Nevers - Fontainebleau, 182 km
Viernes, 23 de julio
Por primera vez en ocho días Cupido había dormido profundamente y de un modo natural, sin sueños agitados, sin timbres ni artefactos que perturbaran su reposo. Se levantó descansado y una hora más tarde llamó a Carol a su oficina.
—¿Esperas un momento? —le pidió ella sin disimular su alegría—. Tengo que guardar un documento.
La oyó teclear en el ordenador mientras se decía «Hasta que no la he oído ahora, esta mañana, no sabía que me gustaba tanto escucharla». Enseguida estaba otra vez al teléfono.
—Iba a llamarte yo, pero me gusta que te hayas anticipado —dijo, y su voz sonó dulce y confidencial a pesar de hallarse en el despacho—. ¿Estás ahí? —preguntó ante su silencio.
—Sí.
—¿Hay alguna novedad?
Le fue contando lo que habían averiguado sobre el pasado de los Calatayud: el accidente provocado por Tobias Gros, el estado de discapacidad en que quedó el muchacho, la heroica dedicación del padre. Luego le detalló lo que el joven Solana aseguraba haber visto desde su escondite: cómo Gros, procedente de las escaleras de servicio, avanzaba por el pasillo hasta llegar a la puerta de su habitación, unos minutos antes de morir.
—¿Seguro que era él?
—Creemos que sí. No dudó al identificarlo, de frente y de espaldas, en varias fotografías.
—Y el escenario encaja con lo que dice —añadió—. Yo misma recorrí el pasillo y las escaleras de servicio, y pudo ocurrir de ese modo.
—Creo que él no podría inventar todo eso.
—Lo que indica que Tobias Gros salió de su habitación para hablar con alguien. Y si eligió la escalera de servicio es porque no quería que nadie lo viera.
—Así es.
Carol se quedó unos segundos en silencio.
—Como un amante que acudiera a una cita clandestina —bromeó.
—¿Qué has dicho? ¿Como un amante que…? —preguntó, sorprendido de oírle las mismas palabras que había pronunciado el Alkalino.
—Como un amante que acudiera a una cita clandestina —repitió, y enseguida, tan amable que podía verla sonriendo junto al teléfono que apoyaba en la cara, le preguntó—: Y tú, ¿cuándo vas a venir a verme a mi ciudad, a Toulouse?
—Cuando termine este trabajo.
—Pues no tardes mucho. En el bufete lo damos por concluido; nos contrataron para librar a Mieses de la acusación de haber matado a Tobias Gros, no para encontrar a quien lo mató. Mis compañeros de administración ya están preparando la minuta.
Luego quedó atrás la voz de Carol y Cupido se repitió lo que ella había dicho sobre la salida nocturna de Gros. Levantó el teléfono y marcó el número de la habitación del Alkalino.
—¿Estás listo para salir?
—¿Ya?
—Ahora mismo.
—¿Para qué correr tanto? La etapa no terminará hasta las cinco. Y hasta dos horas más tarde no podrás hablar con ningún corredor.
—Precisamente por eso.
Oyó por el teléfono un susurro de ropas, como si estuviera levantándose de la cama.
—¿Quieres decir que quieres hablar con alguien antes de que ellos puedan impedirlo?
—Sí.
El detective oyó ruido de zapatos.
—La mujer de Panal —dijo el Alkalino con una voz seca, confidencial.
—Y con alguien más.
—Otra vez Saba Bay.
—Sí —repitió.
—Espérame en la recepción. Cinco minutos. Pagaron la estancia y salieron del garaje en el coche alquilado.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó el Alkalino abrochándose el cinturón de seguridad y pasándoselo luego bajo la axila, porque nadie había logrado borrarle la superstición de que, si un día le ocurría un accidente, terminaría apretándole el cuello.
—A París —dijo Cupido.
—Hoy es viernes. Todavía faltan dos días para París.
—El pelotón llegará hoy a Fontainebleau. Pero esta tarde ya estarán todos en la capital.
