13.ª etapa

Amberes - Sedan, 214 km

Sábado, 17 de julio

Por la mañana temprano, con Carol todavía dormida, Cupido volvió a su habitación. Se duchó y bajó a leer la prensa mientras la esperaba para desayunar juntos.

Cuando ella llegó, le mostró una página de un periódico regional de la Charente.

—¡Mira esto!

La esquela ocupaba la mitad superior de la página.

MARCEL DUHAMEAU

Mort á Maigret, le 16 juillet

Je n’ai plus de forces pour continuer ici.

Je suis fatigué.

Je vais reposer pour toujours.

—¿Él mismo escribió su propia esquela? —preguntó Carol, desconcertada.

—Según está redactada se diría que sí. Pero creo que debemos comprobarlo.

Después de desayunar llamaron al periódico, al número de teléfono donde se gestionaban aquellos anuncios. El editor les explicó que casi siempre la contratación de una esquela la tramitaban directamente los tanatorios, que la ofrecían como un servicio más de la gestión de la muerte. Pero también podía contratarse en persona o por teléfono, sin necesidad de mostrar ningún certificado de defunción. Bastaba con indicar el texto y pagar en efectivo o hacer un ingreso en la cuenta bancaria del periódico o indicar un número de cuenta donde cargar el gasto. La tramitación de la esquela de Marcel Duhameau había sido hecha el día 16, a las diez y media de la mañana. Una voz de hombre llamó por teléfono para dictar el texto y para comunicar que ya había sido ingresado el dinero en el banco.

—Según eso, el propio Marcel Duhameau pudo tener tiempo para hacer todas las gestiones —dijo Carol, todavía intentando reponerse del asombro.

—Sí. Pero también podría haberlas tramitado cualquier otra persona. Aunque se trate de la muerte, al fin y al cabo todo se reduce a la contratación comercial de un espacio publicitario en un periódico.

—No creo que la juez contemple esa posibilidad —reflexionó Carol—. Si necesitaba alguna evidencia para convencerse del suicidio, ahora la tiene en esa esquela. Es como una confesión.

Cupido no respondió. Debían volver a Maigret para hablar con el abuelo de Duhameau. Tal vez él les ayudara en algo. Montaron en el coche alquilado. En la radio la locutora leía con voz emocionada la esquela con la que el propio Duhameau anunciaba su muerte. Los tertulianos comentaban el suicidio y nadie parecía cuestionarlo. No era el primer ciclista que se quitaba la vida.

—¿Quién ganó ayer la etapa? —preguntó Carol poco después.

—¿Te gusta el ciclismo?

—¡Claro! Soy francesa.

—Ganó Albert Clumeck, un belga del Atomium. Estaba en su terreno y conocía bien el itinerario, el paso por algunas de las localidades de las clásicas y esos terroríficos tramos de pavés que los ciclistas atraviesan cabeceando como si fueran pájaros, a saltos rápidos y nerviosos —contó Cupido, que, mientras la esperaba, había leído en la prensa la crónica de la etapa.

—¿Cómo es el recorrido de hoy?

—Similar al de ayer, pero de regreso a Francia. Amberes-Sedan. La prensa dice que, si no hay escapadas, será una de las últimas oportunidades para los velocistas, porque enseguida llegarán los Alpes.

Carol debió de advertir algo en el tono de su comentario, porque le preguntó:

—¿Te gustan las etapas de montaña?

—Sí. Las más hermosas batallas de ciclismo han tenido por escenario las montañas, no las llanuras —opinó.

Bon! Puede que sea más hermosa una victoria escalando un puerto que una victoria en llano, pero los minutos cuentan lo mismo para el triunfo final —discrepó.

—Pero yo no estoy hablando de victorias, sino de derrotas —dijo Cupido—. La agonía de un ciclista que se arrastra subiendo una montaña, pero no se baja de la bicicleta, tiene mayor dignidad que la de quien pierde en una contrarreloj.

—¡También en eso se nota que eres español! —exclamó sonriendo, tras reflexionar unos instantes—. En esa preferencia que sentís por la tragedia.

Llegaron al desvío hacia la casa y un gendarme los detuvo y se acercó al coche. Era uno de los agentes del día anterior, que los reconoció y los dejó pasar cuando le dijeron que querían saludar al abuelo de Duhameau.

