—Cortas los trozos demasiado gruesos —me advirtió Tota. Yo me eché a reír.
—¿Qué tiene de malo cortar los trozos gruesos? —me defendí. Tota inclinó la cabeza a un lado, en actitud dubitativa.
—Supongo que nada —murmuró al fin.
Con el palillo de bambú cortó delicadamente un trozo de gelatina dulce y se lo llevó a la boca. Entonces sorbió un poco de té amargo.
—Qué dulce.
—La gelatina de alubias siempre es dulce.
—Pero ahora más que antes.
—¿A qué época te refieres cuando dices «antes»?
—Qué más da. Antes es antes.
Pronto hará quinientos años que Tota y yo estamos juntos, por eso cuando hablamos del pasado nunca queda claro a qué época nos referimos. Salvo que ocurra algún hecho excepcional, nunca intentamos averiguar de qué época estamos hablando.
—¿Qué te parece si salimos después de desayunar?
—¿Adónde iremos hoy?
—No lo sé.
Tota tenía el día libre, así que la noche anterior habíamos estado planeando ir de excursión al lago o a algún otro lugar. Tota lleva unas cuantas décadas trabajando de taxista. Se sacó el carné de conducir hace unos cincuenta años, y desde entonces no ha parado, de modo que tiene mucha experiencia. Le gusta conducir. Cuando tiene un día libre, apaga el taxímetro y me lleva de excursión. A lo largo de los años se ha adaptado a las modas y ha probado todas las novedades, pero nunca se ha cansado de conducir.
Ha tenido dos accidentes de tráfico. Los dos se produjeron mucho antes de que empezara a llevar el taxi. La primera vez, se despeñó por un barranco en una recóndita zona montañosa de la península de Izu, y quedó atrapado entre la carrocería del coche. No debería haber ido tan deprisa por aquella carretera de montaña sin asfaltar que ni siquiera tenía vallas de seguridad, pero a Tota le gustaba la velocidad. En el segundo accidente, el coche en el que viajábamos volcó en la autopista y yo salí proyectada a través del parabrisas, aterricé en el asfalto y un camión enorme me atropello. El accidente lo provocó un conductor que venía en dirección contraria, se durmió y se saltó la mediana. Tota tuvo que esquivarlo, de modo que ni siquiera fue culpa suya. Los dos accidentes fueron mortales, pero ni Tota ni yo perdimos la vida. Al principio parecía que estuviéramos muertos, pero pronto fue como si nada hubiera pasado. Ambos nos habíamos convertido en seres inmortales. Estas cosas suelen suceder por motivos pasionales, fatídicos u obsesivos, pero la verdad es que, después de más de quinientos años, apenas me acuerdo. Sólo sé que, como criaturas inmortales, estamos condenados a vivir juntos eternamente.
No había mucho tráfico. Parecía que fuera a llover en cualquier momento. No llevábamos ningún coche delante ni detrás.
—¿Era de noche o de día? —le pregunté.
—¿Te refieres a cuando tuvimos el accidente? —dijo Tota, encendiéndose un cigarrillo.
—Fue en esta autopista, ¿no?
—No. Cuando tuvimos el accidente, aún no la habían inaugurado.
—Tienes razón.
Tota bajó la ventanilla y expulsó el humo, que se había mezclado con el aire cálido del interior del coche y se resistía a salir. Yo también bajé mi ventanilla y el aire por fin empezó a circular. El frío viento me acarició primero las orejas y luego las mejillas. Cuando terminó de fumarse el cigarrillo, Tota abrió el cenicero con la vista fija en la carretera y aplastó la colilla con cuidado.
—Había un gato.
—¿Un gato?
El día del accidente, cuando salí proyectada a través del parabrisas, aterricé justo encima de la línea blanca que delimitaba el carril de la autopista. El camión me atropello justo después, pero durante aquel breve instante, todo lo que me rodeaba se me quedó grabado en la retina, y retuve todos los detalles de mi campo visual. Las pequeñas grietas en el asfalto. La línea blanca que, al verla de cerca, tenía la superficie irregular. Las pequeñas arañas que se paseaban por encima. Los innumerables fragmentos de cristal que reflejaban la luz de las farolas. Un trozo de cartón húmedo que debió de haberse caído de algún camión. Los nervios que recorrían de arriba abajo las hojas de los arbustos plantados en la mediana. Las amígdalas del fondo de la boca abierta de Tota. Había un gato en el margen, al pie de la valla metálica que delimitaba la autopista. Su silueta se veía alargada bajo la luz de las farolas, como si estuviera plácidamente dormido. Tenía las patas estiradas y los ojos cerrados, y parecía sonreír. En cuanto el camión me pasó por encima, me di cuenta de que no estaba durmiendo, sino que estaba muerto. No dormía en absoluto. Cuando lo descubrí, lo odié. Lo odié con todas mis fuerzas porque había podido morir.