Aceleró al salir a la autopista y durante tres horas no se detuvieron, ni siquiera para que el Alkalino, siguiendo sus instrucciones, hablara por el móvil con Carrión para conocer el nombre y la dirección del hotel en el que se alojaría el Baiae, el equipo de la Avispa Panal. Si era cierto lo que comentó en los Pirineos, su mujer estaría junto a él. Por otro lado, Saba Bay también les había dado sus señas.
Guiados por el GPS atravesaron el complicado cinturón de carreteras de la banlieu parisina y a partir de entonces no tuvieron dificultades para llegar hasta la casa de Saba Bay, en los Campos Elíseos. Cupido la llamó por teléfono y ella lo citó para una hora más tarde.
Saba Bay no había perdido el discreto aspecto de viuda que mostraba en los Pirineos. Su llamativa belleza seguía atemperada por la sobriedad de su aspecto, de su atuendo y de todo lo que la rodeaba en la casa: un piso muy amplio, impregnado de un agradable e intenso olor femenino, de techos altos, con molduras, de grandes ventanas sombreadas de verde por el follaje de los plátanos, todo tocado por una elegante discreción, de modo que no se veía la riqueza, pero se notaba sin que se pudiera decir en qué.
—¿Pero no estaba todo resuelto? Creía que esos hombres horribles que lo atacaron eran los culpables de todo.
—Lo más fácil es dejarlo así —respondió el detective—. Pero creo que ellos no mataron a su marido.
—¿No? —preguntó, incrédula y con un atisbo de ironía—. Entonces, ¿todos volvemos a ser sospechosos?
Cupido repitió lo que ella había declarado en su primera entrevista:
—Aquella tarde, cuando subió con sus hijos a la habitación de su exmarido para felicitarlo por el triunfo de etapa, al hablar de sus intenciones de trasladarse a vivir a Mónaco acordaron que no discutirían delante de los chicos y que él bajaría más tarde a su cuarto.
—Sí.
—¿Y no bajó?
—No, ya se lo dije. Y yo debía de haber adivinado que no lo haría. En los días de competición Tobias nunca iba a ver a nadie, los demás tenían que ir a verlo a él. No salía de su habitación si no se trataba de algo muy importante. Casi no recibía a periodistas, se concentraba en la carrera y no permitía que nada lo distrajera. Ya le conté lo maniático que era.
—Sin embargo, alguien asegura que esa noche lo vio caminando por el pasillo, poco antes de que lo mataran.
—¿A Tobias? —se extrañó.
—Sí.
—Bueno, es posible. Pero no salió para verme a mí. Tras la separación evitaba hablar conmigo, dejaba esa tarea en manos de sus abogados. Si salió de su habitación, fue por otra causa.
—¿Por ejemplo?
—No sé… Tal vez necesitaba los servicios de aquel doctor. Ahora que ya lo sabe todo el mundo, no tengo por qué seguir ocultándolo.
—¿Usted sabía que tomaba esas sustancias?
—¡Por supuesto! ¿Quién cree que le guardaba las ampollas?
—¿Usted?
—¡Yo! —exclamó—. A menudo era yo quien las pasaba evitando los controles, los registros de la policía o de los inspectores de la UCI. Era yo quien las camuflaba en mi neceser como si fueran productos de belleza. Y era yo quien borraba las pruebas, quien eliminaba los envases para que nadie los encontrara en los cubos de basura de los hoteles donde Tobias se alojaba. ¡Y a pesar de todo eso, ya vio el resultado!
Se levantó del sillón y se acercó a la ventana abierta sobre la avenida, bordeada por los altos plátanos de París. Desde ese mismo lugar, apartada a un lado, despechada, habría visto a su exmarido levantando los trofeos del ganador en la ceremonia de entrega de premios del Tour anterior, cuando ya no estaban juntos, y habría recordado todo lo que ella había hecho para ayudarlo a subir hasta allí arriba. Tal vez creyera de verdad que él había salido de la habitación por un asunto de dopaje, pero Cupido no podía dejar de lado la otra posibilidad.
