Grenoble - Col du Galibier, 161 Km
Martes, 20 de julio
El lunes 19 de julio, segundo día de descanso para los ciclistas, se convirtió en una dura jornada para la policía francesa y para la juez de Toulouse encargada de la investigación. Advertida desde el momento en que Cupido apareció en la gendarmería, comprendió que ya no podía permitirse más sorpresas y ordenó el asalto a la casa mientras se desplazaba hasta allí en helicóptero para coordinar la operación e interrogar personalmente al detective.
En medio de la noche Cupido montó en un automóvil de la policía, los guio hasta encontrar la casa y dibujó un plano básico de la distribución de los espacios que conocía. Luego lo alejaron de allí. Con rapidez fue organizado el operativo policial y antes de la llegada del día se procedió al asalto, ignorando la ley, porque el prestigio del Tour estaba incluso por encima de dos siglos de garantía republicana. Una vez resuelta la toma de la casa, durante la cual murió el gigante, que había embestido contra los gendarmes como un acorazado, como si las balas no pudieran dañarlo, lo llevaron de nuevo a la gendarmería, donde comió y le permitieron descansar una hora, antes de que vinieran a hacerle un reconocimiento médico. A pesar de asegurarle al doctor que se encontraba bien, midieron sus constantes básicas y analizaron su sangre para determinar qué le habían inyectado. El resto de la mañana y parte de la tarde lo dedicó a declarar ante la juez.
Desde el primer momento restó protagonismo a su papel y procuró aparecer como una víctima circunstancial atrapada en el desarrollo de la investigación. La joven juez procuraba ocultar su desconcierto, pero se la veía aplastada por la complejidad de unos acontecimientos cuya lógica y desarrollo no acababa de comprender. Durante varias horas Cupido sufrió la antipatía apenas disimulada de los agentes de la ley hacia los intrusos que invadían sus competencias, el miedo a verse superados por ellos, el desdén hacia sus opiniones, el recelo hacia un tipo que durante su estancia en la cárcel había aprendido a abrir las esposas con una horquilla. Después de escuchar su relato, la juez siguió mostrándose convencida de que el dopaje y el tráfico de sustancias ilegales eran los móviles que habían desatado toda la violencia. Cuando el detective se atrevió a manifestar sus dudas de que a Tobias Gros lo hubieran matado por esa causa, replicó que delincuentes así no merecían la mínima credibilidad al proclamar su inocencia en esa muerte, aunque, por supuesto, no dejarían de investigar esa posibilidad. Cupido no hizo ningún esfuerzo por modificar su opinión, que favorecía a Mieses y lo liberaba definitivamente de sospechas. Aprovechó el momento en que la juez le agradecía su colaboración para pedirle un favor:
—Me gustaría mantenerme alejado de la prensa. Solicito que no se difunda mi nombre, ni mis datos, ni los detalles del secuestro. Tengo familia que se preocuparía en exceso.
—No es necesario que lo pida. No olvide que sigue decretado el secreto del sumario. Por otro lado, manténgase siempre localizable… y no se confíe. Aún no hemos encontrado al segundo hombre.
Ya era de noche cuando le entregaron el equipaje que habían recuperado al localizar el coche alquilado en el aparcamiento de la gasolinera. Lo sacaron de la gendarmería de forma discreta y lo llevaron hasta un hotel en una localidad vecina. Agotado, se tumbó en la cama, pero la tensión le impidió relajarse. Si hasta ese momento en aquel trabajo había tenido la certeza de que iba muy por detrás de los acontecimientos, ahora tenía la sensación de que se había adelantado tanto que había dejado atrás, sin resolver, detalles fundamentales, y de que corría el riesgo de que las claves del enigma quedaran enterradas para siempre.
