Creo que hace unos tres años que me fui a vivir con Yukio, pero no estoy segura del todo.
Hay muchas cosas que no tengo claras. El otro día, Yukio me dijo: «Quiero que nos separemos», pero no recuerdo con exactitud cómo ocurrió.
Si le preguntase cuándo fuimos a vivir juntos, él no tendría ni que abrir la agenda: me diría exactamente qué día, qué mes y qué año empezamos a compartir piso. Alguna vez, por error, creí que era porque me quería, pero en realidad es una característica innata de Yukio, que tiene mucha más memoria que yo para los detalles y debe de recordar al dedillo lo que ocurrió el día en que me dijo: «Quiero que nos separemos». Seguro que lo recuerda absolutamente todo, como el nombre del pájaro que cantaba desde la rama de un árbol, la posición en la que estaban las manecillas del reloj y las palabras que escogí como respuesta. Sin embargo, sería un error pensar que se acuerda de todo porque me quiere. Su prodigiosa memoria no tiene nada que ver con sus sentimientos hacia mí.
Cuando me dijo que quería separarse, probablemente le pregunté por qué. No me atrevo a asegurar que fuera así, pero es lo que le preguntaría si me lo dijera ahora. Por eso es posible que le diera esa respuesta.
—No podemos estar juntos —dijo, desviando la mirada.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Pero ¿por qué no?
—Porque no podemos estar juntos.
Seguimos discutiendo un rato más. Yukio no solía ser tan escurridizo. Siempre tenía una explicación para cada cosa. Al ver que aquella vez no la tenía, me di cuenta de que no era una discusión normal y corriente.
—¿Hay otra mujer? —le pregunté, y él desvió aún más la mirada—. ¿Es eso? —insistí.
Yukio estuvo un rato sin decir nada hasta que, al final, negó despacio con la cabeza. Era imposible arrancarle una explicación.
No sé muy bien qué pasó luego. No sé si Yukio me respondió algo, si yo le hice una pregunta o si ambos guardamos silencio, sólo sé que estaba harto de vivir conmigo y que quería dejarme. Aparte de eso, no recuerdo nada más. Supongo que, a partir de ese día, seguí preguntándole y suplicándole una respuesta, pero tampoco estoy segura.
El piso donde vivíamos estaba a diez minutos en bicicleta de la estación de metro y a veinte minutos andando. Como ninguno de los dos tenía mucho dinero, sólo podíamos permitirnos un piso pequeño y con pocas comodidades. El día del traslado, limpiamos los tatamis con un paño húmedo. Parecían nuevos porque todavía eran de color verde, pero cuando empezamos a fregarlos, la capa superficial se peló y dejó al descubierto la superficie marrón. Eran tatamis viejos pintados de color verde para simular que estaban recién instalados. Unos días antes, cuando firmamos el contrato de alquiler, el agente de la inmobiliaria nos dijo que el casero siempre cambiaba los tatamis cuando entraban nuevos inquilinos, de modo que no solía devolver la fianza con la excusa de que, últimamente, los tatamis costaban mucho dinero.
—La pintura todavía estaba húmeda, no deberíamos haber fregado —bromeé, pero Yukio arrugó la frente.
—Nos dijeron que nos cambiarían los tatamis, esto es un timo. Habrá que reclamar la fianza —dijo, echando un vistazo al reloj. Yukio siempre mira el reloj con irritación. Lo fulmina con la mirada, como si estuviera enfadado con él. El contraste entre su cara de pocos amigos y la vulgaridad de la palabra timo, que repitió más de una vez, me hizo mucha gracia. Nunca tengo claras las cosas importantes, pero siempre recuerdo los pequeños detalles triviales.
Dos años más tarde, cuando renovamos el contrato, Yukio discutió el asunto de los tatamis con el casero.
—El caso es que, como habéis renovado el contrato, tendré que cambiar los tatamis cuando dejéis el piso. En época de crisis, nadie te alquila un piso en mal estado —insistía el casero, pero Yukio le rebatía serenamente todos los argumentos.