—Usted dijo que cuando hablaron aquella tarde, en su habitación, él recibió una llamada de teléfono.
—Sí.
—¿A su móvil?
—No. Al teléfono fijo del hotel. ¿Es importante?
—Podría serlo.
—Al descolgar, Tobias se volvió de espaldas para impedir que yo pudiera oír algo —explicó—. Pero se trataba de una mujer.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Cree que porque estuviéramos separados no lo conocía? Ya le había oído otras veces aquel tono, cuando lo llamaba alguna de sus admiradoras y quería ocultarlo. ¿Cómo no iba a reconocerlo? Incluso una mujer separada sabe siempre si su exmarido está hablando de acuerdos con un empresario o de citas con una mujer, aunque empleen el mismo vocabulario.
El Alkalino, sentado un poco atrás, invisible a fuerza de permanecer mudo e inmóvil, escuchaba con atención, como siempre que contemplaba asombrado el corazón de las mujeres.
—Además —precisó—. No se trataba de una desconocida. Era alguien a quien Tobias conocía bien: la tuteaba y había hablado más veces con ella. Pronunció la palabra «ayer», refiriéndose a algún problema que les había afectado la víspera y tratando de tranquilizarla. En los dos o tres minutos que duró la conversación repitió: «No te preocupes por lo de ayer».
—¿Cómo terminó la llamada?
—Ya se lo conté. Tobias dijo que en ese momento no podía seguir hablando y que lo tratarían más tarde, después de la cena.
Les comentó que al día siguiente no estaría en París viendo la última etapa, que se sentía obligada a viajar a los Pirineos para cumplir la última voluntad de su exmarido. Y unos minutos después ella misma los acompañó hasta la puerta. Bajaron las elegantes, solemnes escaleras y salieron a la acera, tan ancha como una autopista. El Alkalino se detuvo a mirar hacia el fondo de la luminosa avenida, hacia el Arco del Triunfo enmarcado entre las copas de los plátanos levemente agitadas por la brisa, frondosas, enfebrecidas, llenas de hojas verdes y de peces de plata.
—¿Te crees todo lo que dice? —le preguntó Cupido.
—La creo. Porque una mujer en su situación oye y adivina no porque tenga el mejor oído, sino porque escucha con tanta alerta y atención que no necesita oír todo lo que el hombre dice, le basta con oír cómo lo dice.
—Exageras.
—No. Además, yo también escucharía si la conversación pudiera afectar de algún modo a mis hijos, si los tuviera, y a la posibilidad de que alguien quisiera sacarlos de una casa en esta calle de esta ciudad para ir a encerrarlos en un internado.
—¿Hasta dónde supones que llegaría ella para impedirlo?
—Hasta el final… si tuviera la seguridad de que eso no empeoraría la situación… Pero no lo hizo ella. ¿Tú la imaginas…?
—¿Golpeando? —dijo Cupido, y dudó unos segundos antes de responder—. Si habían discutido tantas veces como afirma, si veía en peligro a sus hijos…, puedo imaginármela dejándose arrastrar en un momento de furia o de desesperación. Pero no me interesa la imaginación, sino los hechos. Y ese detalle que ha contado ahora y antes no sabíamos… —dijo, pensativo.
—Sí, ¿qué?
—Que el día anterior había ocurrido algo preocupante para Tobias Gros y la persona que estaba al teléfono —reflexionó en voz alta—. ¡Tenemos que revisar todo eso!
Pero de momento tomaron un taxi y se dirigieron hacia el hotel donde Carrión les había indicado que se alojaría el equipo Baiae y donde también estaría alojada o podrían encontrar a la esposa de Panal. Una vez más preguntaron al recepcionista, que se parecía tanto a los anteriores en los gestos y en las palabras que podría haber estado en cualquier otro de los hoteles sin que nadie notara la diferencia. Se alojaba allí, y cuando la llamaron por teléfono Cupido le dijo quién era y qué estaba investigando.
—Usted ya habló con mi marido —dijo.
