11.ª etapa

Caen - Dieppe, 165 km

Jueves, 15 de julio

El doctor Galea había sido interrogado durante toda la noche en las dependencias policiales de Caen. Sin embargo, a la mañana siguiente salió a la calle libre y sin cargos, sin que se hubiera podido demostrar nada contra él. Ante el acoso de un grupo de periodistas que lo esperaban en la puerta, los convocó a una rueda de prensa para dos horas más tarde, en cuanto desayunara y se diera una ducha para eliminar el olor a comisaría, dijo.

Cupido se confundió entre los periodistas y se sentó en una de las últimas filas, con el cuaderno de notas de la investigación entre las manos. La sala cedida por el hotel estaba abarrotada de reporteros, de cámaras, de micrófonos. Por primera vez en un Tour el médico de un equipo despertaba más atención que los ciclistas, la sangre interesaba más que las bicicletas y el laboratorio generaba más noticias que la carretera. Quizás ése era el signo de los tiempos, pensó el detective, que el deportista importe menos que el entrenador o el equipo, que en el combate el soldado influya menos que la tecnología, que sea más decisivo el marketing que el libro, más la galería que el cuadro.

Galea entró en la sala sin mirar a nadie y con un gesto de aburrimiento y desafío observó a los periodistas, que habían comenzado a juzgarlo antes que la juez y la policía. Esperó a que terminaran los murmullos, los ajustes de las cámaras y de las grabadoras, para empezar a hablar con palabras secas, llenas de desdén, sin apenas esforzarse en disimular la mentira:

—Aquí me tienen. Pregunten lo que quieran.

Un periodista de L’Équipe se anticipó a otras voces:

—Usted era el médico de Tobias Gros. ¿No sabía que tomaba EPO?

—No.

—Pero posiblemente nadie conocía mejor que usted sus capacidades, su estado de forma… ¿Nunca le extrañó su rendimiento? —insistió.

—No. Físicamente, Tobias Gros era un privilegiado. Podía haber llegado hasta donde llegó sin necesidad de tomar ninguna sustancia prohibida.

—¿Cómo era su trabajo con él? —intervino otro periodista.

—El mismo que con el resto del equipo. Vigilaba su salud, su alimentación, su peso, sus constantes cardiacas y su rendimiento en relación con su esfuerzo… Las tareas normales del médico de cualquier equipo. Si no fuera así, yo no estaría hablando con ustedes, seguiría dentro de la comisaría. Ni he administrado productos prohibidos a ningún deportista, ni he traficado con estimulantes, ni he practicado transfusiones de sangre. Mi trabajo nunca ha sobrepasado los límites legales: poner tiritas, aplicar desinfectantes o analgésicos, controlar la tensión y las pulsaciones —repitió con una ironía que se acercaba al sarcasmo.

—¿Se lo ha pedido algún ciclista?

—¿Qué?

—Un producto prohibido.

—Sí. Más de un corredor. Pero nunca he dado nada. Ya se lo he dicho. No me dedico a eso.

—¿Qué corredores?

—¿Cree que voy a decirle los nombres? Sé guardar el secreto profesional. Me pidieron algo que yo ni tenía ni quería tener. Ignoro si lo encontraron en otro sitio. No sé nada más.

—¿Era Tobias Gros uno de ellos?

—No.

—¿Conoce a algún médico que suministre esas sustancias? —preguntó otro periodista, sin apenas dar tiempo a que respondiera. Parecían organizados para llevar a cabo un interrogatorio más duro que el que había soportado durante toda la noche en la comisaría.

—No. Quien suministra sustancias dopantes ilegales es un delincuente. Pero si se trata de un médico que ha pronunciado un juramento hipocrático es, además, un traidor a su profesión.

—¿Va a continuar en el Tour?

—¡Por supuesto! ¿Por qué iba a marcharme?

—El affaire Gros ha desencadenado muchos rumores. Y algunos aluden directamente a usted.

—¡Rumores! Ni siquiera el Tour puede tomar decisiones basándose en rumores. Hasta el Tour necesita evidencias para tomar decisiones —precisó, exhibiendo en una sonrisa los dientes blancos, bien cuidados, indiferente a la sospecha, a la hostilidad general de los periodistas que llenaban la sala, a los titulares que extraerían de sus palabras y que al día siguiente llenarían las portadas de los periódicos deportivos.

—Todos los aficionados al ciclismo se hacen una pregunta: «¿Quién?» —intervino una conocida periodista de televisión—. Si los directores de los equipos, los entrenadores y los médicos no están implicados, ¿quién les suministra esas sustancias a los corredores? Porque no se venden en los supermercados y sin embargo no parece que les resulte difícil conseguirlas.

