por supuesto que el sufrimiento y el sueño eran el destino natural de los humanos, que los gusanos tenían caritas amables, y que la suprema flotación supina era algo que ocurría en una feliz estratosfera, a punto estuvo él de contestarle que la muerte, como tal, siempre había sido y siempre sería una obscena idiota, pero comprendió a tiempo que esto podía hacer que su consoladora abrigara desagradables dudas acerca de su aptitud para impartirle a la niña una educación religiosa y moral.
Hubo poca gente en el funeral (aunque, por motivos inexplicables, se presentó cierto amigo de tiempos remotos, un orfebre, en compañía de su esposa), y más tarde, en el coche que les devolvía a casa, una señora rolliza (que también estuvo en aquella farsa de boda) le dijo, compasiva pero inequívocamente (mientras su inclinada cabeza iba siendo sacudida por el traqueteo del coche), que ahora, por fin, había llegado el momento de hacer algo respecto a la anormal situación de la niña (entretanto, la amiga de su fallecida esposa fingía mirar a la calle por la ventanilla), y que, sin duda, las preocupaciones paternales le proporcionarían el imprescindible consuelo, y una tercera mujer (pariente infinitamente remota de la difunta) intervino a su vez para decir, «¡Y hay que ver lo bonita que es la pequeña! Tendrá que vigilarla usted como un halcón, ya está muy crecida para su edad, y en cuanto pasen otros tres años, los chicos revolotearán a su alrededor como moscas, no sabe la de preocupaciones que le traerá», y él, entretanto, se reía interiormente a carcajadas y flotaba en el lecho de plumas de la felicidad.
El día anterior, en respuesta a un segundo telegrama («Preocupado por tu salud. Besos», en donde este beso escrito en el impreso del telegrama fue sin duda el primer beso de verdad), les había llegado la noticia de que ninguno de los dos tenía ya fiebre, y antes de partir de regreso a su casa, la amiga de nariz todavía goteante le mostró una cajita y le preguntó si podía llevársela a la niña (contenía unas cuantas chucherías maternas procedentes del más remoto y sagrado pasado), tras lo cual ella quiso saber el qué y el cómo de lo que iba a ocurrir ahora. Sólo entonces, hablando de forma extremadamente lenta e inexpresiva, con frecuentes pausas, como si cada una de las sílabas tuviese que vencer la mudez impuesta por el dolor, él le anunció ese qué y ese cómo: después de darle las gracias por el año de cuidados, le informó de que en el plazo de exactamente dos semanas iría a recoger a su hija (esta fue la palabra que empleó) para llevársela al sur y luego, con toda probabilidad, al extranjero.
—Sí, me parece muy adecuado —repuso la otra con alivio (algo matizado, pero a causa solamente, o eso al menos supuso él, de que ella había estado obteniendo unos interesantes beneficios a costa de su pupila)—. Váyase, distráigase, que no hay nada como un viaje para calmar el dolor.
Él necesitaba esas dos semanas para organizar sus negocios de modo que no tuviera que pensar en ellos durante al menos un año; luego, ya vería. Se vio forzado a vender algunos artículos de su colección personal. Y mientras preparaba el equipaje encontró casualmente en su escritorio una moneda con la que había tropezado en cierta ocasión (la cual, por cierto, resultó ser falsa). Sonrió: el talismán había cumplido con su tarea.
Cuando subió al tren, sus señas de pasado mañana seguían pareciendo el perfil de una costa oculta tras una tórrida neblina, un símbolo preliminar del futuro anonimato. Lo único que trató de planear fue el sitio en donde pasarían la noche de camino hacia aquel reverberante Sur; no le pareció en cambio necesario predeterminar sus subsecuentes alojamientos. El lugar no importaba, siempre estaría adornado por un piececillo desnudo; el punto de destino daba lo mismo, con la sola condición de que pudiera esconderse con ella en un vacío azur. Los postes de telégrafos, que le recordaban el puente en el que se apoyan las cuerdas del violín, pasaban volando a su lado con espasmos de música gutural. La palpitación de los tabiques del vagón era como el crujido de unas alas tremendamente abombadas. Viviremos lejos, unas veces en las colinas, otras junto al mar, en un invernadero cálido donde la desnudez salvaje será automáticamente habitual, perfectamente solos (¡nada de criados!), sin ver a nadie, nosotros dos en un eterno cuarto de niños, y de esta manera descargaremos el golpe fatal contra cualquier resto de vergüenza que pudiera quedar. Habrá diversiones constantes, brincos, besos matutinos, peleas en la cama compartida, una única y enorme esponja derramando sus lágrimas en cuatro hombros, chorreando en medio de risas por entre cuatro piernas.
