Sedán - Nancy, 172 km
Domingo, 18 de julio
Cupido no supo qué fue antes, el abrir los ojos o el lento regreso a la consciencia. Sostuvo con esfuerzo los emplomados párpados y miró alrededor: una habitación sin ventanas, de paredes lisas de hormigón mal pintado de blanco y con una única puerta metálica. Un tubo fluorescente en el techo, sin apenas revoco, en el que se adivinaban las vigas de la estructura, expandía una luz nerviosa con una pequeña vibración. No se veía ningún interruptor. El mobiliario se reducía a la vieja colchoneta de espuma donde estaba tumbado, colocada sobre un ancho tablero de madera para aislarla del suelo, y a un cubo de plástico despojado del asa cuya visión le despertó deseos de vomitar.
Inmóvil, con la cabeza dolorida por el golpe, asoció el cansancio, la sed y el malestar general a la inyección que le había administrado el hombrecillo en la furgoneta. Intentó llevarse las manos a las sienes y notó el dolor que el tirón le produjo en la muñeca izquierda: como a un caballo, le habían esposado la mano a una gruesa anilla atornillada a la pared, de modo que podía sentarse, moverse y manejar el cubo, beber y comer, si es que se lo permitían, pero siempre alrededor del brazo preso. Al pensar en la comida le volvieron las náuseas, acompañadas por un sabor ácido en la boca. Muy despacio, removió la lengua para desprender la costra de cieno solidificada en el paladar.
Se sentó y se frotó las piernas, que sentía pesadas, adormecidas. Por la ausencia de ventanas, por la humedad del aire y de las paredes, por el olor carcomido de los recintos sin ventilación, el olor a la vejez de la Tierra, dedujo que se hallaba en un sótano. La ausencia de sonidos y de vibraciones, el pesado silencio que lo envolvía sólo podían ser subterráneos.
¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo llevaba allí encerrado? En el brazo observó la huella del pinchazo, pero no lo molestaba. Si le habían administrado un narcótico, podía haber estado durmiendo doce, catorce horas. Podría ser el mediodía o el inicio de la tarde del domingo. ¿Qué había ocurrido en ese tiempo? Evocó los últimos minutos en el solitario estacionamiento de la gasolinera, el golpe en la cabeza y el brillo de la jeringa, e intentó extraer del sueño posterior alguna imagen, alguna palabra perdida que le diera una pista sobre su situación actual, pero no encontró ninguna información. Únicamente recuperó los flecos de una pesadilla en la que un niño aterrorizado por las agujas de las jeringas ocultaba a su madre el malestar y la fiebre para evitar que el médico le administrara una inyección.
Oyó un ruido más allá de la puerta metálica, parecido al de una llave al girar en una cerradura. Luego escuchó unos pasos y, unos minutos después, unos suspiros profundos, como la respiración de algún animal grande y poderoso.
Sus piernas se habían recuperado y se sentía más despejado. Observó con atención los detalles de su cautiverio. Las esposas que anillaban a la pared su muñeca izquierda eran de un modelo antiguo y eficaz, el mismo que había sufrido muchos años antes, de acero brillante y gancho de sierra para ajustarse a la anchura de las muñecas. El gigante tenía experiencia en su uso, puesto que había colocado el hueco de la llave en la cara exterior. Con la mano libre se registró los bolsillos. Lo habían despojado de todo: del teléfono, de las llaves, de la cartera, del reloj, del cinturón y de los zapatos. Estaba inerme ante cualquier amenaza, aunque no sabía de qué tendría que defenderse.
No le resultaría fácil salir de allí por iniciativa propia, puesto que no tenía nada a lo que agarrarse ni modo de pedir ayuda a los de fuera. Debían ser los de fuera quienes vinieran a ayudarlo. Pensó en el Alkalino, vagando en la tarde del domingo por las calles de una Zaragoza que le pareció muy lejana. No le gustaba demasiado hablar por teléfono, de modo que no era probable que lo llamara hasta el día siguiente, lunes, si encontraba algún dato sobre los Calatayud. Pensó en Carol y la imaginó llamándolo en cualquier momento para saber cómo estaba, cómo había hecho el viaje, quizás esperando de él unas palabras de cariño, una alusión tierna a lo sucedido la noche anterior. Al principio tal vez no le extrañaría encontrar el teléfono apagado, pero terminaría preocupándose si no daba señales de vida tras repetir sus llamadas. De Carrión no esperaba ninguna iniciativa inmediata. Ya tenía suficiente tarea dirigiendo a su equipo en la carrera y sólo confiaba en que el detective hiciera bien y pronto el trabajo por el que le pagaba. Imaginó a su madre, en España, siempre convencida de que todo le iría bien, porque lo creía sabio e invulnerable.
