12.ª etapa

Lens - Breda, 207 km

Viernes, 16 de julio

Había dormido con la ventana abierta y el amanecer fue despertándolo dulcemente. La claridad entró acompañada por el canto lejano de un gallo que esponjaba su garganta, por los mugidos de seda de un ternero que exigía a su madre su ración de leche, por los silbos de los pájaros. Luego oyó los golpes sordos, húmedos de la azada de su abuelo dirigiendo el agua de la acequia con que regaba el huerto.

Se vistió con la ropa deportiva, anónima, neutra, comprada en un Carrefour, sin marca ni colores de equipo, y fue a desayunar a la cocina. En la cafetera goteaba el café caliente y en la mesa había pan, mantequilla, mermelada, queso y salchichón: todo lo que sus abuelos y todos los que vivieron antes con el apellido Duhameau consideraban el alimento necesario para cumplir con el trabajo de una jornada. Cortó dos rebanadas del pan entero, no fileteado, y llenó un tazón de café y leche. Desayunó despacio y en silencio, con la seguridad que le daba su escondite y el sosiego por hallarse muy lejos del bullicio del Tour, de las prisas en que pronto se verían inmersos sus compañeros de equipo que aún continuaban en la carrera. Por último, fue al aseo, se lavó y arrojó la orina densa, de un amarillo muy oscuro.

En el garaje descolgó la bicicleta y revisó si todo estaba a punto. Hizo algunos ajustes con un cariño inesperado hacia aquella máquina ligera con la que había obtenido sus primeros triunfos como profesional. Comprobó la presión de las ruedas y escuchó el agradable sonido de los rodamientos. Luego, con el casco y las gafas anchas y oscuras, salió de la casa. En el huerto, delimitado por una cerca de piedra, su abuelo escardaba malas hierbas y encauzaba el agua para las hortalizas: las tiernas judías sujetas en los rodrigones, los tomates que maduraban en las matas, los puerros, las acelgas, las patatas, las cebollas. El rumor del agua le impedía oír sus pasos.

—¡Abuelo! —lo llamó.

—¿Ya te vas? —le preguntó al verlo equipado.

—Sí. Estaré fuera unas tres horas.

—Quizá no me encuentres aquí cuando vuelvas. Iré al pueblo a hacer unas compras.

—No tengas prisas. Sé dónde se guardan todas las cosas —le dijo, porque sabía que su abuelo a menudo se quedaba a jugar una partida de petanca. Ya estaba sentado en el sillín cuando de nuevo lo llamó—: Abuelo.

—Sí.

—Si en el pueblo…

—No te preocupes. Diré que no te he visto desde hace mucho tiempo.

—Si en el pueblo alguien te hablara de mí —precisó—, no creas nada de lo que te digan.

—No me hablarán de ti. Pocos saben que soy tu abuelo. Vete tranquilo, disfruta con la bici y olvídate de todo. No merecen que te preocupes por ellos.

Pedaleó despacio los cien metros del camino de tierra y aceleró al llegar a la carretera, alejándose de Maigret. Con aquel atuendo nadie lo identificaría. Allí, en la vieja casa de su abuelo materno, cuyo apellido nadie relacionaba con él, había entrenado a veces, lejos del alcance de los vampiros de la UCI o de la AFLD, cuando llevaba en el cuerpo testosterona suficiente para medio gimnasio. Aquél era su escondite y tampoco podrían encontrarlo los vampiros no menos voraces de la prensa que ahora lo buscaban por toda Francia.

Muy pocos recordaban al abuelo materno que le había regalado su primera bicicleta infantil, que lo mimaba y lo protegía porque era lo único que le quedaba de su hija muerta. Aunque el abuelo vivía en Angoulême, pasaba en la finca la temporada que va de abril a octubre. Los pocos amigos que conocían la existencia de un lugar de retiro ignoraban su localización exacta. Por otro lado, al morir su madre, su padre había vuelto a casarse y vivía en París con su segunda esposa. Tenía la consigna de no dar detalles sobre la vida de su hijo y, en cualquier caso, sólo conservaba una vaga idea de una pequeña finca de la familia de su difunta mujer ubicada en la Francia provinciana e interior, en un paisaje atractivo, con poca densidad de población y unas buenas gentes rurales afectas al salchichón, al foie, al brie y al pineau, que no morían de colesterol sólo porque las exigentes tareas agrícolas mitigaban los efectos nocivos de las calorías que engullían.

