ABANDONARSE A LA PASIÓN

Llevo un tiempo huyendo.

No estoy sola, huimos los dos juntos. Yo no quería huir, por eso olvido pronto por qué lo hago. Pero como ya he empezado a huir, sigo adelante.

—¿Tú de qué huyes, Mori? —le pregunté cuando nos fuimos.

Mori ladeó la cabeza en actitud reflexiva.

—De muchas cosas —me respondió—. Por encima de todo, huyo de las cosas irracionales.

—¿De las cosas irracionales?

Levanté la vista hacia él con la boca entreabierta. Él agachó la cabeza tímidamente y asintió unas cuantas veces seguidas, con la frente arrugada.

—Hay que huir de la irracionalidad.

—Ya.

—¿Y tú, Komaki? ¿De qué huyes?

No supe qué decirle. Mori me propuso huir y nos fuimos juntos. Al principio creía que sabía por qué lo hacía, pero con el paso del tiempo empecé a dudarlo.

—Es el tópico de los amantes fugitivos de la época de Chikuden —dijo Mori, acariciándome la mejilla—. Supongo que esto es lo que hacemos.

—Los amantes fugitivos… —reflexioné, de nuevo con la boca entreabierta, mientras Mori seguía acariciándome.

—Es cuando dos amantes se escapan cogidos de la mano.

—Ah.

Al principio me sentí muy identificada con aquella descripción. Sin embargo, mientras estaba allí, acostada a su lado, empecé a dudar de nuevo.

El cuerpo de Mori desprende mucho calor, y su calidez hace que me quede dormida inmediatamente en cuanto me acurruco junto a él. «Creía que te habías desmayado», me dijo un día. «Es una falta de respeto que te duermas tan rápido», me reprochó otro día en broma.

—Somos dos amantes fugitivos. Deberíamos abrazarnos con fuerza y dejarnos arrastrar por la pasión susurrando que queremos morir juntos, ¿no crees?

—No me apetece mucho dejarme arrastrar por la pasión —repuse mientras empujaba a Mori, que se me había acercado por detrás para acariciarme la espalda y el vientre. Él soltó una risita traviesa.

—¿Qué tiene de malo la pasión? —objetó, y me hizo volver hacia él. Siguió haciéndome cosas apasionadas, pero a mí no me lo parecían. Pensé que Mori sabía que aquello no era pasión y que sólo se esforzaba en fingirlo.

Un día subimos a un camión que viajaba hacia el sur. Mori se plantó en medio de la carretera y lo hizo parar. Yo también lo había intentado haciendo señales con la mano desde el arcén, pero no se había parado nadie.

—Pues yo siempre había pensado que los conductores sólo se paraban cuando veían a una mujer —dijo Mori justo antes de plantarse en medio de la carretera, con el viento a favor.

Enseguida se detuvo un camión. Mori sabe hacer estas cosas. Cuando subimos, se puso a hablar con el conductor. «Así que transporta verdura. Últimamente ha llovido poco. Si esto sigue así, dentro de quince días los precios se habrán disparado». «¿Dice que su hija es alumna de secundaria? ¿Lleva un uniforme marinero? Cada vez llevan las faldas más cortas, ¿no le parece estupendo?». «Vamos hacia el sur, déjenos donde le vaya bien, siempre y cuando sea un lugar habitado».

Mori hablaba por los codos. Él y yo compartíamos el asiento de copiloto. De vez en cuando el camionero parecía a punto de quedarse dormido, pero entonces Mori sacaba un nuevo tema de conversación y lo mantenía despierto. Mientras mascaba el chicle que le había dado el conductor, Mori sujetaba un volante imaginario y fingía que estaba conduciendo. Sin dejar de hablar, sujetaba el volante con una mano y apoyaba el otro codo en mi hombro como si fuera el marco de la ventanilla.

Un par de horas más tarde, nos detuvimos en una pequeña ciudad. El conductor envolvió con papel de periódico dos manojos de espinacas del cargamento que transportaba y nos los dio. Nos preguntó a qué nos dedicábamos. «Somos amantes fugitivos», le respondió Mori con seriedad. «Qué vida más dura», repuso el camionero sin inmutarse, y nos regaló otro manojo de espinacas.