—Le vendrá bien hablar con alguien —les dijo—. Está solo. No ha querido ir a Angoulême, donde están haciendo la autopsia.

Aparcaron en el propio desvío y fueron caminando hasta la casa. La puerta del garaje estaba precintada, pero todo lo demás tenía el mismo aspecto, si bien algunos indicios parecían dar cuenta de la tensión: el retorcido cerezo del porche proyectaba una sombra más dura, los pájaros asustados volaban muy alto y el canto de los grillos era más nervioso.

Encontraron al anciano en el huerto, escardando las hortalizas y dirigiendo el agua del riego. Los miró con atención cuando Carol le preguntó:

—¿Podemos hablar con usted?

—Sí —respondió. Los había reconocido. Dejó la azada en un surco y se lavó las manos en la acequia.

—Estamos investigando la muerte de Tobias Gros —explicó Cupido—. Ayer vinimos hasta aquí para hablar con su nieto, porque creíamos que podría darnos algunos datos.

—Marcel era muy discreto, no le gustaba hablar de nadie.

—Pensamos que las dos muertes están relacionadas —dijo Carol.

—¿Ustedes creen que fue una misma persona quien…?

—Tal vez —respondió Carol, a quien el anciano escuchaba con mayor interés que a Cupido—. Si averiguamos qué ocurrió con Tobias Gros, quizá sepamos mejor lo que ocurrió con su nieto. ¿Usted lo conocía?

—¿A Tobias Gros? Sí, estuvo dos o tres veces aquí, en la casa. No se quedaba mucho tiempo: cinco días, una semana. Él y Marcel salían a entrenar juntos. Decía que éste es un lugar perfecto, que las carreteras son tranquilas, con poco tráfico, y que nadie podría reconocerlos ni molestarlos.

—¿Sólo venía Tobias Gros?

—En alguna ocasión hubo también otros ciclistas.

—¿Recuerda sus nombres?

—No, yo apenas trataba con ellos. Siempre eran muy discretos. Además, la casa está cerrada desde octubre a finales de marzo. Marcel tenía llaves y algunas veces vino en esos meses.

—Aquí se aislaban del mundo —comentó Cupido.

—Sí. Decían que no los encontraría nadie, ni amigos, ni admiradores, ni prensa.

—¿Recibían visitas?

—No… Espere… Una vez —corrigió— vino un hombre que no era ciclista.

—¿Qué aspecto tenía?

—Era de baja estatura, calvo, creo que extranjero. Un entrenador, o un médico, o algo así. Marcel me comentó que les hacía controles de salud, que medía su rendimiento.

Cupido pensó de nuevo en el hombrecillo a quien había visto salir con gesto furtivo de la habitación de Galea. Aunque no tenía ninguna evidencia contra él, con su presencia todo parecía agitarse: el positivo por dopaje, la necesidad de ocultarse para eludir los controles de la UCI mientras durara el tratamiento, la implicación de Tobias Gros y de Galea, la propia huida de Duhameau.

—¿Su nieto mostró algún temor durante estos últimos días?

—No —respondió sin dudar—. No le gustaba que se supiera que estaba aquí, pero no era por miedo. Quería que lo dejaran tranquilo. Ayer por la mañana, al salir con la bicicleta, me pidió que, si oía hablar mal de él, no lo creyera.

—¿Alguien preguntó por él? ¿Vio a alguien merodeando por la finca? —insistió.

—He pensado en eso, pero no vi nada extraño.

—¿Podemos ver su habitación? —preguntó Carol.

—Sí, ¿por qué no? Los gendarmes ya la han registrado. Se han llevado su ordenador y algunos papeles. Vengan.

Lo siguieron hasta la casa, decorada con una sólida austeridad campesina. No había caído en la tentación de convertir los viejos útiles y herramientas agrícolas en adornos colgados de las paredes. La amplia cocina era el lugar más importante, más cálido. Al pasillo daban cuatro puertas y el abuelo de Duhameau abrió una de ellas. Un maillot del equipo Paradis colgado en la pared era la única referencia explícita al ciclismo. En lo demás, la habitación parecía la de cualquier hombre joven: una cama individual, una mesa de estudio en la que se veía el hueco de un ordenador, un juego de pesas, una estantería y un armario.

—¿Podemos echar un vistazo? —preguntó Carol.

—Adelante —dijo, y los dejó solos.