Yo no habría sido capaz de llevarle la contraria, ni siquiera habría iniciado la discusión. Pero Yukio siguió en sus trece hasta que el casero cedió a regañadientes.
—Está bien, está bien. Os devolveré la fianza —refunfuñó.
Parecía tan irritado que, mientras volvíamos, le comenté a Yukio:
—Te has pasado.
—¿Por qué lo dices? —repuso él sin inmutarse.
Durante un tiempo, la parte del tatami que habíamos fregado fue de un color diferente del resto, pero cuando renovamos el contrato ya se había igualado y la mancha no se distinguía. Yukio siempre se sentaba en un cojín que colocábamos encima de la mancha. Al verlo sentado ahí, me acordaba de aquella vez que dijo: «Esto es un timo», y estaba a punto de echarme a reír, pero no lo hacía para que no se enfadara. Yukio casi siempre se sentaba en el mismo cojín, de modo que la mancha del tatami quedaba cubierta todo el día. Yo creía que siempre habría una mancha marrón bajo el cojín, pero dos años más tarde, cuando renovamos el contrato, ya había desaparecido. La pintura verde se había levantado con el tiempo y los tatamis habían recuperado su color original.
Cuando hacía una semana que me había dicho que quería separarse, Yukio empezó de nuevo a empaquetar sus cosas en cajas de cartón, cosa que hacía todos los días desde entonces. Yo me limitaba a mirarlo sin decir nada.
—No te quedes ahí embobada y piensa en lo que vas a hacer a partir de ahora —me dijo, y por primera vez pensé en mi futuro. Ni siquiera yo misma sabía si me entristecía o no que Yukio se fuera. Simplemente, no sabía qué hacer.
Me había pasado a menudo durante aquellos tres años de convivencia. Al parecer, soy un desastre con el dinero. Al principio me encargaba de llevar la economía doméstica, pero cuando apenas llevábamos medio año viviendo juntos, Yukio me regañó:
—¿Cómo puedes haberte gastado tanto dinero? —me reprochó. La verdad es que yo no tenía ni idea de cómo administrar el dinero. Tanto si teníamos poco como si teníamos mucho, siempre me lo gastaba todo. Me sentía como si mi cuerpo se alargara o encogiera según la cantidad de dinero de la que disponía.
—No puedes seguir ocupándote del dinero—-me dijo Yukio, me quitó la libreta del banco y el monedero y empezó a darme una paga tres veces al mes para mis gastos, como si fuera una niña pequeña—. Si te lo diera todo a la vez, te lo gastarías —se justificó. Ahora que lo pienso, puede que tuviera razón.
Si no sabía administrar el dinero no era porque no tuviera capacidad de hacerlo. Sé que, con un poco de voluntad, lo haría bien. El problema es que era incapaz de querer hacerlo. Y no me pasaba sólo con el dinero: al principio también me encargaba de las tareas domésticas, pero no funcionó. No consigo acabar nada. Limpio, pero no ordeno. Tiendo la ropa, pero no la recojo. En cuanto a la comida, normalmente me limito a cortar la carne o las verduras, las salteo, las sirvo en una bandeja y listos. Sé que debería hacer otras cosas, pero no puedo.
Mucho antes de irme a vivir con Yukio, tenía la casa siempre limpia, cocinaba toda clase de recetas, planchaba la ropa y cosía botones. Pero en algún momento, sin darme cuenta, empecé a ser incapaz de acabar todas esas cosas. Como nunca terminaba nada, cada vez tenía menos trabajo. Y cuanto menos trabajo tenía, menos cosas terminaba. Pero nadie se dio cuenta porque vivía sola y podía disimularlo. Entonces Yukio vino a buscarme y me fui a vivir con él. Yo sabía que no llegaríamos lejos, pero estuvimos tres años juntos. ¿Significaba aquello que por fin conseguiría terminar algo? Pero los meses y los años no tienen importancia, lo que cuenta es lo que ocurre. No conseguí terminar nada con Yukio. Intenté que funcionara muchas veces, pero al final no lo logré. Por eso cuando me dijo que quería separarse me quedé en blanco, sin pensar en nada. En ese momento supe que el vínculo que me unía a él era mucho más fuerte de lo que creía, pero aun así no supe qué hacer y me quedé cabizbaja. Él me acarició la mejilla. Parecía triste. Soy yo quien debería haber estado triste, pero no pude entristecerme más que él. Entonces, al lado de la cara triste de Yukio, en una pequeña pecera que había en el alféizar de la ventana, la tortuga chilló.