Si los periodistas pudieran verlo ahora, corriendo de aquel modo, adelantando a los tractores y apenas más lento que los pocos coches que circulaban por la estrecha carretera local, habrían comprobado que la lesión de rodilla sólo era una excusa para abandonar el Tour…

—Y tal vez lo abandone definitivamente —murmuró en voz alta.

El ciclismo era un deporte hermosísimo que permitía al hombre desplazarse a buena velocidad y recorrer amplias distancias sin utilizar una fuerza motriz externa, pero se había pervertido en manos de algunos profesionales. Él mismo había contribuido a ensuciarlo. Sí, quizá se retirara. Si no quería quedarse en París, su abuelo estaría encantado de que viviera con él. La ampliación de la finca sería un buen destino para limpiar el dinero y podrían instalarse en ella a vivir del ganado, de las cosechas, de la madera. Algunas veces lo habían comentado. A su abuelo le gustaba repetir que Francia era un buen país para la vida agrícola. Ni padecía el frío del norte, encharcado bajo el hielo invernal, ni se asfixiaba bajo los soles del sur, donde las nubes se burlaban del campesino que esperaba la lluvia: llegaban por el cielo, lo encapotaban y al día siguiente se iban sin haber dejado una gota con que la tierra se mojara los labios. Con maquinaria y tecnología adecuadas podría organizar cómodamente las tareas agrícolas, de manera que cada día le sobrara tiempo para salir a montar en bicicleta. ¡Quizás una vida así, regida por las estaciones y las horas del día, con sus carencias pero con un sencillo bienestar, no estuviera muy lejos de la felicidad…!

El contador marcaba tres horas y noventa kilómetros cuando regresó a la casa. Como siempre, el portón del garaje permanecía abierto, pero la puerta que comunicaba con el interior estaba cerrada. Su abuelo se había llevado el coche para hacer las compras en Maigret y ahora se apreciaba mejor el profundo orden que mantenía: la leña apilada contra la pared, las herramientas colgadas en su sitio. Junto al pequeño tractor se veía una escalera de mano, un saco de abono, unos botes de pintura, unas macetas vacías, la caja de Coca-Cola donde acumulaba los vidrios para reciclar… Antes de irse, su abuelo había tendido en una cuerda la sucinta colada: dos camisas, un pantalón, ropa interior, calcetines.

Al levantar la bicicleta para colgarla en la percha notó una oscilación del reflejo de la luz sobre la pared, como si alguien se moviera a su espalda sin hacer ruido.

—¿Abuelo? —preguntó sin volver la cabeza.

Nadie contestó y él aún mantuvo las manos en la bicicleta, intuyendo la amenaza, como si por el simple hecho de seguir de espaldas a la luz, viendo sólo sombras, pudiera prolongar su feliz, ignorante estancia sobre la tierra. Porque ya no había ninguna duda: en la pared se reflejaba más nítida una sombra, más cercana, vagamente antropomorfa. «Me han encontrado», pensó, «a pesar de todo me han encontrado. Han llegado hasta aquí cuando no los esperaba, para beber mi sangre, para asegurarse de que yo también…».

Terminó de colgar la bicicleta, sonrió amargamente y, al volverse ofreciendo los antebrazos, un seco resplandor le cegó los ojos. En el pecho, una brusca opresión le impidió respirar, como si algo lo hubiera golpeado desde dentro. De pronto, sin saber cómo, estaba tumbado en el suelo, con la rueda delantera del tractor junto a su cabeza. Creyó oír, muy lejos, que alguien hablaba de él e intentó moverse hacia las voces, pero el dolor junto al corazón le hizo encogerse de costado. Sintió un desvanecimiento y, al despertar, se vio vestido de ciclista, pero ya no supo ni quién era, ni qué camino recorría, ni adónde pretendía llegar. El dibujo del caucho de la rueda era un laberinto negro por donde se deslizaba hacia las tinieblas, con un infinito cansancio en la nuca y un sabor a sangre entre los dientes. La gorda sonrisa de Bibendum le pareció una broma tristísima.