Tumbado en el camastro, con los ojos fijos en el techo, se dio cuenta de que no tenía mucha gente alrededor que lo echara de menos. Por segunda vez se arrepintió de haber aceptado aquel trabajo cuando estaba de vacaciones, de haberse dejado llevar por el viejo afecto hacia Carrión para implicarse en una investigación que nunca había llegado a controlar, que se le escapaba cada vez que se acercaba a algo concreto.
En el silencio distinguió de nuevo un profundo suspiro de fatiga o de dolor. Luego oyó de forma clara un chasquido metálico, como si algo se cerrara o encajaran dos piezas. ¿Qué estaba ocurriendo allí fuera? Con cierta ironía, Cupido se imaginó como el condenado que desde la celda oye los golpes y martillazos de la construcción del patíbulo donde será ejecutado al amanecer. Entonces distinguió los pasos que se acercaban a la puerta. Esperaba oír el ruido de una llave en la cerradura, pero estaba abierta, tan seguros se sentían sus carceleros de la eficacia de las esposas y de su vigilancia exterior.
La puerta se abrió hacia afuera y en el hueco apareció el gigante, que lo observó sin hablar, manoteándose el sudor con una toalla de color indefinible. Vestía una camiseta de tirantes que dejaba al aire unos brazos inmensos, capaces de estrangular a un toro. Tenía el pelo rapado, las grandes orejas carnosas muy separadas de la cabeza, los ojos profundos y muy juntos y huesos anchos que le tensaban la piel. No había nada blando dentro de su rostro. Cupido dedujo que había estado levantando pesas en un banco que se veía tras él, junto a una bicicleta estática y a una barra colgada del techo, y que a sus esfuerzos se debían los resoplidos y los ruidos metálicos que había oído.
La segunda habitación era amplia y, aunque desde el jergón no la abarcaba por completo, vio una mesa sobre la que estaban sus pertenencias. Distinguió el pie de una estrecha cama, otra mesa auxiliar con un ordenador apagado y carteles de mujeres desnudas pegados en las paredes. También, un sofá hundido delante de un viejo, pesado televisor de tubo. Al fondo se veía otra puerta metálica. Tampoco allí había ventanas y la luz cruda caía de los fluorescentes, lo que confirmaba que se trataba de un sótano y que él estaba encerrado en un pequeño habitáculo auxiliar, parecido a una bodega, de modo que, aunque gritara, sus gritos no atravesarían las dos puertas.
—Agua —pidió.
El gigante pestañeó con una mirada plana, sin profundidad, sin comprender lo que decía. Cupido lo repitió en francés.
—Tendrás que esperar —respondió a tropezones, con un acento duro—. Son las órdenes.
Las gotas de sudor seguían empapando su piel, brotando de los músculos tan definidos que parecían engordados por la química, tan lustrosos que repelían. Le dio la espalda y cerró la puerta, pero de nuevo sin echar la llave, y el detective oyó los pasos alejándose y, luego, el ruido de una llave en la segunda puerta.
Se tendió en el camastro mirando las paredes desnudas, el suelo, el techo, buscando en vano una grieta, un pequeño clavo, cualquier cosa que posibilitara una salida, una esperanza. Observó las esposas y recordó aquel tiempo que pasó en la cárcel que dirigía Carrión, muchos años antes. Allí dentro había conocido a gente buena y a gente mala, y había aprendido algunas habilidades. Sus dedos se movieron en el aire recordando la forma de abrir unas esposas con un alambre, con una horquilla, con cualquier hierro fino y resistente.
Permaneció así un tiempo, tendido en el camastro, con la boca seca, notando cómo aumentaba la sed, cómo desaparecían los residuos de la anestesia y las piernas exigían su tiempo de ejercicio. Calculó que debía de estar llegando la noche del domingo.
