POBRECITA

Clavé la uña en la piel del níspero y lo pelé. El jugo goteó y resbaló desde las puntas de mis dedos hasta la palma de mi mano, y luego se me deslizó por la parte interna del brazo. Miré disimuladamente a Nakazawa, que se estaba cortando las uñas de los pies, clic, clic, con la espalda encorvada, y no me vio.

—El jugo… —dije en voz baja, pero él no oía bien con el oído derecho. El jugo del níspero se detuvo al llegar a la altura del codo, en la cavidad del antebrazo. Intentando que no se cayera al suelo, rodeé a Nakazawa para ponerme a su izquierda y se lo enseñé, diciendo—: Mira.

Él volvió la cabeza bruscamente, echó un breve vistazo al jugo del níspero acumulado en la cavidad del codo y entonces cogió mi brazo y lo giró suavemente. El jugo goteó sobre el tatami.

—Lo has derramado —le dije.

Levanté la vista para mirarlo, y él asintió.

—Chúpalo —me ordenó.

—Pero…

—Chúpalo —repitió al verme dudar—. No te preocupes, tengo la casa limpia —añadió.

Me eché a reír al oír aquella observación, y él me dio un empujón. No fue demasiado brusco, sino más bien delicado, pero me caí al suelo. Mi mejilla fue a parar justo en el lugar donde había goteado el jugo del níspero.

—Cuanto más te lo pienses, más te costará limpiarlo —me advirtió Nakazawa. Entonces me cogió la cara con ambas manos y me arrimó la boca al suelo. Mientras me sujetaba la cabeza, empecé a lamer el jugo del níspero. «Debo de parecer un gato», pensé, pero seguí lamiendo hasta que sólo notaba el sabor del tatami.

—He terminado —dije.

Nakazawa me soltó la cara y me acarició el pelo.

—Así me gusta —dijo. Acto seguido, retomó lo que estaba haciendo y siguió cortándose las uñas ruidosamente, «clic, clic». Con aquel ruido de fondo, chupé el jugo reseco que había resbalado desde la punta de mis dedos hasta el codo, pasando por la palma de la mano, intentando que no quedara ni una gota. El brazo y los dedos se me quedaron pegajosos incluso después de haberlos limpiado con la lengua.

—Nakazawa —lo llamé. Él me miró sin decir nada, parpadeando. Asintió ligeramente y me tocó el brazo.

—Estás pegajosa.

A continuación, sacó la lengua y me lamió la muñeca.

—Yo también quiero nísperos —me pidió.

A pesar de que tenía los dedos regordetes, pelaba los nísperos con mucha habilidad, y se comió cinco casi sin derramar ni una gota de jugo. Escupió los huesos en el plato y se secó las manos con un paño. Entonces se tumbó en el suelo de lado, con la cabeza apoyada en la mano, y se puso a leer un libro. Cuando me levanté para recoger el plato, me agarró bruscamente el tobillo con sus gruesos dedos, sin incorporarse, y me dijo:

—No hace falta que lo recojas. Siéntate ahí.

Señaló un cojín con un golpe de mentón. Me arrodillé en el cojín y estuve quieta unos diez minutos. Mientras tanto, Nakazawa leía. Cambié de postura para estar más cómoda y esperé otros diez minutos, pero él seguía leyendo con una expresión que no sabría decir si era de entusiasmo o todo lo contrario. Cuando hice ademán de levantarme, me dijo sin inmutarse:

—No te levantes.

Me obligó a quedarme sentada sin moverme durante más de una hora.

Nakazawa y yo nos conocimos porque trabajábamos en la misma empresa. Desde entonces nos vemos a menudo.

Siempre me llama cuando menos me lo espero para citarme en una estación de tren poco frecuentada. Yo me arreglo, me dirijo hacia allí y me lo encuentro de pie junto a los torniquetes de la entrada. Él siempre es el primero en verme. Cuando yo lo veo, él ya me ha visto antes. Es como si tirase de un hilo: mi cuello está atado en un extremo, y cuando Nakazawa tira del hilo, me vuelvo hacia él.