Carol y Cupido llegaron a Maigret, una compacta aldea asentada con pies firmes en la ladera de una pequeña loma. Las casas de dos plantas y buhardilla, los edificios públicos, los huertos, los jardines donde algunos grupos de jubilados jugaban a la petanca mostraban un aspecto sólido y antiguo. Los árboles no parecían ramajes de un decorado ni las fachadas de piedra vista y de cemento, con las contraventanas grises, parecían una piel postiza.

Siguieron las indicaciones de un paisano y tomaron una estrecha carretera local que serpenteaba hacia el este. A unos cinco kilómetros identificaron la casa, hasta donde conducía un corto camino de tierra en el que creyeron percibir, flotando, una estela de polvo, como si algún vehículo acabara de pasar por allí un minuto antes.

Atravesaron la cancela abierta y se detuvieron frente a la casa.

Un viejo cerezo retorcido prolongaba la sombra del porche que protegía la puerta. Salieron del coche y Carol elevó la voz:

Bonjour!

No respondieron y Cupido miró alrededor buscando a alguien en el huerto donde se oía el leve rumor de aguas de un azud, entre los frutales de los que colgaban algunos cedes para espantar con sus reflejos a los pájaros, en el prado verde que se extendía más allá, subiendo la ladera, con una hierba tan alta, a punto de acamarse, que parecía esperar impaciente a que llegara la guadaña. Todo estaba limpio, cuidado, en su sitio, cada parte separada por paredes de piedra, y todo puesto en producción, mecanizado, sin una sola huella de pezuñas de animales de carga. No se veían alrededor bidones, ni viejos cubos de plástico, ni esqueletos de muebles o de electrodomésticos, ni oxidados somieres a manera de vallas, como a veces el detective había visto en casas de labor en España, de gente que cree que por ser rural está permitido ser descuidado, en fincas con menos inquilinos que perros que siempre ladran a los ciclistas y a los transeúntes que pasan al lado.

Il n’y a personne? —volvió a gritar Carol, avanzando unos pasos hacia la izquierda, donde se veía abierto el garaje.

—Parece que no hay nadie —dijo Cupido.

Pero ya la abogada se había quedado parada frente al portón con un gesto de alarma, con esa tensa inmovilidad de quien está a punto de saltar, aunque el detective no hubiera podido decir si hacia delante o hacia atrás, para huir de lo que estaba viendo.

—Hay alguien dentro, tendido en el suelo —susurró en voz tan baja que Cupido apenas pudo entender lo que decía.

El detective avanzó hasta ella, que ya estaba marcando un número en su móvil, entró en el garaje y se agachó junto al cuerpo tendido de costado, al lado del tractor. Lo había visto en una entrevista por televisión y lo reconoció enseguida. Era Duhameau. Puso la mano en su cuello y aunque por un instante creyó notar que aún latía el pulso en las venas, enseguida lo perdió. La piel todavía estaba tibia, el disparo había sido hecho unos minutos antes, pero era evidente que ya no podían hacer nada por él.

—Acaba de ocurrir —dijo.

Mientras oía a Carol hablando por teléfono se puso en pie y observó la escena: el orden del garaje, el pequeño tractor, el cuerpo tendido en el suelo, bajo la bicicleta colgada en una percha. Al caer, un pie de Duhameau había quedado bajo la rodilla de la otra pierna, extrañamente doblado. En la mano derecha empuñaba una pistola, por lo que el casquillo debía de estar por allí, tal vez bajo el cuerpo. El rostro conservaba una expresión de angustia tan intensa que no parecía causada únicamente por el disparo en el pecho. Pero todo estaba en su sitio, sin ninguna señal de lucha o de violencia. Lo único extraño y discordante era el cuerpo caído y, junto al pecho, el horror del pequeño charco de sangre aterciopelada y espesa. Vestido con la ropa deportiva, parecía más muerto que otros cadáveres que había contemplado en su trabajo. Por tratarse de un deportista de élite, a quien había visto correr y ganar una etapa unos días antes, haciendo gala de fuerza y de velocidad, de una deslumbrante energía, su muerte en pleno esplendor parecía arrebatarle más vida que a cualquier otra persona.

