—Un día un enorme pavo real se montó encima de mí —dijo Hashiba, animándose de repente—. Te aseguro que lo recuerdo como si fuera ayer.
—¿Un pavo real? —repetí extrañada, y él asintió.
—Todos los veranos pasábamos unos días en casa de mi tía de Nakata. Fue allí donde me pasó.
Su tía vivía en una vieja granja donde toda la familia se reunía para celebrar el festival de Obon. Encendían las hogueras para recibir a los espíritus de los antepasados, llenaban una cesta de berenjenas y pepinos según la tradición y hacían ofrendas de fruta y dulces de colores chillones al altar budista. Dentro de la cocina llena de vapor se oían los golpes constantes del cuchillo contra la tabla de cortar que utilizaban su madre, su abuela y sus tías. Colocaban los cuencos y los platos en bandejas de madera que llevaban de la cocina al comedor. Como había tanta gente, tenían que hacer varios viajes.
—Cogían las bandejas de madera roja con ambas manos, como si fueran ofrendas, y las llevaban arriba y abajo con sus pasitos cortos, arrastrando los pies —me explicó Hashiba poco a poco, mirando hacia arriba.
Cuando era pequeño, arrodillado en un rincón del pasillo, observaba los pies blancos y carnosos de su madre y sus tías cada vez que pasaban delante de él. El pasillo medía casi tres metros de largo. En la pared, escondidos en la penumbra, había algunos estantes y armarios bajos atiborrados de platos y cuencos viejos, papeles para tirar y herramientas de campo oxidadas. El intenso aroma de las barritas de incienso se mezclaba con el olor de la soja y la comida frita. Durante el festival de Obon, nadie dejaba que se apagara el incienso.
Cuando se cansaba de ver pasar los pies de las mujeres, Hashiba se sentaba ante el altar y hojeaba el libro de antepasados de la familia, tocaba el mokugyo, un instrumento de madera en forma de pez, o hacía sonar la campanilla. Luego se sentaba en el cojín donde había estado el monje que había venido a recitar sutras durante el día y lo imitaba diciendo palabras sin sentido. Al poco rato, lo llamaban y se sentaba delante de su plato. El sake circulaba en abundancia, las mujeres comían y servían a la vez y las caras de los hombres se enrojecían por culpa del alcohol.
—La comida se alargaba y todo el mundo bebía demasiado. Cuando se hacía de noche, me llevaban a dormir en una habitación del fondo de la casa.
La habitación daba al porche, medía unos seis tatamis y estaba iluminada por una lamparita. Como hacía calor, la puerta corredera del porche estaba abierta de par en par, y la brisa traía el olor a tierra y a césped. Bajo el suelo de madera se oían los chirridos de los grillos.
—Entonces me quedé dormido, pero me desperté de repente porque la parte de arriba del pijama se me había levantado y tenía la sábana doblada hacia atrás.
En ese instante, el pequeño Hashiba se dio cuenta de que tenía un gran bulto encima del pecho que no sabía qué era: desprendía calor, hacía una especie de arrullo y pesaba mucho.
—Oía a la gente cantando y gritando en el comedor, pero todavía estaba medio adormilado. Aquella cosa pesaba muchísimo —prosiguió Hashiba, con cara de regocijo—. Era un pavo real que se había sentado encima de mí, con las alas cerradas y el vientre en mi pecho, arrullando. Era una bestia enorme y parecía estar muy cómoda encima de mí.
Hashiba separó las manos para que me hiciera una idea del tamaño del animal. Tenía las dimensiones de un atún.
—¿Tan grandes son los pavos reales? —exclamé.
Él asintió enérgicamente.
—En realidad, no era un pavo real normal y corriente —precisó.
Cuando Hashiba me cuenta anécdotas, nunca sé distinguir dónde termina la realidad y empieza la ficción. Un día, hace tiempo, me explicó que él y su ex amante habían estado a punto de suicidarse juntos. Al principio me lo tomé en serio, hasta que escuché la continuación de la historia:
—Decidimos que nos suicidaríamos bebiendo, pero ella toleraba muy bien el alcohol. Yo también lo aguanto bastante bien, así que al final ninguno de los dos murió, y al día siguiente teníamos una resaca de campeonato —dijo en un tono muy poco creíble.
