Epílogo

A la mañana siguiente el Alkalino tomó el tren París-Lisboa que lo llevaría directamente a Breda. Aunque le gustaba mucho viajar, se sentía cansado de tantos kilómetros recorridos y la pasada pancreatitis dificultaba su recuperación. Su fatiga aumentaba su admiración hacia los ciclistas que habían hecho un trayecto mucho más largo sin ayuda de un motor, moviéndose sólo con la fuerza de sus piernas. Cupido recogería más tarde la bicicleta y el resto del equipaje que habían dejado en el hotel de Argeles-Gazost, pero antes tenía que pasar por Toulouse, donde Carol lo esperaba para cerrar definitivamente su participación en aquel trabajo.

Llegó por la tarde y al día siguiente, muy temprano, los dos acudieron ante la juez de Toulouse, que les hizo firmar sus últimas declaraciones y dio por concluidos sus testimonios.

Montaron en el coche de Carol, de regreso a su casa. De vez en cuando la miraba conducir con resolución y destreza, rejuvenecida por sus gestos de atención al llegar a un cruce o al girar en las rotondas. Comieron en un restaurante cercano, sin prisas ya, recordando los detalles de la investigación, demorando las palabras sobre el futuro y sobre ellos mismos.

Su hija se había marchado a Londres, a un curso de verano, y Carol lo invitó a su casa, un dúplex con los dormitorios en el piso de arriba. Hicieron el amor y luego, desde la cama, perezosos en el placentero letargo del sexo y la digestión, vieron por el hueco de la buhardilla el cielo de la tarde, las lentas nubes del verano apareciendo y desapareciendo, resignadas a su esterilidad, demasiado secas para soltar lluvia. Hasta ellos llegaban apagados los ruidos de otros inquilinos del edificio, el llanto de un bebé, el estruendo en la calle de un camión del que alguien, a gritos, descargaba alguna mercancía.

—¿Cuándo vuelves a España? —preguntó Carol en voz baja cuando terminaron los gritos, los golpes de las puertas del camión al marcharse.

—Mañana.

—Si quieres, puedes quedarte aquí un tiempo. Sin compromiso. Creo que podría conseguirte algunos trabajos, que no te faltarían encargos —murmuró—. Pero también, si estás cansado de ser detective, como dijiste una vez, podría ayudarte a buscar otra cosa.

Cupido le acarició el hombro y subió la mano por su cuello hasta rozar su mejilla, sorprendido por su ofrecimiento, para el que no había hecho suficientes méritos. «Ella tiene muchas virtudes que yo podría amar», se dijo. «Es inteligente, es atractiva y generosa, ha vivido lo suficiente para saber qué cosas son importantes y causan dolor o dan felicidad, por cuáles merece la pena arriesgar o mentir. Y tal vez sea verdad que me quiere, que se siente feliz de verme. Pero todo sería más fácil si este encuentro hubiera ocurrido diez, quince años antes. Ya es demasiado tarde para cambiar de país, de idioma, incluso para conmoverme por eso que llaman amor. Demasiado tarde para dejar atrás mi nombre y este sucio oficio. Ricardo Cupido, detective privado».

—No podría —respondió—. Me atan demasiadas cosas allí abajo.

—Lo comprendo —dijo Carol—. Una vez te pregunté si tenías una mujer en España, ¿te acuerdas?

—Sí, y te dije que no.

—Pero la tuviste, ¿verdad?

—Sí.

—Quienquiera que sea, ¿vas a seguir pensando en ella toda tu vida? —insistió con una curiosidad irónica y amable.

—No —respondió—. Todo aquello quedó atrás hace ya mucho tiempo.

Cupido tuvo la sensación de estar desnudo, sin defensas, vulnerable ante la madura sabiduría de Carol. Por un instante sintió el impulso de corresponder a su espontánea franqueza y explicar su negativa y decirle las dos palabras mágicas y abrasadoras que hacía mucho tiempo que no pronunciaba, pero enseguida se retrajo, porque no sonarían convincentes. No se movió ni hizo un gesto de rechazo, pero tampoco empujó hasta los labios una frase amable que llevara la conversación hasta el final. Nada debía ser cambiado. Su vida privada había encontrado un aceptable equilibrio y todo estaba bien tal como estaba. No le sobraban amistades, pero tampoco deseaba conocer a mucha más gente. No vivía con una mujer, pero tampoco pasaba mucho tiempo antes de que le surgiera alguna aventura agradable, incluso apasionada. No era completamente feliz, pero tampoco sufría convulsiones ni sobresaltos.

—Está bien, no voy a compararme con ella. Soy abogada y sé cuándo conviene litigar y cuándo retirarse. No me importa que sea tan ciega para no ver lo que se pierde. Me importa lo que yo siento —dijo hablando muy despacio para no equivocarse, buscando con cuidado las palabras de un idioma que no era el suyo—. Dejando a un lado a mi hija, mis sentimientos son mi mejor patrimonio. Más que mi trabajo, o que esta casa, mis sentimientos son lo más valioso que poseo, una joya pequeña y delicada que no quiero que nadie roce ni manche ni desgaste. Sabes que me gusta hacer el amor contigo, y que estoy en paz con el placer y con mi cuerpo, pero eso ya no es lo más importante. A mi edad, el amor no es tanto acción como sentimiento. Por eso resulta secundario lo que tú decidas hacer, yo me considero afortunada sintiendo esto que siento. Vete a España si, como dices, es demasiado tarde para que alguien pueda sacarte de allí y cambiar de vida. Pero, si lo deseas, vuelve de vez en cuando. No olvides que el Tour se celebra todos los años. Reserva unos días libres, un par de semanas, y sube a verme. Si me avisas, te estaré esperando. Aunque también puedes venir sin avisarme. Entonces será una bonita sorpresa.

FIN