Galea forzó un centímetro más la sonrisa, acercándola a la burla, los ojos cargados de paciencia, la voz respondiendo con el mismo tono terco y suave con que habría respondido a la policía, pero un poco menos convincente cada vez que mentía:

—Pregúnteselo a los corredores que las han consumido. Yo no las necesito para desempeñar mi oficio.

—¿Cómo se encuentra Duhameau?

—Tiene inflamada una rodilla a consecuencia de la caída y no puede pedalear con soltura. En esas condiciones era aconsejable abandonar la carrera para evitar una lesión más grave.

—¿Adónde ha ido?

—A algún lugar donde no haya periodistas que le impidan descansar.

Las preguntas duraron diez minutos más, pero ninguna logró extraer información del médico, que se limitó a repetir una y otra vez lo mismo. Al fin, se levantó de la mesa llena de micrófonos y soportó con paciencia las últimas fotos, antes de desaparecer.

Faltaba poco tiempo para la salida de la etapa y todos los periodistas y fotógrafos se marcharon deprisa hacia el control de firmas. El hotel quedó vacío de clientes relacionados con el Tour. Cupido se sentó en un rincón del vestíbulo desde donde controlaba la entrada y los ascensores, pidió un café y esperó a que apareciera Galea para intentar hablar con él. Sabía por Carrión que los médicos de los equipos solían acompañar a sus corredores en la carrera, pero que no era imprescindible su presencia, puesto que el médico del Tour atendía cualquier emergencia. Así que, después de la noche pasada en la comisaría y de la rueda de prensa, no era extraño que Galea tardara un poco en reincorporarse a la caravana.

Sin embargo, comenzó a impacientarse cuando, dos horas más tarde, con el hotel vacío, seguía sin aparecer. En recepción, el empleado miró su identificación antes de informarle:

—Monsieur Galea debe de estar a punto de bajar. Tenía que haber abandonado su habitación a las doce.

Cupido subió a buscarlo. Al llegar a la bifurcación que en el desierto pasillo conducía hacia el cuarto de Galea vio que un hombre de pequeña estatura, calvo, salía por una de las puertas. Sorprendido al verse iluminado por las luces activadas por los detectores volumétricos, miró con recelo al detective y cambió de pronto el sentido de sus pasos para alejarse hacia las escaleras de servicio, al fondo del pasillo. Al avanzar, Cupido vio que la habitación de la que había salido era la de Galea. Le vino a la cabeza el recuerdo del extraño hombre de quien le había hablado Mieses, a quien llamaban doctor Román, o Romain, o Romano, y dudó en ir tras él, pero desistió porque no estaba seguro de nada.

Llamó a la puerta y Galea abrió enseguida, como si acabara de cerrarla y aún no se hubiera alejado de ella. Antes de mirarlo ya estaba hablando:

—¿Qué se te ha olvidado?

Y enseguida, al ver al detective, buscó en los dos lados del pasillo.

—Acaba de marcharse. —Cupido señaló las escaleras de servicio.

—¿Y usted…? —El médico lo miró con cautela, pero sin fuerzas ya para la ironía que mostraba en la rueda de prensa, como si por fin lo hubiera alcanzado la fatiga.

—Mi nombre es Ricardo Cupido. Soy detective privado. Me han contratado para ayudar a Mieses. Me gustaría hablar con usted.

—¡Ya! Luis Carrión me comentó algo, me pidió que lo escuchara. Al fin y al cabo, conozco a Mieses. Un chico nervioso, rebelde, buen ciclista. Corrió un año con nosotros en el Paradis, antes de aquella discusión con Gros… Usted estaba antes ahí abajo, ¿verdad?

—Sí.

—Pero como no es periodista, no hizo las preguntas que ahora quiere que le conteste.

—¿Delante de todos? Usted no hubiera respondido.

—¡La prensa! —exclamó con desdén—. Prefiero un interrogatorio de policías a un interrogatorio de periodistas.

Las luces del pasillo se apagaron de pronto y quedaron envueltos en una penumbra desleída por la débil claridad que salía de la habitación. Cupido se movió unos centímetros y el encendido automático volvió a activarse.

—¿Y a usted por qué tendría que responderle? —preguntó el médico.

—Porque yo no voy a utilizar sus palabras para vender mañana más periódicos con un titular venenoso. Sólo quiero hacer mi trabajo y ayudar a Mieses. Basta escucharlo unos minutos para saber que él no mató a Gros. Tal vez su muerte tenga alguna relación con el dopaje, pero me gustaría descartar ciertas cosas. Creo que usted puede darme esa información.