—¿Cómo vas a morir bebiendo sake? —exclamé.
—Es que tú te lo tomas todo demasiado en serio, Tokiko —me reprochó.
—No pensabais suicidaros, sólo os emborrachasteis —insistí, molesta por aquel comentario.
—No te creas, la vida es más compleja. No te lo tomes todo tan a pecho y vamos a beber.
—Eso es lo que querías desde el principio.
Después de esta conversación, Hashiba y yo acabamos bebiendo sake barato. Como consecuencia natural, yo me emborraché antes que él, que «aguantaba bastante bien el alcohol». Una vez más, la noche terminó sin que pudiera intimar más con Hashiba. No porque yo no quiera, sino porque él no me lo permite. Aunque estemos a punto, siempre se escabulle con cualquier excusa.
—¿Qué ruido hacen los pavos reales?
—No lo sé. El que se puso encima de mí no gritaba. Sólo hacía un ruido gutural que sonaba como un gorgorito.
—¿Qué sentiste mientras lo tenías encima?
La conversación siguió por estos derroteros.
Al día siguiente tenía una resaca tan fuerte que la cabeza me daba vueltas aunque estuviera sentada. Cada vez que me sentía mareada, pensaba en el pavo real. Tenía la sensación de que, en un pasado muy lejano, un pavo real también se había sentado encima de mí. Su cuerpo era cálido, húmedo y pesado. ¿Cómo sería estar bajo el cuerpo de Hashiba? Seguro que pesaría mucho y desprendería más calor que un pavo real. Dentro de mi cerebro embotado, el pavo real y Hashiba se mezclaron y formaron una extraña combinación que me provocó una sensación placentera y desagradable a partes iguales. Me pregunté cómo me sentiría si, en vez de estar bajo el cuerpo de Hashiba, me pusiera encima de él como el pavo real. Me gustaría quedarme quieta sentada en su pecho, arrullando. Notaría el olor a tierra húmeda del jardín, y oiría de lejos los cánticos y las voces alegres procedentes del comedor, y los espíritus de los antepasados se acercarían a las hogueras encendidas en su honor, y las llamas que los iluminarían al fondo del jardín oscilarían ligeramente. Me gustaría ser un pavo real para poder poseer a Hashiba. Pero él no se dejaría forzar fácilmente. Era muy cabezón, así que no me quedaría otra que imitar al pavo real, acurrucarme encima de él y quedarme quieta, fingiendo que dormía.
Poco después me aplastó una especie de pavo real enorme.
Un hombre al que conocía más bien poco me forzó. Quizá fue porque había querido poseer a Hashiba. El caso es que aquel hombre y yo nos quedamos a solas, y en cuanto tuve el presentimiento de que algo iba mal, me violó. Pronto me quedé sin fuerzas para seguir defendiéndome, así que tuve que dejar que continuara, y todo terminó antes de lo que me había imaginado. Luego me quedé callada y él me miró.
—Esto es porque me gustas —me dijo.
—Te odio —le respondí.
Él me miró un momento, levantó la mano, vaciló un poco y al final bajó el brazo sin tocarme. En vez de pegarme, se fue mascullando amenazas.
—Si se lo hubieras dicho antes, a lo mejor sí te habría pegado —me dijo Hashiba. Su voz tranquila fue como un bálsamo. Lo había dicho en tono de broma, y precisamente por eso consiguió hacerme sentir mejor.
Nos habíamos emborrachado, me fui de la lengua y al final se lo conté todo. Probablemente sólo había intentado convencerme a mí misma de que, si era capaz de explicárselo a alguien, era porque la cosa no había sido tan grave. No sabía si era una buena idea contárselo precisamente a Hashiba, con quien intentaba tener una relación más íntima, pero su forma de ser te empuja a explicárselo todo. Es fácil bajar la guardia cuando estás con él.
—¿Te apetece un plato de ocras? —me preguntó como si nada hubiera pasado, y lo pidió sin esperar mi respuesta. Pronto nos trajeron unas ocras con la punta cortada, acompañadas de nabo rallado.
—Están deliciosas, ya lo verás. Pruébalas con un poco de vinagre —me aconsejó, mientras aliñaba el plato con un buen chorro de vinagre.
