—Te llevaré a comer unas galeras riquísimas —me dijo Mezaki. Yo creía que la galera sólo era un crustáceo oscuro, una mezcla entre gamba e insecto, pero en el restaurante donde me llevó las hacían deliciosas. Las hervían enteras y las servían con cáscara. Luego les quitábamos la cáscara, que nos quemaba los dedos, y nos comíamos el bicho. Tenían un sabor ligeramente dulce, de modo que ni siquiera hacía falta aliñarlo con salsa de soja.
Así fue pasando la noche. De repente, no podíamos volver a casa. Cuando nos dimos cuenta de la hora que era, además de que ya no pasaban trenes estábamos en un lugar por el que apenas circulaban coches. En cuanto cerró el restaurante, el único local que había en los alrededores, no encontramos nada más en todo el trayecto. Era uno de esos caminos en los que hay alguna farola de vez en cuando que sólo sirve para que la noche sea aún más oscura, un camino bordeado de árboles y matorrales de los que parece que en cualquier momento puede salir un caballo o una vaca.
No hubo más remedio que echar a andar, uno al lado de la otra, por aquel camino, que por mucho que avanzáramos no se estrechaba ni se ensanchaba.
No sé cuántos años tiene Mezaki. Sea cual sea su edad, parece mayor que yo, aunque también podría tener mi edad. Siempre habla de cosas sin sentido, como de un día que, en cierta ciudad, vio a un artista ambulante que escupía fuego por la boca y que ponía la misma cara que su abuelo cuando se quemaba la lengua; o de un amigo suyo que sufría una misteriosa enfermedad hasta que un día, de golpe y porrazo, le cambió la cara, se curó, se volvió más honrado y parecía otra persona. Son historias sin pies ni cabeza que Mezaki explica poco a poco, como si fueran interesantes.
Desde que nos conocimos en una reunión, sin saber cómo empezamos a coincidir en los mismos lugares. A veces, intercambiábamos cuatro palabras entre la muchedumbre, mientras que otras veces no nos decíamos nada, sólo nos mirábamos. Más adelante, Mezaki empezó a contarme aquellas historias sin sentido que tan interesantes le parecían, y se me acercaba cada vez que nos encontrábamos. Sin embargo, nunca habíamos estado los dos solos hasta el día que fuimos a comer galeras. No fue una cita planeada de antemano, simplemente coincidimos por enésima vez y, de repente, me invitó.
Cuando Mezaki me llevó al restaurante, creo que era bastante tarde. Ya habíamos bebido mucho, quizá no hasta el punto de perder la memoria, pero nos encontrábamos en un estado en que las horas pasaban deprisa y despacio a la vez, hasta que terminamos por perder la noción del tiempo. Mezaki caminaba delante de mí, meneando las caderas arriba y abajo. Yo lo seguía con paso vacilante y pensaba en las galeras.
El restaurante era un local pequeño donde sólo estaban el dueño y un camarero joven. Mezaki se sentó en la barra, justo enfrente del dueño, que no parecía conocerlo. En cualquier caso, si se conocían, debía de ser uno de esos restaurantes donde tratan a todos los clientes por igual.
—Unas galeras, un sake y verduras en salmuera para picar —le pidió Mezaki al dueño. Acto seguido, se volvió hacia mí y me sonrió arrugando la frente. Mezaki tiene la costumbre de sonreír arrugando la frente—. ¿Tú cómo comes los huevos crudos, Sakura? —me preguntó Mezaki, aprovechando un descanso entre cáscara y cáscara. Mientras pelaba las galeras, no decía nada. No es que habitualmente sea muy parlanchín, pero como pelar las galeras era bastante laborioso, cuando lo hacía hablaba menos que de costumbre.