La ropa estaba bien ordenada en el armario: un par de chubasqueros, camisas, pantalones, jerséis, cazadoras, en cuyos bolsillos no encontraron ningún objeto de interés, ningún papel. A un lado colgaba la ropa de entrenamiento: los culotes negros, los maillots anónimos, discretos, sin marcas. En el suelo del armario varias cajas contenían unos pares de zapatos y de zapatillas deportivas.

En las baldas de la estantería había adornos y varios timbales e instrumentos de percusión de origen africano. También, un pequeño y potente equipo de música, cedés y algunas novelas y libros de viaje. La policía debía de haberse llevado su agenda, su móvil y cualquier documento que pudiera relacionarse con personas, con lugares o fechas, con proyectos de carreras o planes de entrenamientos. No encontraron nada que les fuera de utilidad para la investigación.

El anciano los esperaba sentado en una mecedora bajo el cerezo, mirando hacia el huerto y los frutales, hacia los bosques lejanos con un profundo gesto de cansancio. Ante sí tenía el periódico regional, abierto por la página de las esquelas.

—¿Ustedes también creen que se suicidó? —les preguntó.

—No —respondió Cupido.

—Yo tampoco lo creo. A pesar de lo que cuenten los periódicos.

—¿Quién pudo hacerlo? —preguntó Carol.

—Creo que a Marcel lo mató el ciclismo —respondió con voz triste—. ¡La ambición de ganar, la obsesión por el éxito…!

—Sí —asintió Cupido recordando las palabras de Galea sobre la creación de ídolos y la exigencia de récords y de espectáculo.

—Sin embargo, no era eso lo que intenté inculcarle cuando le regalé su primera bicicleta, cuando le enseñé a montar y lo animé a participar en sus primeras competiciones. Siempre he creído que hay dos juguetes imprescindibles para cualquier niño: un balón y una bicicleta. El balón para jugar en equipo y aprender a respetar al adversario, a cumplir las reglas pactadas y a evitar tanto la humillación como la arrogancia, y la bicicleta para aprender el valor del sacrificio individual y del esfuerzo y del dolor y para conocerse a sí mismo. Sin embargo, ahora me pregunto si no fue un error… Si Marcel no se hubiera dedicado al ciclismo profesional, tal vez ahora viviría en esta finca, se habría casado con una muchacha de la comarca, como era su madre, una mujer de piernas fuertes y de sonrisa fácil, con la que tendría dos o tres niños. Conduciría un tractor cinco días a la semana y el sábado y el domingo estaría cazando o enseñando a sus hijos a montar en bicicleta. Algunas noches se entretendría en un bar de Maigret protestando por el bajo precio de las cosechas y por la reducción europea de las ayudas al campo, o charlando sobre la mejor opción para comprar un coche, o sobre las virtudes y defectos del viejo que acababa de morir…

—No, no fue un error —negó Cupido cuando el anciano detuvo su charla—. Nadie puede saber si con esa forma de vida hubiera sido más feliz.

—Encuéntrenlo —les dijo con una voz más dura y más joven—. Encuéntrenlo y que pague por el mal que ha hecho.

—Sí —dijo el detective.

—Sólo tuve una hija y murió. Y ella sólo tuvo a Marcel. Así que ahora todo esto —señaló alrededor— no tendrá heredero.

—Falta mucho para eso —dijo Carol apoyando la mano en su hombro.

Cuando volvían en el coche, Cupido le contó todo lo que sabía del hombre a quien llamaban doctor Román, que hasta entonces había sido poco más que un fantasma.

—Es necesario encontrarlo —dijo Carol—. No puede estar muy lejos del pelotón, por si alguno de los corredores requiere sus servicios.

—Y como nadie lo controla, puede moverse con total libertad. Su testimonio es imprescindible, porque ahora ya sabemos que el dopaje de Tobias Gros no fue un hecho aislado. Parece que todo estaba organizado: los suministros y lugares discretos, como la finca de Duhameau, donde aplicarlos en los momentos adecuados para escapar a los controles de la UCI y de la AFLD.