—¿No serán demasiado ácidas?
—El vinagre es muy bueno para la salud. Seguro que cuando eras pequeña te explicaban la historia de los niños de circo a los que obligaban a beber vinagre para que fueran más flexibles.
—Pues dudo mucho que fuera bueno para su salud…
—Claro que lo era. Por cierto, hablando de circos, me encantan los trapecios.
Hashiba siempre era así, incoherente y escurridizo. Como no encontraba la forma de poseerlo, me dejé violar por un hombre que no me gustaba. Aquella reflexión me hizo saltar las lágrimas.
—¿Estás llorando? —me preguntó.
—No —mentí, mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Apenas me salía la voz, sólo un llanto incontenible.
—No llores.
—Quiero llorar.
—Las lágrimas no te hacen muy atractiva.
—A ti nunca te he parecido atractiva.
—No es verdad, en cierto modo lo eres.
—¿Qué significa en cierto modo?
—Pues eso, en cierto modo.
—A mis cuarenta años no tengo muchas oportunidades de que me digan que soy atractiva, así que haz el favor de explicarte.
—No es la edad lo que te resta oportunidades, sino tu forma de ser —rio él, escurriendo el bulto de nuevo, como siempre.
Hashiba sorbía su sake poco a poco. Yo comía las ocras, que eran pegajosas. Se me habían agotado las lágrimas. Había dejado de llorar porque todo era demasiado incoherente. ¿Cómo era posible que, a mis cuarenta años, no estuviera segura de si me habían violado o no? No era la edad lo que me avergonzaba, sino mi estupidez, impropia de mi edad. Me sentía estúpida e imprudente por no haber logrado impedir que me violaran.
—No estoy segura —dije, mientras ambos alargábamos la mano y cogíamos una ocra a la vez.
—¿De qué?
—A lo mejor lo hicimos de mutuo acuerdo.
—Eso suena terrible —susurró Hashiba. Su tono de voz era completamente distinto del que había utilizado hacía un momento, cuando se había vuelto, había llamado al camarero y le había hecho un nuevo pedido. Aquellos cambios de voz eran muy típicos en él.
Yo también sorbí un poco de sake. Ya no recuerdo con nitidez el momento de la violación, era como si sólo pudiera entrever vagamente mis reacciones a través de una capa de niebla.
—La expresión «de mutuo acuerdo» es demasiado formal.
—¿En serio?
—Sí.
—Creo que no te sigo. Hashiba me miró directamente a los ojos.
—Para hacer algo de mutuo acuerdo, dos personas deben tener una especie de «objetivo mutuo».
—Nunca había oído eso.
—Ya lo sé, me lo acabo de inventar.
—Suena muy raro.
—Sí, ¿verdad? Es raro que cuando dos personas están juntas necesiten un objetivo mutuo.
—Tienes razón.
—Es mucho mejor dejar que las cosas sigan su curso, de forma natural.
Si esperaba que las cosas siguieran su curso, nunca conseguiría que mi relación con Hashiba diera un paso más. El otro hombre me había violado sin esperar que las cosas surgieran de forma natural. Me sentía culpable por no haber sido capaz de impedirlo. En otras palabras, me preocupaba la sensación de haberle dado la oportunidad de que me violara.
—Me siento estúpida porque no sé si surgió de forma natural o si él forzó la situación —admití, y Hashiba me sirvió más sake. Si entonces me hubiera echado a llorar otra vez, quizá él me habría abrazado y por fin habríamos dado un paso más en nuestra relación, pero incluso eso me hizo sentir culpable.
—Estúpida —mascullé sin poder evitarlo, y lo repetí tres o cuatro veces seguidas.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó él al cabo de un rato, mientras masticaba una sardina seca.
—¿Crees que es fácil? —le espeté.
Habría sido mucho más cómodo echarle toda la culpa a aquel hombre. El problema era que ni siquiera yo sabía hasta qué punto me había forzado o yo se lo había permitido.
—Prueba las sardinas, están de muerte —me ofreció Hashiba, sin inmutarse.
—¿Y si tuviera un pavo real como mascota? —dije mientras masticaba una.
—¿En tu casa?
—Sí.
—Sería una pena tenerlo enjaulado.
—Lo engordaría para comérmelo.