—¿Los huevos crudos? Nunca me han entusiasmado —le respondí. Enseguida me acordé de que mi tío soltero, que vivía en casa de mis padres, solía hacer un agujerito en la cáscara de los huevos. Cuando me levantaba en mitad de la noche para ir a beber agua, lo encontraba de pie frente al fregadero sorbiendo un huevo crudo. Era un soltero cuarentón que no encontraba pareja a pesar de que le habían concertado varias citas con mujeres. «Te llevaré a caballito, Sakura», me decía cuando era pequeña. Yo me sentaba en sus anchos hombros y él me paseaba por todo el comedor. En los umbrales colgaban fotografías de mis abuelos y bisabuelos, y me daba miedo acercarles la cara. Pero no me atrevía a decirle que quería bajar. Mi tío nunca se cansaba de llevarme a caballito. «¿Quieres bajar?», me preguntaba al final. Entonces yo fingía protestar un poco y él me bajaba al suelo. Mi tío no tenía trabajo. Cuando ya había cumplido los cuarenta y cinco, se casó con una mujer diez años mayor que él, se fue de casa y dejó de visitarnos a menudo. Se ve que ahora es pescador y vive con su mujer en casa de su patrón, en una preciosa zona junto al río.
—¿A ti te gustan los huevos crudos, Mezaki? ¿Los sorbes a través de un agujero en la cáscara?
—Primero casco el huevo, separo la yema de la clara y bato sólo la clara hasta que queda espumosa, así. —Mezaki me lo enseñó moviendo rápidamente la mano derecha, en la que sujetaba los palillos. Al final de la demostración, se llevó una galera a la boca y dio un trago de sake—. Cuando he terminado de batir la clara, bato también la yema y la mezclo con la clara hasta obtener un líquido uniforme, como si fuera agua. Luego añado un poco de salsa de soja. —El montón de cáscaras iba creciendo al mismo ritmo que disminuía el de las galeras. Entonces Mezaki me acercó la cara—. ¿Tú sorbes directamente los huevos crudos, Sakura? Por tu cara diría que sí. Lo haces, ¿verdad?
—No, no lo hago.
Empezamos a repetir la misma pregunta y respuesta: «¿Lo haces?», «No, no lo hago», mientras la mesa se llenaba de botellas de sake vacías. «Vamos a cerrar», nos avisó el dueño, pero aún nos quedamos bebiendo un rato más, y no nos levantamos hasta que hubo quitado la cortinita que colgaba en la puerta de entrada, apagado los fogones y limpiado la barra. Cuando salimos al camino bordeado de farolas, la luna brillaba arriba en el cielo, redonda.
—Aquí no hay nada, vamos a dar un paseo —dijo Mezaki mientras echaba a andar delante de mí meneando las caderas, como cuando habíamos llegado al restaurante. Cada vez que pasaba bajo una farola, su sombra aparecía detrás de él, y luego se proyectaba delante de su cuerpo. Cuando salía del círculo luminoso, la sombra desaparecía en la oscuridad. Yo también meneaba las caderas, como él.
—Tengo un poco de miedo, Sakura —me dijo al cabo de un rato, y se puso a mi lado—. Me da miedo la oscuridad. Antes creía que de la oscuridad podía salir cualquier cosa, por eso me daba miedo. Ahora la temo porque sé que no hay nada en su interior. —Mezaki tenía la costumbre de acercarme la cara al hablar, y notaba su aliento en mi mejilla. Recuerdo que, cuando nos conocimos, decidí que no me caía bien. Pero luego, a medida que me iba contando aquellas historias que le parecían tan interesantes, fui cambiando de opinión. Su aliento era dulce y húmedo como el de un perrito—. Dondequiera que vayas, en los lugares oscuros sólo hay oscuridad, y eso me da miedo. ¿A ti no, Sakura?
—No. No especialmente. A mí lo que me da miedo es… —dije, y me di cuenta de que había olvidado qué era. Lo tenía en la punta de la lengua, pero no me acordaba. Un perro ladró lejos de allí. Cuando uno empieza a ladrar, los demás lo imitan, como si le respondieran. Quizá no era un perro doméstico. Quizá ni siquiera era un perro, sino algún tipo de animal salvaje que no sabíamos identificar. Cuando los ladridos cesaron, las ranas empezaron a croar. Sus voces surgían de los márgenes del camino. Se oían tan cerca que parecía que pudiéramos alcanzarlas alargando el brazo.
—Las ranas tienen una voz muy potente para su tamaño, ¿no crees? Si las personas tuviéramos ese tono de voz, seríamos insoportables —rio Mezaki mientras me cogía la mano. Sus manos estaban calientes, y me di cuenta de que yo las tenía muy frías. Siempre tengo las manos, la espalda y la frente frías.
—¿Todavía tienes miedo, Mezaki? ¿Te sientes mejor si te doy la mano?