Volvieron al hotel y se amaron en la siesta mientras el televisor, sin volumen, emitía imágenes del desarrollo de la etapa, que en esta ocasión no fue anulada. El pelotón entero, desconcertado, no supo reaccionar ante aquella segunda tragedia. Aceptó la versión oficial del suicidio mientras los corredores más vinculados a Duhameau manifestaban su perplejidad y su tristeza. Los dirigentes del Tour emitieron un comunicado lamentando la muerte y solidarizándose con el dolor de la familia, pero su responsabilidad los obligaba a mantener la carrera. La grandeur du Tour consistía en elevarse en momentos así por encima de todas las adversidades. El Tour había sobrevivido a dos guerras mundiales, a crisis de la nación, a accidentes, escándalos y dopajes, y tampoco ahora iba a modificar su desarrollo. Ni siquiera se le concedió de nuevo a un diezmado Paradis la victoria de equipo como homenaje a la víctima, como había sucedido en Arcachon en la sexta etapa. La sombra del dopaje contaminaba el ambiente y nadie olvidaba que después de haber rendido honores a Tobias Gros se había descubierto que no estaba limpio. En la línea de meta, en Sedan, se impuso Vincent Aimeur, un joven ciclista del equipo Occitanie que logró colarse entre los codazos de los velocistas. La clasificación general apenas varió.

Cansados por haber dormido poco la noche anterior, perezosos entre las sábanas, Cupido la acariciaba como si fuera su mano la que iba modelando el paso de la cintura a la cadera.

Cada uno de ellos partiría en distinta dirección una hora más tarde.

—¿Tienes… una mujer en España? —le preguntó Carol de pronto.

—La tuve, pero todo aquello terminó.

—¿Y ahora?

—Ahora no.

—No te creo.

—Pues es cierto.

Carol se dio la vuelta para mirarlo, extrañada de que no tuviera una pareja. Desde que lo vio por primera vez, había tenido la certeza de que había hecho llorar a más de una mujer y, al mismo tiempo, de que era afortunada la mujer que estuviera a su lado. Sintió una enorme curiosidad por conocer qué había pasado, por qué «todo aquello terminó», como acababa de decir, pero la seca brevedad de sus respuestas no la animaba a indagar más. El oficio de abogada le había enseñado cuándo hay que callar y cuál es el momento adecuado para hacer preguntas. Ese momento no había llegado… y tal vez nunca llegaría. El detective parecía uno de esos hombres herméticos convencidos de que revelar intimidades de las mujeres que han amado sería la peor traición que podrían cometer contra ellas, un firme poseedor de secretos que nunca contaría. ¡Cómo le gustaría sentirse querida de un modo tan fiable! El detective podía gustar o no gustar, pero era imposible permanecer indiferente ante la armonía de su rostro y ante la firmeza de sus manos, grandes y de dedos fuertes, pero no toscos, que no dejarían caer ningún objeto delicado, pero tampoco lo romperían por torpeza o exceso de brío. Se había fijado en ellas cuando tocó el cuello de Duhameau buscando un latido, cuando servía el vino en las comidas, cuando la abrazaba. Admiraba su tranquila solidez, que no podía ser sólo fruto de la práctica del deporte, sino de una firme actitud al tocar las cosas del mundo, como si estuviera muy seguro de cuáles queman o manchan o envenenan y cuáles pueden ser acariciadas. ¡Cómo le gustaría seguir sintiendo el contacto de su mano en la cadera y prolongar esos dos intensos, extraordinarios días en los que habían compartido tantos acontecimientos terribles y felices: una muerte violenta, una gestión brillante ante una juez recelosa en la que había dado lo mejor de sí misma como abogada, unas dulces horas de amor como no recordaba! En su trabajo como abogada nunca le habían sucedido hechos semejantes y temía que, arrastrado por el vértigo de la caravana del Tour, después de esa tarde no volviera a repetirse.

Cupido retiró de pronto la mano de la cadera desnuda, como si hubiera despertado y descubriera lo tarde que se había hecho.

—Tenemos que irnos —dijo.

—¿Tan pronto?

—Sí. Queda trabajo por hacer.

Se vistió y luego se tumbó de nuevo en la cama, junto a ella, y se abrazaron antes de despedirse. Volvió a su habitación, se duchó y recogió el equipaje. Antes de salir llamó al Alkalino. Acababa de llegar a Zaragoza en autobús, pero hasta el lunes no abrían las oficinas y los archivos de la federación aragonesa de ciclismo. Mientras tanto, buscaría información en los treinta y dos números de teléfono que figuraban en la guía correspondientes al apellido Calatayud.