—¿De dónde habría salido aquel gato?
—¿De verdad había un gato?
—Sí, era atigrado.
—No me fijé.
—Pues estaba ahí.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—No recuerdo haberlo visto.
—¡Pues había un gato!
El coche avanzaba rápidamente. Unas gotas indecisas de lluvia caían en el parabrisas. Cuando apareció el cartel que indicaba la salida oeste del lago, Tota aminoró un poco el ritmo. Puso el intermitente izquierdo y redujo la marcha. El camino describía una curva, y noté la fuerza centrífuga empujándome hacia el exterior. ¿Cuándo fue la primera vez que experimenté aquel fenómeno? Por entonces el término fuerza centrífuga aún no debía de existir, y cuando le pregunté a Tota: «¿Usted también ha notado eso?», él me respondió que sí. Ahora que lo pienso, en algún momento dejé de tratarlo de usted, pero no recuerdo si fue a principios de este siglo o a finales del pasado.
En la orilla del lago había una explanada con algunos bancos.
—¿Quieres que almorcemos aquí? —me preguntó Tota sin soltar el volante, pero yo aún no tenía hambre. La gelatina dulce de alubias que nos habíamos comido antes de salir me había saciado.
—Yo prefiero esperar un rato.
—Si aún no tienes hambre, yo también puedo esperar.
—No hace falta, come antes si quieres.
—No me gusta comer solo.
En realidad, no es del todo cierto que no recuerde el motivo por el cual nos volvimos inmortales. Conservo un recuerdo borroso. Fue por adulterio. No deberíamos habernos acercado el uno a la otra, pero el caso es que Tota y yo nos veíamos a escondidas. Mi marido o su mujer, o quizá fueron los dos, tuvieron un terrible ataque de celos, se transformaron en espectros vengativos y nos maldijeron. Nuestras familias se pusieron de acuerdo para intentar separarnos. Huimos al monte, buscando refugio en las profundidades de los bosques, pero no dejaron de perseguirnos. Uno de nuestros familiares intentó matarnos con una catana, y los espectros de nuestros cónyuges se enrollaban alrededor de nuestros cuerpos e intentaban estrangularnos. Seguimos huyendo hasta que, al fin, aceptamos que no podíamos estar juntos. Lo que no recuerdo es qué pasó luego, una vez hubimos aceptado nuestro destino. No sé si intentamos suicidarnos o si seguimos huyendo hasta el fin del mundo. Los recuerdos que conservo son demasiado confusos. De repente, Tota y yo nos habíamos quedado solos. Nuestros perseguidores habían desaparecido sin dejar rastro, tanto los humanos como los espectros, y nos encontrábamos en un lugar desconocido. Estábamos solos, de pie entre el silencio, sin saber siquiera cuánto tiempo había pasado.
—Ya te he dicho que cortabas los trozos demasiado gruesos.
—¿Cómo dices?
—Los trozos de gelatina —dijo Tota en tono burlón, sin apartar la vista de la carretera.
—Es que…
—Eres demasiado generosa.
—Pero…
—¡No me contestes!
—De acuerdo.
El camino bordeaba el lago y se adentraba en la montaña. Había dejado de llover. La neblina que flotaba encima del agua se había levantado un poco, y la tímida luz invernal se reflejaba en la superficie. La carretera de montaña daba al lago, y cuando miré hacia abajo descubrí algunos cisnes en el agua, en una zona iluminada por un rayo de sol. Se veía un cisne negro entre los blancos.
—¡Hay un grupo de cisnes!
—Me alegro.
—Mira, ahí abajo, donde da el sol.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no puedo mirar mientras estoy conduciendo? —rio Tota.
—Es que…
—Podríamos tener un accidente.
—No pasaría nada.
—Tienes razón —admitió él, pero siguió conduciendo con prudencia, sin mirar hacia abajo. De hecho, ya lo habíamos visto casi todo: los cisnes, los colores del cielo, las montañas, los ríos y toda clase de personas. Estuve un rato en silencio contemplando los cisnes de lejos, mientras él conducía.
Más adelante, encontramos una bifurcación que no estaba la última vez que habíamos pasado por allí. Un cartel informaba de que al final del camino había un pequeño museo.
