16.ª etapa

Briancon - La Plagne, 194 km

Miércoles, 21 de julio

—Sube —le indicó una vez que él hubo ocupado el puesto delantero.

Su hijo se apoyó en el segundo manillar, levantó con esfuerzo la pierna ancha y afeitada y buscó el pedal. Al acomodarse en el sillín, las ruedas se aplastaron bajo su peso. Un hombre que pasaba junto a la puerta del garaje ralentizó el paso para observar la extraña figura, los examinó con curiosidad y advirtió el parecido entre ambos. Envidió el coraje del padre para no rendirse y arrastrar todo aquello, se alegró de estar sano y vivo, de no ser como ellos.

—¿Vamos?

No esperó respuesta y comenzó el lento pedaleo por la calzada. Dejaron atrás algunas rotondas entre la respetuosa lentitud de los automóviles y enfilaron la carretera de la Grande Chartreuse que ascendía por las laderas del parque natural, sin los duros porcentajes de los Alpes que se veían hacia el oeste. Esa tarde no tenía fuerzas para subirlos. Tres días antes habían hecho el largo viaje desde los Pirineos, conduciendo el monovolumen, y aún no había terminado de recuperarse. Al llegar a Grenoble se había sentido enfermo y, aunque alivió el malestar con unas aspirinas, aún le molestaba una llaga dentro de la boca que no terminaba de cicatrizar y el estrés se le amontonaba en las cervicales y le impedía relajarse.

Detectaba enseguida la fuerza que aportaba su hijo y advirtió que estaba excitado, que movía los pedales más rápido que él, como si tuviera prisa por abandonar la ciudad y enfrentar la carretera. Con agrado notó la vieja fuerza que reaparecía y lo llevaba en volandas.

Sin embargo, aquella sensación no duró mucho tiempo. Cuando dejaron atrás las últimas edificaciones, su hijo se había cansado o aburrido y de nuevo tuvo él que apretar los dientes para arrastrar el tándem por la carretera que ya picaba hacia arriba.

Esa tarea era su felicidad y su condena. En los primeros días tras el accidente, cuando aún temían que quedara paralítico, sujeto a una silla de ruedas, los llenó de esperanza el diagnóstico de que podría moverse, y pensar y sentir y hablar con frases cortas, porque tras el coma su cerebro había quedado herido, pero no yermo. Lo importante era que estaba vivo, aunque tuvieran que acompañarlo para siempre en su rehabilitación, porque su hijo no aceptaba el gimnasio ni los ejercicios en la clínica con monitores. Sólo el ciclismo removía sus piernas… y sus emociones, según atestiguaban las lágrimas que derramaba cuando algún corredor los adelantaba. Ésa era su felicidad, salir con él, sentirlo vivo en el tándem, oír su respiración áspera y dulce al esforzarse en el pedaleo, tocar su alegría como algo sólido y contable cuando se deslizaban deprisa por el asfalto o cuando alcanzaban una cumbre. Era su felicidad porque amaba a su hijo enfermo y dependiente con una entrega más devota, incondicional, intensa y emotiva que si estuviera sano y fuera autónomo. Pero ésa era también su condena, porque el paso del tiempo le iba anquilosando las rodillas, disminuía sus fuerzas y cada año le hacía emprender el regreso en una cota más baja de los puertos.

Estaba solo y nadie podía ayudarlo en su tarea. Su mujer no había podido soportarlo y murió dos años después del accidente. No aceptó que todos sus sacrificios nunca lograrían la curación de su hijo, sólo detener su deterioro. Los adoraba a ambos. «Mis chicos», solía llamarlos con dulzura cuando se colocaba entre ellos, dos tipos de ochenta kilos de peso y de uno ochenta y cinco de estatura, demasiado altos para ser ciclistas, rodeando, sumisos y fieles, a una figura femenina que apenas les llegaba a las axilas. Se iba muriendo cuando lo miraba, cuando le limpiaba la boca, cuando lo oía balbucear, cuando lo comparaba con lo que había sido y ya no era. Y él no podía soportar también su desesperación y la animaba las primeras noches de llanto en que le pedía: «Déjame morir. Cuida tú de él y déjame morir». Sin embargo, fueron pasando los meses y parecía que estaba aprendiendo a hablar de él sin llorar cuando una mañana amaneció muerta y los dejó solos, despiertos para el luto y la rabia, para que resistieran lo que ella no había podido resistir.

A veces había pensado que su hijo comenzaría a mejorar el mismo día en que Tobias Gros muriera, que su desaparición les devolvería lo que les había quitado y demostraría que a pesar de todo la vida es buena y al final se impone la justicia. Pero ya habían transcurrido dos semanas desde que lo sorprendió mirando en el televisor un reportaje sobre el asesinato, con un doloroso gesto de comprensión, y nada había mejorado en su cabeza, no era más ágil el balbuceo de su lengua ni sus ojos habían dejado de lagrimear. Todo había quedado reducido a una hora gritando contra la montaña, lanzando alaridos que no supo si eran de dolor o de alegría. La muerte de los otros no cura a quien la espera, se dijo entonces, deja vacío a quien hace de ese deseo el centro de su vida.

Su hijo, cansado, ya no empujaba y le dejaba a él la mayor parte del esfuerzo.

—¿Quieres que volvamos? —le preguntó por encima del hombro.

—No.

—Vale, seguimos un poco más.