Un día toqué una pieza de metal que debía de tener centenares de años. Me habían dicho que si la tocaba podía romperse, por eso lo hice con mucho cuidado. En cuanto la toqué, el metal no se rompió, ni se agrietó, simplemente se desintegró. Se convirtió en polvo y desapareció. «Es el destino», me dijeron, y creí que lo había entendido.
Un poco más tarde, me regalaron la tortuga. Una noche fui con una amiga a la feria. En un tenderete, junto al recipiente para pescar anguilas, había unas tortugas que no dejaban de moverse. Me quedé mirándolas sin decir nada. Al cabo de unos días, la amiga que me había acompañado a la feria me trajo una pecera con una tortuga. «Las tortugas viven eternamente», me dijo mientras me dejaba la pecera como si nada. Estuvimos charlando un rato y luego se fue. «Quiero que te la quedes —me dijo—. Seguro que eres capaz de cuidar de una tortuga». Más adelante, conocí a Yukio y me llevé la pecera al piso nuevo. Entre una cosa y la otra, me distancié de aquella amiga, así que nunca pude preguntarle por qué me había regalado la tortuga. Quizá no hubo ningún motivo particular. A menudo olvidaba darle de comer, pero ella seguía viva. En invierno dormía mucho, y en verano se quedaba quieta tumbada en una piedra. De vez en cuando movía el cuello o la cola.
Me sonaba haber oído que las tortugas cantaban, pero no creía que lo hicieran. Lo que sí hacía era chillar. Como al principio nadie podía confirmármelo porque vivía sola, no sabía si chillaba de verdad o si sólo eran imaginaciones mías. A lo largo de los años que estuve viviendo con Yukio, me pareció oírla más de una vez, pero a él nunca se lo dije. Por eso no sé si es una especie de ilusión auditiva que sólo oigo yo o si la tortuga chilla de verdad. Lo hace muy de vez en cuando.
—¿Por qué eres así? —solía decirme Yukio cuando llegaba a casa, se encontraba las luces apagadas y me veía sentada o tumbada en el tatami sin moverme, sin leer, sin trabajar, sin comer, dejando pasar el día con la mirada extraviada. Cuando me encontraba así, sentada y quieta en medio de la oscuridad, me cogía de la mano y me ayudaba a levantarme.
—¿Ya vuelves a estar igual? —me decía. Entonces por fin me daba cuenta de que había vuelto a pasar el día de aquella forma, pero Yukio no me lo reprochaba. Me arrastraba de un tirón hasta el futón que yo no había guardado y me hacía el amor brutalmente. Cuando me hacía el amor así, me sentía como si estuviéramos en paz. Yukio me maltrataba. Cuando terminaba, yo me metía en la cocina como si nada hubiera pasado y preparaba la cena. Impasible, le preguntaba cómo le había ido el día, y él me contaba tranquilamente que un compañero de trabajo llamado Ota había tenido un accidente. Así, el día que yo había pasado de aquella forma quedaba recogido y guardado en algún lugar. Así pasaron tres años.
A veces, Yukio era incapaz de hacerme daño. Se tumbaba conmigo en el futón como si me entregara su cuerpo y suspiraba lentamente. Yo lo sujetaba entre mis brazos sin decir palabra y lo acariciaba como hubiera acariciado una estatua. Entonces Yukio se quedaba dormido. Su cuerpo se enfriaba y respiraba de forma irregular. Mientras dormía, a veces arrugaba la frente y, otras veces, se echaba a reír. Cuando se despertaba, le preguntaba de qué se reía y él me confesaba que no se acordaba de nada.