Mientras disfrutaba bajo los concentrados rayos de un sol interior, reflexionó acerca de aquella deliciosa alianza entre la premeditación y el puro azar, acerca de los edénicos descubrimientos que le esperaban a la niña, acerca de lo extraordinarios pero también naturales y familiares que acabarían siendo para ella, vistos de cerca, los graciosos rasgos propios de los cuerpos pertenecientes a sexos distintos, aunque las sutiles distinciones de la pasión más refinadamente complicada no serían para ella, durante una larga época, más que el alfabeto de las más inocentes caricias: sólo la entretendría con imágenes de libros de cuentos (el gigante juguetón, el bosque de las hadas, el saco con su tesoro), y con las divertidas consecuencias que se producirían cuando ella toqueteara con sus dedos ese juguete cuyo truco le resultaría muy pronto conocido, pero nunca tedioso. Estaba convencido de que, mientras prevaleciera la novedad y ella no volviese la vista hacia el exterior, sería fácil, por medio de nombres infantiles y bromas caseras, confirmar la esencial gratuidad de ciertas rarezas, desviar la atención que las niñas normales proyectan hacia ese futuro de comparaciones, generalizaciones y preguntas que podría provocar cierta frase mal oída con anterioridad, o cierto sueño, o su primera menstruación, a fin de preparar una indolora transición desde el mundo de semiabstracciones acerca del cual lo más probable era que ella no tuviera más que cierto pequeño grado de conciencia (cosas como la correcta interpretación del repentino abultamiento autónomo del vientre de una vecina, o la pasión de colegiala que podían haber provocado en ella los rasgos de la jeta de algún cantante de tres al cuarto), desde todo aquello que estuviera más o menos directamente relacionado con el amor adulto, a la realidad de la diversión agradable, en la medida en que el decoro y la moral, ignorantes ambos tanto de lo que estaba ocurriendo como del lugar en donde ocurría, se abstuvieran de visitarles.
Levantar los puentes levadizos sería un sistema eficaz de protección hasta que llegara el momento en el que, desde el mismo foso en flor, una rama robusta y joven alcanzara la altura de la habitación. No obstante, debido precisamente a que en el curso de los primeros dos o tres años la cautiva permanecería ignorante del temporalmente nocivo nexo existente entre el títere con el que jugarían sus manos y los jadeos del titiritero, entre la ciruela con la que jugaría su boca y el éxtasis del lejano ciruelo, tendría que ser especialmente cauto, no permitirle que saliera nunca sola, cambiar frecuentemente de domicilio (lo ideal sería un chaletito rodeado de un jardín ciego), vigilar que no trabara amistad con otros niños ni tuviera ocasión de ponerse a charlar con la verdulera o la asistenta, pues no habría modo de saber qué impúdico elfo podría escapar de los labios de la hechizada inocencia, ni qué monstruo podría llevarse consigo el oído de algún desconocido para someterlo luego al análisis y la discusión de los sabios. Aunque, ¿acaso se le podría hacer algún reproche al hechicero?
Sabía que encontraría en ella suficientes placeres como para no tener que deshechizarla prematuramente, ni que forzarla, con indebidas manifestaciones de arrobamiento, a tomar conciencia de ninguno de sus propios encantos, ni que abrirse paso con excesiva insistencia hacia algún camino sin salida en el curso de su interpretación del paseo monacal. Sabía que no trataría de forzar su virginidad en el más estrecho y rosado sentido del término hasta que la evolución de sus mutuas caricias hubiese dado cierto invisible paso. Aguantaría hasta aquella mañana en la que, sin dejar de reír, comenzara ella a prestar oído a sus propios impulsos y, enmudeciendo de repente, le exigiera que la búsqueda del oculto acorde musical fuese llevada a cabo de forma conjunta.
Mientras iba imaginando los años posteriores, seguía viéndola como una adolescente, pues ese era el postulado carnal. Sin embargo, sorprendiéndose a sí mismo en el acto de mantener esta premisa, comprendió sin dificultades que, incluso si el paso putativo del tiempo suponía una contradicción, por ahora, para ese fundamento permanente de sus sentimientos, el gradual progreso de los sucesivos placeres garantizaría las naturales renovaciones de su pacto con la felicidad, que, además, tenía en cuenta la adaptabilidad de todo amor vivo. A la luz de esta felicidad, fuera cual fuese la edad que ella alcanzara —diecisiete, veinte años—, su imagen actual seguiría transparentándose siempre a través de sus metamorfosis, alimentaría desde ese manantial interno sus estratos translúcidos. Y este mismo proceso le permitiría, sin ninguna pérdida ni mengua, saborear cada nueva inmaculada etapa de las sucesivas transformaciones que ella fuera experimentando. Además, ella misma, esbozada y prolongada en la feminidad adulta, jamás podría volver a disociar, ni en su conciencia ni en su memoria, su propio desarrollo del de su compartido amor, ni sus recuerdos infantiles del recuerdo que tendría de su masculina ternura. En consecuencia, pasado, presente y futuro aparecerían a los ojos de la niña como un único y radiante fulgor emanado, al igual que ella, sólo de él, de su vivíparo amante.
Así vivirían años y años, riendo, leyendo, maravillándose ante las doradas luciérnagas, conversando acerca del florido cerco que sería la prisión del mundo, y él le contaría cuentos, y ella, su pequeña Cordelia, le escucharía, y el mar jadearía no muy lejos bajo la luna… Y de forma extraordinariamente lenta, al principio con toda la sensibilidad de sus labios, y más adelante con todo su fervor, con todo su peso, más al fondo, sólo así —por primera vez— hasta lo más recóndito de tu inflamado corazón, así, abriéndome paso a la fuerza, así, sumergiéndome hasta el final, entre los casi derretidos bordes…
Por alguna razón desconocida, la señora que había estado sentada delante de él se levantó de repente y se fue a otro compartimiento; echó una ojeada al vacío rostro de su reloj de pulsera —ya no faltaba mucho— y poco después ya estaba subiendo una cuesta, junto a un muro blanco coronado de cegadores pedazos de cristal, justo cuando una bandada de golondrinas sobrevolaba su cabeza.