Llenó el pecho de aire, se puso en pie y tensó las piernas que habían corrido contra Merckx, contra Poulidor, contra Ocaña. La frente se le llenaba de sudor y las gotas caían y le escocían los ojos. En los fiordos de cielo que se abrían entre las nubes brillaba a ratos un sol caliente, limpio y caudaloso que elevaba la temperatura y dificultaba la subida. ¡Qué lento debía de parecerle a su hijo aquel ritmo cansino, a él, que desde niño había sido el más rápido en las carreras en que competía! Apretó los dientes y renovó el esfuerzo, a pesar de la dificultad del corazón para mantenerlo durante mucho tiempo. Notaba que los glóbulos rojos, aplastados por la carga de azúcar y oxígeno, avanzaban tropezando por dentro de sus venas y entregaban los suministros con retraso. Hacerse viejo, pensó, es ir perdiendo velocidad, demorar cada movimiento, reaccionar con tardanza, hasta que un día te quedas inmóvil para siempre.

Las fuerzas se le habían agotado, sentía las piernas acorchadas y decidió de pronto:

—Volvemos.

Con la pendiente favorable, frenaba con cautela antes de entrar en las curvas para controlar el centauro mecánico que podía derrapar por el peso del corpachón de atrás. Tenía miedo a un posible descalabro. A su edad ya sería muy difícil recuperarse de una lesión o de una caída.

Cuando llegaron al hotel, en la puerta del garaje vio, esperando, a aquel detective y al ayudante que lo habían abordado en los Pirineos.

Unas horas antes, al mediodía, sin mucho tiempo de diferencia entre uno y otro, Cupido y el Alkalino habían llegado al hotel donde habían reservado habitaciones. El Alkalino, cansado por haber pasado la noche entre trenes y autobuses, pero ya aseado al bajar al vestíbulo, con ropa limpia y recién afeitado el rostro de madera tostada, se sentó a escuchar al detective. La fatiga fue desapareciendo de sus ojos mientras escuchaba el relato del secuestro y fuga, de la seca violencia imprescindible, de las palabras y suicidio del doctor Román, del interrogatorio de la juez, de sus prisas por sacar conclusiones y tranquilizar a la opinión pública.

—Pero no fue el doctor Román quien mató a Tobias Gros. Me lo contó él mismo y no tenía razones para mentir. ¿Por qué iba a matar a su mejor cliente y a su mejor publicidad? A cualquiera que dudara en aceptar sus productos le podría poner como ejemplo los triunfos de Gros: «Mira hasta dónde podrías llegar tú también con las sustancias que te ofrezco».

—¿Entonces?

—Su muerte desató el miedo y el arrepentimiento de Duhameau. Creyó que ellos lo habían matado y los amenazó con revelar todo lo que sabía sobre el suministro de esteroides y de EPO. Y el arrepentimiento es peligroso. ¿Cómo vas a negociar con alguien que no teme al castigo, puesto que cree que con la condena recuperará la paz? Duhameau no les dejó otra salida… y de ahí vino todo lo demás. Pero la muerte de Tobias Gros sigue sin resolverse. Estamos como al principio.

—¡Como al principio no! —exclamó palmeando la carpeta que traía—. Ahora tenemos más información.

—¿Qué has encontrado?

El Alkalino abrió el portafolios, buscó entre fotocopias y recortes de periódico y seleccionó un documento que le tendió a Cupido.

—¡Lee!

Era una noticia de prensa fechada catorce años atrás. La foto en blanco y negro mostraba a un ciclista en el suelo, inconsciente, con el rostro machacado y cubierto de sangre, entre tres hombres arrodillados junto a él, uno de ellos mirando hacia arriba con gesto preocupado, pidiendo ayuda. Al lado se veían el manillar y la rueda delantera de una bicicleta, combada por el golpe. El detective leyó en el pie de la foto: «Luis Solana, inconsciente en el suelo tras sufrir una durísima caída mientras disputaba el sprint».

—¿Luis Solana? —preguntó.

—¡Lee! —repitió el Alkalino señalando el texto, pero enseguida se anticipó a explicar—: En efecto, el chico era ciclista, pero no encontrábamos nada sobre él porque corría con el apellido materno, tal vez para que no lo confundieran con el padre, que, como te dije por teléfono, había sido ciclista profesional. Ambos tienen el mismo nombre, Luis. O tal vez lo cambió como un pequeño homenaje hacia la madre, a la que ambos adoraban. Si lees todo esto —palmeó la carpeta—, verás con qué frecuencia le dedicaban sus victorias y declaraban que era ella quien los empujaba hacia el triunfo. Imagínatela, una mujer pequeña, con una expresión dulce sólo para ellos, dura y orgullosa e indómita para todos los demás hombres, abrazando como si fueran gigantes a dos tipos que podrían levantarla en vilo como a una muñeca y llevarla por todo el mundo sentada en el manillar de la bicicleta, dispuestos a todo por hacerla feliz. ¿No es eso el amor?

—Bueno, tal vez sea más que amor —especuló Cupido—. Tal vez para una mujer se acerque a la felicidad: un hombre que la admire, que la quiera, que la mime y con quien se sienta protegida, y un hijo a quien querer, a quien mimar y proteger. El amor filial y el amor conyugal rodeándola por todos lados.

—A ella sí le hubiera gustado ir montada en esa bici doble…

—Tándem.

