10.ª etapa

Le Mans - Caen, 156 km

Miércoles, 14 de julio

Francia entera era una fiesta y los corredores franceses contagiaban su efervescencia al resto del pelotón, donde convivían ciclistas de treinta países diferentes. Las banderas, ondeadas por los aficionados o colgadas en ventanas y balcones, lucían su patriotismo mientras los acordes de La Marsellesa retumbaban por las emisoras de radio y de televisión.

Con su identificación prendida en la solapa, Cupido entró temprano en la zona reservada a los corredores. Vio llegar a Panal y esperó a que firmara antes de abordarlo.

—¿Podría hablar con usted cinco minutos?

Panal miró su tarjeta y, al comprobar que no era de la prensa, un gesto de recelo le asomó al rostro endurecido por las arrugas, con ese envejecimiento peculiar de los ciclistas veteranos.

—¿Sobre qué?

—Sobre Tobias Gros. Soy investigador privado. El equipo Vetonia me ha contratado para ayudar a su corredor Santi Mieses.

—¿Ahora? —se extrañó, porque aquel ambiente festivo y bullicioso que los rodeaba era el más opuesto al de una investigación.

—Cinco minutos —repitió—. Falta media hora para la salida.

—Ya he contestado a las preguntas de la policía francesa —dijo.

—Bueno, tal vez no sean las mismas que yo le haga.

—De acuerdo. Cinco minutos —aceptó.

—Según ha declarado, la noche de la muerte estuvo usted todo el tiempo en su habitación.

—Sí, estuve en mi habitación, con mi mujer. Había venido a verme el día anterior, cuando gané la etapa en Toulouse. Me habían dado permiso para no asistir a la reunión general del equipo —explicó, pero al ver un gesto de duda en el detective, añadió—: No es un privilegio que me concedan sólo a mí. A todos los corredores nos permiten esas visitas algunos días de carrera.

—¿Su mujer sigue con usted?

—No, ya no. Regresó a España desde los Pirineos. Volverá al final, cuando lleguemos a París.

Un corredor pasó junto a ellos y saludó a Panal antes de alejarse hacia el control de firmas. Iban llegando todos los ciclistas y con ellos aumentaba la agitación. En pocos lugares podría concentrarse tanta energía dispuesta a estallar como en aquella plaza: la fuerza acumulada de doscientos atletas impacientes por saltar a la carretera, excitados por el inminente comienzo de la batalla, la pasión avivada por la edad, la ambición y el orgullo.

—Sus compañeros estaban reunidos preparando la etapa del día siguiente. Pero usted, ¿no oyó nada desde su habitación? ¿No vio nada anómalo en los pasillos o en el ascensor? En los hoteles, sólo una puerta o un tabique nos separa de la intimidad de los otros. Y su habitación estaba debajo de la de Tobias Gros.

—He intentado recordar, pero no vi ni oí nada extraño. Tampoco me voy fijando en lo que sucede alrededor. Sólo soy un ciclista: me paga mi equipo, me da una bicicleta y yo pedaleo lo más deprisa que puedo, intento no quedarme detrás del pelotón y no caerme. Nada más. No miro otra cosa que la carretera. No atiendo a detalles superficiales.

—Cuando alguien muere asesinado ya no hay detalles superficiales. Todo se vuelve importante. Y a veces más tarde se recuerda algo que antes de conocer la muerte era anecdótico y nos pasó inadvertido —insistió.

—He repasado lo ocurrido aquella noche y no hubo nada anómalo. Sin embargo, si algo cambiara, iría corriendo a contarlo.

—Usted había ganado la etapa el día anterior.

—Sí.

—Y se colocó de líder. El equipo de Tobias Gros, que controlaba la carrera, no pudo impedirlo —recordó—. ¿Lo conocía?

—No éramos amigos, pero lo conocía. Llevo diez años en el ciclismo y conozco a mucha gente.

—¿Qué opinión le merecía?

—¿Gros? Ninguna especial. No sentía por él simpatía, pero tampoco el odio o la envidia que despertaba en muchos. Él y yo no perseguíamos los mismos objetivos, así que no había rivalidad directa.

—¿No?

—No. Él quería ganar todas las carreras; yo me conformo con ganar alguna etapa.

Su propio aspecto confirmaba lo que acababa de decir. Entre el brillante griterío que los rodeaba, entre los chillones maillots y los reflejos metálicos de las bicicletas, Panal parecía un opaco campesino —el pelo espeso y duro sobre el rostro enjuto, tostado por el sol, la frente pequeña y aviejada, los finos labios escondidos entre una barba sin apurar— colocado en una fiesta cosmopolita en la que no se sentiría cómodo.