—Sí, en los Pirineos.
—Pero él no está aquí todavía.
—Es con usted con quien nos gustaría comentar algunos detalles.
—No sé si…
—No la entretendremos mucho tiempo.
—¿Dónde están ahora?
—En el vestíbulo de su hotel.
—De acuerdo —aceptó—. Denme quince, veinte minutos.
La vieron salir del ascensor media hora después, los identificó enseguida y se dirigió hacia ellos, alta e infantil, mostrando por delante sus ojos grandes y suaves, la nariz de niña, la melena oscura. A pesar de su oficio de modelo, no caminaba como si estuviera en una pasarela y parecía esforzarse por ocultar la elasticidad de sus formas bajo ropas sueltas, como si quisiera hurtar cualquier atisbo de exhibición.
Iba a saludarlos cuando Cupido oyó la música. Reconoció enseguida los primeros acordes de la Fantasía para piano a cuatro manos, la asombrosa y conmovedora pieza que un Schubert enfermo de sífilis y desesperado de amor compuso para la condesa Esterhazy. En el primer segundo, sorprendido, creyó que provenía del hilo musical del hotel, donde algún melómano había elegido una música tan estremecedora, pero vio con asombro que Alejandra sacaba el teléfono móvil de su bolso y se apartaba a un lado para responder a la llamada con unas palabras de excusa:
—¿Me perdonan un momento?
—Por supuesto.
Se alejó de ellos y durante un par de minutos el Alkalino la observó con los ojos brillantes, duros e inocentes que había abierto al verla, con la expresión de alguien a quien le están tapando la boca para que no grite de asombro y de admiración.
—Quizá sea verdad —dijo.
—¿Qué?
—Que en esta ciudad hay más mujeres hermosas por metro cuadrado que en ninguna otra ciudad del mundo.
—Ella sólo está de visita. Probablemente volverá a España en cuanto termine el Tour.
—¿A qué se dedica allí abajo?
—No lo sé. Antes fue azafata en la Vuelta a España. Así conoció a Panal.
—¿Quieres decir que era una de esas chicas que visten con los maillots a los líderes y besan a los ganadores de etapa mientras sonríen para las fotografías?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Alejandra.
—Cualquier hombre… —comenzó a hablar, pero ella volvía ya y se sentó frente a ellos, esperando sus preguntas. Cruzó las rodillas con una elegancia tal vez aprendida en alguna escuela de modelos, pero ya incorporada con naturalidad a sus gestos, y se apoyó en los brazos en el sillón, mostrando la armonía entre la palma de sus manos y la longitud de sus dedos.
—Perdone una curiosidad —dijo Cupido—. Esa música, la de su móvil…
—¿La conoce?
—Sí. Schubert.
—Fue una decisión de mi marido. A él le gusta mucho esa pieza y la grabó en mi móvil… Ustedes querían hablar conmigo —cambió de tema.
—Sí. Su marido declaró que la noche en que mataron a Tobias Gros ustedes estuvieron juntos, en su habitación.
—Sí, lo que declaró es cierto.
—¿No salieron de la habitación en ningún momento?
—No —se precipitó a responder mientras apartaba las manos de los brazos del sillón y las refugiaba en su regazo. Respiró con dificultad, como si acabara de emerger del agua y algo le oprimiera el pecho, elevando un poco los hombros para facilitar la aspiración.
—¿Usted conocía a Tobias Gros? —le preguntó de pronto.
—Sí.
—¿Desde hace mucho tiempo?
—Desde hace algún tiempo —contestó, y el detective vio cómo las clases de compostura o disimulo que hubiera recibido en la academia no lograban ocultar el temblor de su voz—, cuando trabajé en la Vuelta a España. Siempre me ha gustado mucho el deporte y me presenté para uno de los puestos de azafata. Había trabajado antes como modelo, tuve suerte y me eligieron. Y una vez que entras en el ambiente del ciclismo, tarde o temprano terminas conociendo a todo el mundo.
—¿Qué opinión tenía de él?