Cuando me acerco a él, en su rostro aparece una amplia sonrisa que, justo después, se congela y empieza a derretirse poco a poco. Entonces echa a andar sin decir palabra. Sus pasos son mucho más grandes que los míos, y nunca duda a la hora de escoger una dirección. Cuando le pregunto si suele venir a pasear por el barrio, me responde que es la primera vez. Casi siempre lo es. «¿Por qué hemos quedado en esta estación, entonces?», me gustaría preguntarle, pero sé que no me lo diría. Probablemente se limitaría a responder: «Porque sí». Así que, en vez de preguntárselo, procuro permanecer a su izquierda. Su oído izquierdo es el bueno.

Cuando susurra «Qué bonito es este paisaje tan verde», yo asiento y le doy la razón: «Sí, lo es». Su oído izquierdo absorbe mis palabras. Nakazawa nunca me responde.

Si pasamos junto a un solar lleno de hierba, me propone:

—¿Hacemos el amor aquí?

—No —le digo yo.

—¿Por qué no?

—Porque la hierba pica y duele.

—Pobrecita, qué pena.

De todos modos, Nakazawa casi siempre me hace daño cuando nuestros cuerpos se unen. Aguanto el dolor mientras intento recordar si los demás hombres con los que he estado también me hacían daño. A veces me provoca el dolor con los brazos y las piernas, y otras veces con algún objeto.

Apenas recuerdo cómo era mi vida antes de conocer a Nakazawa porque mi memoria no quiere evocar aquellos recuerdos. Sé que todo era distinto, pero no sabría decir por qué. No lo recuerdo.

—Tú también te lastimarías las rodillas, Nakazawa.

—Podría quedarme de pie.

—¿De verdad quieres hacerlo?

—No lo sé.

Nakazawa y yo caminamos despacio. Cuando un pájaro canta, intentamos adivinar a qué especie pertenece. Cuando nos adelanta un camión grande, nos fijamos en la matrícula para saber de dónde es. A veces caminamos cogidos de la mano. De vez en cuando me adelanto o me quedo un poco rezagada, pero siempre procuro caminar a su izquierda. Paseamos una hora, más o menos. Luego regresamos a la estación y nos despedimos en el andén.

—Toma —me dijo Nakazawa mientras me pasaba una bolsa con una pata de pulpo—. Se puede comer cruda. —En la bolsa de plástico había una pata blanca con enormes ventosas—. Córtala a rodajas finas.

Se sirvió un vaso de sake y se sentó de piernas cruzadas ante la mesa bajita. Cogió uno de los pepinillos del plato de verduras en salmuera que había sacado de la nevera para acompañar el sake.

—Aún tengo trabajo —le dije.

—Pues te espero —me respondió, y siguió bebiendo en silencio.

Estuve trabajando un rato sin prestarle atención, pero me distraje al oír una ambulancia que pasaba por la calle. Entonces levanté la vista y lo vi tumbado frente a la mesita, durmiendo con la cabeza apoyada en el brazo. Parecía que estuviera muerto porque no hacía ningún ruido. Lo llamé, pero ni siquiera parpadeó. Tenía la cara surcada de profundas arrugas. Su piel había perdido el color, y su cuerpo parecía una superficie plana.

—¿Estás durmiendo? —le pregunté, pero no se movió. Me acerqué a él para comprobar si estaba vivo y oí que respiraba—. No estás muerto, ¿verdad?

Sabía que no lo estaba, pero temí que estuviera agonizando y lo llamé otra vez. Sólo con pensar que podía estar al borde de la muerte, los ojos se me llenaron de lágrimas que empezaron a resbalar por mis mejillas, a pesar de que ni siquiera había tenido tiempo de reflexionar sobre el significado de la muerte y sobre cómo me sentiría si él muriera.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Nakazawa, que acababa de abrir los ojos.

—No…, no lo sé —admití mientras me sonaba la nariz ruidosamente.

—Seguro que estabas imaginándote cosas raras.

—No me imaginaba nada.

—Entonces ¿qué te pasa?

—No me imaginaba nada, pero de repente ha sido como si hubiera entendido algo.

—¿Y qué es lo que has entendido?

—Quizá sólo me lo ha parecido porque ya no recuerdo qué era.

—Corta el pulpo, anda —me dijo Nakazawa, mientras me limpiaba las lágrimas con su dedo regordete—. Suénate bien —me dijo, y me ofreció tres pañuelos de papel.

—No puedo cortarlo.

—¿Por qué no?

—Porque las rodajas no me salen tan finas.

—Pues ya lo hago yo.