Él rio de nuevo. Eran unas carcajadas guturales que sonaban como el tañido de una campanilla de porcelana. Ya no había casas y las farolas escaseaban cada vez más, pero el camino no parecía tener fin. Me pareció distinguir una montaña entre la oscuridad que se expandía frente a nosotros, pero tal vez sólo fuera una ilusión óptica.
—¿Dónde estamos, Mezaki?
—Pues… no lo sé, lo mismo me preguntaba yo, pero no sabría decirlo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Una vez, cuando era pequeña, me perdí. Mi tío, al que he mencionado antes, me llevó al hipódromo. Un mar de gente iba desde la estación hasta la entrada. No había nadie que caminara en dirección contraria, todo el mundo se dirigía al hipódromo. Cuando ya habíamos visto unas cuantas carreras, empecé a aburrirme. Tiré de la manga de la camisa blanca de mi tío, pero estaba gritando como un poseso y ni siquiera se volvió. De repente, mientras subía y bajaba las escaleras para distraerme, me desorienté y no sabía dónde estaba. Todos los asientos me parecían iguales. Vi muchos hombres que se parecían a mi tío, pero cada vez que me acercaba a uno de ellos, me daba cuenta de que llevaba una camisa marrón o un sombrero en la cabeza. Los caballos empezaban a galopar, el griterío del recinto se apagaba como por arte de magia y, al poco rato, estallaba aún con más intensidad. Lo busqué por todos lados, pero no lo encontré. Subí corriendo y cogí unas escaleras mecánicas que me dejaron en un sitio más amplio, una zona enmoquetada donde había gente paseando. Los camareros llevaban platos blancos llenos de arroz al curry y hamburguesas, en vez de cocidos japoneses o mazorcas de maíz. Pregunté en voz baja si alguien había visto a mi tío, pero nadie se fijó en mí. Abajo, los caballos daban vueltas y más vueltas al mismo circuito. Desde arriba sólo se oía un lejano murmullo. ¿Dónde estaba mi tío? ¿Dónde?
Le dije a Mezaki que habíamos llegado al restaurante en tren, y que habíamos hecho transbordo en una estación cerca de la playa para coger una línea secundaria. No tengo claro cómo conseguí encontrar a mi tío, después de aquello sólo recuerdo que volvimos caminando juntos desde el hipódromo hasta la estación. Al contrario de lo que había pasado antes, todo el mundo hacía el camino de vuelta. Había muchos papeles en el suelo. Mi tío caminaba delante de mí sin decir nada. No meneaba las caderas como Mezaki. Avanzaba en línea recta, con las caderas siempre a la misma altura, como una pieza encima de una cadena de montaje.
—¿Al lado de la playa? Entonces el mar no puede estar muy lejos. Pero no huele a agua salada. —Mezaki me apretó la mano con más fuerza, quizá por miedo. Levanté la vista, pero estaba muy oscuro y no le vi la cara. Me parece curioso que un hombre coja la mano de una mujer cuando tiene miedo. O quizá me coge la mano precisamente porque soy una mujer. Si en vez de una mujer hubiera tenido al lado un camello, por ejemplo, ¿le abrazaría la joroba? Tenía la sensación de que Mezaki era capaz de abrazarse incluso a la joroba de un camello. ¿Y qué haría si el camello lo arrojara al suelo para sacudírselo de encima? Una vez en el suelo, probablemente se quedaría sentado en medio del camino, aturdido. Pero yo no era un camello, y no intenté liberarme de la mano de Mezaki—. Es que la línea secundaria que hemos cogido iba en dirección a la montaña. Creo que nos estamos alejando del mar, Mezaki, ¿qué hacemos?
En la habitación de mi tío había un montón de trastos. Tenía cazuelas de acero inoxidable de todos los tamaños metidas unas dentro de otras, cebos de todos los colores para practicar la pesca con mosca, bolsas de plástico llenas de plantas medicinales, una balanza de muelle y una bolsa de tela que no sabía qué contenía pero que pesaba una barbaridad. «Estos cachivaches son para mis negocios, no toques nada», me advertía mi tío, pero los años iban pasando y todo estaba siempre en el mismo lugar. Encima de las cazuelas y de la balanza de muelle se había acumulado una fina capa de polvo donde escribí con el dedo «Tonto quien lo lea», pero él ni siquiera se dio cuenta.