Más tarde, sin que ningún ruido ni señal lo hubiera anticipado, oyó abrirse la segunda puerta y el murmullo de un diálogo. Identificó los pesados pasos del gigante acercándose, pero delante venía el hombrecillo calvo. A un gesto suyo, el otro avanzó con una botella de agua, llenó un vaso de plástico y se lo tendió al detective.
—Perdónelo —dijo mientras Cupido bebía—. Tenía órdenes de no darle nada y cumple bien las instrucciones. ¿Más?
—Sí.
El detective extendió el brazo con el vaso, que el gigante volvió a llenar.
—No era necesario que sufriera sed. Tampoco el golpe. Pero entonces no nos hubiera acompañado.
—¿Qué día es? —preguntó, indiferente a sus excusas.
—Domingo.
—¿Qué hora?
—Está anocheciendo. Ha dormido mucho tiempo.
—Suéltenme. Quiero salir de aquí.
—Eso no va a ser posible.
Sacó un paquete de cigarrillos de un bolsillo de la chaqueta, encendió uno y expulsó unas rosquillas de humo gris hacia el fluorescente del techo. Resultaba extraño verlo aspirar con tanta fruición, hundiendo las mejillas y avivando la brasa, en aquel entorno deportivo de los últimos días en el que nadie fumaba. Luego sonrió con amabilidad, lamentando todo lo ocurrido. Los labios, apenas visibles, desaparecían entre los paréntesis de dos profundas arrugas en las comisuras, como si fueran algo secundario en el rostro, como si nunca besaran ni apenas comieran y sólo encontraran utilidad en hablar y en aspirar el humo del cigarrillo. En cambio, su nariz, grande, crecida como la de un viejo, como si los cartílagos llevaran treinta años de adelanto sobre las mejillas, destacaba en el rostro, en la pequeña cabeza calva, astuta, segura de ganar.
—Ha ido usted demasiado lejos. Durante estos días lo hemos visto dar vueltas, acercándose poco a poco a nosotros, preguntando y escuchando en silencio, no como la prensa o la policía, que preguntan y no escuchan si no se les da la respuesta que están esperando. ¡Hay tanta gente que no escucha cuando le hablas! —exclamó dolido—. ¿Por qué ha tenido que meterse en esto?
—Por dinero. Es mi trabajo.
—¿Por dinero? —preguntó, escéptico—. Nosotros le habríamos pagado más dinero… Y ahora ya es tarde. Después de haber llegado tan lejos, ni siquiera nos queda la posibilidad de un pacto de silencio.
—No es sólo tarde para mí. Suéltenme y contribuiré a que su condena sea la menor posible por la muerte de Duhameau.
—Duhameau se suicidó —replicó sin convicción—. Él mismo escribió su esquela anunciándolo.
—¡Nadie se suicida en un garaje, vestido de ciclista e inmediatamente después de haber montado varias horas en bicicleta! Cuando llegué al garaje aún estaban calientes las ruedas. He hablado con su abuelo y él también lo sabe. Me contó que usted había pasado por la casa un par de veces. Y lloraba al hablar de su nieto.
—Los viejos lloran fácilmente.
—Porque él sabía que lo mataron. Suéltenme y no lo estropeen más. Todo les ha salido mal con Duhameau, pero creo que no mataron a Tobias Gros.
El hombrecillo miró al detective con una divertida extrañeza, sorprendido de su insistencia. Al sonreír, en su boca asomó una dentadura que mostraba más oro que marfil, éste sólo un poco menos amarillo.
—Él nos obligó —reconoció al fin.
—¿Nos? ¿Cuál es el papel de Galea en todo esto?
—Un papel pequeño. Galea no tiene importancia.
—¿Por qué les obligó Duhameau?
—No quiso creemos —respondió. Las palabras salieron de su boca envueltas en humo—. Puedo contárselo, porque no tendrá oportunidad de repetírselo a nadie.
—Duhameau —insistió Cupido, desdeñando la amenaza.