Le recibió en el porche la amiga de aquella persona recientemente fallecida, quien le explicó la presencia de un montón de cenizas y leños chamuscados en un rincón del jardín diciendo que aquella noche se había producido un incendio; a los bomberos les había costado mucho trabajo controlar las llamas, habían tenido que talar un joven manzano, y nadie, por supuesto, había podido dormir. Justo entonces salió ella, con un vestido oscuro de punto (¡con este calor!) ceñido por un reluciente cinturón de cuero, y con una cadenita en el cuello, con negros calcetines largos, la pobre, y en este preciso instante tuvo él la impresión de que ya no era tan bonita como antaño, que al crecer se le había arremangado la nariz y que ya no tenía las piernas tan bien proporcionadas. Sombría, rápidamente, con apenas un leve sentimiento de aguda ternura por su luto, le rodeó los hombros y le besó el cabello.
—¡Podría haber ardido todo! —exclamó ella, alzando su sonrosado rostro luminoso de ojos desorbitados, en los que centelleaban los líquidos reflejos transparentes del sol y el jardín.
Ella aceptó contenta la protección de su brazo cuando entraron en la casa tras los pasos de la parlanchina y vociferante anfitriona, mas la espontaneidad ya se había evaporado, ya estaba él doblando torpemente el brazo (¿o fue el de ella?), y, en el umbral de la sala, en donde resonaba el monólogo que les había precedido, acompañado ahora de aberturas de contraventanas, él liberó su mano y, fingiendo que le daba una caricia distraída (pero en realidad completamente concentrado por un instante en el sabroso y firme tacto, con hoyuelo incluido), le dio un golpecito amable en la cadera —como diciéndole, anda, niña, vete a correr— y luego ya se encontraba sentado, apoyaba su bastón, alzaba el rostro sonriente, buscaba un cenicero, pronunciaba algunas palabras en respuesta a una pregunta, rebosante en todo momento de una exultación salvaje.
Rechazó el té, diciendo que de un momento a otro llegaría el coche que había alquilado en la estación, y en el que ya se encontraba su equipaje (este detalle, como ocurre en los sueños, tuvo para él cierto brillo de significado), y que «pronto estaremos tú y yo en una playa», frase que pronunció casi a voz en grito en dirección hacia la niña que, volviéndose a mitad de un paso, a punto estuvo de tropezar con un taburete, parra al instante recobrar ágilmente el equilibrio, volverse de el todo, y dejarse caer sobre el taburete, que su falda, al posarse, ocultó.
—¿Qué? —preguntó, apartándose el cabello hacia atrás al tiempo que miraba de soslayo a la señora (el taburete ya se había roto una vez).
Él repitió la frase, y ella enarcó alegremente las cejas: no tenía ni idea de que hoy sería así.
Y yo que esperaba —mintió la anfitriona— que se quedase usted a dormir aquí esta noche.
¡No, no! —gritó la niña, precipitándose sobre él por medio de un alegre deslizamiento por el parquet, y luego añadió con inesperada rapidez—: ¿Aprenderé a nadar pronto? Dice una amiga mía que se puede aprender enseguida, que basta con perder el miedo, pero me parece que necesitaré un mes entero para perderlo…
Pero la mujer ya estaba empujándola con el codo, apremiándola a que fuese, con María, a terminar de meter en la maleta las cosas que aún quedaban en la parte izquierda del armario.
—Le confieso que no le envidio —dijo luego la mujer, volviéndose hacia su pupila después de que la niña hubiera salido corriendo—. Últimamente, sobre todo después de la gripe, no para de tener rabietas y de armar alborotos; el otro día estuvo muy descortés conmigo… Es una edad difícil. Me parece que no sería mala idea contratar a alguna mujer joven para que cuidase de ella, ni que, en otoño, le buscase un buen internado católico. Ya habrá podido comprobar que la muerte de su madre no le ha producido ninguna gran conmoción, aunque, claro, lo que pasa es que yo no he podido enterarme de nada, porque se lo guarda todo dentro. Nuestra vida en común ha terminado… Por cierto, todavía le debo a usted… No, no, no quiero ni oír hablar de eso, insisto en que… Oh, él no vuelve del trabajo hasta las siete o así, se va a sentir muy decepcionado… Así es la vida, qué le vamos a hacer. Como mínimo, ella habrá podido encontrar la paz en el Cielo, pobrecilla, y a usted también le veo mejor… Si no hubiera sido por aquel encuentro nuestro… La verdad, me parece que no hubiese sido capaz de seguir cuidando de la hija de otra persona, y los orfanatos, bueno, ya sabe usted a dónde conducen. Por eso yo digo siempre que en esta vida nunca se sabe. ¿Se acuerda de aquel día en el banco…? ¿Se acuerda? Jamás hubiera dicho que ella acabaría casándose otra vez, pero mi intuición femenina ya me dijo que usted iba buscando precisamente esa clase de refugio.
Como por arte de magia, apareció un automóvil detrás del follaje. ¡Adentro! La ya familiar boina negra, el abrigo colgado del brazo, una maleta no muy grande, la ayuda de las rojas manos de María. Ya verás qué cosas te voy a comprar… Ella se empeñó en sentarse al lado del chófer, y él tuvo que consentírselo, ocultando su disgusto. La mujer, a la que no volveremos a ver nunca más, decía adiós agitando con la mano una rama de manzano. María asustaba a las gallinas tratando de conseguir que volvieran a entrar. Nos vamos, nos vamos.
Se sentó bien apoyado en el respaldo y, sosteniendo el bastón —un objeto antiguo y valioso, con grueso puño de coral— entre las piernas, se quedó mirando a través del cristal de separación la boina negra y los contentos hombros. Hacía un tiempo excepcionalmente caluroso para no ser más que junio, y como por la ventanilla se colaba una corriente de calor no tardó mucho en quitarse la corbata y desabrocharse el cuello de la camisa.