—… en ese tándem, con el sillín bajado para poder llegar a los pedales, segura de que nunca le exigirían más esfuerzo, de que nunca la dejarían caerse, de que nunca la abandonarían en mitad del camino, sintiendo las poderosas vibraciones de la cadena que moviera uno de sus chicos, a quienes ella cuidaba, alimentaba, depilaba las piernas antes de lanzarlos a ganar carreras por el mundo.

—¿Todo eso lo has leído en los archivos? —preguntó, irónico, Cupido.

—Todo eso lo he deducido de sus declaraciones, de su presencia en la meta de todas las carreras, esperándolos para limpiarles el sudor y aliviar su cansancio, para felicitarlos por el triunfo o para consolarlos por la derrota. Todo eso lo he visto en las fotografías en que aparece junto a ellos.

—Entiendo que no pudiera soportarlo —aceptó el detective. Señaló con el dedo la foto de la caída y preguntó—: ¿Qué ocurrió en el sprint?

—Tobias Gros.

—¿Tobias Gros? —Cupido, a quien ya pocas cosas sorprendían, levantó las cejas, extrañado—. ¿Ya estaba por ahí?

—Sí. Tenía dieciocho años, los mismos que el joven Calatayud…, o Solana, como prefieras llamarlo. Tenían la misma edad y eran dos de los corredores juveniles más prometedores del pelotón internacional. He buscado en los archivos y en las hemerotecas, he leído los periódicos y las revistas de aquellos años. De Tobias Gros ya destacaban su ambición personal y su capacidad para correr en todos los terrenos. De Luis Solana hablaban de potencia, de velocidad explosiva, de que nadie en igualdad de condiciones podría ganarle en los últimos metros, de que también sería difícil batirle en otros terrenos en cuanto adelgazara cinco kilos y terminaran de definirse sus músculos. Algunas veces, muy pocas, coincidieron en carreras juveniles. Parecía que se evitaban. Pero cuando se enfrentaron y llegaron en grupo a la meta, siempre terminó ganando Solana. Ya dominaba una técnica sencilla e infalible que, según declaró en una entrevista, había entrenado con su padre: se pegaba a su rueda y esperaba al acecho con todo el desarrollo, sin precipitarse, hasta que llegaban a los últimos cincuenta o sesenta metros. Entonces se levantaba sobre la bicicleta, se apartaba a un lado buscando un hueco y aceleraba… Tú entiendes más de eso.

—Sí. Un esprínter puro. Como un caballo.

—Era una carrera de un día, en categoría juvenil, allí, en España. Algunos corredores habían intentado escapadas que no fraguaron y al final se llegó en grupo a la meta. No hay muchos detalles de cómo ocurrió, pero en la llegada el joven Calatayud chocó con alguien o lo empujaron contra una valla y terminó volando por los aires. Lee. —Señaló de nuevo el recorte de prensa, pero de nuevo no le dio tiempo y continuó hablando—: El chico quedó en el suelo, con una cadera rota y traumatismo craneoencefálico. Permaneció en coma una semana, hasta que el corazón tan poderoso que tenía terminó empujando chorros de sangre hasta el cerebro y se recuperó… en parte. Salió de allí como lo hemos visto luego. Los periodistas —volvió a palmear la carpeta con los documentos— describen la caída como escalofriante, terrible, mortal. En los adjetivos todos están de acuerdo. Es en las circunstancias en lo que discrepan. Unos hablan de accidente, otros advierten de los riesgos del deporte, alguno sugiere juego sucio. El equipo del joven Calatayud puso una reclamación ante la organización de la carrera. El comité estudió las únicas y confusas imágenes que había, porque entonces no se disponía de tantas cámaras para una prueba de aficionados, interrogó a los implicados y sentenció que la caída no fue provocada ni hubo mala intención, que todo se debió a un trágico accidente como consecuencia de la velocidad y del afán de los corredores por el triunfo. ¿Sabes quién ganó?

—Tobias Gros —dijo Cupido en voz baja y ronca.

—Sí. Las siguientes temporadas siguió ganando pruebas y poco después dio el salto a profesionales, aunque no participó enseguida en carreras importantes.

—¿Qué más? —preguntó el detective.

—El final.

El Alkalino rebuscó entre los documentos y sacó un recorte original y amarillento de periódico. La fotografía mostraba a un muchacho intubado y dormido en una cama de hospital, y a su lado, cogiéndole la mano, a una mujer pequeña y pálida.

—Léelo. He tenido que robarlo de los archivos de una biblioteca, porque no está informatizado. Es de un periódico pequeño, de la provincia donde se desarrolló la carrera. Un periodista, quizá sin nada mejor que hacer, recordó lo ocurrido unos días antes, se acercó al hospital y tomó esa fotografía. También le hizo algunas preguntas a la madre que velaba al joven ciclista en coma. Léelo —repitió, y se quedó en silencio, consciente de que esta vez sus palabras no podrían sustituir el testimonio de la mujer.

Cupido leyó despacio la noticia hasta que encontró aquella respuesta: «No fue un accidente. Fue Tobias Gros. Empujó a mi hijo contra la valla. No fue un accidente».

El Alkalino esperó a que terminara de leer y levantara los ojos.

—No hay mucho más. O, al menos, yo no lo he encontrado. El chico salió del coma con graves secuelas, la madre murió poco después y se quedaron los dos solos, cumpliendo todos los años el mismo rito: el viaje al Tour como una peregrinación, a los Pirineos y a los Alpes, o al revés, antes de subir los últimos días a París, para hacer en coche la carrera que tantas veces soñó hacer en bicicleta y nunca hizo. Esa carrera es el único sitio donde el muchacho parece feliz, aunque llore en silencio cada vez que los adelanta un ciclista, como tú me dijiste. Todos los años se repite el ritual con que el padre le afeita las gruesas piernas y lo viste con ropa de ciclista y lo va arrastrando por los puertos con la bicicleta doble…, con el tándem —se corrigió enseguida—, como si todo siguiera igual… Todo, excepto que Tobias Gros, con una progresión imparable, se convirtió más tarde en el número uno del ciclismo.