—¿Vamos?
—Sí, vamos —acordamos, no importa quién dijo qué. Tota tomó el camino que se alejaba del lago. Bajé un poco la ventanilla, y el aire frío entró en el coche. Olía a primavera. A pesar de que estábamos en febrero, el aire estaba impregnado del dulce aroma de los árboles.
—¿Cuánto falta para la primavera? —le pregunté a Tota.
—Estamos en el primer mes del calendario lunar, la primavera ya ha empezado —respondió tras una breve reflexión.
Yo apenas recordaba el antiguo calendario. Aunque sólo llevábamos un siglo utilizando el calendario moderno, ya me había acostumbrado. No me resulta difícil acostumbrarme a las cosas nuevas.
—Pronto florecerán los ciruelos.
—La semana que viene podríamos ir a verlos.
—Buena idea.
Estuvimos viviendo una temporada cerca del mar, en una cálida región poblada de ciruelos. Fue entonces cuando tuvimos hijos, niños y niñas, y los vimos crecer. En aquella época no había guerras y se vivía bien. Vivimos terremotos, incendios y hambrunas, pero vimos crecer a nuestros hijos y a nuestros nietos. Sin embargo, tanto los hijos como los nietos, los bisnietos y tataranietos envejecieron y al final murieron. Sólo Tota y yo éramos inmortales. Ver desaparecer algo que había salido de nuestro interior fue una experiencia terriblemente angustiosa. Por eso decidimos no tener más hijos. Pero aunque hubiéramos renunciado a procrear, no podíamos dejar de acostarnos juntos. Como nos habíamos vuelto inmortales como castigo por haber mantenido relaciones, teníamos que hacer el amor aunque no tuviéramos hijos. Mientras lo hacíamos día y noche, empecé a sospechar que nos encontrábamos en uno de los seis reinos budistas. Habrán pasado unos cien años desde entonces. Más adelante, pudimos dejar de hacer el amor. No sé cómo pasó: un buen día, el cuerpo de Tota dejó de funcionar. Al parecer, estas cosas pueden pasarte incluso cuando eres inmortal.
—Parece que el aroma de los ciruelos nos llueva encima.
—¿Que nos llueva encima?
—Sí, como si cayera del cielo.
—Qué poético.
—Gracias.
Al final del camino, encontramos el museo de arte. Era un pequeño edificio marrón rodeado de árboles. Contenía una exposición de antigüedades de toda clase. Vimos jarrones pertenecientes a épocas anteriores a nuestro nacimiento, y una vajilla de cerámica de cuando todavía éramos mortales.
—Cuántos recuerdos —suspiró Tota, señalando un pequeño cuenco.
—¿Por qué lo dices?
—Antes utilizábamos esos platos abombados, ¿verdad?
—Ahora que lo dices…
—Todos estos objetos parecen muy antiguos.
—Sí, se nota que tienen un montón de años.
—Por eso son tan interesantes.
—Su vida es tan larga como la nuestra.
—Sí, pero ellos tienen más valor.
—¿Por qué?
—Porque nosotros no cambiamos nunca.
—Sí que lo hacemos.
—Casi nada.
Tota apoyó la frente en la vitrina y contempló los objetos expuestos tras el cristal. Yo seguí visitando el museo, y cuando llegué al final del recorrido fui a la zona de fumadores y me encendí un cigarrillo. Al ver que Tota no venía, fui a buscarlo y lo encontré en el mismo lugar donde lo había dejado, contemplando el cuenco con la frente apoyada en el cristal. El cuenco estaba agrietado, pero lo habían restaurado con laca y oro. Tenía un chorlito dibujado.
—Qué bonito.
—Sí, mucho.
—Y pensar que eso lo hizo alguien…
—Pues claro.
—Creamos y morimos.
—Sí.
—Empiezo a tener hambre.
Junto al museo había una glorieta con algunas mesas de picnic. Fui al coche y saqué el termo y la comida. Habíamos traído bolas de arroz saladas, tortilla, boniato, verdura y salmón a la plancha. Para beber teníamos té con arroz integral tostado. Como siempre. Comimos despacio, mirando los coches que pasaban por la carretera. Ninguno de los dos hablaba. Una abeja subía lentamente por la columna de madera de la glorieta. Sus alas brillaban bajo la suave luz. Tota estuvo observándola un rato con expresión serena. De repente, la aplastó de un manotazo con el papel que habíamos utilizado para envolver la comida.
—¿Por qué lo has hecho? —exclamé.