—¿Qué te apetece hacer? No llevo mucho dinero —dijo Mezaki, escudriñando el cielo. Los ojos ya se me habían acostumbrado a la oscuridad y pude distinguir su expresión. Contemplaba el cielo embobado. O quizá sólo me lo pareció porque tenía los ojos muy grandes. Miraba hacia arriba con la boca entreabierta. Una lucecita parpadeante, que probablemente fuera un avión, cruzaba el cielo nocturno. Las estrellas y la luna no se movían, como si estuvieran cosidas al firmamento, pero habían cambiado de posición desde que empezamos a caminar. ¿Cuándo se habrían movido?
—Yo todavía tengo algo de dinero, pero por aquí no pasa ni un taxi. ¿Qué hora es?
Mezaki no llevaba reloj. Yo tampoco. Las ranas no dejaban de croar. «Croac-croac». Mezaki intentó imitarlas. «Croac-croac». Yo también lo intenté. Durante un momento, ambos estuvimos croando como las ranas. El avión de antes ya se había ido. A pesar de lo inmenso que parecía el cielo nocturno, había desaparecido enseguida. Si un avión puede desaparecer tan deprisa, quizá el cielo no es tan grande como parece, sino pequeño y estrecho. O tal vez más allá del cielo que vemos hay otro cielo infinito por el que vuelan los aviones.
—Estoy un poco cansado, Sakura. —Mezaki se sentó en el margen del camino. Como aún teníamos las manos entrelazadas, tiraba de mí hacia abajo—. No te quedes de pie, Sakura, ¿por qué no te sientas? Anda, siéntate un rato. —Mezaki abrió un pañuelo que llevaba y lo extendió en el suelo, a su lado. Parecía flotar en la oscuridad. Cuando dejó mi mano para abrir el pañuelo, me sentí como si me faltara algo. La palma de mi mano estaba un poco húmeda, pero no sabía si era mi sudor o el suyo. Me senté encima del pañuelo con un pequeño gemido.
De vez en cuando mi tío reunía un grupo de niños en el templo del barrio y los «entrenaba». Les enseñaba a reaccionar en caso de incendio, si venía un tifón, si había un terremoto o si, de repente, alguien entraba a robar en su casa. Los «entrenamientos» de mi tío tenían como objetivo preparar a los niños ante cualquier situación hipotética. Tenían que hacer carreras de relevos con cubos llenos de agua, cubrirse la cabeza con capuchas y ropa gruesa, y aprender a avanzar reptando por el suelo o levantar las manos y mostrarse obedientes. Yo también participaba de vez en cuando. Mi tío gritaba palabras de ánimo y regañaba a los niños que no se lo tomaban en serio. «La asociación de vecinos me ha pedido que os entrene. Si no os lo tomáis en serio, cuando os encontréis con un ladrón de verdad tendréis problemas, y si hay un incendio no sabréis qué hacer. No es broma. Como decía Confucio, nuestro cuerpo, de pies a cabeza, es un regalo de nuestros padres, y debemos protegerlo de cualquier mal para demostrarles nuestro respeto. ¿Lo entendéis? Bien». No sé quién se creía que era. Cuando entrenaba a los niños, lo daba todo. Corría arriba y abajo empapado en sudor. No parecía el mismo hombre que se pasaba el día tumbado en la cama sin hacer nada.
Mezaki me sujetó la cara con ambas manos y me dio un beso.
—¡Mezaki…! —exclamé justo después, mientras me apartaba. Pero él me sujetó la cara de nuevo y me besó otra vez. Me mordía los labios apasionadamente. Apestaba a alcohol. Todo su cuerpo rezumaba alcohol.
—Te quiero, Sakura —me dijo con seriedad.
—¿De veras? ¿Lo dices en serio? —le pregunté, y él dejó de besarme y agachó la cabeza. Hundió la cara entre las manos. Se quedó callado un buen rato. Yo también. Las ranas croaban. Intenté imitarlas otra vez, pero Mezaki seguía cabizbajo. Estuvo mucho rato sin moverse. Una voz grave y áspera se mezcló con las voces agudas de las ranas que croaban—. Parece una rana mugidora —le dije a Mezaki, pero no me respondió. La rana mugidora no dejaba de croar. De repente, me di cuenta de que no era una rana, sino los ronquidos de Mezaki. Se había quedado dormido con la cara entre las manos.