—La que tenían todos. —Extendió las manos de dedos largos, finos, de uñas muy cuidadas, limpias de esmalte—. Que era un ciclista excepcional, que era ambicioso, también que era… —dudó.
—Sí —dijo Cupido sin disimular su escrutinio, buscando sus ojos, que ella desviaba hacia la gente que entraba o salía del hotel.
—… que era arrogante en el trato con los demás corredores.
—¿Y usted está de acuerdo?
—No lo conocía lo suficiente para juzgarlo.
—Su marido también lo conocía, claro, pero nos dijo que no eran amigos.
—Así es.
—Sin embargo, lo llamó por teléfono el día en que ganó la etapa, la víspera de la muerte.
—¿Mi marido llamó a Tobias Gros? —se extrañó.
—Sí. A las siete y cuatro minutos. Lo hemos comprobado en la relación de llamadas que recibió en su teléfono móvil. La conversación duró un par de minutos.
—No lo sabía… No me lo había comentado —dijo, sorprendida y nerviosa—. Supongo que no sería nada importante.
—En una investigación todos los detalles son importantes. Al día siguiente, antes de que lo mataran, Tobias Gros salió de su habitación en el hotel, posiblemente para ver a alguien con quien había hablado por teléfono unas horas antes y a quien había visto el día anterior.
Alejandra había descruzado las piernas para inclinarse un poco hacia delante y escuchaba con asombro y concentración, ordenando todos aquellos datos. Luego se echó hacia atrás, alerta, como si hubiera sentido la cercanía de un peligro y no tuviera armas para enfrentarlo. Miró a los ojos del detective y esta vez su mirada no se detuvo en los párpados, en la piel de la cara, abandonó el protocolo para mostrarse angustiada y suplicante mientras su perplejidad y alarma se hacían casi palpables.
—El día anterior a su muerte Tobias Gros no vio a mi marido, al menos fuera de la carrera, si es eso lo que quiere confirmar —dijo tras pensarlo unos segundos—. Esa tarde mi marido ganó la etapa. Tuvo que atender a la prensa y a continuación fue a un acto promocional de su equipo. Yo estuve junto a él desde que regresó al hotel.
«Es muy joven», volvió a pensar Cupido. «En la academia, o adondequiera que vayan, le han enseñado a sentarse sin encorvar la espalda, a sonreír, a defenderse y decir “No” sin levantar la voz ni perder la dulzura, pero aún no ha aprendido a ocultar que está asustada. La han adiestrado sobre cómo caminar en una pasarela o besar al ganador, sobre las mentiras de las luces y las fotos, pero nadie la aleccionó sobre el recelo y la sospecha. Y ahora está temblando por algo que he dicho. Quizá tenga motivos, pero aunque esté ocultando algo que afecte a su marido, no va a contradecirlo, se esforzará por callar cualquier desavenencia ante un detective privado. Para ella, yo soy otro agente más de ese mundo sucio y rosa del que también le habrán enseñado a defenderse».
Miró el reloj, dijo algo sobre el fin de la etapa y mostró prisas de repente. El Alkalino esperó a que desapareciera dentro del ascensor para comentar:
—Se puso muy nerviosa cuando le dijiste que su marido había telefoneado a Tobias Gros.
—No supo disimular la sorpresa.
—Ella guarda algún secreto —sentenció.
—¿Es que hay alguna mujer realmente interesante que no lo guarde?
—¡Por supuesto que las hay! A mí me gustan las mujeres transparentes.
—A ti te gustan todas las mujeres —replicó Cupido—. ¡Y cuanto más las…! ¿Qué ibas a decir antes, cuando llegó ella?
—Sí… —recordó—. Que cualquier hombre sueña con las modelos hasta que se casa con una de ellas.
—Claro, porque entonces…
—Porque entonces —lo interrumpió—, al llegar la noche, estará demasiado cansado incluso para soñar, después de haberse pasado todo el día espantando a todos los moscones que revolotean alrededor de ella —dijo, como si sólo hubiera pensado en eso durante toda la entrevista.