Al cabo de una hora la niña se volvió a mirarle (le señalaba alguna cosa que había junto a la carretera pero, aunque él, boquiabierto, se volvió, llegó tarde para verlo; y, por algún motivo, sin ninguna relación lógica con este incidente, pensó de súbito que les separaba, al fin y al cabo, una diferencia de edad de casi treinta años). A las seis pararon para tomar un helado, mientras el charlatán chófer se bebía una cerveza en la mesa vecina, y compartía con su cliente diversas consideraciones.
Y seguimos adelante. Miró el bosque que se iba aproximando en brincos ondulantes de ladera en ladera hasta que se deslizó cuesta abajo, dio un traspiés y cayó al otro lado de la carretera, para quedar allí archivado y almacenado. «¿Y si parásemos un momento aquí? —se preguntó—. Podríamos dar un paseíto. Sentarnos un rato en el musgo, entre setas y mariposas…». Pero no reunió fuerzas suficientes como para decirle al chófer que parase: había un no sé qué de insoportable en la idea de un coche sospechoso detenido y vacío en plena carretera.
Después oscureció e, imperceptiblemente, se encendieron los faros. Se pararon a cenar en la primera tasca de carretera, el filosofastro volvió a despatarrarse junto a ellos, y no pareció prestar tanta atención al bistec y los buñuelos de patata de quien le había contratado como al perfil del cabello que escondía la cara y la exquisita mejilla de la niña… Mi pequeña está cansada y acalorada, por el viaje, y por el buen plato de carne y el sorbo de vino. La noche insomne pasada al fulgor rosado del incendio en la oscuridad se está cobrando su peaje, la servilleta está cayendo poco a poco de la suave hondonada de su falda… Y ahora todo esto es mío… Preguntó si tenían habitaciones libres; no, no las tenían.
A pesar de la creciente lasitud de la niña, esta se negó resueltamente a abandonar el asiento delantero para refugiarse en las íntimas profundidades del automóvil, diciendo que atrás se marearía. Por fin, por fin, unas luces comenzaron a madurar y estallar en mitad del caliente y negro vacío, escogió enseguida un hotel, pagó el atormentador viaje, y todo eso quedó zanjado. Ella estaba medio dormida cuando se apeó del coche se dejó caer en la acera y quedó plantada, aturdida, en la azulada y toscamente granulosa oscuridad, en el caliente olor a quemado, entre los rugidos y palpitaciones de dos, tres, cuatro camiones que se aprovechaban de lo desierta que estaba la calle nocturna para tomar a espantosa velocidad la curva tras la que se ocultaba una gimoteante, empinada y rechinante cuesta.
Un viejo paticorto y macrocéfalo con chaleco desabrochado —perezoso, lentísimo, que se puso a explicar con todo detalle y culpable bonachonería que sólo estaba reemplazando al dueño, que era su hijo mayor, el cual había tenido que salir para atender unos asuntos familiares— estuvo rebuscando largo rato en un cuaderno negro, para finalmente anunciar que no les quedaba ninguna habitación libre con dos camas individuales (se estaba celebrando una exposición de flores, había muchos forasteros), pero que había una con cama de matrimonio «que es prácticamente lo mismo, usted y su hija estarán incluso más…».
—De acuerdo, de acuerdo —le interrumpió el viajero, mientras la confusa niña se mantenía a un lado, parpadeando y tratando de enfocar su languideciente mirada en un gato doble.
Se encaminaron hacia arriba. El botones se acostaba, al parecer, muy temprano, o también había tenido que salir. De modo que el encorvado y refunfuñante enano tuvo que probar varias llaves; y una anciana de rizado pelo gris y pijama azul, con la cara tan bronceada que le había adquirido un tono avellana, emergió del vecino lavabo y dirigió una mirada de admiración hacia aquella cansada y bonita chiquilla que mantenía una dócil pose de tierna víctima, con un vestido oscuro que resaltaba contra el ocre de la pared en la que apoyaba los omóplatos, la cabeza echada ligeramente hacia atrás, y que giraba lentamente primero a un lado y luego a otro, con los párpados nerviosamente agitados, como si estuviera tratando de desenmarañar sus espesísimas pestañas.
—Abra de una vez —dijo irritado el padre de la niña, un caballero de avanzada calvicie, que también era un turista.
—¿Tengo que dormir ahí? —preguntó la niña con indiferencia, y cuando, mientras peleaba todavía con las persianas, que se resistían a cerrar aquellas grietas a modo de ojos, él contestó afirmativamente, ella se limitó a echarle una ojeada a la boina que sostenía en su mano y, sin fuerzas casi, la lanzó sobre la ancha cama.
—Por fin —dijo él después de que el viejo les entrara las maletas y se fuera, y en la habitación no quedaran más que los latidos de su corazón y el lejano palpitar de la noche—. Venga, ya es hora de acostarse.
Tambaleándose de sueño, la niña chocó contra el brazo de una butaca, momento en el cual él, instalándose simultáneamente en ese asiento, la enlazó por la cadera y la atrajo hacia sí. La niña se enderezó, estirándose como un ángel, tensando duramente una fracción de segundo todos y cada uno de sus músculos, dio otro medio paso, y se posó suavemente sobre las rodillas de él.