No sé cuánto rato estuvimos sentados. Cuando empezaba a sentir frío, Mezaki se despertó.
—¡Sakura! ¿Qué haces tú aquí? —exclamó en cuanto abrió los ojos—. ¿Qué hora es? ¿Qué ha pasado con las galeras?
Mientras él dormía, yo había apoyado la cabeza en su hombro. Tenía el cuerpo igual de cálido que las manos. Roncaba con bastante regularidad, aunque de vez en cuando inspiraba profundamente y se le cortaba la respiración durante unos diez segundos. Ni cogía aire, ni lo soltaba. La primera vez me preocupé porque creía que había muerto, pero al cabo de un momento soltó el aire de golpe. Al ver que respiraba de nuevo, me tranquilicé un poco. Cuando expulsaba el aire, lo hacía con un placer exagerado, como si se sintiera liberado, y yo lo escuchaba con envidia.
—Hemos echado a andar al salir del restaurante, ¿no te acuerdas? Parece mentira, Mezaki…
—Ah, sí. Hemos bebido muchísimo. Y luego hemos echado a andar. Hace un poco de frío, ¿no?
«Hace frío —decía mi tío—. ¿Verdad que hace frío, Sakura?». Un par de veces al año, mi padre se reunía con mi tío y lo sermoneaba con un cigarrillo en la mano, de espaldas al altar del comedor. «No quiero verte merodeando por aquí», me decía, pero yo casi siempre me quedaba en la cocina pelando patatas. Después del sermón, mi tío volvía a su habitación y se tumbaba boca arriba. Cerraba los ojos, se ponía las manos detrás de la cabeza y respiraba profundamente. Yo lo espiaba en silencio desde la habitación contigua, hasta que abría los ojos de repente y me decía: «Sakura, Sakura… tengo una buena idea para un negocio, pero no tengo dinero suficiente. Sería muy rentable. ¡Si tuviera un capital de quinientos mil yenes…! Te aseguro que funcionaría. Pero tu padre es un cabezota», me decía, y me hablaba de sus nuevos negocios tumbado boca arriba. «Si tuviera quinientos mil yenes… Sólo quinientos mil yenes…». Al final, se limitaba a repetir esa única frase, y cuando se cansaba, decía: «Qué frío hace». Ya fuera invierno o verano, decía: «¿Verdad que hace frío, Sakura? Me siento como un animalillo hundiéndose en el agua. Chapoteo rodeado de agua por todos lados, como si me estuviera ahogando en un acuario. Y, a la vez, observo la escena desde el exterior, con mi cuerpo de humano, inmóvil, pegado a la pared de cristal del acuario. Tengo frío. El agua está helada».
—Oye, Mezaki. ¿Te acuerdas de lo que ha pasado antes?
Habíamos empezado a caminar de nuevo.
—Vamos a dar un paseo, que hace frío —había dicho Mezaki levantándose. Los cantos de las ranas, que parecía que nos llovieran encima, habían disminuido un poco. El camino seguía siendo igual de ancho. De vez en cuando, siempre al mismo lado, aparecía un poste de luz—. ¿He hecho algo? —me preguntó Mezaki restregándose los ojos.
—¿No te acuerdas? —insistí.
—No me acuerdo de nada —repuso él.
—Sí, ya lo veo.
Desvié la mirada. Mezaki seguía frotándose los ojos, medio adormilado.
—Lo siento, no me acuerdo.
Después de haberse disculpado, se detuvo, se inclinó hacia mí y me dio un suave beso.
—Veo que sí te acuerdas.
Acto seguido, se apartó de mí.
—Antes te he besado, ¿verdad? —me preguntó, pero no volvió a hacerlo. Tampoco me tomó la mano. En el camino oscuro y silencioso sólo se oían nuestros pasos.
Desde fuera de un acuario imaginario, mi tío se veía a sí mismo como un pequeño animalillo. Un día, mientras volvía sola a casa desde el colegio, de repente fui consciente de que estaba caminando. Fue muy raro darme cuenta de que caminaba mientras lo hacía. Una parte de mí salió de mi interior y me vi a mí misma caminando desde lejos, como si flotara en algún lugar del espacio. Igual que mi tío, que se veía a sí mismo empequeñecido desde fuera del acuario. Ya no sabía quién era el hombre que caminaba a mi lado. ¿Era Mezaki?
