17.ª etapa

Bourg-en-Bresse - Nevers, 208 km

Jueves, 22 de julio

El Tour no había terminado de dar la vuelta a Francia en el sentido de las agujas del reloj cuando en las dos últimas etapas hizo un tirabuzón alrededor de las montañas de los Alpes y se impulsó para lanzarse definitivamente hacia París, atravesando en línea recta las fértiles llanuras de Borgoña. Ya no quedaban puertos ni llegadas en alto para los escaladores y la contrarreloj del sábado sería la última oportunidad para ganar o perder tiempo entre los favoritos. Las diferencias entre ellos eran tan apretadas que la tensión continuaría durante aquellas dos etapas llanas. Un pinchazo, una caída, un abanico contra el viento, una escaramuza en la lucha por las bonificaciones de los sprints intermedios podían alterar el orden del pelotón y se corría el riesgo de perder unos segundos que, en un final tan disputado, resultarían trascendentales.

Sin haber ganado ninguna etapa, Rudolf Trölsch, el duro alemán del equipo Lorelei, había logrado mantener su liderato en las montañas alpinas. A su sombra, Panal acechaba a 34 segundos, Renaud a 56, Hamelt a 1'47, Grimaldi a 2'13 y Mieses a 2'49. Pocas veces se había dado un final tan reñido, con tanta incertidumbre. Sin la supremacía de Tobias Gros en todas las disciplinas de la carrera, cualquiera de ellos podría ganar el Tour con una última actuación sobresaliente, cualquiera de ellos podría perderlo por un desfallecimiento. Cualquier combinación podía darse en el podio de los Campos Elíseos.

Cupido ojeaba la prensa del día recostado en la cama del hotel, todavía cansado, porque otra vez no había logrado dormir lo suficiente. Una pesadilla lo había despertado en mitad de la noche: soñaba que competía en una carrera y que, al comenzar una nueva etapa, el pelotón partía sin él. Entonces salía corriendo con todas sus fuerzas tras los corredores. Cuando se acercaba y creía que iba a alcanzarlos, un nuevo acelerón lo alejaba de ellos y otra vez tenía que esforzarse hasta el límite, tanto que las ruedas comenzaban a arder. La pesadilla lo desveló y cuando, al amanecer, acababa de conciliar de nuevo el sueño, las primeras conversaciones de los huéspedes más madrugadores, las cisternas, los teléfonos lo despertaron por segunda vez. Volvió a dormirse y ya no abrió los ojos hasta las diez. Se levantó tan cansado como si de verdad hubiera estado toda la noche pedaleando en una prueba de persecución y decidió que durante ese día no haría nada con prisas. Había ido a Francia de vacaciones y sin embargo no había dejado de correr en todo el tiempo. Así que era el momento de parar. Aún disponía del coche alquilado y no tenía por qué subirse al autobús del equipo. Aunque sabía que la diferencia entre un buen profesional y uno mediocre es que aquél hace bien su trabajo incluso cuando está agotado y alrededor todo se le pone en contra, no sentía ninguna urgencia. Tras la muerte del doctor Román la investigación había quedado paralizada y aquellos a quienes debía interrogar no iban a alejarse del Tour. Quien mató a Tobias Gros seguía agazapado y en silencio, seguro de su inmunidad, y no podría destruir pruebas ni modificar lo ocurrido, de modo que también el detective, como los ciclistas, podía permitirse una jornada de descanso. La necesitaba para reflexionar y para ocuparse de esas tareas opacas, rutinarias, pero imprescindibles de cuando en cuando: comprar calzado y productos higiénicos y encargar en el hotel la limpieza de la ropa que había ido ensuciando en los últimos días, algunas prendas todavía impregnadas de los olores del sótano. Llamó al Alkalino por el teléfono interior y le dijo que no tuviera prisas, que ese día se quedaban en Grenoble descansando, recuperándose de tanta velocidad y agitación.

Al colgar lo sorprendieron las ganas de hablar con Carol, de oír su voz con cualquier excusa. No contestó nadie en el teléfono de su casa y en el bufete le dijeron que estaba en los juzgados, asistiendo a un cliente durante un juicio oral. No quiso llamarla al móvil y decidió esperar hasta la noche.