—Y el viejo Calatayud…

—El viejo Calatayud esperó pacientemente, durante muchos años, a que llegara el final de la historia. El desenlace se produjo hace quince días, en un hotel de los Pirineos, a los pies del Tourmalet.

—¿Quieres decir que tú crees que fueron ellos quienes…?

—No… No lo sé… Tal vez. Después de catorce años de sufrimiento podían pensar que se habían ganado alguna recompensa y que un buen premio era el derecho a golpear precisamente en la cabeza al culpable de todo lo ocurrido con la pesada estatuilla del quebrantahuesos que se le entrega al vencedor.

—Sí, podría haber ocurrido así —aceptó Cupido—. ¡Has hecho un magnífico trabajo! Pero queda una pregunta —dijo, y como el Alkalino no se atrevió a hacerla, añadió—: ¿Intervino el viejo en el desenlace o se limitó a esperar a que alguien le presentara el cadáver de su enemigo?

—¿Cuándo vamos a preguntárselo? —replicó el Alkalino.

—Ahora mismo —decidió—. Vamos a su hotel.

Como la vez anterior, les dijeron que habían salido y tuvieron que esperar más de una hora para verlos regresar y abordarlos en la puerta del garaje donde iban a guardar el tándem.

—¿Podemos hablar con usted? —le preguntó Cupido.

—Ya les dije que no tengo nada que contar.

—Creo que sí —replicó Cupido. Dirigió una mirada de afecto a la figura gruesa, deshuesada, del sillín posterior—. Creo que usted sabe muchas cosas sobre Tobias Gros. Lleva catorce años siguiendo su trayectoria, las noticias sobre sus muchos éxitos y sobre sus pocas derrotas. Catorce años viniendo al Tour, corriendo por las mismas carreteras, viviendo en el mismo ambiente… ¿Y no sabe nada? Catorce años desde aquel veintidós de junio en que Tobias Gros…

—¡Basta! —lo interrumpió.

Cupido lo vio ensanchar el corpachón poderoso, interponiendo una barrera entre aquel nombre y su hijo. Luego agachó la cabeza, pensativo, la lengua moviéndose como si algo lo molestara dentro de la boca.

—Dentro de una hora. En la cafetería.

Lo esperaron hojeando los periódicos y una revista de ciclismo que contenía una exhaustiva información sobre el Tour.

Llegaron vestidos con una ropa de calle que les quedaba estrecha y anticuada y se les notaba esa incomodidad de la gente acostumbrada a vestir chándal. El viejo Calatayud sentó a su hijo ante una mesa, pidió para él un refresco y le entregó un pequeño juego electrónico que, al encenderse, activó en la pantalla una carrera de coches con chasquidos frenéticos y ruido de motores. Luego los tres se apartaron hacia otros asientos, donde él no podía oírlos.

—Sí —dijo entonces—. Catorce años.

—¿Qué ocurrió aquel día?

—Aquel día comenzó a levantarse la carrera triunfal de Tobias Gros sobre el cuerpo herido de mi hijo —explicó con palabras roncas, oxidadas por no haber sido usadas durante mucho tiempo.

—¿Qué ocurrió? —repitió el detective.

Calatayud les fue detallando lo que ya sabían, les confirmó lo que habían imaginado: la rivalidad entre ellos desde la etapa de juveniles, la llegada en grupo a la meta aquel día, la sucia maniobra de Tobias Gros. Había intentado cerrarle el paso y cuando el chico logró colarse entre él y las vallas metió el codo y lo empujó contra los hierros. La caída fue brutal: toda la energía aplicada a moverse a sesenta kilómetros por hora se convirtió en fuerza para golpearlo. El casco no lo protegió cuando la barbilla golpeó contra el suelo.

—¿No lo denunciaron? —preguntó Cupido mientras recordaba las palabras de Mieses: «Pero Tobias Gros no se limitaba a defenderse. Para ganar no le importaba ser él el agresor».

—¡Por supuesto que sí! Pero todo fue inútil. La única grabación no mostraba con claridad lo ocurrido. Los testigos a quienes pedimos ayuda dijeron que no habían visto nada. El juez sentenció que fue un accidente propio de una disputa deportiva, un trágico accidente sin voluntad de hacer daño. Tobias Gros ni siquiera fue sancionado.

—No había pruebas contra él. Nadie lo vio —objetó Cupido.

—¡Lo vi yo! —replicó enseguida—. Lo vimos mi mujer y yo. Estábamos en la meta, en primera fila, como hacíamos siempre, y lo vimos todo claramente, junto a otros espectadores a quienes luego no pudimos localizar… o que prefirieron no meterse en líos. Nadie nos hizo caso… Mi mujer murió, incapaz de…

Giró la cabeza para mirar a su hijo, absorto en la partida de la maquinita, conduciendo con dedos gruesos y torpes los coches virtuales. De nuevo removió la lengua dentro de la boca con un gesto de dolor, tocando la llaga o el diente herido.

