19.ª etapa

Fontainebleau - Fontainebleau, 54 km, CRI

Sábado, 24 de julio

Sólo faltaban por llegar los seis primeros clasificados de la general, separados por diferencias tan cortas que la victoria final se decidiría en la contrarreloj de la penúltima etapa. Rudolf Trölsch había mantenido el liderato hasta la mitad del recorrido, pero a partir de entonces había comenzado a pagar todos sus anteriores esfuerzos y a perder segundos frente a sus rivales. Por el contrario, Hamelt estaba superando sus dudas en los momentos importantes y se presentaba como favorito con aquel pedaleo elástico e incansable con que devoraba la carretera, sin modificar su elegante postura aerodinámica ni siquiera cuando cogía el bidón para beber tragos cortos. Todos se preguntaban si lograría recuperar el tiempo perdido frente a Trölsch, Panal y Renaud y ganar el Tour.

En el tercer punto intermedio de control, en el kilómetro 42, los directores de los equipos comenzaron a usar las calculadoras. La progresión de las diferencias había continuado y los últimos doce kilómetros, los más exigentes por el sinuoso trazado entre giros y rotondas que obligaban a frenar y a salir acelerando con bruscos cambios de velocidad, podían hundir o elevar a cualquiera de ellos.

Cuando el último ciclista, Rudolf Trölsch, cruzó la línea de meta, ya se sabía el resultado: Hamelt había ganado la etapa, pero dieciséis segundos le habían impedido arrebatarle el maillot amarillo a la Avispa Panal, que había hecho la mejor contrarreloj de su carrera y de nuevo alcanzaba el liderato, de forma definitiva si no ocurría nada anómalo al día siguiente, en la última etapa en los Campos Elíseos. De ese modo, un ciclista duro, esforzado, indomable, que se movía bien en todos los terrenos, pero que no destacaba en ninguno, un ciclista que no parecía correr por diversión, ni por hacer deporte, ni por dinero, ni tampoco para satisfacer la ambición, el orgullo o el ansia de gloria, sino que corría como si estuviera luchando por su vida, un ciclista sin carisma y sin imagen iba a colocar su nombre al lado de los mitos.

Poco después de concluir la etapa Cupido recibió la llamada de Carol que había estado esperando todo el día:

—No ha sido fácil, pero tengo la relación de llamadas que se hicieron aquel día desde la Casa de España de Toulouse.

—¡Bien! —exclamó.

—¿Te la envío en un email?

—Sí.

Diez minutos después la tenía impresa. La colocó junto a la otra lista, la de llamadas hechas y recibidas por Tobias Gros en su móvil, y buscó las coincidencias. Un número de móvil aparecía en ambas y su prefijo era el 0034. Ese teléfono había recibido dos llamadas el mismo día, el martes 6 de julio. La primera, a las 17:30, desde el móvil de Tobias Gros. La segunda, una hora y media más tarde, a las 19:05, desde el teléfono de la Casa de España en Toulouse.

Cupido buscó el tercer dato que ya sabía y que, al lado de los otros, cobraba una importancia definitiva. A las 19:04, la Avispa Panal había llamado desde su móvil a Tobias Gros.

Rodeó con tinta roja las dos llamadas simultáneas y, ante el gesto interrogativo del Alkalino, preguntó:

—¿Tienes unas monedas sueltas?

—Sí.

Salieron a la calle y desde una cabina de teléfono Cupido marcó el número que coincidía en ambas listas. Al establecer la conexión oyó la melodía inconfundible de Schubert y luego, al tercer tono, la voz dulce, preocupada, de Alejandra:

—¿Sí? ¿Sí? ¿Quién es?

Entonces colgó, avergonzado por su silencio, por su anonimato, por no tener el coraje de explicarle que necesitaba comprobar si era ella la titular de ese número, por haber empleado por segunda vez en aquella investigación un recurso despreciable.

Pero una vez ordenados los datos todo resultaba tremendamente sencillo. La sospecha se convirtió en certeza, y la certeza dio paso a la vieja decepción por la eterna estupidez de los humanos, por su incorregible arrogancia al creer que es fácil el engaño y la impunidad y la burla.