—¿Me he reído de verdad? ¿Cómo puedo reír mientras duermo? —decía con cara de disgusto—. Esto sólo me pasa cuando estoy contigo —me decía con acidez, y yo sólo podía asentir con la cabeza. Debería decirle que aquellas palabras me dolían, pero él las decía a sabiendas, por eso yo me limitaba a asentir. Cuando lo hacía, Yukio volvía a la carga en un tono aún más despiadado—: No quiero que me arrastres al agujero donde estás —añadía.
Yo sabía perfectamente a qué se refería. Si dejaba que lo tocara, Yukio se hundiría conmigo en el lugar de las cosas inciertas e inacabadas. Le habría pegado algo de mí, como si sufriera una enfermedad contagiosa. Pero pronto se recuperaba y volvía a hacerme el amor brutalmente.
Cuando yo gritaba su nombre mientras me maltrataba, me miraba a los ojos sin decir nada. Tenía la misma mirada irritada que el día en que la capa de pintura verde del tatami se había levantado y había dejado al descubierto la superficie marrón. Me hacía sentir bien que me mirase de aquella forma. Yo también lo miraba fijamente. Sus ojos eran como dos agujeros vacíos en medio de la oscuridad. Terminaba de hacerme el amor mirándome a los ojos. Su corazón latía acelerado. Yo respiraba profundamente. Siempre tenía los hombros helados, por más deprisa que latiera su corazón, y yo lo arropaba sin decir nada.
Yukio cuidaba de la tortuga.
La llamaba «esa cosa», pero le daba golpecitos cuando no se movía y cubría la pecera con un trapo cuando estaba hibernando.
Un día me habló del desierto.
—En algún lugar del desierto hay dos árboles altos.
—¿Hay árboles en el desierto? —le pregunté, y Yukio meneó la cabeza con cara de decepción.
—En el desierto también crecen los árboles —me respondió como si lo supiera todo el mundo.
Siempre hay animalillos merodeando alrededor de esos dos árboles tan altos. Cuando termina la estación lluviosa, las ramas están cargadas de frutos que caen al suelo por su propio peso, y los animales los devoran ávidamente. Pero hay algunos frutos que fermentan, y los animales se emborrachan al comerlos. Las jirafas, los facóqueros africanos, los elefantes y los monos empiezan a tambalearse bajo los árboles. Siempre es un lugar muy concurrido. Aunque los frutos no hayan madurado, los animales acuden de todos modos para tumbarse a la sombra de los árboles o refrescarse en los charcos.
—¿Qué clase de árboles son?
—No lo sé —repuso él.
La presencia de los animales propicia la aparición de plantas y pequeñas criaturas. Las tortuguitas suben por el tronco de un árbol. Trepan despacio, agarrándose al grueso tronco con las cuatro patas. Necesitan un día entero para llegar hasta arriba y otro día para bajar. Al día siguiente, suben al otro árbol y vuelven a bajar. Lo repiten una y otra vez, eternamente. Suben y bajan de uno de los árboles y vuelven a empezar con el otro.
—Necesitan tomárselo con calma —dijo Yukio.
—¿Estás seguro? Quizá para ellas eso sea un ritmo muy alto.
—Qué va. Son animales lentos y tranquilos.
Yukio le dio de comer a la tortuga, que estaba en la pecera, en el alféizar de la ventana. Cuando le das demasiada comida, el agua se enturbia y el animal no se siente cómodo. Pero Yukio lo hacía muy bien. El agua siempre estaba limpia y la tortuga se encontraba a gusto en la pecera.
—A las tortugas les gusta subir y bajar esos dos árboles tan altos —prosiguió Yukio.
—¿Ah, así? —susurré, con la expresión absorta de costumbre.