—No todos sus compañeros son tan conformistas —dijo Cupido—. Han surgido varios candidatos a ocupar el puesto que Gros ha dejado vacante.

—¡Claro que sí! La prensa, los directores, los patronos…, todos te exigen que seas el primero. O eres el número uno… o no eres nadie.

—¿Quiere decir que alguien quiso arrebatarle a Gros ese primer puesto que parecía de su propiedad? —sugirió.

—No lo sé. Su muerte resulta incomprensible.

—¿Cuándo habló con él por última vez?

Panal reflexionó unos instantes, consciente de la importancia de la pregunta: qué ocurrió en el último encuentro entre alguien que moriría al día siguiente y alguien que le sobreviviría.

—La víspera de su muerte, Gros me llamó por teléfono al acabar la etapa en Toulouse para felicitarme por el triunfo, pero no pudo hablar conmigo, porque yo estaba ocupado, y me dejó un mensaje. Más tarde lo llamé yo. Charlamos un par de minutos. Lo habitual: enhorabuena por el triunfo y suerte en adelante.

Cupido vio cómo se replegaba después de hablar, sobrio y parco, sin dar más detalles. Uno de sus compañeros fue a llamarlo para que comenzaran a agruparse en la salida.

—Ya voy —le dijo. Se dirigió al detective—: Siento no poder ayudarle. Pero le deseo suerte a Mieses. Es un buen compañero.

—Sólo es un sospechoso —dijo Cupido—. Uno más. Nadie lo ha inculpado directamente.

—Me alegro. Es un buen compañero —repitió.

Creció unos centímetros al subir a la bicicleta y el detective lo vio marchar y confundirse entre los corredores prestos para la salida: un tipo oscuro, discreto, poco agraciado, fibroso, más que fuerte endurecido como una piedra, a quien —daba la impresión— sólo podría derrotar una mujer, pero por quien, al mismo tiempo, ninguna mujer giraría la cabeza para seguir mirándolo. Sin embargo, al subirse al sillín parecía unirse a su bicicleta como un soldado a su espada y adquiría una prestancia inesperada. Tal vez era eso lo que había conquistado a su esposa, una antigua azafata de la Vuelta a España de una impecable belleza, con quien aparecía en una fotografía del dossier elaborado por Carol.

Cupido volvió al hotel, recogió el equipaje, compró la prensa y ese día subió al autobús del equipo, y no al coche de los mecánicos. Aunque salieron un poco más tarde de Le Mans, tomaron la autopista hacia el norte y ya estaban esperando en Caen cuando llegó cabalgando el pelotón. En el televisor del autobús había seguido la carrera, los ataques sucesivos, en oleadas, que lanzaron los corredores franceses hasta consolidar una fuga de tres cuyo mayor interés residía en comprobar quién de ellos ganaría la etapa. De vez en cuando interrumpían la transmisión para ofrecer breves noticias de la actualidad: un nuevo récord de temperatura, aunque esta vez la ola de calor no afectaba a los países del Mediterráneo, sino que parecía anclada bajo un sol lanzallamas en la cuenca del Danubio; continuaba el sufrimiento de la biota y a las agresiones de sus inquilinos la ofendida Tierra respondía con nuevas y más graves calamidades climáticas y con tumultos geológicos; se repetían los atentados en los países árabes; con la bonanza del verano, los inmigrantes seguían colándose en una Europa que sólo encontraba noticias felices rebuscando entre pequeños acontecimientos comarcales.

Los periódicos que hojeó dedicaban cada vez menos columnas a repetir detalles y conjeturas sobre la muerte de Tobias Gros y a criticar la inoperancia policial que a los resultados de otras competiciones. Y el interés que aún persistía no surgía de la indignación colectiva por el asesinato, puesto que Gros nunca había sido uno de esos personajes tan queridos por la gente común que una agresión hacia ellos era considerada como una agresión personal, sino de una morbosa curiosidad por conocer quién se había atrevido a golpear a un campeón mundial hasta destrozarle la cabeza.

La etapa terminó en las calles de Caen, entre la euforia de los aficionados franceses, y fue ganada por Olivier Renaud, el líder del equipo Hexagone, que se había manifestado repetidamente contra las prácticas de dopaje. Por cuarto día consecutivo, Darko Hamelt mantuvo el maillot amarillo que había conseguido en la contrarreloj de Burdeos.