Las rodajas le salieron bastante gruesas. Quizá yo lo habría hecho mejor. Costaba masticarlas. Mientras comíamos pulpo, fuimos vaciando la botella de sake. Cuando no quedó ni una gota, Nakazawa se durmió de nuevo con la cabeza bajo el brazo. Lo observé sin hacer ruido, temiendo que volviera a parecer un cadáver, pero aquella vez no llegó a perder el color. Intenté reproducir la sensación que me había hecho llorar, pero la repentina revelación de antes se había esfumado sin dejar rastro. «Deben de haber sido imaginaciones mías», susurré mientras apoyaba la cabeza en la barriga de Nakazawa. Estaba blanda y hacía ruidos. Su barriga tenía una conversación mucho más amena que él. El pulpo estaba duro, pero era delicioso. Extendí el futón e hice rodar a Nakazawa para que se tumbara encima. Lo tapé con el edredón y me acurruqué a su lado. Como le daba miedo la oscuridad, dejé una lámpara encendida. En medio de la penumbra, distinguí encima de la mesita la botella de sake vacía y las dos copas, una grande y otra más pequeña.

Nakazawa tiene una extraña sonrisa sardónica y provocadora. Sonríe así cuando me hace daño. Al principio, cuando acabábamos de conocernos, se limitaba a recorrer mi cuerpo despacio, presionándolo ligeramente con sus dedos regordetes, paso a paso, sin llegar a hacerme daño, como si sólo me estuviera tanteando. Más adelante, cuando empecé a darme cuenta de que ya no podía separarme de él, tampoco había empezado a hacerme daño. Supongo que en ese momento aún habríamos podido separarnos. No hay nada imposible en este mundo corrompido. Sólo queremos convencernos a nosotros mismos de que hay cosas que no podemos hacer.

Hasta que un día, sin previo aviso, Nakazawa empezó a hacerme daño.

—He visto algo que parecía una flor —le dije aquel día, si no recuerdo mal.

—¿De qué estás hablando? —se sorprendió él, y me miró con los ojos como platos.

—Digo que he visto un campo de flores.

—¿Quieres decir que lo has pasado muy bien?

—Sí, supongo que sí.

—Es una metáfora muy tópica, ¿no crees?

—Tal vez.

Pero, en realidad, no era ninguna metáfora. Me había llevado a un lugar extraño. Era un sitio misterioso, claro y oscuro, donde crecían las flores y pasaban las nubes, un sitio pequeño que me hacía sentir bien. No había sido una reacción física como consecuencia del placer, los neurotransmisores de mi cerebro habían funcionado a la perfección, o quizá con algunas alteraciones; el caso es que no sólo lo había notado en algunas zonas de mi cuerpo, no: me sentí como si toda yo, entera, hubiera pasado a través de un conducto y hubiera aterrizado en aquel lugar.

—Lo haces muy bien —le dije.

—Qué va.

—¿Tú crees?

—No hay caballo, por bueno que sea, que no tropiece.

—¿No crees que ese dicho está un poco anticuado?

—No, no está anticuado. Es estúpido.

Tumbados en el futón, nos enfrentábamos verbalmente como los cangrejos que echan burbujitas para defenderse. De repente, mientras discutíamos, Nakazawa empezó a hacerme daño.

Siempre me pregunta si me duele. Cuando le digo que sí, se modera un poco.

—¿Todavía te duele?

—No tanto como antes.

Mientras me lo pregunta, sigue haciéndome daño. Yo me aguanto. Antes de conocer el dolor no sabía soportarlo y me dispersaba, pero ahora he aprendido a concentrarme en mí misma.

—¿Por qué me haces daño? —le pregunté un día. Creo que habíamos acabado de hacer el amor y teníamos las piernas entrelazadas.

—Porque me apetece.

—¿Te inventas historias excitantes mientras me haces daño?

Nakazawa reflexionó un rato. Yo también me quedé pensativa.

—No, creo que no.

Yo tampoco. Cuando hago el amor con él, no necesito recurrir a la imaginación. Si lo hiciera, mi compañero podría ser otro, cualquier otro. Eso no significa que Nakazawa sea el único, pero si no mantengo relaciones con él, me aburro. La cosa pierde gran parte de su interés.

—Entonces ¿por qué me haces daño?

—No lo sé.

—Me gusta que me hagas daño.

—¿En serio?

—Sí. ¿Quieres que yo también te lo haga?

—A lo mejor algún día me gustaría.