—¿Por qué yo?

—Porque Mieses afirma que usted sabía lo que se inyectaban en el Paradis —dijo bruscamente.

—¿Eso ha dicho?

—En una conversación confidencial. Sin testigos. Ni siquiera Carrión.

El médico negó con la cabeza.

—Mieses no debería ir diciendo por ahí cosas que luego no podría demostrar. Sería su palabra contra la mía.

—¡Claro que sí! Palabra contra palabra. Pero también a usted le conviene que la policía francesa lo deje en paz y no tenga que verse obligado a alzar la voz en público. Tal vez la juez de Toulouse podría creerlo… y volverían a llamarlo a declarar. A usted… y a ese hombre delgado y bajo que acaba de salir de esta habitación —añadió Cupido sin saber adónde lo llevaría aquella apuesta.

—De acuerdo, de acuerdo —aceptó el médico, empujando hacia el pasillo una sonrisa más vieja, pero aún afable, como si no hubiera escuchado la amenaza—. Hablemos. Pero no aquí, ya debería haber abandonado la habitación. Espéreme abajo, en los jardines del hotel.

El detective esperó sentado en un banco, bajo un enorme abedul que daba una sombra perfumada y compacta. Recordó que, a la hora de la muerte de Tobias Gros, Galea estaba reunido con algunos corredores del equipo. Pero nadie había preguntado por el hombrecillo calvo.

Al cabo de unos minutos lo vio acercarse y mirar alrededor antes de sentarse junto a él.

—Quince minutos —impuso—. No tengo más tiempo.

—Serán suficientes —dijo Cupido—. Usted sabía que Gros tomaba EPO.

—Supongamos que sí.

—¿Desde cuándo?

—Supongamos que desde hacía varios años.

—¿Quiere decir que cuando ganaba…?

—¡No sea ingenuo! —lo interrumpió—. ¿Cree que Gros podría haber ganado esos Tours con una superioridad tan aplastante sólo porque tenía piernas más fuertes y más capacidad pulmonar que sus adversarios? ¡No! Gros ganó en la carretera y en el laboratorio —afirmó con rotundidad, seguro de que allí, en el jardín, nadie los oía.

—¡También él hacía trampas! —insistió Cupido. Había admirado sus victorias, sin dar crédito a rumores y sospechas, y ahora notó crecer la decepción, el asco hacia los fulleros, hacia la incorregible tendencia de los hombres a la estafa.

—¡Claro que sí! Entre todos lo empujábamos a hacer trampas. En eso hemos convertido el deporte. ¡En espectáculo! ¡Que el espectáculo continúe siempre, que las luces sigan brillando en el escenario y que los atletas interpreten el papel que el público demanda! ¡Cada día un número un poco más difícil, cada día un salto mortal más arriesgado! Pero al mismo tiempo la prensa y el público protestan contra el dopaje y engolan las voces exigiendo honradez y juego limpio. ¡Hipócritas! A muy pocos les interesan de verdad las miserias de los camerinos, el olor a farmacia que hay tras las bambalinas.

Cupido hizo un gesto de discrepancia, pero Galea continuó hablando:

—En eso hemos convertido entre todos el deporte. Usted también, detective, usted y yo y todos los que nos sentamos ante el televisor y aplaudimos con entusiasmo cuando se bate un nuevo récord e insultamos a los ciclistas cuando, exhaustos, se toman un día de tregua. ¿No ha oído a algunos comentaristas deportivos acusándolos de perezosos si en una etapa no alcanzan una media de cuarenta kilómetros? ¿No los ha oído? Se escandalizan si toman sustancias que los ayuden a correr y al mismo tiempo les reprochan que no vuelen por las carreteras. ¿En qué quedamos?… ¿Usted monta en bicicleta? —preguntó de pronto, observando su aspecto.

—Sí.

—Y sabrá lo difícil que resulta ascender cuatro puertos de montaña en un día, a esa velocidad.

—¡Sé lo difícil que resulta ascender uno solo! —Recordó lo que había sufrido en la subida al Tourmalet, la fatiga de los dos últimos kilómetros, con el frío viento de La Mongie soplando contra su cara.