—Se habían enfrentado antes en otras carreras y Luis le había ganado siempre. Gros no podía soportarlo y aquel día se lo impidió. Al verlo pegado a su rueda supo que otra vez iba a perder y se desentendió del sprint para evitar que mi hijo lo adelantara, aunque una cámara podía haberlo grabado con claridad y él podía haber sido condenado. Hay gentes así, que dedican una buena parte del esfuerzo que necesitarían para triunfar ellos a impedir que triunfen los demás.

—Hace catorce días usted no contó a la policía nada de eso.

—¡Se lo conté hace catorce años! Y no me creyeron.

—¿Cree que, si ahora lo supieran, habrían aceptado tan fácilmente lo que usted declaró, que aquella noche no salieron ni un momento de sus habitaciones, que estuvieron todo el tiempo encerrados viendo el televisor?

La cara de Calatayud se endureció al oír aquello, los músculos parecieron aferrarse a los huesos y estirar la piel, como si la blindaran frente a la amenaza de fuera.

—¿Qué quiere decir?

—La policía. Les molesta que alguien les oculte información, que intente engañarlos. Usted dijo que él —señaló al hijo que en ese momento había detenido la partida de la maquinita y los observaba como si adivinara de qué hablaban. El detective se sintió incómodo bajo aquella mirada fija, silenciosa, intolerablemente limpia e inocente—, puesto que ha sido deportista de élite, tiene demasiada fuerza y debe gastada de algún modo. Que no sabe en qué la emplearía si no saliera con usted a montar en bicicleta.

—Sí, lo dije.

—Según eso, no parece muy lógico que aquella noche estuvieran encerrados tantas horas, con tanto ruido y ajetreo alrededor, sin salir de una habitación de doce metros cuadrados. A la policía le interesaría revisar toda esa vieja historia.

—¿Cree que la policía me preocupa? No tengo nada que temer de ninguna policía. Tampoco nada que agradecerles.

A pesar del tono áspero, las dudas aparecieron en su rostro y se debilitó su gesto de desafío. El detective adivinó que con un paso más vencería su silencio y, al mismo tiempo, supo que no se alegraría por eso. Pero no encontraba otro modo para que hablara. A su lado se removió el Alkalino y carraspeó sin necesidad. Cupido lo miró y notó su extrañeza, sus esfuerzos por permanecer en silencio y no decirle: «Cállate, no sigas hablando, ése no es tu estilo. Sabes bien que hay cosas que no se pueden hacer ni siquiera para averiguar la verdad. Cállate o te arrepentirás luego de lo que ahora estás a punto de decir». Pero no escuchó su advertencia, era como si otro moviera su lengua, sus labios, y él no tuviera voluntad para impedirlo. Se sintió triste, tramposo, miserable, cuando añadió:

—Si supieran toda esa historia, se llevarían a su hijo para interrogarlo.

Calatayud lo miró con desprecio y cansancio, mostrando unas arrugas que no habían sido marcadas sólo por los años.

—De acuerdo, le contaré eso que busca. Pero a él déjenlo en paz luego. Ustedes no son policías. No tienen obligación de repetir a nadie lo que voy a decirles.

—A nadie —aceptó Cupido—. ¿Qué ocurrió aquella noche?

—Cuando reservé habitación en el hotel, en mayo, no podía imaginar que allí se alojarían también varios equipos del Tour, entre ellos el Paradis. Al saberlo, el mismo día en que llegamos, busqué otro alojamiento, pero todo estaba completo.

—¿Por qué no quería quedarse?

—Por él —señaló de nuevo hacia su hijo—, por el miedo que le tenía desde que ocurrió la caída. En una ocasión cruzamos casualmente a su lado y apenas pude contener su pánico… Gros ni siquiera lo reconoció.

Cupido asintió con pequeños movimientos de la cabeza.

—Por las noches, después de cenar, cuando el día ha terminado y no queda nada por hacer, tengo la costumbre de salir al jardín o al patio del hotel, o a la terraza solitaria, si nos alojamos en el último piso, a fumar un pequeño habano. —Se anticipó a responder a la pregunta que sabía que el detective le haría—: Quince, veinte minutos para estar solo y en silencio, y descansar. Él lo sabe y espera tranquilo mi regreso. Pero esa noche, cuando volví del jardín no lo encontré en la habitación. La puerta estaba abierta y las luces encendidas, como si hubiera salido de repente. Pensé que se habría inquietado por algo, o que me necesitaba para alguna urgencia y había bajado a buscarme. Podíamos habernos cruzado, porque nunca utiliza el ascensor cuando está solo. Tal vez yo me había demorado un poco más que otras veces, la cercanía de Tobias Gros nos ponía nerviosos y lo desordenaba todo.

—¿Alguien lo vio en el jardín?