Aunque había llamado a Carol por la mañana para tranquilizarla, ahora le contó los detalles del secuestro y de su declaración ante la juez. Llamó luego al Alkalino y lo puso al corriente de todo lo sucedido desde el sábado. Ya había pasado el peligro y de nuevo lo importante era aclarar definitivamente la muerte de Tobias Gros y liberar así a Mieses de un rebrote de la sospecha ante cualquier imprevisto. El Alkalino le contó que había encontrado en Zaragoza información muy interesante sobre los Calatayud, pero que quería mostrarle los documentos, porque él no se atrevía a sacar conclusiones. También llamó a Breda, a su madre, para decirle que todo iba bien, en prevención de que le llegara alguna noticia preocupante. Al colgar sonó el teléfono. Era Carrión, que se interesó por él y le agradeció todo lo que estaba haciendo. A la espera de lo que ocurriera con el llamado doctor Romain o Romano o Román, Mieses quedaba al margen, aunque nadie le había comunicado nada. Como estaban en un momento clave del Tour, ante la recta final donde todo se decidiría, esperarían a llegar a París para cerrar el trabajo sin desconcertar más al corredor.
Cuando colgó el teléfono, por fin se relajó y tuvo la sensación de que llevaba una semana sin dormir. Abrió la ventana de la habitación y respiró el aire fresco y maduro del verano. Luego se desnudó, se tumbó en la cama, acomodó la nuca en la almohada y un minuto después el cansancio acumulado por la tensión, el miedo y la noche en vela lo hundieron en un sueño cálido y profundo.
El sol ya calentaba en la ventana cuando se despertó, tarde, a la mañana siguiente, la del martes 20 de julio. Se miró al espejo y vio su rostro con barba de dos días, con el pelo sucio y los ojos hinchados por las horas de sueño. Tenía apetito y pidió que le subieran el desayuno.
Puso la bandeja en la mesa y encendió el televisor. Varias cadenas daban la misma noticia: había aparecido muerto en los servicios de la estación de tren de Troyes un hombre con una jeringa de oro clavada en el brazo. Era la persona a quien se le atribuía toda la violencia desencadenada alrededor de aquel trágico Tour. De momento todo era confuso, no se conocían las circunstancias precisas de su muerte, aunque los primeros datos apuntaban a un suicidio.
Cupido se preguntó cuánto tardarían en venir a buscarlo para que asistiera a su identificación. ¿Quién más lo conocía? Seguramente algunos ciclistas del pelotón, algunos deportistas ambiciosos, de los que no se conformaban con las marcas que les permitían sus cualidades y su entrenamiento, pero ninguno lo admitiría. Se los imaginó buscando con desesperación a un médico especialista en limpieza de venas y drenaje de hígados, temblando ante la posibilidad de que hubiera dejado una agenda de clientes, un libro de entregas, de pagos y de fechas. Recordó las palabras que el hombrecillo le había dicho dos días antes acerca de que sólo la gente feliz ama la vida, que no merece la pena vivir si es bajo condena, y al recordarlas su suicidio no le pareció una farsa. Se terminó la tostada, bebió el café y se metió bajo la ducha, con la seguridad de que no tardarían en venir a buscarlo.
En efecto, media hora más tarde dos policías de paisano llamaron a la puerta con discreción, tan interesados como él en mantenerlo alejado de la prensa. Esta vez no lo llevaron a la gendarmería, sino a los sótanos de un hospital. La juez, con aspecto fatigado, estaba esperándolo, pero ya no mostraba desconfianza.
—¿Ha sido como dicen las noticias? —preguntó Cupido mientras avanzaban por el pasillo.
—Sí. Lo descubrieron esta mañana unas empleadas de la estación cuando fueron a limpiar los retretes. Tenía una jeringa de oro clavada en la vena de un brazo. Todavía quedan algunos análisis que hacer, pero todo apunta a un suicidio. Anoche se había intensificado la vigilancia en la estación con una mayor presencia de gendarmes. Se sentiría acosado y… Creo que con esa muerte se acaba todo.
Llegaron a una sala iluminada con luces blancas y duras que rebotaban en las bandejas y herramientas quirúrgicas de las vitrinas, en el acero inoxidable de los cajones mortuorios. El frío parecía concentrarse alrededor de la mesa central donde una tela cubría el bulto de un cadáver. A un gesto de la juez, un ayudante la retiró hasta la cintura.
