Fontainebleau - París, 126 km
Domingo, 25 de julio
Y esa tarde sí terminó todo y pudieron descansar. Habían caminado toda la mañana por el centro de París, contemplando la magnífica ciudad, sin entrar en ningún museo ni panteón ni catedral ni subir a ningún arco ni torre, solamente paseando por las aceras o sentándose algún momento en un banco de un parque o en la terraza de un café. Ya no tenían nada que hacer y llegaron a los Campos Elíseos y buscaron un hueco bajo los grandes plátanos desde donde contemplar el paso de los ciclistas en sus vueltas al circuito urbano.
Por primera vez el Alkalino asistía admirado al espectáculo de los corredores que pasaban veloces y brillantes como una ráfaga de fuego bajo la luz del sol que tintineaba en los radios y tubulares, al de los espectadores que aplaudían y gritaban, al de la variedad de idiomas que se oían y de banderas que ondeaban.
—Entre todos habéis conseguido que me guste este deporte —confesó—. Creo que a partir de ahora estaré frente al televisor cuando transmitan estas pruebas.
—No es suficiente —dijo Cupido.
El Alkalino lo miró con extrañeza, con alarma.
—¿No estarás pensando en verme subido a…
—Sí.
—… una bicicleta, pedaleando mientras intento guardar el equilibrio…
—Sí.
—… para no dejarme los dientes en el asfalto?
—Sí. No es tan difícil no caerse.
—¡No! —Sonrió con una mueca maligna—. Eso no lo conseguiréis nunca. Me gusta la velocidad a la que se avanza caminando.
—¿Velocidad? ¿A pie?
—¿Para qué tanta prisa? ¿Crees que por llegar antes o más lejos encontrarás algo que no existe ahora aquí cerca?
—Tal vez tengas razón —respondió Cupido tras reflexionar unos segundos.
Volvieron a pasar los ciclistas, pero ahora el pelotón perseguía a tres corredores que intentaban una última fuga. En las primeras posiciones vieron el chispazo amarillo del líder. Y más tarde llegó la última vuelta, ya definitivamente lanzados hacia el sprint final. Muy cerca de allí, o ante la pantalla de un televisor, estarían contemplando las mismas imágenes los Calatayud, Saba Bay y el doctor Galea, y Carol en Toulouse, y en sus países los aficionados de medio mundo. Ganó Boris Lenz, un velocista del equipo alemán Zigurat.
Desde lejos, confundidos entre la muchedumbre, Cupido y el Alkalino asistieron a la última entrega de premios. Panal, Hamelt y Trölsch subieron al podio para recibir los trofeos, escuchar el himno, saludar y posar ante las cámaras. Desde el cajón más alto, la Avispa Panal miraba alrededor y parecía buscar a alguien, sonreía a veces sin saber para quién sonreía.
Luego bajaron de la tribuna y ya no pudieron verlos. Sin embargo, quince minutos después distinguieron entre el bullicio el ruido de sirenas de la policía y vieron un coche que se abría paso entre la multitud. Al cruzar junto a ellos reconocieron a Panal sentado entre dos agentes. Todavía iba vestido de amarillo.
—Ha cumplido su palabra —dijo el Alkalino.
—Nunca lo dudé.
Unas horas más tarde, silenciosos y cansados, contemplaban en el televisor un reportaje especial sobre todas las anomalías ocurridas en aquel extraño Tour. Las imágenes mostraban que ese mismo día Saba Bay, algunos amigos y familiares de Tobias Gros y unos pocos exciclistas que habían corrido con él asistían como testigos al cumplimiento de su último deseo. En su testamento había ordenado que a su muerte —que sin duda imaginaba apacible y llena de homenajes y de respeto y muy lejana en el tiempo— esparcieran sus cenizas desde la cumbre del Tourmalet un día de viento.
Allí era un día desapacible y por encima de los rostros serios y ofendidos se veían las nubes que extendían sus enaguas sobre los picos pirenaicos y avanzaban lentamente por el cielo mostrando sus vientres hinchados por el agua. Como soplaba la brisa, era un buen momento para aventar las cenizas. Además, el Tour no había terminado y eso ofrecía una excusa perfecta para que mucha gente no asistiera a la ceremonia y evitar así incómodos saludos y sospechas.
—En vida, Gros lo había controlado todo, incluso el lugar donde debían ser esparcidas sus cenizas. Pero al menos por una vez no pudo controlar el odio ni la violencia que él mismo había provocado —dijo Cupido cuando terminaron las imágenes.
—Eso es todo lo que queda de él —apuntó el Alkalino—. Un puñado de polvo que dispersará el viento y que caerá a la tierra y arrastrará el agua hasta los valles, y ayudará a fecundar el suelo, y pasará de un vegetal a un animal, y finalmente a otro animal que camina sobre dos piernas y sonríe y tiene lengua, y que sólo se distingue por ser infinitamente más sabio y más estúpido que cualquier otro ser vivo, y que repetirá de nuevo las mismas obras maravillosas y las mismas trágicas estupideces que sus antepasados…
—Sí —lo interrumpió Cupido.
En la pantalla la voz del locutor, llena de indignación y asombro, seguía explicando la muerte de Tobias Gros, pero ahora las imágenes repetían la entrega de premios de la tarde, con Panal en lo alto del podio.
—¿Crees que lo despojarán del título? —preguntó el Alkalino.
—No. Tendrán que respetárselo, porque ganó sin hacer trampas. La muerte de Tobias Gros es un asunto diferente. Al fin y al cabo, los grandes deportistas no son distintos del resto de los mortales.
El Alkalino asintió sin despegar los ojos del televisor. Luego dijo:
—Una última curiosidad. ¿Qué pasará con el doctor Galea?
—Seguirá libre. Sin los otros dos para implicarlo, no hay pruebas contra él. ¿Qué demuestra que yo viera a aquel hombrecillo saliendo de su habitación en el hotel?
—Que se conocían. Es decir, nada. Y sería tu palabra contra la suya.
—Creo que volverá a intentarlo —dijo Cupido.
—¿Después de todo lo ocurrido? ¿Después de haber estado tan cerca del desastre?
—Ni siquiera ese aviso le servirá de lección. Cuando lo llame un corredor que tiene por delante más kilómetros que fuerzas, ¿crees que le cerrará la puerta si viene con un puñado de billetes en la mano? ¿Tú crees que le dirá que no al deportista dispuesto a todo con tal de vencer a su eterno rival? ¿Le dirá que no al jovencito ambicioso que pagará lo que le pidan por llegar el primero a la cumbre?
El Alkalino se quedó en silencio unos segundos, imaginando un pelotón limpio, voluntariamente alejado del dopaje, sí, pero sin haber podido olvidar su existencia, su ofrecimiento de una ayuda extra cuando fuera necesaria y se hubiera relajado la vigilancia.
—Quieres decir que nunca dejaremos de hacer trampas.
—Al menos, nunca dejaremos de intentarlo.