El Alkalino caminaba en silencio a su lado y sólo cuando llegaron al hotel y extendió los documentos sobre la mesa de su habitación explicó el detective:

—Esta llamada sería lo normal, lo esperable: que un hombre telefonee a su mujer después de un éxito deportivo para decirle que aún tardará un poco en llegar junto a ella, porque tiene que atender a la prensa y cumplir los compromisos publicitarios con el patrocinador del equipo. Esta llamada a su mujer desde el teléfono fijo de la Casa de España sería lo normal si no fuera porque, al mismo tiempo, la Avispa Panal estaba hablando por su móvil con Tobias Gros y por el auricular oía cómo sonaba el timbre de la segunda llamada y así comprobaba que los dos estaban juntos en la habitación mientras él…

—Por eso sólo duró unos segundos —replicó el Alkalino, que no parecía del todo convencido.

—… no necesitaba ni siquiera hablar con ella, puesto que estaba oyendo a Tobias Gros, recibiendo su felicitación por el triunfo de etapa, mientras escuchaba por el auricular la música inconfundible de Schubert. ¿Para qué iba a decir nada? Colgó en cuanto averiguó lo que estaba buscando.

—De acuerdo, de acuerdo. Sería tan flagrante como si los hubiera sorprendido desnudos en… Y por eso ella se asustó ayer tanto, al comprenderlo todo.

—Sí.

—Pero eso no prueba que Panal matara al día siguiente a Tobias Gros.

—No, no lo prueba. Revela un motivo por el que matan tantos hombres que no conocen otro modo de conservar a la mujer que aman que empuñar un arma y…

—Sí —reconoció el Alkalino.

—Es lo último que nos queda por comprobar: si él también fue uno de ellos. Vamos.

—¿Otra vez? ¿Adónde?

—A ese hotel donde te han dicho que están alojados los Calatayud.

—¿Ellos?

—Sí. Un último esfuerzo —dijo, y cogió las revistas de ciclismo, en las que había doblado las esquinas de algunas páginas—. Si todo ocurrió como imagino, no tendremos que volver a ningún otro hotel a preguntar por nadie. Y podremos descansar.

Los encontraron vestidos con ropa de paseo: el padre serio, con las mismas prendas neutras y limpias y anticuadas que hubiera podido llevar veinte años antes, y el hijo acicalado como un niño, con el pelo muy peinado y envuelto en olor a colonia, con el aro incongruente brillando en la oreja.

—Ya les conté todo lo que tenía que contar —dijo el viejo Calatayud con voz dura, cansada, ofendida.

—Sí —aceptó Cupido—. No lo dudo. No queda ninguna pregunta por hacer. Sólo se trata de confirmar un detalle.

—No —dijo, dispuesto a negar todas las veces que fuera necesario.

—Será la última vez.

—No.

—Creo que sé cómo murió Tobias Gros —explicó Cupido—. Creo que sé quién entró aquella noche en su habitación del hotel. Déjenos hablar con él. Será sólo un minuto.

—No.

—Durante catorce años usted ha defendido contra la opinión de todo el mundo la verdad de lo ocurrido en aquella caída. Ahora se trata de una verdad parecida. No puede echar por tierra todas sus convicciones. Si él pudiera decidir, si él pudiera…, ¿cree que no nos ayudaría?

—Él no sabe nada más que lo que ya contó.

—Creo que él no sabe lo que sabe —dijo Cupido.

El viejo Calatayud relajó el corpachón y miró al Alkalino.

—Está bien. Está bien —claudicó.

Llamó a su hijo, que se sentó junto a ellos. Cupido abrió una de las revistas por las páginas con las esquinas dobladas, en las que aparecían fotografías de ciclistas vestidos con el maillot amarillo, siempre de espaldas y con un número 1 en el dorsal. Le mostró la primera, la giró para que la viera desde su posición y le preguntó:

—¿Quién es?

Los grandes ojos celestes miraron al detective y luego a la fotografía, y dejaron que los párpados los humedecieran antes de responder con una voz gruesa y dura:

—Tobias Gros.

Cupido pasó unas páginas hasta otra de las fotos seleccionadas y otra vez:

—¿Quién es?

—Tobias Gros.

Le presentó tres nuevas imágenes de corredores distintos, pero siempre de espaldas, siempre vestidos de amarillo y siempre con un número 1 en el dorsal, y a las tres respondió con las mismas palabras, «Tobias Gros», «Tobias Gros», «Tobias Gros», como si estuviera encadenado a aquel nombre de un modo inquebrantable y eterno, mientras le cuajaban en los párpados dos lágrimas tan gordas e inmóviles que parecían ampollas que le hubieran salido a la piel. Por último le mostró dos fotos colectivas y varió la pregunta:

—¿Quién es Tobias Gros?