—Duhameau no nos creyó cuando le dijimos que no teníamos nada que ver con la muerte de Tobias Gros. ¿Por qué íbamos a atentar contra uno de nuestros mejores clientes? Le explicamos que su muerte sólo nos había traído complicaciones, que ahora teníamos en alerta a toda la policía de Francia, muy enfadada, amenazando con arruinar nuestro negocio. —Al ondear con las manos en un gesto que abarcaba alrededor, dos centímetros de ceniza del cigarrillo cayeron al suelo.
—¿Negocio? ¡Todo eso que venden para que sus clientes estén satisfechos cuando hinchan los músculos mirándose a los espejos! —Cupido señaló con la cabeza al gigante, que en la otra habitación había levantado del suelo unas mancuernas y hacía ejercicios en silencio, los músculos absurdos rebosando por los bordes de la camiseta.
—Todo eso que ellos nos piden que les vendamos —corrigió suavemente—. No sólo los ciclistas, también profesionales de otros deportes. Y no se imagina cuántos aficionados a los gimnasios.
—Un buen negocio, con una amplia cartera de clientes ricos —ironizó Cupido—. Hormonas, anabolizantes, EPO. Una demanda sin límites, porque el que empieza no puede detenerse, ¿verdad?
—No, no puede detenerse. ¡Mírelo! ¡Idiotizado de orgullo por sus bíceps! —Sonrió de nuevo, la boca mostrando el oro—. Por nada del mundo renunciaría a sus ampollas.
—A él tal vez no le cuesten dinero, pero para los demás el precio es alto. ¿Cuánto le pagaba Tobias Gros por el tratamiento?
—Mucho, porque también compraba el silencio. Pronto podremos retirarnos y hasta este noble bruto de ahí atrás podrá vivir tranquilo media vida.
—¿Pronto? Es difícil parar cuando las cuentas van engordando en los bancos sin demasiado esfuerzo —dijo Cupido con sarcasmo—. ¿Le contó eso a Duhameau antes de dispararle?
—No quiso creernos —repitió—. La muerte de Gros lo había asustado y nos amenazó con contarlo todo. Dijo que estaba arrepentido. ¡Ah, el arrepentimiento! ¡Qué fácil es usarlo! ¡Qué cómodo resulta arrepentirse y creer que con una disculpa se soluciona todo! Duhameau quería obligarnos a todos a que también nos arrepintiéramos. Teníamos que impedirle que hablara.
—¡Déjese de eufemismos! Lo mataron —dijo Cupido, atado a la pared mientras el hombrecillo lo miraba desde arriba—. Suéltenme ahora e intentaré que su condena no sea la peor posible.
El doctor Román lo miró con seriedad y tristeza.
—¡Una condena! ¿Cree que merecería la pena vivir si hubiera que soportar una condena? Usted mismo, ¿tanto aprecio le tiene a la vida? ¿Tantas cosas buenas ha dejado ahí fuera?
Era como si hablara para sí, acunando despacio las palabras, y no esperara respuesta. Una chispa de locura le brillaba en la calva sudorosa, en las dos pequeñas burbujas de saliva que habían aparecido y explotado en sus labios casi invisibles. Cupido no respondió y por primera vez desde la noche anterior, cuando lo golpearon en la gasolinera, notó un soplo de miedo. Aquella indiferencia del hombrecillo, su incapacidad para incluirse en el mundo podía ser más dañina que la pertenencia a un negocio, a una mafia, a una fe.
—Sólo tienen miedo a morir las gentes felices. A quienes todo lo importante les ha ido mal, ¿cree que les importa morir? —continuó después de apurar el cigarrillo y aplastarlo con el pie. La última confesión le ennoblecía la boca pequeña, poco besada, miserable.
Le dio la espalda y, sin cerrar la puerta, salió a la habitación grande, donde el gigante, ajeno a la conversación, pedaleaba despacio en la bicicleta estática. Al ver que el hombrecillo se acercaba, le pidió con su francés rudo, pedregoso:
—Es la hora de mi inyección.
—Sí.
Abrió el maletín que había dejado en la mesa, extrajo sus útiles entre fríos brillos de metales y llenó el cilindro con el contenido de un pequeño frasco. El gigante se acercó a él y le presentó el brazo anchísimo, lleno de venas, engordado por la testosterona. Inyectado el líquido, se frotó con un algodón durante unos segundos y enseguida se tumbó en el banco a levantar pesas.