—Mi cariñito, mi pobrecita niña —dijo él, hablando en cierta suerte de confusa neblina de compasión, ternura y deseo mientras observaba la somnolencia, el aturdimiento, el lento borrarse de su sonrisa, y palpándola a través del oscuro vestido, notando, a través de la delgada lana, el elástico de la liga de la huérfana sobre su piel desnuda, pensando ahora en lo indefensa, abandonada que se encontraba, deleitándose en el animado peso de sus piernas cuando, resbalando hacia los lados, se separaron para después, con una levísima agitación corporal, volver a cruzarse en un nivel ligera mente más elevado. La niña alzó con lentitud su somnoliento brazo, calentito en el interior de la manga, hasta pasárselo por los hombros y envolverle así en la fragancia de castaño de su suave cabello, pero el brazo cayó enseguida, y con la suela de la sandalia la niña empujó la bolsa que estaba junto a la butaca… Al otro lado de la ventana, un sordo retumbar comenzó a acercarse para luego alejarse. Luego, en mitad del silencio, se hizo audible el zumbido de un mosquito, que por alguna razón le trajo a la memoria el efímero recuerdo de cosas infinitamente remotas, cierto día de su infancia en el que se acostó muy tarde, una lámpara que se desvanecía, el cabello de su hermana, que tenía casi la misma edad que él y había muerto hacía mucho, muchísimo tiempo.
—Mi cariñito —repitió, y, apartando un rizo con el hocico, abrazándola mimoso, desordenadamente, saboreó, casi sin ejercer presión, su cálido y sedoso cuello en una zona próxima al frío metal de la cadenita; luego, sosteniéndola por las sienes y haciendo así que sus ojos se rasgasen y entornasen, comenzó a besar sus entreabiertos labios, sus dientes… La niña se secó lentamente la boca con los nudillos cerrados, dejó caer la cabeza sobre el hombro de él, y entre sus párpados no asomaba más que un estrecho lustre de color crepuscular, porque estaba prácticamente dormida.
Sonó una llamada a la puerta. Él se llevó un violento sobresalto (retirando aprisa la mano del cinturón de la niña antes de haber sido capaz de adivinar lo que había que hacer para desabrocharlo).
—Despierta, bájate —le dijo, dándole una sacudida apresurada. Ella abrió de par en par sus ojos vacíos y se dejó caer por encima del montículo de su rodilla.
—Pase —dijo él.
El viejo echó una ojeada furtiva al interior de la habitación y anunció que esperaban al señor abajo, que había venido a verle alguien de la policía.
—¿Policía? —preguntó él con una mueca de perplejidad—. ¿Policía…? Bien, puede retirarse, ahora mismo bajo —añadió sin ponerse en pie. Encendió un cigarrillo, se sonó y volvió a doblar cuidadosamente el pañuelo mientras el humo le hacía parpadear—. Mira —dijo antes de salir—, tu maleta está ahí. Yo mismo la abriré y luego coges lo que te haga falta, te desnudas, y te vas acostando. El baño es la primera puerta saliendo a la izquierda.
«¿Por qué ha venido la policía? —pensó mientras bajaba por la mal iluminada escalera—. ¿Qué pueden querer?».
—¿Qué pasa? —preguntó secamente cuando llegó al vestíbulo y vio a un gendarme que ya mostraba señales de impaciencia, un gigante moreno de mentón pronunciado y ojos de cretino.
—Lo que pasa —se apresuraron a contestarle— es que tendrá que acompañarme usted a la comisaría. No está lejos.
—Tanto si está cerca como si está lejos —dijo, tras una breve pausa, el viajero—, ya son más de las doce y yo estaba a punto de acostarme. Es más, permítame decirle que ponerse a hacer deducciones, sobre todo con tanta precipitación como en este caso, equivale a clamar en el desierto, al menos para un oído como el mío, que no sabe nada de las ideas antecedentes, o, por decirlo de forma más sencilla, que lo lógico puede terminar siendo interpretado como zoológico. Además, este trotamundos, que acaba de llegar, y por primera vez, a su hospitalaria villa, quisiera saber en qué se basan ustedes (quizá se trate de una costumbre local) para elegir un momento como este, en mitad de la noche, para enviar una invitación, invitación que me resulta especialmente inaceptable debido a que no estoy solo sino que he traído conmigo a una niña cansadísima. No, espere, aún no he terminado… ¿Cuándo se ha visto que la justicia empiece por aplicar una ley, y que sólo luego exponga los motivos por los cuales la ha aplicado? ¡Prepárense ustedes, señores, a recibir una reclamación en toda regla, prepárense, porque sé de alguien que va a presentar una queja en toda regla! De momento, ni mi vecino es capaz de ver a través de las paredes, ni mi chófer de escrutar mi alma. En resumen, y esto es quizá lo más importante, tenga la amabilidad de echarle una ojeada a mi documentación.
El a estas alturas aturdido imbécil echó la ojeada, volvió en sí, y comenzó a meterse con el infortunado viejo. Resultó que no sólo había confundido este dos apellidos similares, sino que era incluso incapaz de explicar cuándo y con qué destino había partido el buscado vagabundo.
—Bien, bien —dijo el viajero en tono pacífico, tras haber dado rienda suelta contra su precipitado enemigo a la irritación causada por el incidente, y convencido de su propia invulnerabilidad (gracias al Destino, la niña no había viajado en el asiento de atrás; gracias al Destino, no habían ido a buscar setas bajo el sol de junio; y, por otro lado, aliviado de que las persianas hubiesen estado completamente cerradas).