—¡Mezaki! —lo llamé.
—Dime, Sakura.
Al oír su voz, supe que era él. Sin embargo, cuando volvíamos a llevar un rato caminando en silencio, la duda me asaltó de nuevo. No sabía quién era el que caminaba a mi lado. Lo llamé más de una vez, él siempre me respondía lo mismo y volvíamos a empezar.
—Mezaki, ¿hasta dónde llega este camino?
Había empezado a caer una fina lluvia. Las gotas de agua se estrellaban en la hierba que crecía en los márgenes del camino.
—Supongo que en algún momento llegaremos a algún lugar.
Pronto amanecería. La luna y las estrellas ya no se veían. El cielo era una superficie lisa de color azul oscuro. Cuando levanté la cabeza, una gota de lluvia me cayó en la cara.
Mi tío dejaba a medias todos los negocios que empezaba, y también tuvo que suspender los entrenamientos de los niños cuando el presidente de la asociación de vecinos se quejó de que no le había pedido permiso. Pero él no cambió. Fingía que iba al trabajo e iba quién sabe dónde, o se tumbaba en su habitación y se ponía a leer periódicos atrasados mientras masticaba tiras de calamar seco. «¿Te gusta algún chico, Sakura? —me preguntaba—. El otro día, en el tren, vi a una mujer guapísima. Tenía una nariz preciosa. Estaba de espaldas a mí, de pie, toda tiesa. Me puse a su lado y la miré fijamente, era muy atractiva. Cuando conozcas algún chico que te guste, Sakura, preséntamelo. Quiero conocerlo, ¿vale?». Un año después de esta conversación, mi tío se casó con aquella mujer mayor que él y se fue de nuestra casa.
—Cuando empieza a amanecer, me pongo triste —dijo Mezaki, y volvió a darme la mano. Al oír la palabra triste, recordé aquello que antes se me había quedado atascado en la punta de la lengua y no me había salido. Lo que me daba miedo era la habitación de mi tío cuando se fue de casa. La dejó desordenada, con las cazuelas y la balanza llenas de polvo. Encima de la capa de polvo todavía se leía la frase que yo había escrito unos años atrás. En un rincón había un montón de viejos periódicos amarillentos. Siempre pasaba corriendo por delante de su habitación porque tenía la sensación de que iba a llamarme en cualquier momento. De vez en cuando recibíamos una postal suya, pero no estaba escrita con su letra. En ella decía cosas que nunca diría, como: «Recibid un afectuoso saludo».
—Mezaki, tengo ganas de hacer pis —dije en voz baja. Ya llevaba un buen rato aguantándome, pero desde que había empezado a llover, no podía más. Las ganas de hacer pis me entristecieron aún más.
—Pues hazlo. —Mezaki me apretó la mano—. No te aguantes.
El cielo azul oscuro parecía un poco más claro que antes.
—¿Dónde lo hago?
La lluvia seguía cayendo al mismo ritmo, ni más rápida, ni más lenta.
—Ahí mismo, yo te espero.
Me adentré en los matorrales que bordeaban el camino. A cada paso que daba, las gotitas de agua que impregnaban la hierba me mojaban los tobillos. Cuando me hube alejado un poco del camino, me levanté la falda hasta la cintura y me agaché. La hierba me hacía cosquillas en las nalgas. Mientras estaba agachada, miré hacia arriba y me pareció que sólo llovía encima de mí. Se me hacía raro pensar que era yo la que estaba agachada con la falda levantada.
—¿Mezaki? —dije con un hilo de voz. Me pareció que no me había oído. La lluvia me caía en la cara, en el cuello, en los hombros y en las nalgas. Intenté orinar, pero no podía.
—¿Te encuentras bien, Sakura? —me preguntó Mezaki.
—¿Sigues ahí? —Era su voz.
—Sí, estoy aquí. Sigo aquí. —En cuanto la orina empezó a salir, salió toda de golpe. El chorro caía encima de las hojas y las mojaba como la lluvia. Cerré los ojos y vacié la vejiga.
—Te echo de menos —dijo la voz de Mezaki.
—Yo también te echo de menos, incluso ahora.
El azul oscuro del cielo se había aclarado un poco más. La lluvia seguía cayendo. Ni más rápida, ni más lenta.