—Entonces comprenderá lo que deben de sentir ante la exigencia de que suban esprintando el Aubisque, o el Mortirolo, o el Angliru… Sí, sólo nos interesa el espectáculo, que nuestros deportistas sean cada vez más rápidos, más hábiles, más fuertes. ¡Que en cada olimpiada o campeonato se batan nuevos récords! Ante eso, todo lo demás resulta secundario. Si el mundo del deporte se detiene, muere. Necesita generar espectáculo para seguir vivo. Todos, todos nos entusiasmamos cuando aparece un nuevo campeón al que adorar. Le ofrecemos todos los lujos, queremos verlo y oírlo en todos los medios, vamos corriendo a las tiendas a comprar la marca de ropa o de perfume que él usa… Creamos un ídolo, lo elevamos a un pedestal y ponemos una enorme distancia entre él y todos los demás, aunque luego no haya diferencias entre el segundo y el tercero, y entre el tercero y el cuarto… Ésos ya apenas nos interesan: ¡los desdeñamos como a un grupo de mediocres sin mayor relieve!

Cupido asintió ahora, recordando las palabras de Panal el día anterior: «La prensa, los directores, los patronos…, todos te exigen que seas el primero. O eres el número uno… o no eres nadie».

—Durante los años que llevo trabajando en medicina deportiva —continuó— he visto renunciar a muchos ciclistas frustrados porque no podían llegar a ser estrellas cuando podían haber sido estupendos gregarios.

—Pero hay otros que ni abandonan ni se resignan.

—¡Cierto! En una ocasión un padre vino a rogarme que le inyectara dos dosis de Urbason a su hijo de catorce años una hora antes de una carrera. ¿Sabe qué es la EPO?

—He oído hablar de ella.

—La EPO es un milagro que te hace volar sobre la bicicleta, como los chicos en aquella película del extraterrestre. Te inyectas unas dosis… y ¡bum!, ¡empiezan a crecerte alas! Eritropoyetina. Un producto barato de producir en un laboratorio, pero muy difícil de generar dentro del organismo. Entonces, ¿por qué no tomarlo?

—Por el juego limpio. Por la salud —contestó el detective.

Galea hizo un gesto con el brazo espantando su respuesta.

—¡A la mierda con la salud! Si por vestirse de amarillo en los Campos Elíseos cualquier ciclista vendería su alma al diablo, ¿cómo no va a vender, no su cuerpo, sino una lejana posibilidad de dañarlo por un exceso de hematocrito o de testosterona? ¿Cuántos ciclistas han muerto por doparse? Tom Simpson… y algunos más que no supieron controlarse. Así que no les hable a ellos de salud. ¿Sabe cuánto dinero valdría ganar un Tour y entrar en la gloria del ciclismo utilizando un producto como la EPO?

—Muy poco.

—Unos miles de euros. Dígame entonces si todos los ciclistas resistirán la tentación cuando una voz les susurre: «¿Por qué no vas a hacerlo? ¿Quién te lo impide? Con un puñado de euros empleados en esto que te ofrezco ganarás lo mismo que con cien años de esfuerzo».

—De acuerdo, de acuerdo. Los deportistas son gente joven, ambiciosa, y a menudo los aturde el ardor de la sangre. Puedo imaginar que cedan a la tentación o a las presiones externas. Pero quien me interesa, como a la periodista de ahí abajo, es el dueño de esa voz que susurra. ¿Quién se esconde tras ella? —preguntó, aludiendo al visitante que salía de su habitación media hora antes.

Galea abrió las manos con las palmas vueltas hacia arriba y negó varias veces con la cabeza.

—No hay ninguna relación entre la muerte de Gros y su dopaje.

—¿Por qué está tan seguro? Si le habían hecho análisis y podría dar positivo, el suministrador podría tener miedo de que hablara y acabara con un tráfico que mueve mucho dinero. Ya sabe que las federaciones son generosas con los ciclistas que colaboran. Y la información que diera Gros tendría una doble resonancia: ¡El número uno del ciclismo, arrepentido, denuncia una trama internacional de dopaje! —enfatizó la noticia.

—¿Gros arrepentido? —preguntó resucitando la sonrisa fácil tras la que se había fortificado en la rueda de prensa—. ¡Cómo se ve que no lo conocía! Sería como esperar que un lobo se arrepintiera por haber devorado una oveja. Gros no se arrepentía de nada que le hubiera ayudado a ganar. Y, por otro lado, si a alguien no le interesaba que muriera es a quienes le suministraban su alimento. Su muerte sólo acarrea complicaciones. ¡No! Con hipótesis tan vagas no librará a Mieses de las sospechas. Estoy ayudándole al decirle que busque por otros caminos. Gros despertaba mucha antipatía, se había ganado enemigos personales. Como deportista tenía unas cualidades extraordinarias y las desarrollaba al máximo nivel gracias a una rígida disciplina. Su carácter era el de un triunfador. No soportaba a los perdedores, le parecía que se quejaban demasiado, que inventaban excusas torpes y que recurrían en exceso al azar para justificar su debilidad, su torpeza, su falta de sacrificio y sus fracasos. Y mucha gente no le perdonaba esa arrogancia.