Tras haber subido a la carrera hasta el rellano, recordó que no había tomado nota del número de su habitación, se detuvo vacilante, escupió la colilla… Ahora, sin embargo, la impaciencia de sus emociones le impidió volver a bajar para pedir la información, que, además, no era necesaria, pues recordó la disposición de las puertas en el pasillo. Encontró la puerta que buscaba, se relamió los labios, agarró la manija, e iba a…
La puerta estaba cerrada; sintió un horrible pinchazo en el fondo del estómago. Si ella se había encerrado por dentro era para impedirle la entrada, era porque sospechaba de él… No hubiese tenido que darle aquellos besos… Seguro que la había asustado, o que la niña había notado algo… O quizá la razón fuese más tonta y más sencilla: seguramente ella había imaginado con su ingenuidad que él se había ido a dormir a otra habitación, ni siquiera se le había pasado por sus pequeñas mientes que iba a dormir en la misma habitación que un desconocido…, sí, todavía un desconocido. De modo que el caballero llamó a la puerta, apenas consciente todavía de la intensidad de su alarma e irritación.
Oyó una brusca carcajada femenina, las repulsivas exclamaciones de los muelles de una cama, y luego el palmoteo de unos pies descalzos.
—¿Quién es? —preguntó una iracunda voz masculina—… ¿Conque se ha equivocado de habitación, eh? Pues la próxima vez no se equivoque. Hay alguien aquí que está trabajando de firme, alguien que está intentando dar lecciones a una joven que aún tiene mucho que aprender, y tiene que venir usted a interrumpirle…
Se oyó otro estallido de carcajadas, algo más alejadas que esta voz.
Una vulgar equivocación, nada más. Siguió avanzando por el pasillo, y de repente comprendió que se había confundido de piso. Volvió sobre sus pasos, dobló una esquina, dirigió una mirada perpleja a un contador que colgaba de la pared, a un lavabo sobre el que goteaba un grifo, a los zapatos marrón que alguien había dejado junto a una puerta, dobló otra esquina… ¡La escalera había desaparecido! La que encontró por fin resultó ser otra: descendió sus peldaños, pero sólo para perderse en unos trasteros débilmente iluminados, con varios baúles, y, en las esquinas, un armarito aquí, un aspirador allí, un taburete roto y el esqueleto de una cama, que se interponía a su paso con aires de fatalidad. Soltó un juramento, sacado de quicio, exasperado por estos obstáculos… Llegó por fin a una puerta y la abrió con un empujón, se dio de cabeza contra un dintel bajo, y, agachándose un poco, salió a un rincón en penumbra del vestíbulo principal, en donde, mientras se rascaba las cerdas de la mejilla, el viejo estaba estudiando su libro negro al tiempo que el gendarme roncaba en un banco, a su lado, exactamente igual que si aquello fuese el cuerpo de guardia. Obtener la información necesaria fue cuestión de un minuto, ligeramente prolongado por las disculpas del viejo.
Entró. Entró, y lo primero que hizo, antes de mirar nada, furtivamente encogido, fue darle dos vueltas al cerrojo. Después vio un calcetín negro con su elástico, tirado debajo del lavamanos. Luego la maleta abierta, su contenido en incipiente desorden, y la punta de una toalla de textura granulosa colgando por el borde tras un tirón incompleto. Y, por fin, el vestido y la ropa interior formando un montón en la butaca, con el cinturón, y el otro calcetín. Sólo entonces se volvió hacia la isla de la cama.
Estaba tendida boca arriba, encima de la no estorbada colcha, con el brazo izquierdo debajo de la cabeza, vestida con un salto de cama cuya parte inferior había quedado abierta —no había conseguido encontrar el camisón— y, a la luz de la pantalla rojiza, a través de la atmósfera borrosa y cargada de la habitación, pudo llegar a vislumbrar la estrecha y cóncava curva de su vientre enmarcado por un par de inocentes y afiladas caderas. Con el estruendo de un cañonazo, un camión ascendió desde el fondo de la noche, algún cristal tintineó en el mármol de la mesilla de noche, y resultó extraño contemplar aquel tranquilo fluir de su hechizado sueño, absolutamente ajeno a todo.
Mañana, naturalmente, empezaremos por el principio, con una progresión meticulosamente medida, pero de momento duermes, estás lejos, no te mezcles con los mayores, así es como debe ser, es mi noche, son mis cosas. Se desnudó, se tendió a la izquierda de la cautiva, la acunó levísimamente, y se quedó congelado, conteniendo cautelosamente la respiración. Bien. La hora que había estado deseando con delirio a lo largo de un cuarto de siglo sonaba por fin, pero era una hora encadenada y hasta enfriada por la nube de su propio arrobamiento. El flujo y reflujo de aquel salto de cama de color claro, mezclado con las revelaciones de su belleza, seguían temblando ante sus ojos, con unas ondulaciones tan complicadas como si lo estuviera viendo todo a través de un cristal tallado. Era sencillamente incapaz de encontrar el punto focal de la felicidad, no sabía por dónde empezar, qué podía tocar, y cómo, sin sacarla del reino de su reposo, a fin de saborear de la forma más plena posible este momento. Bien. Para empezar, avanzando con cautela clínica, se quitó de la muñeca el incoloro ojo del tiempo y, extendiendo el brazo por encima de la cabeza de ella, lo colocó en la mesilla de noche, entre el vaso vacío y una brillante gota de agua.
Bien. Un original inapreciable: muchacha dormida, óleo. El rostro de la niña, inmerso en su suave marco de rizos, aquí dispersos, apretujados allí, con esas pequeñas fisuras en sus resecos labios, y ese pliegue especial en los párpados, justo encima de las apenas unidas pestañas, mostraba una tonalidad levemente rojiza, rosada, en las zonas en donde las encendidas mejillas —cuyo perfil florentino era en sí mismo una sonrisa— llegaban a asomar. Duerme, preciosa mía, no me hagas caso.