—¿Por qué tenéis la parte interna de los brazos tan blanca?
—¿A qué viene eso?
—Los brazos y las piernas de las mujeres siempre son más blancos que los nuestros.
—Me compraré un pavo real.
—Mi madre, mi tía de Nakata y las otras tías que estaban en la casa aquel día ya están muertas.
Seguimos comiendo sardinas, tripas fritas y pepino y nabo en salmuera para acompañar el sake. Aunque no fuera nada habitual, Hashiba también se emborrachó. Cuando me di cuenta de que iba borracho, tuve un instante de lucidez. Aquel momento de sobriedad nació con la idea de que quizá por fin había llegado la hora de que Hashiba y yo tuviéramos una relación más íntima. Pensé que, si conseguía mantenerlo borracho, caería en mis redes.
—¿Nos vamos? —propuse.
Mientras yo iba a pagar la cuenta, él se quedó sentado, balanceándose en la silla de lo borracho que estaba. Luego lo ayudé a levantarse, lo cogí del brazo, pasamos bajo las cortinitas de la puerta y salimos a la calle.
Tan pronto como salimos, volví a notar los efectos del alcohol. Hashiba, en cambio, dejó de tambalearse, como si nos hubiéramos intercambiado los papeles.
—Me encuentro fatal —dije, y apenas me dio tiempo a agacharme.
—¿No estás bien? —me preguntó él con voz temblorosa, sin hacer ademán de ayudarme.
—Creo que voy a vomitar —anuncié, y así lo hice. Como me daba vergüenza vomitar delante de él, intentaba contenerme y me dio el hipo.
—Tokiko —dijo Hashiba detrás de mí—. ¿Quieres que vomite yo también? —me preguntó, como si fuera lo más natural del mundo.
—Sí —le respondí yo, también con total normalidad. Acto seguido, se agachó a mi lado y se provocó el vómito. Hacía más ruido que yo, de modo que me sentí más cómoda y vomité más a gusto. Vomitábamos los dos juntos, alternativamente. Primero él, luego yo. Primero yo, luego él. Seguimos así un buen rato.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó cuando terminamos, con la misma naturalidad de antes.
—Necesito enjuagarme la boca —le respondí yo, también como si nada.
Hashiba se alejó hacia una vieja máquina expendedora de bebidas que quedaba un poco apartada y compró una lata de té verde. La abrió mientras regresaba, sorbió un poco de té, se enjuagó la boca y escupió al suelo.
—Toma, Tokiko, enjuágate tú también.
Hashiba me alargó el té que quedaba.
—Hemos ensuciado la calle —dije.
—No te preocupes, servirá de abono para las plantas —repuso él con indiferencia.
—No lo creo.
—Claro, mujer. Lo único que ha pasado es que el pepino, las ocras, el nabo, las sardinas y las tripas han vuelto a la tierra.
El té verde me refrescó la boca.
—Qué desperdicio.
—El té también es una planta, seguro que le habrá gustado volver a sus orígenes.
Noté una ligera irritación. Según Hashiba, lo importante era dejar que las cosas siguieran su curso, pero me daba la sensación de que se equivocaba. Es imposible dejar que las cosas sigan su curso. Aunque parezca que todo fluye de forma natural, no es más que una ilusión.
—¿Te apetece una última copa? —le propuse sin pensarlo demasiado, todavía irritada.
—¿Una última copa? Utilizas expresiones muy pasadas de moda, Tokiko.
—¿Vienes o no? —grité sin aguantar más.
—¿Conoces algún sitio por aquí?
—No conozco esta zona, pero si buscamos un poco seguro que encontramos algo.
Estaba convencida de que Hashiba cambiaría de tema y saldría al paso diciendo cualquier tontería, como que los pavos reales son muy monos o algún comentario parecido, por eso me sorprendió cuando dijo:
—Pues vamos… Vamos a tomar la última copa —añadió, repitiendo mis palabras. Acto seguido, me rodeó los hombros con el brazo y echó a andar. Yo también me puse en marcha, como si él me arrastrara.
La noche era oscura. Había olvidado que la oscuridad pudiera ser tan negra.
Andábamos cogidos de la mano. La suya estaba fría.