El hombrecillo desinfectó varias veces con cloro la jeringa dorada y la secó con mimo antes de guardarla. Luego, como si hubiera olvidado algo, volvió a la habitación desde donde Cupido lo había contemplado todo.
—Hoy es domingo y las carreteras y los caminos aún están llenos de gente. Ya sabe, la fatigosa felicidad obligatoria de los weekends —murmuró—. Mañana, lunes, estarán vacíos. Lo invitaremos a dar un paseo en bicicleta por un solitario sendero de montaña. No se preocupe por la falta de entrenamiento, le daremos algo que lo ayude a pedalear, aunque su sangre será tan roja y tan espesa que su corazón correrá un grave peligro.
—Con eso no engañarán a nadie —dijo Cupido.
—¿Eso cree? Lo haremos de forma que parezca un accidente. Necesitamos tranquilidad para poder trabajar, este Tour está siendo demasiado… agitado y no soportaría una nueva muerte violenta. Pero no tema, no resultará doloroso. Será un accidente común entre los hombres de su edad, que creen que aún pueden practicar deporte como si tuvieran veinte años. ¡Qué ingenuos! Algunos no se resignan a dejar atrás la juventud, toman estimulantes y el corazón maduro, ¡plaf!, se desboca y revienta de pronto en cualquier camino de montaña.
Se dio la vuelta y caminó unos pasos hacia la puerta dejando ver la espalda estrecha, el cráneo huesudo donde, en unos pocos días, parecía haber avanzado la calvicie, el aspecto anodino y acromático de esos hombres que se ven detrás de un mostrador o de una ventanilla para tratar algún asunto y cinco minutos después nadie recuerda haber visto. De pronto se detuvo y se volvió hacia el detective.
—¡Ah! Un último detalle que tal vez le interese: el resultado de la etapa de esta tarde. Se produjo una caída masiva y Rudolf Trölsch, del equipo Lorelei, se metió en una fuga con los de delante. El pelotón reaccionó demasiado tarde para poder anularla. La etapa la ha ganado un holandés, pero Trölsch es el nuevo líder.
Cuando cerró la puerta, la última imagen que avistó el detective fue la del gigante levantando pesas, resoplando, forzando los músculos anchos y redondos, las nudosas articulaciones de caballo.
Volvió a tumbarse en el camastro, con una mano aherrojada a la anilla y otra bajo la nuca, mirando el cemento del techo y de las paredes, la trémula luz del fluorescente, la estrechez del habitáculo, que le parecía el lugar más hundido de toda la Tierra. Sólo oía los suspiros de esfuerzo y, en un momento, creyó percibir el eco lejano de un vehículo marchándose. «Cuando vuelvan será para golpearme, para utilizar esa jeringa de oro repleta de algo para dormir muchas horas, para dormir siempre», se dijo.
De nuevo pensó en los casos que había resuelto, en el agradecimiento de los inocentes y en el odio de los condenados, en la piedad por quien se condenó a sí mismo, en aquella profesión que ni siquiera había elegido, a la que había llegado por azar y por falta de otro oficio mejor. Nunca había sentido la vocación de ser detective, pero con el paso del tiempo había descubierto cuánto le debía a su trabajo, cuánto le había enseñado sobre la felicidad y la desgracia y con qué intensidad le había permitido vivir. Estaba convencido de que no había nada más que este mundo y este presente, que los años llegan y pasan y todo acaba pronto, y, por tanto, siempre había intentado llenar su vida con lo que le ofrecían el mundo y el presente. Aunque a veces había maldecido aquel oficio de ladrón de intimidades, ahora, encerrado en aquel sótano, bajo una seria amenaza de muerte, comprendió que ya no le gustaría ejercer ningún otro. A pesar de las dificultades que suponía trabajar con la materia prima del dolor y del daño, no había encontrado el mal absoluto en ningún ser humano, sólo la maldad concreta en personas y en momentos determinados, una maldad que, por tanto, podía ser contrarrestada y corregida por el sistema judicial. Había llegado a la convicción de que el hombre debía ser juzgado con las leyes de los hombres, no con las leyes feroces de los animales ni con las leyes absurdas de los dioses, y que con su aplicación podía alcanzarse una moderada paz colectiva, una felicidad razonable.