Ante su segunda negativa, Cupido comprendió que no le sacaría más información. Como todos los médicos, Galea sabía guardar secretos. Había sido elocuente en aquel rumbo extraño que había dado a la conversación para sugerir que todo el mundo era culpable si los deportistas se dopaban, pero negaba radicalmente cualquier relación entre el dopaje y la muerte de Tobias Gros.

El médico se levantó del banco de repente, sin haberlo avisado con ningún gesto. Miró su reloj y le tendió la mano al detective.

—Han pasado más de los quince minutos prometidos. Ahora tengo que irme. El Tour, ya sabe, no espera a nadie, va demasiado deprisa. Le deseo suerte con su investigación, se la deseo a Mieses. Si sigue en la caravana, tal vez nos encontremos de nuevo antes de llegar a París. Espero que, para entonces, todo esté resuelto.

Por hablar con Galea, Cupido había perdido la posibilidad de marcharse con los mecánicos o en el autobús del Vetonia, que habían partido ya hacia el nuevo destino, Dieppe. Si quería alcanzarlos, tendría que alquilar un coche y salir corriendo, pero desechó la idea y decidió quedarse ese día en Caen. Ya tendría tiempo para recuperar terreno. Cuando en alguna investigación se había dejado llevar por las prisas, por las urgencias, había terminado cometiendo errores. Y en este caso tenía la sensación de que siempre iba por detrás de los acontecimientos, de que lo llevaban con la lengua fuera, como a un ciclista a punto del abandono o con grave riesgo de llegar a la meta fuera de control.

Se encerró en la habitación, esperó en vano las llamadas de Carol y del Alkalino y, al fin, abrió el cuaderno para ordenar los datos de que disponía. Dos aspectos diferenciaban aquella investigación. Por un lado, la información estaba demasiado dispersa. La historia profesional e íntima de Tobias Gros, de sus éxitos, de los afectos y los odios, del miedo o de la admiración que despertaba entre quienes lo habían conocido, le había ido llegando en pedazos aislados que provenían de personas que no compartían amistad entre sí, ni un pasado común, ni una misma ciudad, ni siquiera un mismo país. Únicamente los unía el mundo del ciclismo. Y esa fragmentación de datos y de perspectivas dificultaba la nitidez de su retrato. Entre el miedo de Saba Bay a perder la tutela de sus hijos, el despecho de Hamelt por los años dedicados en vano a su servicio, la indiferencia de Panal, los turbios manejos e intereses de Galea y de su extraño colaborador, y el enigma de los Calatayud, entre todo aquello, quedaban sombras negras y huecos en blanco que debía completar.

Por otro lado, Cupido nunca había encontrado en sus investigaciones una víctima que concitara un desprecio tan unánime de cuantos lo habían conocido. A Tobias Gros nadie parecía haberlo querido. Había hecho del éxito profesional el único objetivo de su vida y a su logro había subordinado todo lo demás, hasta que alguien ofendido, utilizado, dañado o humillado por él había decidido responder.

Distraído en sus reflexiones, el tiempo se le habría echado encima y otra vez estaban cerrados los restaurantes cuando salió a comer. Tuvo que conformarse con unos sandwiches comprados en la tienda de una gasolinera. Volvió al hotel y vio en el televisor el final de la etapa. Los nervios por el corto trayecto y por el viento del Canal de la Mancha que pateaba la costa normanda rompieron en dos el pelotón. Ninguno de los favoritos perdió tiempo, pero salieron damnificados los escaladores y quienes iban en las últimas posiciones. Ganó la etapa Michael Stangerup, un corredor danés del equipo Oresund.

A las siete, el móvil trinó dentro de su bolsillo. Era Carol.

—Creo que he encontrado a Duhameau —dijo, sin especificar cómo había conseguido la información—. ¿Podrías bajar a Angoulême?

—¿Ahora?

—Sería conveniente. Así iríamos mañana por la mañana a buscarlo.

—Estoy en Caen. ¿Cuánto tiempo tardaré hasta allí?

—¿Tienes coche?

—Lo alquilaré.

—Unas cuatro horas de carretera.

Como llegaría ya avanzada la noche, acordaron que Carol saldría de Toulouse y se encargaría de reservar una habitación para él en un hotel de Angoulême. A la mañana siguiente partirían hacia el escondite de Duhameau: un pequeño pueblo de la Francia profunda y provincial llamado Maigret.