Pagó la cuenta del hotel y subió al coche alquilado. Tenía bastante combustible, de modo que repostaría más adelante. Eran las ocho de la tarde. Abrió el mapa y calculó que tardaría unas seis horas hasta Nancy, donde terminaría la etapa del día siguiente, domingo, porque no tenía sentido subir hasta Sedan. Volvería a hablar con Mieses y con Galea hasta encontrar el modo de ponerse en contacto con el doctor Román.

Relajado, sin la molestia del sol, que moría a sus espaldas, avanzó hacia el nordeste por una autopista libre de atascos.

Las luces de Troyes habían quedado atrás cuando tomó una carretera nacional para enlazar más adelante con la N-4 que lo llevaría directamente a Nancy. El piloto del nivel de gasolina se había encendido unos kilómetros atrás y paró a repostar en una estación de servicio abierta veinticuatro horas. Llenó el depósito, aparcó en la zona reservada a los turismos, semidesierta a esas horas de la noche, y entró en la cafetería. Sin prisas, comió un bocadillo, bebió agua sin gas y estiró las piernas enmohecidas por las horas que llevaba conduciendo. Había dormido muy poco la noche anterior y estaba cansado, con ganas de llegar al hotel y abandonarse al sueño antes de reemprender la investigación. Cuando terminara con aquel agotador trabajo volvería a Breda y durante varias semanas nadie le haría moverse de su casa.

Caminó despacio hacia el aparcamiento, buscando el coche, tapado por una furgoneta blanca que había aparcado delante, por el lado del conductor. Los cuatro intermitentes parpadearon al pulsar el mando. Se coló por el estrecho pasillo que había quedado entre los dos vehículos y oyó a sus espaldas el ruido de la puerta corredera de la furgoneta. No tuvo tiempo de mirar hacia atrás. Sintió un abrazo que lo inmovilizaba y, enseguida, un golpe agrio en la cabeza. Aturdido, notó el rechinar de los dientes, el dolor, la rudeza con que lo introducían en la furgoneta y el ruido de la puerta al cerrarse. Concentró sus fuerzas en los párpados y logró abrir los ojos. Tumbado de cara, giró la cabeza y vio a los dos hombres: un tipo grande, robusto, que le clavaba una rodilla en la espalda, y el hombre pequeño, calvo, sentado en el único asiento de atrás, cuyo rostro había visto fugazmente cuando salía de la habitación de Galea.

—Lo estaba buscando —jadeó el detective.

—Imposible —le respondió una voz delgada, llena de fatiga—. No se puede buscar a quien no existe.

El hombrecillo levantó del suelo un maletín negro, lo colocó sobre sus piernas y lo abrió con dos chasquidos. La tapa impedía que Cupido viera qué manipulaba allí dentro con pequeños ruidos de metal y de cristales.

—Átalo —ordenó, sin levantar los ojos.

—¿Con las esposas? —preguntó el gigante en un francés teñido de acento extranjero.

—Sí.

Aumentó la presión de la rodilla contra la espalda del detective hasta impedirle respirar y cerró las esposas sobre sus muñecas. Al apartarse, Cupido vio el brillo dorado de una jeringa, los pequeños dedos que manejaban con suavidad el émbolo, la aguja que expulsaba al aire una gota de líquido transparente.

Lo estremeció un escalofrío e intentó en vano revolverse contra la pierna que le aplastaba la espalda y soltar sus manos de los hierros, pero las aristas le hacían mucho daño y se quedó quieto, con la suficiente lucidez para decirse: «Va a ocurrir, esa jeringa va a clavarse en mi brazo y lo único que puedo elegir es que sea con suavidad o con daño. De modo que debo controlar el miedo, reducir el dolor y guardar las fuerzas para otro momento».

Pero no pudo evitarlo. Cuando el hombrecillo se agachó junto a él y levantó la manga de su camisa, se le endurecieron los músculos del brazo. A pesar de sus esfuerzos, notó la suavidad con que penetraba la aguja, la ausencia de dolor, la frialdad del líquido inyectado en la carne.

—¡Felices sueños! —dijo el hombrecillo.

Un minuto más tarde sintió que iba caminando hacia una brillante luz negra y a cada paso descendía un escalón que no había visto y que lo iba hundiendo en el fondo de la tierra.