Su mirada (la mirada consciente de quien observa una ejecución o se fija en un punto del fondo de un abismo) ya comenzaba a reptar hacia abajo, siguiendo las formas de la niña, y su mano izquierda había empezado a moverse, cuando se llevó un sobresalto, tan brutal como si alguien se hubiera movido en aquel mismo cuarto, al borde de su campo de visión, pues no reconoció inmediatamente el reflejo del espejo del armario (las listas de su pijama formaban un escorzo en la sombra, y había un confuso centelleo en la madera lacada, y algo negro debajo del rosado tobillo de la niña).
Decidiéndose por fin, acarició con suavidad las largas piernas ligeramente separadas, algo pegajosas, que se enfriaban y hacían más ásperas hacia abajo, y gradualmente más cálidas a medida que subía. Recordó, con un furioso sentimiento de triunfo, los patines, el sol, los castaños, todo, mientras seguía dando caricias con las yemas de los dedos, temblando y lanzando miradas de soslayo al rollizo promontorio, con su recién estrenado vello, que, de forma independiente pero con paralelismo familiar, encarnaba un concentrado eco de cierto aspecto de sus labios y mejillas. Un poco más arriba, en la translúcida bifurcación de una vena, trabajaba con tesón el mosquito. Lo apartó celosamente, contribuyendo sin proponérselo a que se cayera un pliegue de la ropa que hacía tiempo que estaba interponiéndose en su camino, y entonces aparecieron aquellos extraños e invisiblemente pequeños pechos, casi se diría que hinchados como sendos abscesos tiernos, y luego quedó al desnudo un delgado e infantil músculo, y a su lado el abierto y lechoso hueco de la axila, con cinco o seis líneas divergentes y sedosamente oscuras, y también fluía allí oblicuamente el dorado riachuelo de la cadenilla (con un crucifijo, probablemente, o algún amuleto), y luego aparecía de nuevo el algodón, la manga de su brazo estirado de manera forzada hacia atrás.
Un nuevo camión pasó violentamente, aullando y haciendo temblar toda la habitación, e interrumpió su minuciosa exploración. Se quedó incómodamente inclinado sobre ella, escrutándola sin querer con su mirada, notando cómo se mezclaba el aroma adolescente de la piel con el del pelo rojizo hasta penetrar en su sangre como una desgarradora comezón. Qué voy a hacer contigo, que voy a…
La niña soltó un suspiro sin despertarse, abrió su cerradísimo ombligo como si fuera un ojo, y luego, lentamente, con un arrullador gemido, exhaló el aire, y bastó esto para que volviera a sumergirse hasta el fondo de su anterior modorra. Extrajo con cuidado la boina negra de debajo del talón de la niña, y volvió a quedarse congelado, latientes las sienes, bombeante el dolor de la excitación. No se atrevió a besar aquellos angulosos pezones, aquellos largos dedos de los pies coronados por uñas amarillentas. Cuando abandonaban cualquiera de esas partes sus ojos volvían siempre a converger en la misma fisura agamuzada, que daba la sensación de estar cobrando vida bajo su mirada prismática. Aún no sabía qué acción emprender, por miedo a perderse alguna cosa, a no aprovechar plenamente la firmeza feérica que poseía el sueño de la niña.
El aire cargado y su propia tensión se le hacían insoportables. Aflojó un poco el cordón del pijama, que se le había estado clavando en la barriga, y un tendón emitió un crujido cuando sus labios rozaron casi incorpóreamente el punto en el que se veía una marca de nacimiento junto a una costilla… Pero se sentía incómodo y acalorado, y la congestión de su sangre le exigía lo imposible. Entonces, dando inicio gradualmente a su hechizo, comenzó a pasar su varita mágica por encima del cuerpo de la niña, casi rozándole la piel, torturado por el atractivo que ella ejercía sobre él, por su visible proximidad, por el fantástico acercamiento que permitía el pesado sueño de esta niña desnuda, a la que, por así decirlo, estaba midiendo con un centímetro mágico…, hasta que ella se movió ligeramente y volvió el rostro hacia el otro lado con un apenas audible y somnoliento chasquido de sus labios. Todo volvió a quedar congelado, y ahora llegó a distinguir entre los rizos oscuros el borde carmesí de la oreja y la palma de la mano liberada, que había dejado olvidada en su posición anterior. Adelante, adelante. Durante ciertos destellos aislados de conciencia, como si estuviera al borde del olvido, tuvo efímeros vislumbres de recuerdos circunstanciales —un puente sobre el veloz paso de unos vagones de ferrocarril, una burbuja de aire en el cristal de alguna ventana, el guardabarro abollado de un coche, una toalla de textura granulosa que había visto en algún lugar hacía no mucho tiempo— y entretanto, con lentitud, respirando atormentadamente, se aproximó centímetro a centímetro y luego, coordinando todos sus movimientos, comenzó a amoldarse a ella, a probar el encaje… Un muelle cedió con aprensión bajo su costado; su codo derecho, crujiendo con cautela, buscó algún apoyo; se le nubló la vista a causa de su secreta concentración… Notó la llama del bien torneando muslo de la niña, notó que no podía contenerse ni un momento más, que ahora ya no importaba nada, y, en el momento en el que la dulzura llegaba al punto de ebullición y se desbordaba entre su propia maraña y la cadera de ella, cuán felizmente se emancipó su vida hasta quedar reducida a la sencillez del paraíso. Y, sin haber tenido apenas tiempo de pensar, «No, te lo ruego, ¡no te apartes!», vio que ella estaba completamente despierta y que miraba horrorizada su encabritada desnudez.