Abrió el cuaderno y releyó sus notas a la luz de la declaración de los Calatayud, que aportaba nuevos detalles. Tobias Gros había salido de su habitación para hablar con alguien… y alguien lo ocultaba. Toda investigación era una cadena, y al remover un solo eslabón la cadena entera se estremecía. Por una parte, había extraído toda la información posible de los huéspedes del hotel; por otra, no veía el modo de conseguir otros datos fuera de aquel círculo. Había analizado los movimientos de todos ellos durante la hora de la muerte y en ninguno hallaba una quiebra, un desliz. Mieses le había contado su entrevista con Gros, que derivó en una discusión por la cual lo habían considerado sospechoso. Hamelt y Zaharia habían declarado que a las diez y media estaban reunidos para una de las charlas con las que el director reforzaba la frágil moral del corredor dálmata. En la segunda planta, ningún ciclista podía haber salido de su cuarto sin implicar en la mentira a sus compañeros, excepto la Avispa Panal, que ocupaba una habitación con su mujer. En la primera planta Saba Bay no tenía una coartada firme, pero tampoco la acusaba ningún indicio. Por último, creía en la veracidad de lo declarado por los Calatayud.

Cerró el cuaderno de golpe, enfadado por su torpeza, que le impedía ver dónde se escondía la clave. Siempre había desconfiado de las coartadas. En sus investigaciones avanzaba enfocando la luz tanto sobre la víctima muda e inmóvil, sobre los afectos y desprecios, sobre las preferencias y obsesiones que provocaba en vida, como sobre la verborrea de los sospechosos al hablar de sí mismos. Analizaba con rigor las coartadas, sí, pero para decretar la culpa o la inocencia no se basaba únicamente en ellas, en lo que ven los ojos y en lo que los oídos oyen. Sabía que los sentidos engañan: el palo recto hundido en el agua parece torcido y la luz tiene una estructura granular y ondulada y sin embargo se percibe como lineal y compacta. Con los recursos adecuados, no resultaba imposible ocultar la verdad bajo la ductilidad del tiempo y del espacio, bajo las apariencias falsas.

Le hubiera gustado conocer más datos de Tobias Gros, haber entrado en su habitación y observar qué fotografías había elegido para colgarlas en la pared, qué trofeos exhibía en sus vitrinas, qué maillots reservaba para un futuro museo. Si hubiera podido hurgar en su agenda privada, en su correo electrónico, en los archivos temporales de su ordenador, en sus ropas, en sus libros, en el buzón de voz de su teléfono…, el trabajo sin duda hubiera sido menos complicado y no se sentiría tan perdido, no permitiría que se cerrara en falso.

El resto de la mañana transcurrió sin hacer nada especial, sin subirse a ningún vehículo, sin recibir llamadas telefónicas, sin interrogar a nadie relacionado con la investigación. Esos breves descansos en su trabajo no eran estériles y en ellos la información recibida sedimentaba sus posos y se iba limpiando de adherencias, a la espera del momento en que la verdad oculta adquiriera de pronto claridad y se hiciera visible.

Por la tarde se sentaron frente al televisor del hotel a ver la transmisión de la decimoséptima etapa. El pelotón se deslizaba compacto y apacible por las carreteras borgoñonas, con mucho retraso sobre el horario previsto. Contemplado desde el helicóptero, marchaba con la lentitud y docilidad de un rebaño de ovejas. Durante toda la mañana un cielo de urracas, blanco y negro, había ido lanzando oleadas de nubes oscuras. En los últimos kilómetros una fina lluvia había laqueado la carretera, que resultaba peligrosa y resbaladiza, y había empapado las cunetas, que rezumaban humedad sobre el asfalto. Los ciclistas no querían asumir riesgos y habían optado por la tranquilidad.

—Un poco de velocidad no les haría ningún daño —protestó un tipo rubio que apuraba un whisky junto a ellos—. ¡Pandilla de vagos! ¡Sólo aceleran cuando van dopados!

—La carretera está muy peligrosa con el… con la lluvia —replicó el Alkalino, que cada jornada seguía la carrera con mayor interés y admiración hacia los ciclistas. Le parecían falsas e injustas aquellas acusaciones de dopaje generalizado.

El tipo rubio lo miró con curiosidad y desdén.