—Lo siento —se disculpó, pero en su mirada ya no quedaba ni rastro de serenidad. A veces Tota tiene esa clase de reacciones. Son fogonazos de odio, intensos pero breves, que yo también experimento de vez en cuando. Le pasé la mano por detrás de la espalda y lo abracé. Le acaricié el pelo poco a poco, una y otra vez. Él suspiró. Suspiraba y espiraba a la vez. Inspiraba, suspiraba. Inspiraba, suspiraba. Inspiraba, suspiraba. Lo hizo varias veces, sin cansarse. Quizá ni siquiera era consciente de que suspiraba. La abeja aplastada se había quedado pegada al papel. Lo levanté para que cayera al suelo. Mientras tanto, seguía acariciando el pelo de Tota, y él seguía suspirando sin parar y empujaba con la punta del zapato la abeja que estaba en el suelo, muerta.
Subimos al coche y regresamos al lago. El viento soplaba con más fuerza. Tota aparcó el taxi en un lugar lleno de árboles caducifolios.
—¿Bajamos aquí?
—Hace frío.
—No importa.
—Cogeré el abrigo.
—No hace falta, bájate.
Cerró el coche antes de darme tiempo a abrigarme. Cuando ya llevábamos un rato andando, me volví y distinguí entre las ramas de los árboles la carrocería naranja del taxi, solo en la orilla del lago. Tota caminaba a paso rápido.
—¿Adónde vamos?
—Junto al agua.
—Pronto oscurecerá.
—¿Y?
—Hace frío.
—Es normal, estamos en febrero.
No se detuvo hasta que llegamos a un claro sin árboles. Me volví, pero los árboles me tapaban la vista y no vi el coche. Por tanto, deduje, a nosotros tampoco podía vernos nadie desde la carretera. Tota metió la mano en el agua, luego contempló el horizonte y, al fin, me llamó. Cuando llegué a su lado, me tomó la mano y me dijo que me quería. Levanté la vista, sorprendida, pero su cara no reflejaba ningún tipo de emoción.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Hay algo que quieras pedirme? —Él asintió sin decir nada—. ¿Qué quieres que haga? —le pregunté. Él guardó silencio—. Haré cualquier cosa que me pidas —añadí.
—Quiero que te des placer a ti misma —me pidió entonces.
—¿Cómo?
—Yo ya no puedo, de modo que tendrás que hacerlo tú sola. Quiero que te masturbes aquí, junto al lago. Quiero ver cómo lo haces —me explicó con cierta brusquedad.
—Llevo más de cien años sin hacerlo, ya no me acuerdo —protesté riendo, pero él insistió.
—Creía que había olvidado lo que eran el amor y el cariño, pero en algún rincón de mi cuerpo todavía queda algo. Te lo pido por favor, mastúrbate aquí. Quiero ver cómo lo haces —me suplicó en voz baja pero cargada de pasión.
Insistió tanto que no tuve más remedio que ceder, y me quité el jersey. Pensé que, si me quitaba más ropa, me resfriaría, así que me dejé la blusa y la falda puestas. Me levanté los bajos de la blusa, que llevaba por dentro de la falda, metí la mano por debajo y me toqué un pezón. Tenía los dedos helados, y noté un escalofrío. Metí la otra mano por dentro de la falda y me toqué por encima de la ropa interior. No sentí nada. Hacía frío, y estaba inquieta porque en cualquier momento podía aparecer alguien. Pero Tota me miraba impaciente, así que arrugué la frente y empecé a gemir en voz baja. También había olvidado cómo se hacía. Mi boca no recordaba el sonido que debía emitir.
—¿Sientes placer? —me preguntó Tota, como un adolescente que ve por primera vez una mujer desnuda.
—Mucho —le respondí, aunque seguía sin sentir nada.
—¿Me deseas?
—Sí —le dije, con una voz ronca que sonó muy forzada, pero él no pareció darse cuenta. Mientras tanto, empezó a tocarme los pezones. Sus dedos no estaban tan fríos como los míos. Sentí un poco de placer. Aún estaba muy lejos de acabar, pero gemía con más naturalidad.
—Me gusta oírte gemir.
—Ah… —oí que decía mi propia voz, como si fuera de otra persona.
¿Era así como se hacía? ¿Era eso lo que nos había unido hasta que nos convertimos en seres inmortales? Tota me escuchaba atentamente. No estaba ni mucho menos a punto de acabar, pero como él estaba tan pendiente de mí, empecé a gemir cada vez más alto hasta que, al final, grité: «¡Ya llego!». Justo después volví a introducirlos bajos de la blusa por dentro de la falda y me puse el jersey a toda prisa.