—Es él —confirmó Cupido.
La intensa luz blanca destacaba la calvicie, los huesos mal soldados del cráneo, la nariz grande, la ausencia de labios. En el interior del codo izquierdo estaba marcada con un pequeño círculo de tinta la huella del pinchazo, pero a lo largo del brazo se veían más señales, los diminutos puntos rojos de una larga práctica.
—¿Heroína?
—No. La jeringa contenía restos de morfina. Parece que murió de una sobredosis.
Así que era eso, pensó, nadie mejor que él para montar aquel negocio del dopaje, para elegir a los posibles clientes, para adivinar quién necesitaba ayuda de los paraísos químicos. Nadie mejor que quien se inyectaba para soportar las exigencias de la vida podía comprender que otros se inyectaran para soportar las exigencias de la competición.
—Antes de irse tendrá que identificar también al otro —dijo la juez cuando Cupido hizo un gesto para marcharse. Apenas podía disimular que se alegraba de perderlo de vista. Por fin, todo encajaba: Duhameau había matado a Gros por motivos de ambición o dopaje y luego, al revelarse el positivo y verse señalado, no pudo soportar la tensión y se pegó un tiro. Para la juez, que lo hubiera hecho vestido de ciclista reafirmaba su teoría. La posterior muerte de los dos hombres que suministraban los productos prohibidos cerraba el círculo definitivamente.
Un operario abrió uno de los cajones lo suficiente para mostrar el rostro del gigante. Le habían limpiado la sangre, pero se apreciaban las huellas negruzcas de los golpes.
—Sí —dijo Cupido con una extraña incomodidad.
En la jornada de descanso del día anterior, lunes, los corredores habían tomado un tren que los trasladó hasta Grenoble, para afrontar desde allí la dura recta final del Tour que culminaría el domingo en París. Durante el trayecto habían conocido los detalles de la operación policial. Se daba por hecho que la investigación por fin había aclarado todos los enigmas. Los corredores dejaban de ser sospechosos y la carretera volvía a ser la única protagonista.
Todo eso debió de influir para que la etapa del martes fuera apasionante. Los ciclistas quisieron volver a atraer la atención sobre sí mismos, sobre sus esfuerzos y su sacrificio, en una edición en la que el mayor interés había estado en las comisarías y en los laboratorios, en las huellas dactilares y en los controles de orina. Desde que se levantó la bandera se lanzaron oleadas de ataques temerarios, a un ritmo que no podría mantenerse durante los durísimos 161 kilómetros de recorrido. Los días de descanso siempre eran peligrosos y lo que se tomaba como una jornada de recuperación a menudo se convertía en una bajada del tono muscular de la que no resultaba fácil recuperarse. Pero en esa etapa el miedo era mayor, porque se enfrentaban de golpe a la alta montaña. Desde la salida en Grenoble comenzaba un terreno exigente que subía hacia la Croix de Fer y el Télégraphe antes de afrontar sin apenas descanso la ascensión final hasta la meta colocada en la cresta del Galibier: en total 55 kilómetros de subida nerviosa, agotadora. Las diferencias de tiempo entre los primeros clasificados eran muy pequeñas y cualquiera de ellos podía vestirse de amarillo. Tras el actual líder, Rudolf Trölsch, acechaban Hamelt, un contrarrelojista que había aprendido a soportar la montaña; Panal, un corredor solvente que en ningún terreno perdía tiempo; el italiano Grimaldi, que llegaba a la última semana en una forma espléndida; el nuevo escalador colombiano Omar Pacheco; el siempre competitivo Olivier Renaud, que corría en casa… Por otra parte, muchos equipos no habían conseguido ninguna victoria y necesitaban al menos un botín parcial para no irse de vacío.
Cupido bajó a la cafetería del hotel para ver el final de la transmisión. En la pantalla del televisor, un rosario de corredores descolgados, incapaces de soportar la velocidad a la que se corría la etapa, se retorcía en las rampas alpinas cuando el grupo de cabeza llegó a la pancarta que indicaba los diez últimos kilómetros. Nadie se atrevió a atacar y a la postre el ganador fue Omar Pacheco, el fibroso escalador colombiano que no pesaba más de cincuenta y cinco kilos.