Cupido esperó en el alojamiento del Helvetia —un hotel pequeño, apartado y discreto, donde no se alojaba ningún otro equipo— a que Hamelt terminara con la ducha y el masaje y, con la identificación en la solapa, no tuvo dificultades para llegar hasta él. Hamelt aceptó una entrevista en la cafetería media hora más tarde.

Mientras lo esperaba advirtió que casi todos los encuentros con los implicados en la investigación tenían lugar en hoteles con los mismos o parecidos decorados, con las mismas luces, los mismos búcaros de flores secas en los mismos rincones, los mismos perfumes femeninos flotando suavemente en los pasillos desiertos, los mismos rostros de hombres solitarios que no parecían felices. Y muchos de sus interlocutores iban vestidos con ropa deportiva que nada personal decía sobre ellos. Le hubiera gustado conocerlos en su ambiente privado, desenvolviéndose entre sus familiares, con su atuendo habitual, al volante de sus coches, entrando en sus casas y observando no sólo sus pertenencias, sino también cómo las habían dispuesto —cuáles estaban a la vista, y de las que, por tanto, se enorgullecían, y cuáles ocultaban, de las que podrían avergonzarse—, de modo que le aportaran indicios sobre su carácter, sus gustos, sus obsesiones. El Tour era un escenario móvil que recorría toda Francia y allí sólo contaba con sus rostros y sus palabras para conocerlos.

Se sentaron alejados de la barra y, cuando llegó el camarero, Cupido, imitando a Hamelt, también pidió una botella de agua mientras pensaba en aquella paradoja: ciclistas que sólo bebían agua mineral, que sólo ingerían alimentos en perfecto estado y de gran calidad y que, sin embargo, con frecuencia tomaban productos que podían machacar sus corazones y sus hígados.

—Mieses es un buen tipo y me alegro de que haya alguien de su propio país que lo defienda.

—¿Lo conoce?

—Sí. Coincidimos un año en el equipo Paradis. Los dos éramos… gregarios. —Hablaba despacio, en un francés casi perfecto en el acento, aunque con algún titubeo en el vocabulario.

—Él terminó peleándose con Tobias Gros.

—Yo dejé el Paradis para no pelearme.

—Sin embargo, he oído decir que Gros siempre protegía a los suyos.

Hamelt sonrió con facilidad. Era delgado, alto y, al mismo tiempo, muy fuerte, con una constitución atlética que le permitiría triunfar en cualquier deporte.

—Le ocultaron la otra parte de la verdad. Tobias protegía a los suyos siempre que sirvieran a sus intereses y contribuyeran a su leyenda. Su protección era… paralizante. Como le ocurrió a Mieses, no permitía que los demás tuvieran iniciativas, que evolucionaran, que…

Se interrumpió bruscamente, con dificultad para encontrar las palabras precisas.

—Usted no lo apreciaba —arriesgó Cupido.

—No, no lo apreciaba. Reconozco que era un gran corredor, sí, el mejor que he conocido nunca, pero no lo admiraba como… un ejemplo a imitar. Sentía hacia él demasiado rencor como para tenerle también admiración. ¡Pero de ahí a imaginar su muerte! ¡Y esa manera de morir!

—¿Por qué el rencor?

—Cuando comencé a correr en el Paradis firmé un contrato largo, para cuatro años. Estaba seguro de haber llegado al lugar adecuado: un equipo prestigioso que pagaba bien a sus corredores, que aspiraba a triunfos deportivos y que era respetado internacionalmente. Me bastó una temporada para saber que me había equivocado. Cuando hablaban de mí como sucesor de Gros, estaban pensando en un plazo muy largo, que sólo llegaría con su retirada. Porque él no admitía compartir con nadie ni una migaja de sus triunfos. En su equipo, ningún corredor podía crecer, progresar. Junto a él todos éramos gregarios. Al tercer año intenté escapar de allí. Les ofrecí renunciar a una parte de mi ficha a cambio de recuperar mi libertad, y aunque los patronos podían haber cedido, Gros no lo aceptó y me retuvieron hasta que terminó el contrato…

—Si usted se marchaba a otro equipo, podía convertirse en un rival peligroso —sugirió.

Hamelt se tomó unos segundos antes de responder.