Durante un instante, en el hiato de un síncope, también vio cómo lo entendía ella: una monstruosidad, una espantosa enfermedad, a no ser que ella ya estuviese enterada, o que fueran todas esas cosas a la vez. La niña miraba y chillaba, pero el hechicero no oía aún sus chillidos; estaba ensordecido por su propio horror, de rodillas, cogiendo la colcha, tirando del cordón, tratando de frenar aquello, de ocultarlo, restallando en su espasmo oblicuo, tan insensato como un martilleo musical, descargando insensatamente cera derretida, demasiado tarde para frenarlo o esconderlo. Cómo rodó ella fuera de la cama, cómo se puso ahora a gritar, cómo salió despedida la lámpara con su capucha roja, qué fragor llegó desde el otro lado de la ventana, un fragor que hizo añicos la noche, que la destruyó, que lo demolió todo, todo…
—Calla, no es nada malo, sólo es como un juego, a veces ocurre, pero calla, calla —imploró él, viejo y sudoroso, cubriéndose con un impermeable que había entrevisto de pasada, temblando, poniéndoselo, no acertando el agujero de la manga. Como una de esas niñas de los dramas de la pantalla, ella se escudó tras su afilado codo, se soltó de sus manos sin dejar de chillar insensatamente, y alguien estaba aporreando la pared, exigiendo un silencio imposible. La niña trató de salir de la habitación, no logró abrir la puerta, él no pudo coger nada ni nadie, ella se mostraba cada vez más ligera, tan escurridiza como una inclusera de moradas nalgas, con una cara distorsionada de recién nacida que intentase saltar precipitadamente de la cuna para volver al útero de una madre tempestuosamente resucitada.
—¡A que te hago callar! —gritaba él (dirigiéndose a un espasmo, al punto final de la última gota, a la nada)—. De acuerdo, me iré, te…
Abrió la puerta, cruzó corriendo el umbral, la cerró ensordecedoramente a su espalda, y, escuchando aún los gritos, la llave agarrada en la mano, descalzo y con una mancha fría en el impermeable, se quedó paralizado, comenzó a hundirse gradualmente.
Pero de una habitación cercana habían salido ya un par de mujeres envueltas en sus batas; una de ellas —fornida, como un negro de pelo cano, con pantalones azules de pijama, una mujer que hablaba con la jadeante y espasmódica cadencia de un continente lejano, y que dejaba traslucir su pertenencia a alguna sociedad protectora de animales o a algún club femenino— se había puesto a dar órdenes (¡ahora-mismo, entlassen, et-tout-de-suite!) y, con un certero golpe de su garra en la mano de él, hizo caer la llave al suelo. Durante varios segundos elásticos él y ella trabaron un combate de caderazos, pero en cualquier caso todo había terminado; emergieron cabezas por todos lados, repicó una campana en algún lugar, una voz melodiosa pareció dar por terminado, tras una puerta, el relato de un cuento infantil (el señor Dientes Blancos en la cama, los robustísimos hermanos con sus pequeños rifles rojos), la vieja conquistó la llave, él le propinó un rápido cachete, y, con el cuerpo vibrándole de pies a cabeza, comenzó a bajar corriendo los pegajosos peldaños. Un tipo moreno con barba de chivo, con unos calzoncillos por todo vestido, subía por la escalera; una prostituta canija le seguía los pasos. Se cruzó con ellos sin detenerse. Más abajo apareció un espectro con zapatos de color marrón, y luego el viejo de las piernas estevadas, seguido por el ávido gendarme. Les dejó atrás. Olvidando a su espalda una multitud de brazos sincronizados que se extendían por encima de la barandilla en un ademán de chapoteante invitación, saltó de un brinco a la calle, porque todo había terminado, y era imperativo librarse, por medio de cualquier estratagema, de cualquier espasmo, del ya-innecesario, ya-visto y estúpido mundo, en cuya última página estaba plantada una solitaria farola con un gato oculto en las sombras de su base. Cuando ya comenzaba a interpretar la desnudez de sus pies descalzos como una zambullida en otro elemento, se precipitó hacia el cenizal de la acera, perseguido por los retumbantes pasos de su rezagado corazón. Su desesperada necesidad de un torrente, un precipicio, unas vías de ferrocarril —lo que fuera, pero al instante—, le hizo apelar por última vez a la topografía de su pasado. Y cuando, ante él, un rechinante gemido salió de detrás de la joroba de una esquina, y creció gradualmente hasta alcanzar su plenitud al superar la cuesta, dilató la noche y comenzó a iluminar el descenso con dos óvalos de luz amarillenta, a punto de precipitarse hacia abajo, justo entonces, como si se tratara de una danza, como si el ondear de esa danza le hubiera llevado hasta el centro del escenario, bajo esta creciente, rechinante, megatronadora mole, su pareja de baile en una cracoviana aplastante, este estruendoso monstruo de hierro, este cine instantáneo de desmembramiento: eso es, arrástrame bajo tus ruedas, lacera mi fragilidad; viajo arrollado, contra mi aplastada cara; eh, no me hagas dar tantas vueltas, no me despedaces; me haces trizas, ya basta… Gimnasia en zigzag del relámpago, espectrograma de la fracción de segundo de un rayo; y la película de la vida estalló por fin.