Cuando el camión hubo desaparecido de nuestra vista, Mori se sacó el chicle de la boca y lo envolvió delicadamente con un trocito de papel.

—¿Tú llevabas uniforme marinero cuando ibas al colegio, Komaki? —me preguntó mientras caminábamos siguiendo un cartel que nos llevaría a la estación. El sol había empezado a declinar, y unos animales que parecían murciélagos revoloteaban en el cielo.

—Sí —admití, y Mori me miró con la misma seriedad con la que se había dirigido al camionero un momento antes.

—Me gustaría verte vestida de colegiala —me dijo.

—Te daría miedo verme con uniforme a mi edad.

—Me gustan los uniformes marineros.

—Ya, pero esa no es la cuestión.

—Eso de «cuestión» suena muy grave, no me gusta que hables así.

Mori me apretó la mano con fuerza. Cada vez estaba más oscuro, y no sabíamos dónde pasaríamos la noche. Le devolví el apretón. Llevábamos los manojos de espinacas encima de la maleta, y oíamos el crujido del papel de periódico que los envolvía.

—Puede que alguien nos ofrezca alojamiento a cambio de las espinacas.

—¿Quién?

—Algún alma caritativa.

Mori siempre era optimista, y a mí me gustaba que lo fuera. Por eso fui tras él sin dudarlo cuando quiso huir. El papel de periódico crujía. No había a la vista ninguna casa de algún alma caritativa.

—Estamos en el sur, aquí no hace tanto frío —dijo Mori.

Aquella noche dormimos al raso. Me arrimé al cálido cuerpo de Mori y dormimos unas horas tumbados en el césped. Se ve que él no pudo pegar ojo. Cuando se lo pregunté a la mañana siguiente, me dijo que había pasado la noche en vela imaginándome vestida de colegiala.

—¿En serio?

—Qué va.

Las espinacas se habían marchitado un poco, y la sombra de una barba incipiente oscurecía la cara de Mori.

—¿Hasta cuándo estaremos huyendo? —le pregunté.

—No lo sé —me respondió, un poco distraído.

Cuando llegó el frío y empezamos a quedarnos sin dinero, nos instalamos temporalmente y encontramos trabajo en una empresa de distribución de periódicos. Mori repartía los periódicos, y yo trabajaba de cocinera en la residencia para trabajadores de la empresa. No sería del todo correcto decir que Mori madrugaba: en realidad se levantaba cuando todavía era de noche, se reunía con los demás repartidores, introducía los panfletos de propaganda entre las páginas de los periódicos, montaba en una bicicleta de color verde chillón y salía a hacer el reparto. Al principio le costaba mucho completar el recorrido en bicicleta, y no terminaba hasta que ya era de día. Algunos suscriptores que no habían recibido el periódico llamaban para quejarse. No fue hasta dos semanas más tarde cuando empezó a repartir los periódicos al mismo ritmo que sus compañeros. Sin embargo, su forma de montar en bicicleta seguía siendo un poco rara. Su postura era muy forzada, con el tronco inclinado hacia atrás y la espalda muy recta.

Mi trabajo consistía en preparar el desayuno y la cena antes de que los repartidores de ambos turnos volvieran del trabajo. Para cada comida, lavaba casi dos kilos de arroz, hervía muchos litros de sopa de algas, salteaba verduras o guisaba carne con patatas y asaba el pescado en una parrilla de cocinero profesional. «Nuestra Koma cocina con demasiados condimentos —decía algún trabajador, y justo después se apresuraba a añadir—: Pero a mí ya me gusta la comida fuerte». Cuando me llamaban «nuestra Koma», me sentía como si hubiera llegado muy lejos. Un día, a la hora de comer, me fijé en Mori y lo vi inclinado encima de su cuenco, masticando sin decir nada. Mori siempre está muy serio cuando come. Antes de huir, fuimos a comer sashimi y tempura en un restaurante más o menos bueno, y ponía la misma cara. Mori no me llamaba Koma como los demás. Siempre me llamaba Komaki. «Os tratáis con mucha formalidad para estar casados. Suena un poco raro, pero debéis de tener vuestros motivos».