Tocó las ruedas de la bicicleta y descubrió con asombro que las cubiertas aún conservaban el calor de la fricción por el uso reciente. Aquella evidencia, que desaparecería en unos minutos, antes de que nadie más pudiera comprobarla, era contradictoria con la apariencia de un suicidio, con la mano que empuñaba la pistola. Pensó en sí mismo y en los relatos de otros deportistas: cuando volvían de hacer deporte notaban el cansancio físico, pero en la misma proporción las endorfinas beta ya estaban haciendo su profunda y benéfica labor y expandían un optimismo, una confianza y una seguridad en uno mismo incompatibles con una idea suicida. Sabía lo misteriosas que son las razones que impulsan a matar y a matarse, pero no terminaba de aceptar lo que le mostraba el escenario.

Desconcertado, apartó los ojos del cadáver y miró hacia el paisaje exterior que encuadraba el portón: el huerto, la pradera y, más allá, el archipiélago de pinos y de robles que cerraba el horizonte. Dio unos pasos hacia fuera para respirar a fondo y liberar la opresión del pecho. No terminaba de acostumbrarse a los cadáveres, quizá porque no los veía con frecuencia: a él solían llamarlo más tarde, cuando no estaban claras las circunstancias o el autor de la muerte. Ante los cuerpos inertes, ensangrentados, siempre le parecía muy pequeño y delicado el tamaño de la vida, e inmenso y desconcertante el reinado de la muerte. Ante la efímera fragilidad de la carne, la muerte era lo normal, lo excepcional era estar vivo.

Carol lo siguió y salieron del garaje, como si hablar delante del cadáver fuera algo indiscreto, obsceno, y se quedaron guardando la puerta mientras esperaban.

—Parece un suicidio —dijo la abogada.

—Creo que no —respondió, y le contó que las ruedas de la bicicleta aún estaban calientes y lo que ese detalle inducía a pensar.

—Según eso, había más gente que conocía su escondite —dijo Carol.

—Sí.

Unos minutos después oyeron acercarse las sirenas y enseguida un coche de la gendarmería y una ambulancia aparecieron por la curva de la carretera y tomaron el camino de tierra hasta llegar junto a ellos. Del coche descendieron dos agentes y un inspector vestido de paisano. Carol los condujo hasta el cadáver mientras les explicaba brevemente la situación, quiénes eran ellos y cómo lo habían encontrado. El inspector ordenó a los agentes que, sin tocar nada, comprobaran si había alguien o algo extraño en la casa.

Poco más tarde llegaron el juez y el médico forense y con ellos se puso definitivamente en marcha la poderosa maquinaria oficial de la justicia. Se tendieron cintas para impedir el paso a las zonas reservadas, se encendieron potentes focos en el garaje, vibraron los teléfonos móviles y cada hombre, guardián o perito, comenzó a ejecutar su trabajo. El inspector abrió un cuaderno, copió los datos de la identificación de Carol y de Cupido y los interrogó por separado, transcribiendo sus declaraciones. Cuando miraron hacia el coche de la abogada, vieron que un agente también estaba registrándolo.

Habían terminado de responder a sus preguntas cuando llegó un gendarme acompañando a un anciano ágil y vigoroso que caminaba deprisa hacia la casa.

—Es el abuelo de Duhameau —oyeron comentar.

Al ser informado por el inspector, que había salido a su encuentro, el anciano levantó al cielo la cabeza con un contenido gesto de desesperación. Intentó entrar en el garaje, pero el policía lo sujetó con firmeza. Hubo un corto diálogo hasta que intervino el juez y, tras cruzar una mirada con el médico forense, lo dejaron avanzar.

Todas las actividades se suspendieron unos instantes ante la dignidad del viejo, ante el dolor con que se arrodilló junto al cadáver y acarició su rostro. Desde la entrada, el detective observó cómo se inclinaba a besar su frente y se quedaba así, inmóvil, como si escuchara su último mensaje. Cuando el juez tocó suavemente su hombro, se levantó y salió hacia la luz. Sus ojos estaban llenos de agua que no se derramaba, y sus pupilas grises parecían flotar dentro de las lágrimas. El dolor le pesaba tanto en el rostro y en los labios que la barbilla le temblaba por el esfuerzo de sostenerlos.

Miró alrededor, aturdido, y al ver a la abogada y a Cupido se acercó a ellos.

—¿Ustedes lo encontraron?

—Sí —respondió Carol—. Avisamos enseguida, pero ya era demasiado tarde.