Calatayud hijo extendió el índice gordo y maleable para señalar con un gesto irrevocable no a un ciclista, sino a un color y a un número.

—Es suficiente —dijo Cupido.

—Eso es lo que quería saber, ¿verdad? —preguntó el viejo cuando los acompañó hasta la puerta.

—Sí. Porque usted lo dijo bien: su hijo no mentía, no sabría mentir ni inventar nada que no hubiera visto. Él creyó que había visto a Tobias Gros de espaldas en el pasillo en penumbra del hotel. Durante los últimos años siempre lo había visto así, vestido con el amarillo del líder y con el número 1 en el dorsal, siempre por delante de todos, siempre el primero desde hacía catorce años, cuando su hijo alcanzaba una velocidad que Gros no podía permitir que otro alcanzara. ¿Cómo no iba a confundirlo en aquel breve vistazo, aterrorizado por el pánico a ser descubierto?

—Pero aquella noche no era Gros quien vestía de amarillo.

—No.

—Entonces, ahora se sabrá toda la verdad.

—Su hijo ha contribuido a revelarla.

Lo dejaron en la puerta, mirándolos mientras ellos se alejaban y el Alkalino comentaba:

—El día anterior la Avispa Panal había ganado la etapa.

—Sí, se escapó del pelotón en la primera oportunidad y mantuvo la fuga durante ciento ochenta kilómetros, hasta la meta, mientras dos centenares de corredores iban tras él como perros tras la presa y se relevaban en vano para alcanzarlo. Hizo todo ese esfuerzo para ofrecerle el triunfo a su mujer, que había ido a acompañarlo, aunque tal vez ella no lo buscara a él. ¡La Avispa Panal! Ganó la etapa y ese día se colocó de líder y por primera vez en diez años como profesional se vistió con el maillot amarillo. Llevaba el dorsal número 11.

—De modo que era el día perfecto para que esos dos…

—Sí. Sabían que las obligaciones con la prensa y un acto publicitario de su equipo lo mantendrían ocupado toda la tarde. Disponían de casi tres horas con todo a su favor. Estaban alojados en el mismo hotel y sólo los separaban unas paredes y unas pocas escaleras, unas barreras demasiado frágiles.

—¡Claro que sí! No hay barreras que no puedan saltar un hombre y una mujer que quieren encontrarse.

—Además, supongo que no sería su primera cita, debían de haberse visto más veces. Ya la oíste decir que se conocían desde hacía varios años. Tanta complicidad no surge de repente, de un día para otro.

—Hay algo que no entiendo. Ella…

—¿Sí?

—¿Ella lo sabía?

—¿Qué?

—Que su marido podía haber matado a Tobias Gros. Si, al día siguiente, estuvo con él toda la noche en la habitación, sabría que salió durante unos minutos. Y lo ha ocultado.

Cupido reflexionó unos instantes.

—Si lo había sospechado, ayer tuvo la certeza cuando le dijimos que su marido había telefoneado a Gros el día anterior, mientras ellos dos estaban juntos.

Era como el sprint final. Cogieron un taxi hacia el hotel donde se alojaba el equipo Baiae. Cupido presentó su acreditación, pero ni desde recepción ni desde la centralita permitían telefonear a las habitaciones de los ciclistas. Tenían órdenes estrictas de no molestarlos a partir de las nueve de la noche. Entonces marcó el número del móvil de Panal, que descolgó enseguida, como si estuviera esperando una llamada.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

—Ricardo Cupido. El detective contratado por Carrión para la defensa de Mieses.

—¿Quién le ha dado este número?

—Figuraba en la lista de llamadas que recibió Tobias Gros un día antes de su muerte. Usted mismo me dijo que lo llamó.

—Sí.

—Lo que no dijo es que en ese mismo momento hizo una llamada simultánea al móvil de su mujer, desde el teléfono fijo de la Casa de España en Toulouse.

Lo oyó quedarse en silencio y aunque apenas percibía su respiración, podía notar a través del auricular su abrasado aliento, la sombría concentración con que escuchaba.

—Venga a mi habitación dentro de diez minutos. Avisaré para que lo dejen subir. Hablaremos.

Una hora más tarde regresó el detective.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el Alkalino—. ¿Y Panal?

—Mañana. Ha pedido un día antes de entregarse. Me propuso un pacto: contarlo todo a cambio de un día más, a cambio del tiempo suficiente para subirse al podio mañana en los Campos Elíseos.