Al oír aquel comentario, Mori puso cara de resignación y suspiró. Los hombres no intentaron averiguar nada más, y repitieron de arroz unas cuantas veces mientras me pedían que al día siguiente les preparara sopa de patata y carne. Más tarde, cuando nos quedamos solos, le pregunté a Mori si se había sentido incómodo por los comentarios de sus compañeros.

—Es que no acabo de coger el ritmo con la bicicleta —me respondió, suspirando de nuevo—. Creo que este trabajo no se me da bien.

—No digas eso —reí.

Mori se me acercó de repente y me dijo:

—Quiero hundirme en un mar de pasión. Ahora mismo. Dejémonos llevar por la pasión.

—Ya es casi mediodía —protesté.

—Es que estoy loco por ti, Komaki —repuso él a punto de llorar, y me cubrió el pecho y el cuello de besos. Luego nos hundimos rápidamente en un mar de pasión.

Estuvimos trabajando tres meses en el centro de distribución de periódicos, y cuando tuvimos suficiente dinero ahorrado, volvimos a huir.

Mori tiene tendencia a quedarse absorto de vez en cuando, pero desde que empezamos a huir de nuevo, lo hace más a menudo.

Aunque estemos juntos, parece que esté en otro sitio. Entonces me pregunto por qué huí con él, y me siento triste. No estoy enfadada con él, sino más bien conmigo misma. Huí casi sin pensarlo, pero fui yo quien tomó la decisión. Mori no tuvo la culpa.

Una vez, cuando era pequeña, estuve todo el día jugando y cogí el camino de vuelta a casa más tarde de lo que debía. Mientras volvía a casa, no me preocupaba que mis padres me regañaran, me sentía más bien como si flotara, contenta de encontrarme en una situación distinta. Era una sensación rara. Sabía que se enfadarían conmigo pero que, por más que se enfadaran, no iba a morir. Algún día tendría que morir, desde luego, pero acababa de entrar en la escuela primaria, así que aún era demasiado joven. Desde que Mori y yo habíamos empezado a huir juntos, volvía a sentirme a menudo como si flotara, sobre todo cuando Mori desconectaba del mundo que lo rodeaba.

—¿No tienes hambre? —le pregunté, pero él estaba muy lejos de allí, y ni siquiera me respondió. Entonces me adelanté y entré en un restaurante de la playa. Huir me da hambre. Siempre me apetece un pescado asado con piel o un plato barato de sashimi.

—¿Quieres que vayamos a comer carne a la brasa?

Mori asintió como si no le importara, pero se notaba que la carne a la brasa era su plato favorito porque se la comió con avidez, mientras bebía a pequeños sorbos la cerveza que había pedido.

Yo leía atentamente un cómic de batallas de trece tomos que el restaurante tenía a disposición de los comensales. Además de nosotros, sólo había otra mesa ocupada, donde dos jóvenes estudiantes leían un cómic de seis tomos que trataba de juegos y apuestas. Compartían un tomo entre los dos. Uno de ellos había pedido un bol de arroz con pollo y huevo, mientras que el otro comía tempura con arroz. Movían los palillos automáticamente, sin mirar el bol, con los codos apoyados en la mesa. Ambos leían como si tuvieran la cara pegada a las páginas del cómic.

Cuando terminó de comer, Mori aún no había vuelto a la realidad. Seguía en otro mundo.

—Según este cómic, hay que luchar por el honor y la amistad —le dije a Mori levantando la vista de la página que estaba leyendo, pero no me respondió—. ¿Tú serías capaz de morir por honor? —Mori abrió un poco los ojos—. ¿Me quieres? —le pregunté, precisamente porque sabía que no me respondería. De lo contrario, no se lo habría preguntado.