—¿Moscones? ¿Quieres decir que Tobias Gros era uno de ellos?
—Quiero decir que no habrá en todo el pelotón ni un solo ciclista que no haya deseado ganar una etapa para que ella lo besara —dijo con su tendencia a la hipérbole—. En más de una ocasión habrá tenido que defenderse.
—Quizá tengas razón —dijo Cupido tras un silencio—. Porque es de esas mujeres de una belleza absoluta que la Naturaleza crea de cuando en cuando y las suelta entre los lobos sin haberlas dotado de las armas necesarias para manejarse entre ellos. Quizá tengas razón —repitió—. Panal habrá tenido que esforzarse, por más que desde fuera todo parezca perfecto: la bella y el atleta. Una mujer hermosa junto a un gran deportista. Desde fuera, una bonita historia de amor.
Regresaron a su hotel caminando en silencio, el detective preguntándose por qué Alejandra se había alarmado al saber que su marido había telefoneado a Tobias Gros la víspera de su muerte. Otra vez repasó lo ocurrido aquel martes 6 de julio, cuando todo era apacible y brillante y nadie imaginaba lo que al día siguiente iba a suceder. La Avispa Panal se había escapado en una larguísima fuga que inició desde la salida, cuando la meta aún quedaba a una distancia sideral, había ganado la tercera etapa entre Carcassonne y Toulouse y había entrado en la meta besando la alianza que llevaba en el anular y se había vestido con el maillot de líder, aunque sólo le duraría tres jornadas. No había sido una fuga espontánea, declaró luego, la había decidido tiempo antes, había marcado esa fecha en el calendario con tinta roja. Ese mismo día recibió la visita de su mujer, tal como permitía el régimen del equipo, aunque paradójicamente no pudieron verse muchas horas, puesto que el ganador estaba obligado a atender a los requerimientos de la televisión francesa y de la prensa. Luego, recordó, había apoyado con su presencia un acto publicitario de las promociones inmobiliarias del patrocinador del equipo, el Baiae. ¿Todo era normal? Sí, por tanto no comprendía el desasosiego de la mujer al conocer que su marido había llamado a Tobias Gros por teléfono. ¿Por qué?, se preguntó. Algo muy débil, apenas perceptible, latía bajo todos aquellos detalles, pero era incapaz de advertirlo, como si se ocultara al notar su interés, como el átomo que modifica su comportamiento al recibir la luz necesaria para su observación.
Más tarde se sentaron a ver un resumen de la etapa, que había discurrido a buen ritmo por un terreno llano, con el pelotón espoleado por los equipos que aún no habían conseguido ningún triunfo y veían agotarse las últimas oportunidades. Los nervios habían vuelto a aflorar y se produjeron algunas caídas, pero sin consecuencias graves. En el sprint masivo ganó Mario Finaldi, un ciclista del Fontana de Trevi que estrenaba así su palmarés.
El joven corredor italiano se emocionó en la entrevista que realizó para la televisión francesa mientras otros periodistas esperaban su turno. El comentarista lo felicitó y le recomendó paciencia para atender a todos sus colegas, lo que le ocuparía una buena parte de la tarde. Eran las largas y tediosas obligaciones de los triunfadores.
Al oír ese comentario Cupido detuvo en el aire, sin alzarla hasta la boca, la taza de café que se estaba tomando. Dejó que el Alkalino se encargara de pagar las consumiciones y subió deprisa a su habitación. Abrió el cuaderno y contrastó las anotaciones dispersas que había ido acumulando desde que lo contrató Carrión con algunos documentos del expediente que le había pasado Carol, como abogada de la defensa de Mieses. Luego buscó información en Internet y estuvo leyendo y cotejando datos. La solución le llegaba como el murmullo del viento en las hojas de un árbol: no hubiera logrado oír el minúsculo ruido de una sola, pero todas juntas —todas las palabras, todos los silencios, todos los testimonios— emitían un mensaje que murmuraba un nombre: «Panal, Panal, Panal».