—No, creo que no. O, al menos, yo no vi a nadie. Cada vez hay menos fumadores. Volví abajo —continuó—, pero no estaba allí, ni en el hall, ni en la puerta de la calle. Comencé a inquietarme, pero antes de preguntar a los conserjes y tener que dar explicaciones regresé a la habitación. Él no había vuelto. Como el hotel no era grande, subí la escalera principal buscándolo por los pisos superiores, llamándolo en voz baja. Así llegué a la última planta, donde se alojaban Tobias Gros y su equipo. En el rellano no vi a nadie y tampoco se movía el ascensor. Eran las once menos cuarto y pensé que era tarde para los corredores, que ya debían de estar metiéndose en la cama. No había nadie en el pasillo, no se oía nada. Yo he sido ciclista y sé que a esa hora todos descansan, que está prohibida la vida nocturna, porque una de las faltas más graves de un ciclista es no consagrar al sueño las horas de la noche. Me asomé a la escalera de servicio sin elevar la voz. «Luis», llamé, «Luis». Vi abrirse una puerta con el rótulo ALMACÉN y apareció él. Se había escondido en un cuartucho donde guardaban la ropa del hotel, los materiales de limpieza y de aseo. Estaba temblando y tuve que abrazarlo para que se calmara. Volvimos a la habitación y le pregunté qué había ocurrido. Fue contándome que de pronto se sintió inquieto y bajó a buscarme. Miró en el hall, pero no encontró la salida lateral al jardín. Entonces subió a la terraza, pero yo tampoco estaba allí. Al regresar, vio que alguien subía por las escaleras de servicio. A él no le gusta encontrarse con alguien cuando está solo, se intimida y no sabe responder a sus preguntas, no acepta su interés ni su curiosidad. Se escondió en un recodo y cuando asomó la cabeza descubrió a Tobias Gros, de espaldas, caminando hacia su cuarto. Aterrorizado, se aplastó contra la pared y, al asomarse de nuevo, lo vio al fondo del pasillo, entrando en la última habitación de la izquierda.

—¿Por qué está tan seguro?

—Al principio no lo estaba. Pensé que lo habría imaginado o confundido con algo soñado en una pesadilla. Pero lo comprobé dos días más tarde, cuando todos se fueron de allí y el hotel quedó casi vacío. Subí con él. Repitió todos los movimientos y señaló sin ninguna duda la habitación. Era la misma que había ocupado Tobias Gros. Él no podía saberlo de otro modo, nadie se lo podía haber dicho.

—¿Cuánto tiempo había pasado desde que él subió hasta que usted lo encontró?

—Exactamente no lo sé… Entre veinte y veinticinco minutos.

También ese dato coincidía con la hora, las diez y media, en que Tobias Gros había muerto.

—¿Está seguro de lo que dice su hijo? —insistió.

—¡Por supuesto! Él no miente…, no sabe mentir —precisó, y todavía—: No puede mentir, no tiene capacidad para inventar algo que no ha visto.

—Pero si lo vio de espaldas, ¿cómo supo que era Tobias Gros?

—¿Cómo no iba a saberlo si lo conocía desde quince años antes, si habían corrido juntos, si le había visto el dorsal por delante del pelotón, si lo identifica en todas las imágenes de televisión, en todas las fotografías de prensa? ¡Luis! —lo llamó.

El joven Calatayud levantó los ojos del juego electrónico y miró hacia los tres hombres con un torpe y dócil gesto de asombro. Al elevar las cejas, su frente se redujo a cuatro pliegues. Cupido se preguntó cómo sería su rostro si todo funcionara bien en el interior de su cabeza; tal vez el de un tipo fuerte, atractivo, seguro de sí mismo, y se preguntó si el viejo no se haría a diario esa misma pregunta.

—Ven un momento, anda.

Se acercó a la mesa mirando únicamente al padre y se sentó ante ellos.

—Quiero que me cuentes otra vez lo que viste aquella noche en el hotel donde estábamos antes, en los Pirineos —le pidió cogiéndole la mano—. La noche en que saliste a buscarme.

—Tobias Gros —dijo. El nombre brotó de sus labios de una forma tan nítida y rotunda que no dejaba ninguna duda, ninguna puerta abierta a la mentira. Se hacía imposible suponer el engaño en el rostro tierno, simple, inocente, en la limpia mirada azul celeste.

—¿Viste a Tobias Gros? —le preguntó Cupido.

—Sí, sí —respondió acompañando a sus palabras con un cabeceo afirmativo.

—¿Dónde estaba?

—Me escondí —dijo.

Miró asustado a su padre, que le apretó la mano gorda, infantil, demasiado pequeña para su corpulencia. Una luminosa corriente de cariño iba y venía entre ambos. Tras el gesto protector del padre, la expresión de miedo retrocedió en su rostro, volvió a refugiarse en las brumas de su cabeza.

—¿Dónde estaba Tobias Gros? —precisó Cupido.

—En el pasillo. Luego… entró en su habitación.

—¿Sabes de dónde venía?

—Por las escaleras —respondió. Volvió a mirar al padre, ahora con el atisbo de una lágrima brillando en los ojos, pidiéndole ayuda ante el apremio de un desconocido.

—¡Basta! —dijo el viejo—. El no sabe nada más. ¿Es que todavía no lo cree?

—Lo creo —dijo el detective.

—Sólo un detalle —terció el Alkalino, que había estado en silencio todo el tiempo. Le sonrió, puso una mano cordial en su antebrazo antes de abrir la revista de ciclismo que leía mientras los esperaban y mostró una página en la que se veían alineados los veintiún rostros de los líderes de los equipos que participaban en la carrera.

—¿Quién es Tobias Gros?

Con rapidez, Calatayud hijo apretó un dedo gordo, maleable, contra la foto correcta.

—Muy bien —aplaudió el Alkalino, que pasó unas páginas y mostró una foto del podio en los Campos Elíseos el último día del Tour anterior, donde se veía de espaldas a los tres primeros clasificados.

—¿Quién es Tobias Gros?

De nuevo sin ningún titubeo señaló con el dedo la figura central vestida de amarillo, con el dorsal número 1, sobre el fondo del Arco del Triunfo, como si desde allí le ofrecieran un tributo.