Los dos estudiantes habían empezado a hablar. No parecía que hablaran del cómic, sino de la hermana de alguien que vivía cerca de su casa, según me pareció entender. Al cabo de un rato, Mori bajó de su mundo y me miró fijamente.

—Siempre te digo que te quiero, no paro de decírtelo. ¿Por qué no lo entiendes?

¿Tanto me quería? A mí más bien me daba la sensación de que era yo la que lo amaba, y creía que por eso habíamos huido. Siempre intentaba convencerme a mí misma de que habíamos huido juntos porque amaba a Mori.

—Eres idiota, Komaki —me reprochó, con la voz ahogada—. No has aprendido nada, ¿verdad? No te acuerdas de nada.

Aquel comentario inesperado me sorprendió. Me sentí de nuevo como si estuviera flotando, con más intensidad que nunca.

—A lo mejor soy idiota, pero te quiero mucho.

—Eres idiota —repitió él.

—¿Por qué lo dices?

—Sabes que somos amantes fugitivos. Nuestro único objetivo es hundirnos en un mar de pasión, por eso huimos juntos. Esto va en serio.

Mientras decía «en serio», Mori no parecía sincero. En la mesa de fórmica de aquel restaurante junto al mar había una mancha de soja, y las esquinas de las páginas del cómic de trece tomos repleto de combates y sangre estaban dobladas. Mori apuró de un trago la cerveza que le quedaba. A continuación abrió la maleta y, con aires de importancia, sacó dos billetes de mil yenes ligeramente arrugados.

Una vez, sólo una, Mori y yo estuvimos hablando de morir juntos. Si estuvimos pensando en la muerte, debía de ser un día frío y nublado.

—Huir es agotador —dijo Mori.

—Qué exagerado eres —repuse.

—Sí, tienes razón. Lo que cansa no es huir, sino pensar en todo lo que has dejado atrás —dijo él.

Al parecer, Mori había dejado atrás muchas cosas. Yo sólo había tenido que desprenderme de un par de cosas, e incluso eso era una carga demasiado pesada para mí, así que podía imaginar perfectamente el cansancio que él debía de llevar encima.

—¿Y si morimos juntos? —propuso.

—¿Por qué no? —le respondí sin pensar demasiado.

Cuando mi respuesta ya se había evaporado en el aire, empezamos a caminar por la playa. Aquel día que estuvimos paseando por la orilla del mar hacía mucho frío.

Caían unos copos muy pequeños que se acumulaban encima de la arena, formando una fina película de nieve virgen.

—Es un buen día para morir.

—Quizá demasiado bueno, ¿no crees?

Mientras hablábamos de la muerte, dimos un largo paseo por la playa. Un cuervo graznó. Aunque estuviera lejos de allí, su graznido sonó muy cerca.

—Komaki, ¿de cuántas cosas te has arrepentido durante tu vida?

Aquella pregunta era demasiado normal para Mori, así que empecé a pensar que lo de morir juntos iba en serio.

—Casi siempre me arrepiento de todo lo que hago, si es eso a lo que te refieres.

Mi respuesta también fue extrañamente normal. Mori asintió. La nieve caía sobre la arena, blanca y fina, y se derretía a continuación. A pesar de que desaparecía enseguida, la arena estaba cada vez más blanca, y las olas la acariciaban susurrando.

—¿Te arrepientes de haber huido conmigo?

Mori seguía utilizando palabras normales, muy poco habituales en él.

—No.

—¿Ni un poco? —Esbozó una breve sonrisa, y justo después añadió—: La muerte debe de ser muy fría.

Un cuervo pasó rozando la cabeza de Mori, que soltó un grito de sorpresa y levantó la vista hacia el cielo.

—Nuestras huellas nos siguen —observé, y Mori se volvió.

—Tienes razón.

—¿De verdad quieres morir?

—No lo sé.

—No me gusta el frío.

—Ni a mí.

—Quiero seguir hundiéndome en un mar de pasión contigo, Mori.

—Hace tiempo que lo hacemos.

—¿Tú crees?

—Claro.