—Qué frío —dije.
—Gracias —me agradeció Tota, inclinando la cabeza hacia mí. Entonces me rodeó los hombros con el brazo y me atrajo hacia sí. Recorrimos abrazados el camino de vuelta. Cuando llegamos al coche, Tota subió al asiento del conductor y yo me senté a su lado. Estuvimos un rato contemplando el sol que se escondía tras el lago. Algunos cisnes planeaban sobre el agua.
—No has llegado, ¿verdad?
El sol estaba a punto de ponerse. Una vez empezaba a hundirse, iba muy deprisa. En cuanto el disco, rojo como un fruto maduro, rozó la línea del horizonte, se hundió hasta la mitad y al poco rato sólo sobresalía el extremo superior, que parecía un sombrero flotando en el agua. Al final sólo quedó una línea roja que desapareció tras el horizonte en un abrir y cerrar de ojos. Tota puso el motor en marcha y encendió la pequeña luz interior del coche.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Creías que no me daría cuenta?
—Es que ya no recuerdo cómo se hacía.
—Pues yo sí me acuerdo.
—Tendré que practicar más.
—Podríamos intentar hacerlo juntos otra vez.
—Vale.
—Da igual, olvídalo.
—Tienes razón.
Bajo la tenue luz del coche, me di cuenta de que Tota tenía los pelos de la nariz muy largos. Cuando se ponía de perfil, se le veían algunos pelos sobresaliendo de las aletas. Aunque parezca raro, destacaban más que a plena luz del día.
—¿Tienes unas tijeras, Tota?
—¿Para qué?
—Tú confía en mí.
Las tijeritas que sacó del fondo de la guantera no cortaban demasiado. Le pedí que apoyara la cabeza en mi regazo y me incliné encima de él con la intención de recortarle los pelos de la nariz, pero estaba oscuro, me faltaba espacio y no lo conseguí. Además, aquellas tijeras apenas servían para cortar.
Le levanté las aletas de la nariz para verle mejor los pelos y podérselos cortar. Esperaba encontrar unos pocos pelos finos y poco poblados, pero los pelos de la nariz son más duros y mucho más gruesos de lo que parece. Me sorprendió que fuera tan difícil.
—Qué complicado.
—¿Qué mosca te ha picado de repente?
—Me apetecía cortártelos.
—Es la primera vez que lo haces.
—Tienes razón, nunca te había cortado los pelos de la nariz.
—Es raro hacer algo por primera vez.
—Y no es nada fácil.
—Es que esas tijeras no cortan muy bien.
Tota me quitó las tijeras de la mano, se levantó las aletas de la nariz, recortó hábilmente los pelos que sobresalían y los recogió con un pañuelo de papel. Lo hizo muy bien. Me dejó de piedra. Algunos fragmentos de antiguos recuerdos de hacía cinco siglos cruzaron mi mente.
—Algún día moriremos, ¿no?
—¿Quién, nosotros?
—Claro, tú y yo.
—Tarde o temprano supongo que sí.
—¿Seguro?
—Cuando la raza humana desaparezca de la faz de la Tierra, nosotros tampoco podremos seguir vivos.
—¿Tú crees?
—Pues claro.
Moví la cabeza de arriba abajo, aunque no estaba muy convencida. Le quité las tijeras e hice un segundo intento de recortarle los pelos de la nariz. Al ver que lo hacía un poco mejor que antes, me animé y continué, pero entonces le hice un pequeño corte que sangró un poco. Fuera estaba completamente oscuro. Los cuervos graznaban. La luz del coche parecía iluminar más que antes.
—Tota.
—Dime.
—¿Nos vamos?
—Aún no.
—Ya es de noche.
—Quiero quedarme un rato más.
—¿Todavía más? Ya han pasado quinientos años.
—Quinientos años pasan enseguida.
—¿En serio?
—Ya lo creo.
—Puede que sí.
—Qué silencio.
Tota no oía los graznidos de los cuervos, cada vez más altos. Parecía que hubiera más luz dentro del coche a medida que pasaba el tiempo. Tuve la sensación de que todo el taxi era un cuerpo luminoso. Tota tenía una gotita de sangre bajo la aleta de la nariz. Lo llamé de nuevo, pero se había quedado dormido. Su respiración sonaba como un suspiro. Mientras doblaba el pañuelo de papel que contenía los pelos de su nariz, contemplaba el lago en silencio. Estaba oscuro y no se veía nada. Ni los cisnes, ni la superficie del agua, ni nada.