De nuevo pensó en Carol y en su inquietud al no localizarlo, en el tiempo que se concedería antes de denunciar su desaparición. Pensó en las rampas del Tourmalet, y se dijo que no había podido rechazar la propuesta de Carrión porque no sabía no pagar deudas y estaba agradecido por los beneficios que le concedió en aquellos dos años en la cárcel, donde había aprendido algunas lecciones sobre la lealtad, el valor del silencio y la defensa del propio territorio que sólo pueden aprenderse en un lugar así. Pensó en el peligro, en el maletín negro con la jeringa dorada, llena de un líquido que imaginó ámbar y dulzón entrando en sus venas… Y a pesar de todo, no sentía un miedo franco y definitivo, no lograba imaginarse como una víctima de la violencia bruta, como lo habían sido Gros y Duhameau. No lograba imaginarse no siendo.
La sed había vuelto y con ella el hambre por no haber comido nada en todo el día.
—¡Eh! —gritó.
Oyó los pasos arrastrándose y el gigante abrió la puerta y se acercó a él. Llevaba en la mano una de las mancuernas con que estaba entrenando.
—Tengo sed y hambre —dijo Cupido.
Miró el vaso y la botella vacía, en el suelo. Se agachó a recogerlos y dejó la mancuerna al lado antes de salir del cuartucho. El detective lo vio abrir con la llave la segunda puerta y desaparecer tras ella. Sus ojos se fijaron en la pesa que había olvidado cerca del camastro y, un instante después, ya estaba irguiéndose, preguntándose cómo había tardado tanto en advertirlo. Los dos discos de cinco kilos se sujetaban a la barra con dos pequeños topes metálicos para evitar que se salieran. Extendió el brazo libre, cogió la mancuerna y extrajo la horquilla con una sencilla presión mientras ya estaba pensando en el siguiente movimiento: levantó la colchoneta de espuma y se agachó hacia el tablón. Mordió con fuerza una arista. Creyó que los incisivos iban a saltar de sus encías, pero sólo notó el sabor de la sangre cuando la astilla se le clavó en la lengua. Tragó saliva mientras colocaba el trocito de madera en lugar de la horquilla metálica y la ocultaba a la vista.
Ya estaba tumbado en la misma postura cuando unos minutos después regresó el gigante con dos sandwiches, un vaso y otra botella de agua. Sin prevención ni cálculo, sin sospecha, lo dejó todo en el suelo, junto al camastro, y se quedó mirándolo con curiosidad, como un mozo de cuadra miraría al caballo de cuyo cuidado y vigilancia lo han hecho responsable.
—Comida —dijo con una mueca amistosa, como si tratara de reír.
El detective no se movió hasta que recogió la pesa y salió. Cupido escuchó temiendo que continuaran los ejercicios y descubriera el cambio de la horquilla, pero al prepararle la cena debía de haberse abierto su apetito, porque enseguida oyó la llave de la segunda puerta.
En la comida y el agua no parecía que hubiera nada extraño y, a pesar de la molestia de la herida en la lengua, comió con apetito para calmar el hambre de todo el día, dando tiempo a que el gigante cenara y se hundiera en el sueño bruto del cansancio físico. Luego oyó el ruido del agua corriendo por las cañerías, el único eco que llegaba hasta el sótano de la existencia de un mundo exterior. Fuera ya sería de noche y el mundo estaría refugiándose bajo las sábanas en busca del sueño, del descanso para afrontar la amenaza del lunes.
De nuevo recordó los consejos, la astucia, la paciencia carcelaria, las lecciones de un preso que ganaba todas las apuestas sobre su capacidad para abrir cualquier cerradura mecánica que funcionara con una llave. Sacó la horquilla de la espuma y calculó la longitud, la dureza. Palanqueando en el propio ojo de la llave, dobló un extremo y luego la introdujo en la ranura. Poco después lo sorprendió el chasquido con que se abrieron las esposas.
Se levantó del camastro y salió a la segunda estancia, que seguía con la luz encendida. En silencio, se acercó a la mesa y recuperó la cartera, las llaves, el reloj y el móvil. El cinturón y los zapatos lo reconfortaron con una agradable sensación de seguridad. Tal como había advertido, la segunda puerta estaba cerrada. En una estantería descubrió una porra de goma, quizá la misma con que lo habían golpeado en la gasolinera.