—Sí, les gusta mucho —repitió él, y me abrazó brevemente.
Un día Yukio se quedó mirando fijamente la pecera de la tortuga, mientras yo lo observaba desde detrás. Era un día ventoso y soleado. El viento hacía ondear y chasquear la ropa que colgaba del tendedero, en la parte exterior de la ventana.
—He conocido a una mujer muy interesante —dijo de repente—. Me abordó de repente.
—¿Te abordó?
—Sí, y me hizo sentir incómodo.
—¿Y qué tiene eso de interesante? —debí de responderle.
—Había algo en ella fuera de lo corriente.
La mujer se le acercó por detrás y le susurró palabras extrañas al oído. Luego se fue. Yukio se sintió incómodo y le pidió explicaciones, y entonces ella se disculpó con una expresión que parecía sincera. Sin embargo, al cabo de un momento se le acercó de nuevo y le susurró más cosas. Su cara tenía una expresión inquietante: los ojos muy abiertos, los labios separados y los orificios de la nariz dilatados.
—Debía de dar miedo —dije, pero Yukio sacudió la cabeza.
—No me dio miedo, fue excitante. El otro día me acosté con ella —añadió.
—¿Cómo?
—Estuvo muy bien.
Mientras repetía que había estado muy bien, Yukio me dirigió una mirada profunda e irritada. Yo me quedé en blanco, como siempre, sin poder reaccionar.
—Estuvo muy bien —insistió.
Quería decir algo, pero tenía la boca cerrada como una almeja gigante. Incluso me costaba mantener los ojos abiertos. Sin saber adonde mirar, dirigí la vista hacia la pecera de la tortuga. Yukio se colocó justo enfrente para obligarme a mirarlo.
—¿Por qué me lo has contado? —le pregunté cuando por fin me salió la voz.
—No te importa, ¿verdad?
Sus ojos brillaban mucho. Se me acercó con aquella mirada brillante. La tortuga chilló.
—¿Por qué crees que no me importa?
«No te importa», oí que repetía Yukio. En ese preciso instante, noté un fuerte impacto en la cara. Me había dado un bofetón. Empecé a verlo todo desde una perspectiva distinta: la mano que me había abofeteado se apartó de mi mejilla poco a poco. Vi las uñas claramente recortadas encima de los dedos. Entonces aquellos mismos dedos rodearon mi cuello y empezaron a apretarlo, primero suavemente y luego más fuerte. «¿Esto no debería ser al revés? —pensó mi cerebro dentro de mi cuerpo, que forcejeaba para escapar—. ¿No sería más lógico que fuera yo quien le diera un bofetón a él?». Hacía mucho tiempo que no utilizaba la palabra lógico. Me hizo gracia que se me ocurriera en un momento como ése. La tortuga chilló. Aquel día había chillado bastante. Con las manos, intenté apartar los dedos de Yukio de mi cuello, pero estaban fuertemente cerrados y no lo conseguí. Pensé que me mataría y me sorprendí. Tenía la cara congestionada, los pulmones me pedían aire y las extremidades me dolían. Mi cerebro era la única parte de mi cuerpo que estaba en blanco y no reaccionaba. La cara de Yukio era terrible. Pero imagino que la mía lo era aún más. Me habría gustado verla. Era una lástima que el espejo estuviera al otro lado de la habitación. Mientras lo pensaba, el cerebro se me iba apagando, y perdí la fuerza en los brazos y las piernas. Entonces Yukio apartó la mano de mi cuello.
Estuve un rato inconsciente, y cuando recuperé el conocimiento, Yukio me llevaba en brazos. Su cara volvía a tener su expresión habitual, que inspiraba confianza. No se disculpó ni me sonrió, sólo me sujetaba entre sus brazos con la mirada perdida.