—¿Y no hay peligro de que pueda…?

—¿Escapar? —lo interrumpió—. ¡No! ¿Adónde iba a ir? Apenas ha aprendido a chapurrear francés en todos los años que lleva corriendo el Tour. En realidad nunca ha dejado de ser un campesino duro y cabezota cuyo vocabulario no supera las quinientas palabras, y de ellas una cuarta parte se refiere al ciclismo y a la bicicleta.

—Sin embargo, se diría que le han bastado unas pocas frases para que confíes en él.

—Sí, no tengo ninguna duda de que se entregará mañana, él solo, sin necesidad de ese estrépito de sirenas y policías y fotos y charlatanes pegados a los micrófonos con la boca llena con la saliva del escándalo. Sabe bien que aunque pudiera escapar de los uniformes no podría escapar de la condena que él mismo se ha impuesto.

—Ya lo entiendo. Te ha pedido un día más, el último del Tour, para subir vestido de amarillo al peldaño más alto del podio. Un momento de gloria antes del final.

—¿Por qué no? Necesitará el recuerdo de esas imágenes para soportar los años que le esperan allí dentro.

—Pero esa juez de Toulouse podría complicarte las cosas por tu silencio.

Cupido lo miró serio, concentrado, tranquilo.

—Yo sí he hablado con él —dijo.

—De acuerdo, de acuerdo. Cuéntame los detalles.

—Panal había recelado en alguna ocasión de Tobias Gros. Sabía que conocía a Alejandra desde hacía tiempo y que algunas veces se habían llamado por teléfono, pero hasta la tarde en que ganó la etapa no tuvo la certeza. Posiblemente ocurrió tras cruzar la meta y besar la alianza para dedicarle el triunfo después de cuatro horas escapado, corriendo en solitario con aquella manera tan poco ortodoxa que tenía, pedaleando como si coceara, pegando furiosas patadas de mula a los pedales para avanzar con su misma, tenaz e indomable resistencia. O tal vez un poco más tarde, ante la pregunta de algún periodista extrañado de que Tobias Gros no hubiera puesto a su equipo a tirar para anular su escapada. Esa tarde la sospecha se hizo más intensa y de ahí las dos llamadas simultáneas para comprobar si era cierto, porque sólo Alejandra tenía en su móvil aquella música que él mismo le había grabado, las notas dulces y asombrosas de Schubert que eran el himno sagrado de su historia de amor… cuando todavía era una historia de amor. Colgó sin hablar con ella y sin que ella supiera quién la había llamado desde un número con prefijo francés. Acuérdate de que al día siguiente subió el Tourmalet con los mejores, sin despegarse hasta el final de la rueda de Tobias Gros, retorciéndose sobre el sillín para no perder su estela, y no por ganar la etapa, sino para que él no pudiera estar solo en ningún momento y cruzar algunas palabras con ella, que también esa tarde esperaba en la meta.

—Y eso le permitió mantener la ventaja con la que ahora va a ganar la carrera.

—Sí, pero me dijo que él lo habría cambiado: no ganar el Tour a cambio de no perderla. Claro que aquella tarde aún no podía imaginarlo. Nunca se había considerado un ganador. Su única preocupación era ella. Y al no saber cómo decirle que… Como no quería perderla —repitió—, subió a la habitación de Gros por las escaleras de servicio, ocultándose de todos, porque si alguien le hubiera preguntado adónde iba y qué iba a hacer no habría sabido contestar. Con él sí podría hablar, amenazarlo, mirarlo a los ojos y decirle que nunca más, o simplemente proponerle que pelearan con los puños desnudos hasta que uno de los dos no soportara más el dolor y se apartara a un lado para siempre… Y todo en secreto, como un antiguo pacto entre caballeros, para que Alejandra nunca llegara a saber que él lo había descubierto, de modo que después todo pudiera volver a la calma, como si no hubiera ocurrido nunca.

—Y Tobias Gros no aceptó.

—¡Al contrario, sí aceptó! Tal vez se asustó de aquel corredor oscuro, callado, endurecido, cuya abrasada respiración había notado quemándole la nuca durante toda la etapa, por las rampas del Tourmalet. Le contestó que no había nada y que nunca lo habría. Sin embargo, Panal no lo creyó. Me dijo que en aquel momento supo que mentía y que su intención era continuar mintiendo en cuanto él le diera la espalda. ¿Acaso no lo llamaban Depredador? Me dijo que en ese instante comprendió que se había equivocado al ir a verlo, y que en realidad había añadido un aliciente más a los atractivos de Alejandra. Me dijo que no tuvo otra salida. Junto a su mano estaba el pesado trofeo que le habían entregado unas horas antes, la pesada figura metálica del quebrantahuesos, y en un momento en que Gros le dio la espalda…

—¿Y ella? ¿Supo lo que había ocurrido? —volvió a repetir la pregunta que más lo inquietaba.