Cuanto más avanzábamos, más me desanimaba, y cuanto más me desanimaba, más me pesaban las piernas. Me sentía como si las tuviera llenas de plomo. Hashiba caminaba delante de mí. La distancia que nos separaba crecía poco a poco.
—¡Espérame! —grité. Él se volvió a medias y me esperó. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, echó a andar de nuevo. Al poco rato ya nos habíamos separado otra vez. Aquella escena se repitió varias veces, hasta que, al final, me cansé de llamarlo.
—Ya estoy harta —murmuré, y me senté en el suelo.
Él siguió andando sin volverse. Pensé que era inútil tratar de alcanzarlo, así que saqué el libro que llevaba en el bolso y me senté encima a modo de cojín. Cuando era pequeña, mi padre me decía que pisar los libros o sentarse encima de ellos traía mala suerte. Por un momento odié a Hashiba con todas mis fuerzas. Sabía de sobra que no podía reprocharle nada, pero lo odié.
—Hashiba —lo llamé en voz baja. Era imposible que pudiera oírme, y siguió andando sin volverse—. Me gustas —dije.
No sabía exactamente qué significaba eso. Gustar era una palabra muy egoísta. El hombre que me había violado me había dicho: «Esto es porque me gustas». Yo quería tomarme una última copa con Hashiba porque me gustaba. A él le gustaban las tripas fritas, el hígado crudo y las verduras en salmuera, y probablemente al pavo real le había gustado Hashiba.
Hashiba retrocedió y se quedó de pie a mi lado.
—¿Qué te pasa, Tokiko?
—Me gustas —repetí.
—Ya —repuso él, acariciándome la cabeza. Su gesto me provocó ganas de llorar, y las lágrimas se me escaparon sin querer.
—Estás llorando —dijo él. Volví a odiarlo con todas mis fuerzas. Me enfadé por odiarlo de aquella forma tan irracional, y me odié aún más a mí misma. Odiaba el mundo entero, con todo lo que contenía—. Estás llorando —repitió.
Es muy fácil odiar. El odio se alimenta de sí mismo. Su aparición bloquea algo dentro de mí. Podría llorar, odiar o reír, y todo terminaría. Pero, en realidad, las cosas nunca terminan. Siempre siguen. Siguen, quizá, hasta que mueres.
—Sí, estoy llorando —admití, y me acerqué a él. Entonces me abrazó, y me gustó. Lo odiaba y lo quería a la vez. Sentí ganas de sentarme encima de él, de acurrucarme en su pecho como el pavo real, arrullando, y quedarme quieta.
—No he encontrado ningún sitio donde podamos tomarnos la última copa —dijo Hashiba mirando al cielo.
—No importa —le respondí, y me libré suavemente de su abrazo. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y distinguía las siluetas de las cosas: farolas, rodadas, charcos y malas hierbas flotaban ante mí como figuritas de papel. Dejé de llorar y me levanté.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—A ninguna parte —le respondí, y me adentré en un solar lleno de maleza. La hierba estaba muy alta en verano, mucho más que yo. Unas hojas salvajes brotaban de los gruesos troncos. El solar era más grande de lo que pensaba. Creía que sólo sería un pequeño terreno vacío en medio de la ciudad, pero no veía los límites. Cuanto más me adentraba, más alta era la hierba. Me sentí como si estuviera encogiendo. Como si fuera del tamaño de una mantis o de un grillo, minúscula entre la vegetación.
—¡No te alejes demasiado! —me advirtió Hashiba.
«Ven conmigo —le respondí para mis adentros, pero él me llamaba sentado en el suelo—. Ven conmigo, Hashiba», repetí mentalmente varias veces. Sin embargo, no parecía dispuesto a seguirme.
—Anda, vuelve —me pidió dulcemente.
Me puse cabezota y me quedé de pie entre la hierba. Mientras estaba quieta ahí dentro me sentía cada vez más como un insecto. Habría preferido ser un insecto, pasarme un par de noches cantando, reproducirme y volver a formar parte de la tierra.
—¡Tokiko! —me llamaba Hashiba, pero yo no lo veía. La espesa maleza lo cubría por completo. Ahí dentro estaba oscuro. Mucho más que en la calle.