—¡Estos colombianos tan delgados! Parece imposible que puedan correr así. No tienen más que huesos y fibra —comentó un aficionado.
—Al contrario que las colombianas —bromeó otro.
Tras la ceremonia de entrega de premios, el comentarista anunció una conexión en directo con la multitudinaria rueda de prensa que iba a dar el portavoz de la policía de Troyes, una vez levantado por la juez el secreto parcial del sumario, para relatar lo ocurrido y cortar especulaciones. Con el fin de escuchar con mayor atención, Cupido subió a su habitación. Desde las primeras declaraciones comprobó que su nombre y los detalles de su intervención eran silenciados, lo que al mismo tiempo favorecía el protagonismo de la policía.
En respuesta a las preguntas de los periodistas, el portavoz fue contando cómo en la noche del domingo les llegaron informaciones —cuyas fuentes y circunstancias aún se mantenían en secreto por motivos de seguridad— sobre una casa de campo cerca de Troyes en la que se alojaban personas relacionadas con la trama de dopaje y tal vez con las muertes producidas en el Tour. Enseguida se puso en marcha un operativo especial y las fuerzas policiales, con su habitual contundencia y eficacia, llevaron a cabo las acciones necesarias. Localizada la casa, el asalto se produjo antes de la madrugada. Dentro sólo había una persona, que reaccionó con una gran violencia al intento de detención. Hirió de gravedad a un gendarme antes de ser abatido por varios disparos.
En el registro de la vivienda se halló un ordenador que podría contener información importante, pero los técnicos de la policía aún no habían logrado abrir los blindajes y contraseñas de los archivos. También habían encontrado un surtido arsenal de productos dopantes cuya composición se estaba analizando en profundidad, pero la primera impresión era que desde allí se suministraba material a los clientes. Y huellas de los dos fallecidos, de quienes aún no sabían mucho más, puesto que sus datos no coincidían con ningún antecedente de los archivos policiales.
—Todavía no conocemos sus nombres —explicó el policía ante la insistencia de los periodistas por recabar más detalles—. Tenemos sus huellas, tenemos sus ADN…, pero no tenemos sus identidades. Sólo sabemos que el hombre que dirigía se hacía llamar «doctor Román». Por lo demás, cuando lo encontraron en los servicios de la estación, no llevaba encima ningún documento, ninguna tarjeta de banco. El teléfono móvil era de prepago y había sido comprado en España un mes antes.
—¿Disponen de sus fotografías? —preguntó un periodista.
—Sí. Estamos sacando copias y se las entregaremos en unos minutos.
—Entonces, ¿consideran cerrada la investigación?
—Sí —respondió mirando a la cámara, esforzándose por ser convincente—. Aunque no hemos llegado hasta los laboratorios que suministraban las sustancias prohibidas y aunque puede quedar alguna ramificación, tenemos una seguridad razonable de haber aclarado las muertes de Gros y de Duhameau y de haber anulado la red de distribución a los ciclistas.
Cupido apagó el televisor. Sabía que eso sólo era la mitad de la verdad, aunque a la policía francesa le interesaba aquel desenlace.
El teléfono móvil sonó en su bolsillo. Era el Alkalino, que ya había regresado de Zaragoza y estaba de nuevo en el hotel de Argelès-Gazost.
—¿Estás viendo el televisor? —le preguntó.
—Sí —respondió Cupido.
—Eso que dicen no es lo que me contaste ayer.
—¡Claro que no! Pero a ellos les interesa esta versión —dijo. No quería seguir hablando por teléfono, y añadió—: Son las seis y media de la tarde. ¿Crees que podrías hallar el modo de estar mañana en Grenoble?
—¿A los pies de los Alpes?
—Sí.
—Creo que podré llegar mañana —dijo.
—Nos veremos allí. Llévate toda la información.