—Basta —repitió el padre. Puso el juego electrónico en las manos de su hijo—. Espera otra vez allí, en tu mesa. Nosotros tenemos que hablar todavía.

El joven Calatayud se levantó, pesado y obediente, volvió a su sitio y de nuevo oyeron los chasquidos de la carrera de coches.

—¿Ya se han convencido?

—Sí —dijo el detective.

—Ahora que Tobias Gros ha muerto, siento que alguien ha hecho justicia. Me da igual quién lo hizo. Tal vez yo mismo hubiera terminado matándolo si no fuera porque me encerrarían en algún sitio y eso me impediría cuidarlo. —Señaló hacia su hijo sin mirarlo.

—No hubiera sido una buena idea —dijo el detective.

—¡Ya sé que no! —exclamó con ese acento hosco y resignado de quien, sabiendo qué actos son los justos, no está facultado para ejecutarlos—. Sé lo que puedo pedirle al mundo y sé lo que el mundo puede darme: un puñado de billetes cada mes, un puñado de medicinas y un poco de compasión. Pero nada más, nada que de verdad pueda consolarme. Así que no espero su consuelo. Sólo exijo que me dejen cuidarlo y tener a mano una bicicleta para salir a gastar toda esa fuerza que se le acumula en las piernas y que de otro modo… —no terminó la frase. Se echó hacia atrás, cansado, y la silla gimió bajo su peso como si fuera a romperse.

—Creo que lo entiendo —dijo el Alkalino.

—¡No, nadie puede entenderme! Para entenderme tendría que haberlo conocido cuando era niño. Apenas sabía caminar y ya montaba en un triciclo que le compramos. Se pasaba las horas en la calle, recorriéndola una y otra vez, pedaleando a una velocidad que asustaba, porque creíamos que no podría frenar a tiempo. Y luego, cuando era adolescente y comenzó a correr en serio y a ganar carreras… Tendrían que haberlo visto. Cuando esprintaba parecía que entre las ruedas de su bicicleta y el asfalto había un centímetro de aire que lo despegaba del suelo y le hacía volar… ¡No! Para comprenderme tendrían que conocer todo eso y…

Se quedó en silencio y apoyó en ellos una mirada mansa y torturada que los desconcertó por su brusca aparición. Cupido y el Alkalino se limitaron a soportar sus ojos, que habían abandonado el desafío para ser implorantes, para pedir algo que ellos no tenían, no podían darle.

—Hay días —continuó— en que no haría daño a una cucaracha. Apenas tengo fuerzas para levantarme por la mañana, no sé qué me pasa, lloro por cualquier cosa y descubro de pronto que estoy pensando en la forma más rápida y adecuada para acabar con todo. Pero lo miro y sé que tengo que esperar… En cambio, hay otros días en que siento ganas de golpear y hacer daño. Para evitarlas, cojo la bicicleta y salgo yo solo a la carretera. Aprieto los dientes y empujo en cada pedalada hasta que empieza a faltarme el aire y noto el corazón a ciento cuarenta, a ciento cincuenta pulsaciones… y sé que puedo reventar sobre el sillín. Sólo entonces me detengo y me digo que si no tuviera un hijo a quien cuidar, ésa no sería una mala forma de morir.

No les dio oportunidad de hacer más preguntas. Cupido y el Alkalino salieron del hotel y ya anochecía. Las farolas encendidas en las calles de Grenoble competían con la última claridad del día y de su mezcla surgía una luz de una textura triste, enferma. Caminaron en silencio unos minutos hasta que el Alkalino dijo:

—Nadie podría avergonzarse de tener un padre así.

—¿Avergonzarse? Todos estarían orgullosos de tenerlo.

Aunque las oían rebotar dentro de sus cabezas y les cosquilleaban en la lengua y entre los dientes, evitaron las palabras de admiración, las frases solemnes de piedad y sacrificio. Se abandonaron al impulso de andar y estaban llegando a su hotel cuando el Alkalino volvió a hablar:

—¿Crees que miente?

—¿Quién?

—El…, el hijo a quien no sé si llamarlo hombre, o muchacho, o minusválido, o…

—Estoy seguro de que no miente —respondió Cupido.

—De acuerdo. Déjame hacerte la pregunta de otra forma: ¿crees que se equivoca?

El detective reflexionó durante unos segundos.

—No, no se equivoca —respondió—. Reconoció enseguida su rostro y lo reconoció de espaldas en las fotografías. Si puede identificar a alguien, es a Tobias Gros.

—Eso implica…

—Que el padre no lo hizo —concluyó—, a pesar de la oportunidad que se le ofrecía al estar alojado en el mismo hotel. Si hubiera salido aquella noche con la intención de matar a Tobias Gros, al no encontrarlo en la habitación no parece probable que se dedicara a buscarlo por el hotel ni que se escondiera a esperarlo cerca de su cuarto sin cruzarse en algún momento con su hijo, que a su vez lo buscaba a él por los mismos pasillos. No hubiera podido controlar al mismo tiempo a su hijo, que no estaba en la habitación, y a Tobias Gros, que no estaba en la suya.

—¿Entonces?

—Entonces, si creemos lo que el muchacho dice y Gros había salido y regresaba por la escalera de servicio —explicó despacio, con una intensa concentración—, es lógico deducir que lo hizo para ver a alguien o para hablar con alguien sin que nadie más lo supiera. No se hubiera movido a las diez y media de la noche por cualquier cosa que hubiera podido pedir en recepción, a un camarero o a uno de los ayudantes del equipo.