—Gracias —les dijo, estrechando sus manos.

—Ya pueden marcharse, si quieren descansar o comer algo —les indicó el juez una hora después—. Pero no se alejen del pueblo. Déjenle al inspector sus números de teléfono y la dirección del hotel donde están alojados.

En la plaza de Maigret encontraron una pequeña brasserie llamada Dauphine donde les calentaron una excelente blanquette de veau. Estaban tomando café cuando sonó el móvil de Carol. Era el inspector, que les preguntó dónde estaban y les comunicó que en diez minutos un agente los recogería para llevarlos a la gendarmería. Al conocer la muerte de Marcel Duhameau, presumiblemente relacionada con la de Tobias Gros, la desconcertada y joven juez de Toulouse se había declarado competente para asumir el caso y en unas pocas horas se había presentado en el pueblo.

Mientras esperaban, Cupido comprobó que, al igual que en España, también allí la intervención personal de un juez despertaba a los policías bajo su mando, que comenzaban a moverse con una diligencia, un malhumor y un nerviosismo especiales. La juez los interrogó por separado y les hizo firmar la transcripción de sus declaraciones. Les indicó que no podrían comentar con nadie ningún detalle de la investigación, puesto que había extremado el control sobre el secreto del sumario para evitar las injerencias y especulaciones que sobre la muerte de Tobias Gros habían terminado filtrándose a la prensa. Al fin permitió que se marcharan, con la orden de encontrarse siempre localizables, pero Cupido estaba seguro de que todo habría resultado mucho más difícil sin la presencia y la ayuda de Carol. Por una vez se había encontrado en el lado desagradable de la investigación y había recibido las miradas de recelo. No había sido él quien hacía las preguntas, quien creía o dudaba, quien distribuía la culpa o la inocencia.

Ya era de noche cuando salieron a la calle y, aunque detectaron la presencia de algún periodista, lograron escabullirse sin ser abordados, como si fueran funcionarios o ciudadanos de a pie. De nuevo subieron al coche y se dirigieron a Angoulême. Por las noticias de la radio supieron que también la mayoría de los reporteros se había marchado hacia las dependencias forenses de la ciudad, donde estaban practicando la autopsia al cadáver y adónde habían llegado el padre y la madrastra de Duhameau.

Después de aquel intenso día había surgido una especial complicidad entre Cupido y la abogada, que conducía deprisa por la autopista, sus manos sujetando el volante con firmeza y su hermoso rostro suavemente iluminado por los pilotos del salpicadero. La muerte, que todo lo corta y lo separa, pensó en silencio el detective, que hace irremediable la ruptura, a ellos los había unido con un extraño vínculo. Al contrario de lo que se afirmaba, la muerte no siempre endurecía a quienes alcanzaba su contacto; a menudo humanizaba, suavizaba la arrogancia y la dureza de los vivos. Carol y él habían asistido juntos a los últimos latidos de Duhameau y se habían compadecido del dolor del abuelo. Eran cómplices de una experiencia que les pertenecía a ellos dos en exclusiva.

—¿Cansada? —le preguntó.

—Un poco. Pero Angoulême está cerca, no tardaremos en llegar.

Media hora más tarde estaban cenando en la terraza de un pequeño bar todavía abierto.

—Durante todo el tiempo —contó Cupido— notaba que iba muy por detrás de los acontecimientos, que siempre llegaba tarde y que no alcanzaría a comprenderlos ni a identificar a sus autores. Pero esta mañana, cuando llegamos al camino de tierra que iba hasta la casa y parecía que aún flotaba en el aire el polvo de un coche que acabara de pasar, he tenido por primera vez la sensación de que estaba alcanzando a alguien y de que ya pisaba sobre sus huellas recientes, aunque aún no viera su rostro ni su sombra.

—¿Entonces no crees que se trata de un suicidio? —insistió.

—No. No parece coherente que alguien elija el garaje de su casa para dispararse un tiro en el pecho cuando acaba de llegar de un entrenamiento en bicicleta.

—¿Quién comprende las razones de un suicida? —Carol hizo un gesto de escepticismo de letrado, aferrándose a los hechos.

—¡Ya lo sé! Y a juzgar por lo pronto que la juez nos ha dejado en paz, se diría que también ella está convencida de que nadie ha intervenido en la muerte.