—No, no supo nada. Para no asustarla, Gros le había ocultado el día anterior que era Panal quien hablaba con él por teléfono cuando sonó la otra llamada. Tal vez Alejandra sospechó algo, puesto que él había salido un momento de la habitación con la excusa de que tenía que recoger el pulsímetro olvidado en el autobús del equipo. Cuando más tarde se supo la muerte de Gros, él le pidió que ocultara que había salido esos minutos, porque sólo le traerían molestias y complicaciones y lo distraerían ahora que estaba en la mejor coyuntura deportiva de su carrera y en la cabeza de la clasificación. Si ella receló, no fue más lejos. Ten en cuenta que manifestar su sospecha hubiera sido una confesión de que había motivos para sospechar. No, no dijo nada. Aún no sabía que era su marido quien le había hecho aquella llamada anónima el día anterior y, por tanto, no tenía ninguna razón para atentar contra Tobias Gros.

—Hasta ayer, cuando habló contigo.

—Entonces lo vio todo claro. Y ahora se ha marchado.

—¿Ya no está en París?

—No. No ha querido contar nada, pero tampoco podía seguir con él. Ha vuelto a España. Panal la ha llamado cien veces, pero ella no responde a sus mensajes.

—¿Tanto la quería? —preguntó con voz baja, compasiva.

—Sí, tanto. Me dijo que antes había conocido a otras mujeres, pero que hasta entonces no había entendido nada. Me dijo que de repente llegó ella y eliminó el olor, la figura, los recuerdos de todas las anteriores, que las volvió anónimas, borró los rostros que flotaban en el brumoso laberinto del pasado, en la aburrida crónica de conquistas y seducciones, como si todas las anteriores nunca hubieran existido, como polvo viejo que barre un viento fresco, me dijo.

—Bueno, he oído peores maneras de describirlo.

—Cuando golpeó a Gros no pensaba tanto en sí mismo —continuó Cupido— como en protegerla de un tipo que se comportaba como si toda mujer joven, hermosa e ingenua fuera un juguete que se puede utilizar y desechar luego. Al golpearlo, Panal estaba intentando defender su inocencia.

—¿Su inocencia, dices?

—¡La de ella! Porque la verdadera tragedia del paso de los años no es la pérdida del vigor o de la belleza, ni los achaques de salud, ni la cercanía de la muerte, sino la pérdida de la inocencia de quien se entrega al amor con la seguridad de que no se acabará nunca. Gros se la había robado a ella de un golpe y Panal no podía perdonárselo. Porque ésa es la peor pérdida, me dijo, descubrir de pronto que el engaño o un exceso de dolor o sufrimiento te lleva allí donde nunca habías querido estar, al lugar donde uno mismo deja de confiar en los otros y por tanto, en respuesta a ese robo, también uno mismo se vuelve capaz de provocar dolor y sufrimiento y daño con hechos y palabras que preferiría no recordar al acostarse por las noches.

—¡De acuerdo, de acuerdo!

—Me pidió que, si la veía, le dijera que no se preocupara por él, que allí dentro no estaría muy mal siempre que supiera que a ella le iba bien fuera. Me dijo que incluso el Estado francés te da en la cárcel todo lo necesario siempre que te estés quieto en tu encierro y no crees problemas a los funcionarios ni a los otros presos. Lo único que echaría de menos, añadió, sería no poder montar en bicicleta durante esos doce o quince años que estará dentro.

—A menos que tenga la misma suerte que tuviste tú y lo lleven a una cárcel donde un monitor deportivo organice un equipo ciclista.

—¡Ojalá tenga la misma fortuna y encuentre la forma de redimirse sin demasiado daño!

—Hablas como si lo justificaras.

—No, pero después de haberlo escuchado… Porque antes habían sucedido muchas cosas que lo fueron empujando a la violencia… Yo sí he hablado con él, te repito, y él me habló de una boda con cadáveres en el vientre, y de unos niños muertos que ni siquiera se enterraron… También me dijo que creía que nunca logró hacerla feliz.