—Pues te haré daño. Cuando tú quieras.

Me acosté a la izquierda de Nakazawa, que se quedó dormido bajo la luz de la pequeña lámpara mientras yo le repetía sin cesar: «Te haré daño».

«¿Por qué me gusta que me haga daño si el dolor me hace sufrir? —me pregunté—. Quizá dejo volar la imaginación y finjo lo contrario, quizá creo que no me invento historias pero sí lo hago. Quizá obtengo placer con cosas que no deberían dármelo, o me dejo llevar por un fugaz sentimiento de superioridad». Ninguna de esas respuestas me parecía lo bastante satisfactoria, pero mientras reflexionaba me entró sueño y me quedé dormida acurrucada junto a él.

Me ató para que no pudiera moverme ni un ápice.

Me hizo más daño que de costumbre.

Me había atado tan fuerte que ni siquiera podía dar rienda suelta a la imaginación. Sólo había dolor. Nakazawa me miraba desde arriba con la misma expresión extraña de siempre. Cuando yo desviaba la vista, me decía:

—Mírame.

Me volví de nuevo hacia él, sin mirarlo directamente a los ojos, pensando que quizá habría preferido que le hubiera respondido. Me habría gustado preguntárselo, pero no lo hice. A lo mejor me habría respondido porque es muy educado, pero seguro que lo habría incomodado.

Me acarició el cuello con ambas manos, como si me estuviera estrangulando. La piel se me calentó poco a poco. Cerré los ojos.

—Abre los ojos —me ordenó.

Sin dejar de acariciarme el cuello, Nakazawa me rozó los pechos con los labios. Solté un gemido involuntario.

—Cállate —me dijo.

Como insistía en acariciarme los pechos con los labios, yo no podía evitar gemir. Me sorprendió no poder controlar mi voz, aunque quizá habría podido, pero no lo hacía porque, en el fondo, quería que me regañara, y él lo sabía. No me cabía ninguna duda.

—¡Silencio!

Nakazawa me mandó callar en un tono imperativo, tal y como yo deseaba. Sus movimientos eran cada vez más rápidos, y mis pensamientos se interrumpieron. Sólo tuve que tomar la decisión y, simplemente, dejé de pensar. Pero en cuanto bajaba la guardia, los pensamientos aparecían de nuevo. Sabía que a Nakazawa le ocurría lo mismo que a mí. Tan pronto como se distraía, empezaba a moverse más despacio y su mirada se perdía. Sus movimientos denotaban cierta vacilación, no eran tan enérgicos como habían sido hasta entonces.

—Me haces daño —protesté, con una voz dulce y débil.

—¿Te hago daño? —me preguntó él, encima de mí.

—Sí.

Nakazawa me cubre con su cuerpo, me hace temblar, se interrumpe, me da la vuelta, me libera. En algunos momentos quiero pensar, pero no puedo. Aunque siempre he creído que no hay nada imposible, a veces hay cosas que no puedo hacer. Cuando quiero que algo sea imposible, me acerco hasta el límite de la imposibilidad hasta casi alcanzarla.

Hice una mueca de sumisión. Nakazawa se moderó un poco y me miró fijamente.

—Abre los ojos —me ordenó por enésima vez.

—Sí —le respondí con un hilo de voz, obedeciéndolo.

Su cara estaba justo encima de la mía. Seguía moviéndose enérgicamente, pero noté un punto de indecisión en su cuerpo. Yo no podía vacilar. Aunque estuviera atada e inmovilizada, dentro de mí reinaba una frenética agitación. Nakazawa empezó a besarme la cara y a acariciarme lentamente las mejillas con sus gruesos dedos.

Grité, aunque sabía que no me lo permitía. No me importaba que me regañara.

—¡Nakazawa! —exclamé.

Había un deje de tristeza en mi voz. Él me miró desde arriba.

—Sí —asintió mientras me acariciaba la frente—. Eres un encanto.

Todo mi cuerpo estaba dolorido. Sólo sentía dolor. Me preguntaba por qué Nakazawa me hacía daño, pero no podía enfadarme aunque quisiera. Por eso mi voz sonaba tan triste.

—Pobrecita —dijo él, mirándome. Dicho esto, superó aquellos breves instantes de vacilación y empezó otra vez a moverse sin piedad. Cuando todo hubo terminado, dijo de nuevo—: Pobrecita.