—Es lógico. ¡A cualquier francés nos cuesta asumir que hayan matado a dos ciclistas en nuestro Tour! —exclamó—. Muchos de ellos son nuestros invitados y están en nuestra casa. Aunque quizás alguno ha abusado de la hospitalidad.

—¡No! —Cupido negó con firmeza—. Esta mañana todos los ciclistas que corren el Tour se encontraban a varios cientos de kilómetros de aquí, en la etapa que ha terminado en Breda, en Holanda. Ninguno de ellos podía estar en Maigret al mismo tiempo.

—Entonces, eso confirmaría también la inocencia de Mieses —dijo Carol.

—A menos que…

—¿Qué?

—Que sobre Duhameau hubiera disparado una persona distinta a la que mató a Gros. Hay detalles que no coinciden en las dos muertes —dijo Cupido.

—¿Cuáles?

—Se diría que la muerte de Gros fue imprevista, fruto de un impulso o de un momento de ira de alguien a quien él conocía y a quien abrió la puerta de su habitación. La persona que lo mató no iba armada, cogió el primer objeto pesado que encontró a mano: la estatuilla del quebrantahuesos que le habían regalado a Gros unas horas antes. En cambio, con Duhameau la puerta del garaje estaba abierta y pudo entrar cualquiera…

—Siempre que conociera la existencia de la finca. No es fácil llegar hasta allí —lo interrumpió Carol.

—Tienes razón. Además, iba armado, lo que sugiere premeditación. Casi nadie lleva encima una pistola.

—¿No tienes miedo? —le preguntó Carol de pronto.

—¿Miedo? —repitió el detective, sorprendido por la pregunta. En realidad, muy pocas veces en su trabajo se había encontrado en situaciones de peligro. Nunca se había enfrentado a mafias, ni a bandas de delincuentes, ni a sicarios. La mayoría de muertes y delitos que había investigado se había producido en ámbitos privados de la vida cotidiana. Sin duda en el entorno de su oficio podía aparecer la violencia, y conocía a algunos colegas demasiado enérgicos que no tenían ningún reparo en utilizarla, pero a él su empleo no le garantizaba ningún éxito. Siempre la había eludido y estaba satisfecho de ser un hombre que no ha tenido que matar—. No, no siento ningún miedo a una posible agresión.

Terminaron de cenar y salieron a caminar por la parte antigua de la ciudad, por las calles empedradas y oscuras cuyo vacío magnificaba los ruidos. Habían dejado atrás la investigación y hablaban de su oficio y de sí mismos, de su presente y su pasado, cautelosos para no descubrir demasiado. Carol le contó que vivía sola con su hija, de trece años. No estaba separada porque nunca había estado casada. Siempre había querido tener hijos y, al quedarse embarazada de modo involuntario, decidió seguir adelante sin exigirle al padre ninguna responsabilidad ni compromiso. Nunca se había arrepentido. La maternidad era una de las experiencias más gratificantes de su vida.

Por encima de las tapias medievales saltaba el aroma de las trepadoras, el desasosiego del canto de un pájaro nocturno que no encontraba un aseladero. La noche era dulce, fragante y oscura, con una mínima luna creciente, como si hubiera un acuerdo entre la apacible temperatura y la carencia de luz para favorecer las complicidades de los humanos.

Carol se detuvo pensativa y dijo de pronto:

—No te había imaginado así.

—¿Cómo me habías imaginado?

—De otra forma…, no sé…

—¿Como un tipo bajito, moreno y sudoroso que se esconde tras unas grandes gafas de sol y que no logra desprenderse de un olor a tabaco y a cerveza? —bromeó.

—¡No! —Carol sonrió dejando escapar la tensión acumulada en el largo día.

—¿Cuál de las dos versiones te gusta más?

—Me gusta mucho más la que ahora veo.

Allí, en la tenue oscuridad de las murallas donde la ciudad vieja terminaba, estaba hermosa. Cupido retrocedió un paso y le cogió las manos para ayudarla a descender un alto escalón. «No parece la abogada del primer día», se dijo, «cuando llegó caminando con firmeza por el hall del hotel, eligió la mesa en la que nos sentaríamos y le tradujo al camarero lo que íbamos a tomar, como si yo no entendiera su idioma. Esto que ahora brilla en sus ojos lo enciende el temor que le ha causado la violencia, pero también el deseo de que la abracen, tal vez de que la amen».