—Me has hecho daño —le dije. Él asintió—. Me has hecho daño —repetí. Entonces me abrazó aún más fuerte. Las lágrimas saltaron de mis ojos sin que me diera cuenta. No lloraba porque estuviera triste, simplemente lloraba. Sin abrir la boca, me dejó en el suelo, me desnudó con delicadeza, hundió la cara entre mis pechos y me hizo el amor poco a poco. Como estaba tumbada en el suelo, la rabadilla se me clavaba y me dolía un poco la espalda. Mientras tanto, pensé que el sexo era la mejor forma de reconciliarse en una situación como aquélla. Aun así, no estaba segura de amar a Yukio. No estaba enfadada con él. Lo que me había hecho me parecía normal. Me dio pena y hundí la mano en su pelo. Él se movía sin decir nada.
—¿Te he hecho daño? —me preguntó.
—Sí —le respondí.
—No sé por qué lo he hecho —dijo al cabo de un rato.
La tortuga ya no chillaba. Yukio lamía todas las lágrimas que me resbalaban desde las mejillas hasta el cuello y se movía muy despacio, sin parar.
—Si estás conmigo, te acabarás hundiendo —le dije.
—Lo sé —me respondió.
Al otro lado de la ventana, el viento sacudía la ropa tendida y la luz de la tarde bañaba el tatami. De vez en cuando se oscurecía, como si las nubes cubrieran el sol, pero al cabo de un momento volvía a brillar con intensidad.
—Perdóname —dije en voz baja, sin saber si mis palabras iban dirigidas a Yukio o al cielo.
Él seguía moviéndose sin despegar los labios. Tenía dolorida la zona que me había estrangulado. Me dolían la espalda y el cuello.
Cuando Yukio me dijo que quería separarse, las marcas que sus dedos me habían dejado en el cuello habían desaparecido casi por completo. Recogió sus cosas ordenadamente, envolviéndolas en papel fino. Una vez envueltas, las embalaba en papel de burbujas y las metía en cajas de cartón, combinando los paquetes grandes con los pequeños para no dejar ningún hueco. Yo lo observaba distraídamente, sentada.
—¿Qué hacemos con la tortuga? —me preguntó—. ¿Quieres que te la deje aquí?
—Como quieras —le respondí. Él inclinó la cabeza un momento, reflexionando, y empezó de nuevo a empaquetar sus cosas. A ratos lo hacía de pie y a ratos sentado, de forma meticulosa y ordenada.
—¿Cuidarás de ella?
—No te preocupes, antes lo hacía sola.
—Ya —dijo Yukio, mirando la pecera de reojo. Hizo una mueca y suspiró sin quitarle la vista de encima.
—No me fío de ti, será mejor que me la lleve —dijo. A continuación, levantó la tortuga y la depositó en la palma de su mano.
—¡Ni hablar! —grité sin proponérmelo.
Me acerqué a él, cogí la tortuga por el caparazón y se la quité. El animalito encogió el cuello y empezó a agitar las patas en el aire. Volví a dejarla en la pecera. Yukio me miraba con los ojos abiertos de par en par.
—Cuidaré de ella —dije solemnemente, y él soltó una risita socarrona.
—Tú misma, quédatela si quieres —cedió, sonriendo tristemente.
—Yo cuidaré de ella —repetí varias veces, como una niña pequeña.
Yukio y yo mirábamos la tortuga como si fuera un pez exótico de un acuario. La tortuga chilló.
—Ha chillado —dije.
—¿De qué estás hablando? —me preguntó él.
—La tortuga ha chillado.
—Pues yo no he oído nada.
Después del primer chillido, pasó un rato y volvió a chillar. Yukio sonreía con una extraña expresión.
—Muy bien —dijo, haciendo una mueca.
—¿Vendrás a verme de vez en cuando? —le pregunté.
—Ya veremos —me respondió.
«Algún día lo superaré», pensé distraídamente.
—Cuídate —me dijo Yukio.
—Cuídate —repetí como un loro.
Yukio se fue tres días más tarde. No lo recuerdo muy bien, pero creo que desde entonces le he dado de comer a la tortuga una sola vez. Sigue chillando de vez en cuando.