—¿Por qué te compadeces de mí?

—Todos somos dignos de compasión.

Parecía otra vez que estuviera muerto, como aquel día. Por fin me había desatado. Yo también debía de tener un aspecto cadavérico. Sin embargo, ambos estábamos vivos. Los pensamientos me habían invadido de nuevo, y me preguntaba por qué le permitía que me hiciera daño y por qué él disfrutaba provocándome dolor. En cambio, los cadáveres no piensan.

—Nakazawa.

No me respondió. Se había quedado dormido. Lo abracé con todas mis fuerzas y él hizo un ruido que sonó como un largo suspiro. Lo abracé de nuevo y se le escapó un pedo.

—Me has hecho daño —le susurré al oído.

—Ya, yo también —me respondió en sueños, con sinceridad. Me acurruqué entre sus brazos. Al principio mi cuerpo estaba tenso, pero pronto me relajé. «El dolor me relaja», pensé mientras me dejaba vencer por el sueño.

Caminaba despacio por el margen del camino de piedra. En cuanto perdía el equilibrio, Nakazawa me daba la mano. Habíamos montado en la noria, que nos había llevado muy arriba. En el cielo sólo había algunas nubecitas que parecían pintadas. Habíamos estado contemplando la muchedumbre desde el punto más alto del círculo.

—Me apetece un estofado —había dicho Nakazawa.

—¿Con este calor?

—Sí, con una copita de sake.

—¿Ni siquiera aquí arriba puedes dejar de pensar en beber?

—Es que las alturas me dan sed.

—Entonces cuando bajemos ya no te apetecerá.

Pero mientras bajábamos, Nakazawa había seguido riendo y hablando sin parar de estofados, salchichas, sake y cerveza.

—No sabía que te gustaran los parques de atracciones, Nakazawa.

—Me parecen lugares llenos de felicidad.

—Hay gente que dice que son tristes.

—¿Por qué a alguien puede parecerle triste un parque de atracciones?

—Quizá porque hay mucha gente, porque se oye música de feria y porque cuando oscurece encienden las lucecitas.

—Eso no es triste.

—¿Te apetece una cerveza?

—¿Vas a empezar a beber a plena luz del día? ¡Hay que ver! —se burló Nakazawa. A pesar de todo, compró dos latas de cerveza grandes. También pidió una salchicha, un estofado y unas palomitas. Montamos en el tiovivo y en la montaña rusa, y entramos en la casa encantada. En el puesto de tiro ganamos tres ranas de peluche, y luego fuimos a comer fideos fritos.

Al anochecer, cuando el parque se iluminó, dimos otra vuelta en el tiovivo. En vez de montar cada uno en un caballo distinto, nos sentamos juntos en una especie de carroza, los dos mirando hacia delante. Cuando la plataforma empezó a girar, la carroza se deslizó suavemente y una ligera fuerza centrífuga hizo que nos inclináramos hacia la parte exterior. Uno de los dos, no recuerdo quién, tomó la mano del otro. Yo estaba sentada a su izquierda, como de costumbre.

—Nakazawa —lo llamé, y él me miró.

—Dime. ¿Qué pasa?

—Nakazawa… —No sabía qué quería decirle. Él tenía la boca entreabierta—. Los parques de atracciones me hacen feliz —le dije, cuando por fin se me ocurrió algo.

—¿Lo ves? Yo siempre lo digo.

—Pues a mí me suena un poco rara esa frase.

—Para mí, un parque de atracciones es como un señor mayor con la cabeza muy grande que toca muy bien la flauta, y no me suena nada raro.

—¿Un señor mayor?

—Sí, un viejo.

—Nakazawa…

—Estamos a punto de frenar.

El carrusel empezó a detenerse poco a poco.

Era incapaz de recordar los momentos que habíamos compartido hasta entonces. Me daba la sensación de que todo a mi alrededor era blanco, de que el cielo y la tierra habían desaparecido y Nakazawa, que estaba a mi lado, estaba a punto de salir volando. Como si se hubiera reunido con el señor que tocaba la flauta y quisieran irse de allí. Lo abracé tan fuerte que apenas podía caminar. Tenía miedo, y no pensaba soltarlo. Pobrecita. «Todos somos dignos de compasión», dije, repitiendo sus palabras. Aunque hubiera oscurecido, el parque de atracciones siempre estaba iluminado.