Los pies se me hundían pesadamente en la arena. Un hombre escuchaba la radio sentado en el tronco de un árbol. Se había encendido una pequeña hoguera y escuchaba la retransmisión de lo que parecía una carrera de caballos. Los pequeños copos de nieve caían con más intensidad.

—Desde que empezamos a huir, no hemos perdido de vista el mar ni un solo día —observó Mori de repente.

—Es verdad, hemos estado en muchas ciudades de la costa.

—Me apetece comer ascidias.

—¿Ascidias?

La nieve se acumulaba encima de nosotros. El hombre que escuchaba la radio leía un periódico doblado, inmóvil. Aunque fuera mediodía, estaba tan oscuro que parecía de noche, y me pregunté cómo podía distinguir las letras. Caminaba abrazada a la cintura de Mori. Él, con la maleta bajo el brazo, procuraba adaptarse a mi ritmo. La pequeña maleta que yo me había llevado se había agujereado y habíamos tenido que tirarla, así que Mori llevaba las cosas de los dos en su maleta, que apenas pesaba porque cada vez estaba más vacía. La nieve había empezado a acumularse en la orilla. Mori y yo estuvimos paseando mucho rato por la playa.

—¿Sabes tocar algún instrumento, Komaki? —me preguntó Mori un día que estábamos tumbados en un futón más bien duro.

Al final, después de mucho tiempo huyendo, habíamos alquilado una habitación junto al mar en una ciudad del oeste que apenas conocíamos. Mori trabajaba en una fábrica de plásticos de las afueras. Acababa de llegar del turno de noche, que le tocaba cada tres días. Al otro lado de la ventana, empezaba a amanecer.

—Sé tocar la flauta y las castañuelas.

—Yo toco el acordeón —dijo él, y empezó a tararear. Me pareció una canción de una película que había visto hacía tiempo—. De niño, tocaba en la orquesta de mi colegio.

—¿En serio?

Lejos de allí, vi la silueta de Mori cuando era pequeño. Estaba en algún lugar en medio de aquella claridad incipiente que se filtraba a través de una rendija de la cortina.

—Quedé segundo en el concurso escolar de la ciudad.

—¿Tocabas solo?

—No. Tocar en una orquesta es más divertido —continuó Mori—. Me gusta cuando se juntan los sonidos y los timbres de todo el mundo y surge una intensa melodía —me explicó—. Algún día tocaremos juntos, Komaki —dijo de repente, y lo miré. En su cara había una extraña mueca.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Es muy cansado el trabajo en la fábrica? —le pregunté, pero él sacudió la cabeza.

—No, qué va.

Entonces me quedé dormida, y cuando me desperté ya era de día. Mori miraba al techo con los ojos muy abiertos.

—Yo sé tocar las castañuelas, Mori.

—Estupendo.

—Y seguro que también sabría tocar el triángulo.

—Estupendo.

Nuestra habitación estaba al lado de una línea ferroviaria. Desde que salía el primer tren pasaba uno cada media hora, y luego iba aumentando la frecuencia de paso. Cada vez que pasaba un tren, la habitación entera temblaba.

—¿Vamos a quedarnos aquí? —le pregunté, y Mori puso una cara que no quería decir ni que sí ni que no, como si estuviera riendo y llorando a la vez.

—Ahora ya no podemos volver, Komaki.

—¿En serio?

—No, yo ya no podría volver.

—Entonces no hace falta que volvamos.

—Pero tú sí podrías.

—No.

«Seguiré huyendo a tu lado para siempre, Mori».

Esto no se lo dije, sólo lo abracé. Mori lloraba como un niño pequeño. Yo no lloraba, pero pensaba en mis castañuelas rojas y azules. La habitación temblaba cada diez minutos. El cuerpo de Mori desprendía calor. Mientras pensaba en las castañuelas, luchaba con todas mis fuerzas para no quedarme dormida de nuevo. Mori había dejado de llorar y volvía a tararear de forma intermitente la misma canción de antes. Acurrucada a su lado, me di cuenta con una extraña sensación de que apenas sabía dónde estábamos.