Bon, quizás en España los corredores tienen miedo del asfalto mojado, pero aquí saben correr bajo la lluvia. Así que no tienen excusa para…

—¡Claro que no! —lo interrumpió el Alkalino conteniendo el enfado—. ¡Ni siquiera les sirven de excusa los tres mil kilómetros que han recorrido pedaleando durante dieciocho días! ¡Ni tampoco el haber subido dos veces la altura equivalente al Everest! ¡Y… y… —titubeó, y Cupido recordó el comentario que le había oído unos días antes y cuya traducción ahora no encontraba: «… y a pesar de la fatiga, y de la respiración entrecortada, y de la piel dejada en el asfalto por las caídas, y del dolor de las piernas no han puesto ni un instante el pie en el suelo, como si la tierra ardiera y fuera a quemarle los pies al corredor que se dejara vencer!».

El Alkalino renunció a encontrar la traducción y se quedó callado bajo la mirada del tipo, desconcertado por su indignación.

Poco a poco las nubes fueron desapareciendo y pronto se vio seca la carretera. Tal vez fue eso, o que desde los coches los directores dieron la orden de entablar la batalla, porque de repente los ciclistas comenzaron a desprenderse de los chubasqueros. Los cambios chasquearon al bajar los piñones y la velocidad del pelotón se disparó. Por miedo a quedar cortados, todos querían ocupar una buena posición y provocaban acelerones constantes e intervenciones de los codos. Los rostros media hora antes sonrientes y tranquilos iban mudando a una expresión agresiva.

A veinticinco kilómetros de Nevers el pelotón corría ya tan desbocado que se diría que no iba a parar ni siquiera al llegar a la meta. Desde el helicóptero, sobre el verde estampado de las planicies borgoñonas la punta de flecha de los primeros iba abriendo la oscura cremallera del asfalto para que tras ellos avanzara el pelotón, las motos, los coches de la caravana. En cabeza, los rodadores culogordos de espaldas anchas y planas obedecían los objetivos que les marcaban por los auriculares. Se relevaban en los acelerones cortos y furiosos e iban filtrando hacia atrás a los fatigados o lesionados, a los delgados escaladores de espaldas curvadas y fibrosas, que pedaleaban con rabia, sin más propósito que dejarse succionar por el vacío provocado por los de delante y no descolgarse. Cuando la cámara de la segunda unidad captó la cola del pelotón, se vieron algunas rodillas y brazos vendados, los estragos de las caídas producidas en los dieciocho días de competición, los gestos de sufrimiento y las dificultades para no quedar cortados.

Entraron a un ritmo frenético en las rotondas que en los últimos kilómetros anunciaban la ciudad. Para impedir las fugas, aparecía un corredor en cabeza que tiraba a fondo durante doscientos, trescientos metros, y que luego se apartaba a un lado, agotado por el esfuerzo de arrastrar a todo el pelotón. Otro lo sustituía enseguida, para, a su vez, apartarse exhausto poco después, cumplida su tarea.

En la imagen de la cámara fija los ciclistas aparecieron al doblar una curva y enfilaron la larga recta de meta como una manada de caballos en un hipódromo, con el mismo gesto de rabia en las mandíbulas que apretaba el esfuerzo, con los mismos ojos desorbitados, con la misma tensión en todos los músculos, con la misma ansia por llegar los primeros, sólo que los caballos eran un poco menos rápidos.

El francés Légear consiguió su segundo triunfo al meter su tubular unos centímetros por delante. Había sobrevivido, como los elefantes de Aníbal, al paso de los Alpes, y aunque hundido en los últimos puestos de la clasificación general, al regresar al llano volvía a imponer su velocidad. En el hermosísimo sprint se alcanzaron sesenta y cinco kilómetros por hora.

—¿Cómo consiguen ir tan rápidos después de haber recorrido doscientos kilómetros en cinco horas sin un motor que los arrastre? —preguntó en voz alta el Alkalino con aquel acento ferruginoso que no parecía mejorar ni empeorar con la práctica y que no sólo introducía profundos sonidos guturales en todas las erres francesas, sino que también parecía buscar palabras que contuvieran ese sonido.

—Bueno, sería extraño si sólo fueran deportistas —enfatizó Cupido—. Pero son ciclistas.