—Sí —aceptó el Alkalino.

—Gros había salido para ver a alguien —repitió—, aunque una hora antes le había pedido al director del equipo que nadie lo molestara, que quería estar solo y descansar de cara a la dura etapa del día siguiente. Recuerda que sentía molestias en el estómago y que Galea le había administrado un antiácido.

—Eso supone que quien lo recibió se ha cuidado de ocultar la visita.

—¿Por qué? Porque de alguna forma teme verse comprometido —se respondió a sí mismo con voz rápida y clara—. Tobias Gros no salió del hotel, ni llegó a la planta baja, donde lo habrían visto los recepcionistas o los guardias de seguridad. Creo que tendremos que hablar de nuevo con los inquilinos del hotel aquella noche.

El Alkalino se detuvo de pronto en mitad de la acera, pensativo.

—¿Sí? —le preguntó Cupido.

—Sólo logro adivinar dos razones para que el líder del Tour saliera de su habitación como un furtivo.

—¿Cuáles?

—Que su sangre necesitara alguna ayuda extra para superar la dureza de los Pirineos.

—¡No! —negó Cupido con rotundidad—. No podía ser tan sencillo ni tan obvio. Conocí al doctor Román. No encaja que se vieran así, como quien va a comprar una aspirina. Además, tenía muy cerca a Galea para servirle de correo, en la misma planta. ¿Cuál es el segundo motivo?

—Una mujer. Se diría que actuaba como los amantes que acuden a una cita clandestina.

—¿Una mujer? —repitió, escéptico—. En el hotel se alojaban dos mujeres relacionadas con su mundo. Con una de ellas, Saba Bay, había estado casado. Unas horas antes se habían visto y habían discutido por la custodia de sus hijos. ¿Por qué tendría que esconderse para ir a verla de nuevo? Era él quien, cuando tenía algo que decirle, le pedía que fuera a verlo. Sabía que ella acudiría. ¡No, tampoco me parece creíble!

—¿Y la segunda?

—La mujer de Panal. Pero recuerda que estaba con él en la habitación, como premio a su victoria en la escapada del día anterior. ¡El premio y el descanso del guerrero! No hay ninguna duda: un camarero le sirvió la cena en la habitación.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero se me ocurre una tercera posibilidad. Podría haber concertado una cita con alguna admiradora. No faltan alrededor de estos acontecimientos y yo diría que un tipo a quien apodaban Depredador sabría cómo…

—No —negó Cupido por tercera vez—. Tú lo has dicho, él era el líder del Tour. Se limitaría a esperar en su habitación, donde lo tuviera todo controlado. No podía arriesgarse a cualquier sorpresa desagradable. No —repitió—. Hay algo que no conocemos o que se nos escapa.

Cenaron en una terraza, oyendo el murmullo de las aguas en el cauce donde envejecía el Isére, bajo los lentos campanazos que a intervalos exactos caían de las torres de la catedral. Estaban en un barrio comercial y a su lado, por las aceras, paseaban familias y parejas felices que vivían y se amaban, y el detective los miraba vivir y amarse con un sentimiento de admiración y asombro. Pero también caminaban, vestidos con ropa de verano, viandantes solitarios que no querían dormir solos en la dulce noche que abrazaba a la Tierra, y mujeres con trajes de fiesta, exhalando perfumes, midiendo sus fuerzas, convencidas de poder comprender y manejar el deseo de los hombres.

Era tarde cuando llegaron a su hotel. Cupido no esperaba verlo hasta la mañana siguiente, pero encontró a Carrión en el vestíbulo, despidiéndose de un periodista.

—Sabía que no me equivocaba al contratarte —le dijo—. Ahora ya todo está claro y Mieses quiere darte personalmente las gracias. No hemos querido llamarte hoy, para que descansaras. Ya sabes que puedes seguir con nosotros hasta París si te apetece. Y cuando quieras arreglamos el finiquito. Has hecho un buen trabajo. ¿Sabes quién ha ganado hoy la etapa?

—¿Quién?

—¡Mieses! —exclamó—. Se sentía tan liberado, tan suelto y con tanta rabia por todo lo que se había dicho de él estos días, que ha corrido como nunca. Quería reivindicarse y nada mejor que una etapa tan dura, con un final brutal en La Plagne. Llegó al pie del puerto con los favoritos. Demarró en el último kilómetro y nadie fue capaz de alcanzarlo.

—¡Me alegro mucho por él! ¿Ya no tiene detrás a un par de policías?

—No. Han desaparecido. Sólo falta que nos pidan disculpas por habernos tratado como sospechosos. Pero aunque no lo hagan no iremos a exigírselas. Nos conformamos con que nos hayan dejado en paz —bromeó.

El detective dudó en contarle que no todo estaba tan claro, que la investigación sobre la muerte de Tobias Gros se había cerrado en falso, pero decidió callar. No podía aguarles la fiesta en un momento de alegría y de concentración.

—¡Qué par de tipos! ¡El gigante y ése a quien llamaban doctor Román! No sólo has ayudado a Mieses. A todo el ciclismo le vendrá bien esa limpieza. Ahora no lo tendrán tan fácil los tramposos.

—Quizá no tarden en encontrar un sustituto —dijo Cupido.

—Pero ya no será en estos días. Faltan tres etapas para llegar a París. —Miró el reloj y alzó las cejas, sorprendido—. ¡Es muy tarde, es hora de dormir!