Me sentía bien conteniendo la respiración en medio de la oscuridad. Era como si me estuviera vengando de Hashiba, del hombre que me había violado y del mundo entero. ¿Qué derecho tenía yo a vengarme de Hashiba? ¿Y con qué derecho se había vengado aquel hombre de mí? Debía de haber una especie de relación de causa y efecto que desconocía aunque, casualmente, yo fuera el nexo de aquella relación. Me negaba a aceptarlo. El caso es que, tanto si lo aceptaba como si no, las cosas pasaban sin que pudiera evitarlo.
—¡Tokiko! —me llamó Hashiba por enésima vez.
Cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, me di cuenta de que, de hecho, el solar no era tan grande como me había parecido. Pronto choqué con el muro exterior de una casa. No era un bosque de maleza que se extendía hasta el infinito. Aun así, la hierba estaba tan alta en aquella época del año que me cubría por completo.
—Tokiko, sal de ahí —insistió Hashiba.
—No quiero —me obstiné.
—No tienes remedio.
—No, no tengo remedio —le respondí desde dentro.
—¿Sabes? —empezó Hashiba—. Pienso a menudo en aquel pavo real. Cuando me pasa algo, siempre recuerdo la sensación de tenerlo encima. Te dije que me había sentido asustado y fascinado a la vez, pero la verdad es que no serían las palabras exactas. Sólo sentía su peso en mitad de la oscura noche, bajo una luz muy tenue. El peso del animal era lo único que sentía.
Su voz pronto se apagó, yo estaba de pie, él estaba sentado, la hierba era alta, el viento la agitaba de vez en cuando. No dijimos nada más. En medio de la maleza, tan pronto me notaba el cuerpo del tamaño de un insecto como volvía a sentirme humana. El cielo parecía haberse aclarado, aunque todavía faltaba mucho para el amanecer. Hashiba permaneció sentado y en silencio. El amor que sentía por él se derramó y, justo después, volvió a solidificarse. Mis sentimientos se derretían y se endurecían como la cera que gotea de una vela y se solidifica antes de llegar al pie. Goteaban sin cesar en mitad de la noche, entre la hierba. Quería salir del solar, pero las piernas no me obedecían. ¿Estaba asustada? Probablemente. ¿De qué? Lo que me daba miedo era precisamente no saberlo.
—¿Estás bien? —me preguntó Hashiba en voz baja. En cuanto lo oí, mis piernas reaccionaron y salí del solar tambaleándome. A duras penas había conseguido salir de aquel bosque de malas hierbas, de aquel pequeño terreno incrustado en la ciudad. Hashiba, con el ceño fruncido, se levantó sacudiéndose el pantalón.
—Me gustaría volver a casa de mi tía de Nakata —susurró mientras me tomaba la mano con delicadeza—. Aunque ya la hayan derribado, me gustaría ver aunque sólo sea el lugar donde estaba. —Su voz era tierna, y denotaba debilidad e inseguridad—. ¿Querrás acompañarme? —me preguntó. Le respondí moviendo la cabeza—. El sake de Nakata está muy rico.
—Sí.
—Yo nunca lo he probado, pero debe de estarlo porque todos se ponían rojos como pimientos cuando bebían.
—Sí.
Sólo podía responderle con monosílabos. Hashiba había retomado su conversación sin pies ni cabeza. A lo mejor él también estaba asustado. Quizá aquel monólogo incoherente reflejaba el miedo que sentía. Yo iba respondiendo que sí mientras sus palabras tenían cada vez menos sentido.
—¿Sabías que los espíritus de los antepasados entran por la puerta? Se dirigen hacia las hogueras de bienvenida. En la región de Nakata tienen la costumbre de comer insectos. Sobre todo saltamontes y larvas de insectos acuáticos. A mí no me gustan, ¿y a ti? Olvídate de comprarte un pavo real, será mejor que te compres un gorrión de Java doméstico. ¿Sabes? Me apetece beber otra vez. Ahora tengo sueño, ¿vamos a casa? Vamos a la cama.
Yo me limitaba a asentir cada vez que decía algo. Mis piernas pesaban como si fueran de plomo. Hashiba y yo caminábamos, pero apenas avanzábamos. Nos dirigíamos a la deriva hacia algún lugar. Yo pensaba que tenía miedo, que todo me daba miedo, y andaba sin saber hacia dónde.