Por última vez miró alrededor, pensando en los siguientes movimientos. Volvió al cuartucho y con la porra comenzó a golpear la pared, en la zona en que había percibido el ruido de cañerías, hasta que hizo el ruido suficiente para despertar al gigante. Luego volvió hasta la segunda puerta y se escondió tras ella. Desde allí oyó los pasos que bajaban por la escalera y la llave girando en la cerradura. La ancha cara encajó el golpe en el pómulo con un ofendido y colérico gesto de asombro y de estupidez. Cupido tuvo que esforzarse para que su brazo no se encogiera por propia voluntad antes de alcanzar de nuevo el rostro y oír la blasfemia y el crujido de algo que se astillaba dentro, extrañado de aquella desconocida capacidad de violencia en él, que no recordaba haber iniciado nunca una pelea porque nunca había reunido esa conjunción de decisión y maldad que se necesita para lanzar el puño contra un rostro ajeno, que nunca había necesitado golpear a nadie para obtener información, que nunca había estado seguro de que al usar un arma lograra alguna ventaja sobre su adversario. El gigante se mantuvo todavía un segundo en pie antes de arrodillarse y caer de bruces, la dura cabeza chocando contra el suelo.
La puerta daba directamente a una escalera. La cerró desde fuera, dio dos vueltas a la llave que seguía en la cerradura y la dejó girada a medias, por si se daba el caso improbable de que el gigante tuviera otra copia. Subió con sigilo, aunque suponía que el hombrecillo no estaba allí. Había oído el ruido de un coche alejándose y lo imaginaba cerca de sus clientes.
Las luces estaban encendidas y Cupido avanzó deprisa hacia la puerta de salida. En un colgador junto al perchero había varias llaves y enseguida encontró la adecuada. Al abrir comprobó que era una casa de campo, aislada entre lomas cuyas siluetas se recortaban a la luz de una luna creciente. Ignoraba dónde se hallaba, en qué comarca o cerca de qué ciudad, pero supuso que en algún lugar del centro o del nordeste del país, no muy lejos de donde lo asaltaron.
La furgoneta blanca donde lo habían traído estaba aparcada en un lateral. Creía haber visto en el colgador una llave de coche y regresó a la casa: en efecto, allí estaba. Arrancó y condujo por el camino de tierra, clareado por la luna, entre lomas de bosques, atento a cualquier luz que pudiera acercarse, de cuando en cuando mirando por el retrovisor, aunque era improbable que el gigante hubiera podido escapar y saliera a perseguirlo en otro automóvil. Abrió el cristal de la ventanilla y respiró el aire fresco, limpio como un relámpago, que, después del encierro, le pareció el aire de la felicidad.
Resultaba extraño que sintiera miedo ahora que había escapado. El temor a ser bloqueado en medio del monte y otra vez anestesiado, y muerto, y su cadáver abandonado en el interior del bosque que lo rodeaba, aceleraba su corazón.
No sabía hacia dónde conducía el camino que, lleno de baches y de piedras sueltas, avanzaba por un terreno quebrado. Llegó a una bifurcación y eligió la vía más ancha. Un poco más adelante vio las luces de una casa aislada y frenó dudando en pedir ayuda, pero conocía la desconfianza campesina hacia el extranjero que llega en mitad de la noche y oyó los furiosos ladridos de unos perros, que lo empujaron definitivamente hacia delante. El camino terminaría por llegar a alguna población.
En un tramo llano encendió el teléfono móvil. Enseguida comenzaron a sonar los pitidos anunciando mensajes, llamadas perdidas, pero no tenía tiempo para detenerse a leerlos.
Diez minutos después, al alcanzar lo alto de una loma, vio las luces de lo que le pareció un pueblo grande. El asfalto donde desembocaba el camino lo llenó de optimismo. Encendió los faros y aceleró. En los pocos kilómetros que recorrió hasta llegar al pueblo creyó advertir que uno de los tres coches con los que se cruzó frenó más de lo conveniente, pero el detective continuó deprisa hacia la población. En la plaza, junto a la Mairie, brillaban las luces de la gendarmería. Aparcó delante, abrió la puerta y se dirigió hacia el agente a quien habían despertado sus pasos.