Cogió un bolígrafo y comenzó a escribir. No tenía pruebas, pero las imágenes de cómo podía haber ocurrido todo le llegaban tan nítidas, tan rápidas y abundantes que apenas tenía tiempo para ir anotándolas. Por fin, tras la redacción de la penúltima respuesta, respiró a fondo, y dejó que la brillante claridad del conocimiento lo impregnara con su áspera, inevitable dosis de dolor. Aunque nunca lo diría en voz alta, de nuevo comprobó que era un buen detective y que sin embargo eso no le aportaba ninguna felicidad.
Estaba marcando un número en el móvil cuando llamaron a la puerta. Abrió y sin hablar se apartó para que pasara el Alkalino. Esta vez Carol descolgó enseguida.
—Necesito que otra vez me consigas una información —le pidió—. Es urgente y tal vez complicado, pero los abogados conocéis a la gente adecuada, os debéis favores unos a otros y sabéis cómo negociar esas gestiones.
—¿De qué se trata?
—El seis de julio, la víspera de la muerte de Gros, la Avispa Panal ganó la etapa que terminaba en tu ciudad, en Toulouse. Aquella tarde los patrocinadores del equipo, el Baiae, habían organizado un acto publicitario en la Casa de España para promocionar sus viviendas de vacaciones, de modo que el triunfo de Panal no pudo ser más oportuno para ofrecer una imagen de éxito. El acto fue breve, porque los tres ciclistas elegidos no disponían de mucho tiempo y tenían que descansar, pero ésas son las servidumbres hacia los mecenas. Emplearon tres cuartos de hora en saludar a los asistentes, firmar unos autógrafos y posar junto a un panel publicitario de la empresa sobre un fondo de playa blanca, mar azul y sol amarillo. Si abres su página web puedes ver las fotos. El acto comenzó a las siete menos cuarto y a las siete y media ya estaban terminando. Uno de los tres ciclistas era Panal, que por fin podía regresar al hotel.
—Sigue —dijo Carol, expectante.
—Hacia las siete Panal debió de apartarse dos minutos para hablar por teléfono con Tobias Gros, que lo había llamado antes para felicitarlo por el triunfo de etapa. Pero estaba ocupado con la prensa y no había podido ponerse. Panal llamó a Tobias Gros desde su móvil. Él mismo me lo dijo y lo he comprobado en la relación de llamadas que tú me pasaste.
—Sigue —repitió.
—Fue una conversación breve: duró un par de minutos, el tiempo necesario para dar la enhorabuena y para desear suerte. Sin embargo, hay alguien que se ha alterado mucho al conocer esa llamada.
—¿Quién?
—Alejandra, la esposa de Panal.
—Sigue —repitió una vez más.
—Necesito tu ayuda. Me comentaste que tienes amigos españoles en Toulouse.
—Sí, buenos amigos. Algunos son españoles y otros son nietos de españoles exiliados.
—¿Alguno de ellos podría conseguirte la relación de llamadas que se hicieron esa tarde, desde las siete menos cuarto a las siete y media, desde el teléfono de la Casa de España?
—No lo sé.
—Inténtalo. Es importante.
—¿Todo esto significa que Panal…?
—Aún no lo sé. Quizá sí. Necesito la lista de llamadas —insistió.
—Lo intentaré. Me ocuparé ahora mismo. Te llamaré en cuanto sepa algo.
Cuando Cupido colgó el teléfono ya estaba abriendo la puerta.
—Vamos —dijo al Alkalino.
—¿Adónde? —preguntó. Desde que había oído la conversación con Carol supo que todo estaba claro y que sólo faltaba demostrarlo.
—A una librería o a un kiosco de prensa antes de que cierren, a comprar unas cuantas revistas de ciclismo. No importa si son números atrasados. Sólo necesitamos que las fotografías sean en color. Luego, a averiguar dónde se alojan los Calatayud. Supongo que habrán buscado un hotel cercano a la línea de meta en los Campos Elíseos. Empezaremos a preguntar por allí.