Un segundo después estaban besándose, los labios desnudos y sabios cumpliendo su oficio mejor que con palabras. Se abrazaron protegidos por la noche que apoyaba su cansancio en los tejados de los viejos palacios medievales, en la muralla que los separaba del ruido comercial, de las luces excesivas, de la aspereza del tráfico. De vuelta en el hotel subieron a la habitación de Carol y comenzaron a amarse sin prisas, sin exagerar el deseo. El detective comprobó con feliz asombro que acertaba en lo que había imaginado y que todo encajaba entre ellos, entre lo que uno ofrecía y el otro andaba buscando. No encontró las palabras adecuadas para decirle cuánto le gustaba y, en silencio, le hizo las caricias que ella —sin nombrarlas, apenas sugeridas con la inmovilidad o con un gesto— estaba esperando que le hiciera. Luego todo fue común y compartido, y se cansaron hasta quedar inmóviles, las caderas en reposo, pensando en lo que les acababa de ocurrir. Cuando Cupido comenzó a buscar sus ropas para marcharse, ella le pidió:

—¿Por qué no te quedas a dormir conmigo?

El sueño le llegó antes a Carol y se quedó dormida, apoyada contra él. Cupido sintió que lo rejuvenecían la caricia de su melena en el hombro, la peculiar mezcla de olores —a sudor, a perfume y a sexo— que exhalaba su piel satisfecha, su respiración cálida y profunda que, al espirar, se detenía en un atisbo de ronquido. Se irguió un poco para verla mejor: el sueño había despojado de máscaras su rostro y en la penumbra mostraba una expresión limpia, sosegada, que no sería difícil de querer.

Llevaba mucho tiempo durmiendo solo, y advirtió cuánto había echado de menos el bienestar que sigue a los actos de amor. Estaba desconcertado por cómo había sucedido, con una facilidad que creía olvidada. Con los ojos fijos en el techo, en aquel momento era ajeno a todo lo que sucedía fuera de la habitación, hasta donde sólo llegaba el tenue reflejo de los faros de los coches que pasaban por la calle y un lamento repetido y prolongado, lejano: no sabía distinguir si era un gato o un niño quien lloraba.

En su trabajo había observado con frecuencia el comportamiento de hombres y mujeres enamorados y había contemplado hasta qué punto el amor los desquiciaba, hasta qué cimas de felicidad o de devastación los arrastraban la pasión o el rechazo. En ocasiones, los conflictos amorosos los habían llevado a convertirse en homicidas o en víctimas. Había observado sus efectos con un análisis distante, frío y compasivo, y sin embargo habían bastado un día de intensa complicidad y unas horas de amor para que él mismo sintiera removerse en su estómago las raíces del afecto. En realidad, no tendría que haberle sorprendido porque, con mayor o menor intensidad, las mujeres que amaba le seguían produciendo una sacudida emocional que desbordaba la cama, iba más allá del sexo y terminaba desconcertándolo. Una vez, en medio de una de sus aventuras, había soñado que iba caminando dentro de una intensa niebla. Llevaba las manos atadas a una cuerda, pero no podía percibir quién era la mujer que estaba al otro extremo y, por tanto, ignoraba si tendría que tirar de la cuerda para ayudarla a avanzar, si ella caminaría a su lado, al mismo ritmo, o si él sería conducido al paraíso o arrastrado al fondo de un barranco. A pesar del tiempo y la experiencia, cada vez que conocía a una mujer de nada servían las lecciones del pasado y ninguna antigua ley permanecía vigente. En todas las ocasiones en las que fue feliz y en las excepciones en que fue desdichado, ¡qué complicado le había parecido siempre el amor! ¡Qué contradictorio el uso de los mezquinos recursos de la seducción, del halago, de las promesas incumplibles al servicio de un fin tan noble! Y cuando todo terminaba, ¡qué doloroso el paso del entusiasmo a la desilusión, qué lacerante la pregunta final de los amantes desencantados: «¿Por qué le di tanta importancia antes de haberlo conseguido?»!

Se preguntó qué ocurriría con Carol, pero se quedó dormido sin haber hallado una respuesta.