—Creo que no. Él era demasiado fuerte para temer a nadie. Si hubiera impedido mi marcha por miedo…, yo lo habría entendido. Pero se debió a su afán por controlarlo todo, por sentir que todos dependíamos de él. Cuando al fin salí, ya era demasiado tarde, había entregado demasiado tiempo a alguien que no lo merecía, había perdido la oportunidad de alcanzar algunos éxitos que cada día resultan más difíciles… La vida de un deportista es demasiado corta.

—¿Cómo reaccionó Gros?

—Mal. Había repetido tantas veces que yo era su heredero, como si fuera para mí un padre y se lo debiera todo, que consideró mi marcha como una traición. No estaba acostumbrado a que alguien lo dejara, siempre era él quien prescindía de los demás. Desde entonces no volvimos a hablar.

Durante la conversación Hamelt había mirado varias veces hacia la barra, que tenía enfrente. Con el pretexto de mirar a un huésped que pasaba, Cupido giró la cabeza: una mujer reía las palabras de un hombre gordo y sudoroso.

—Luego me fui al Helvetia y hasta ahora no me he arrepentido. Es un buen equipo, muy ordenado, como buenos suizos. —Intentó una broma sin demasiada gracia—. Y tiene a Max Zaharia como director deportivo. Para mí, él sí es como un padre.

—Creo que la noche de la muerte usted estaba reunido con él.

—Sí, como todos los días. Hablamos de la etapa, de cómo se ha desarrollado y de cómo será la del día siguiente. Y hablamos de cómo me encuentro yo. Zaharia quiere que todos los días tengamos una conversación a solas, sin la presencia del equipo. Está convencido de que puedo ganar este Tour.

Cupido recordó lo que la prensa afirmaba de él: sus supersticiones, la fragilidad de su moral, sus dudas en los momentos decisivos, la falta de confianza en sí mismo, que, en un deporte que exigía tanta resistencia y sufrimiento, le impedían convertirse en un ganador.

—¿Quién podía desear su muerte?

—Todos —respondió sin dudarlo.

—¿Gros no tenía amigos en el pelotón?

—Ya se lo dije antes: los corredores de su equipo… mientras eran corredores de su equipo. Y Marcel Duhameau, claro, a quien él nombró su heredero cuando yo salí del Paradis. A propósito, ¿sabe ya que se ha retirado de la competición?

—¿Duhameau? ¿Cuándo? —se sorprendió Cupido.

—Hoy. A mitad del recorrido se ha bajado de la bicicleta.

—¿Por qué?

—Desde su equipo dicen que por las molestias físicas que le provocó la caída de ayer, cuando hizo el afilador con alguien de delante. Dicen que ha pasado una mala noche y que no se ha recuperado.

—¿Y fuera de su equipo?

—Fuera dicen que está desconcertado desde la muerte de su jefe. Resulta extraño que, siendo el heredero oficial, sea el único que parece rechazar su herencia.

Cupido pensó en otra posibilidad menos inocente. El día anterior se había conocido el positivo de Gros y unas horas más tarde su lugarteniente se bajaba de la bicicleta.

—Cuando estaba en el Paradis, ¿había dopaje?

Hamelt se irguió en el asiento, sorprendido por la pregunta.

—No.

—¿Ninguno de sus compañeros?

—No —repitió—. Nunca vi que alguien del equipo tomara algo ilegal. Y si lo hubiera visto, nunca lo diría.

—Creo que yo haría lo mismo —aceptó.

Aquél era el gran tema tabú y Cupido no tenía poder para romperlo. Mieses lo había contado por voluntad propia, y sólo a él, porque necesitaba explicar por qué fue a ver a Gros la noche de su muerte. Pero ningún otro corredor lo reconocería espontáneamente.

Hamelt miró su reloj.

—No tengo más tiempo. Debo irme. —Amagó un gesto de levantarse que no llegó a culminar—. Le deseo suerte con su investigación. Es imposible que Mieses… Es un tipo… combativo, pero nunca le vi hacer trampas. Usted podrá ayudarlo.

—Lo intentaré. No soy más que un detective privado en un país extranjero.

—Ustedes ya no son extranjeros en ningún país de Europa —dijo con gravedad, desviando de nuevo la mirada hacia la barra.

—Pero su país también…

—Yo no tengo país —lo interrumpió con una voz cruda, casi dolorosa—. Mi país es el ciclismo.

—Usted es dálmata, ¿no? —dijo Cupido, recordando de pronto de qué lugar de los Balcanes procedía. Había admirado su forma de correr: una pedalada larga, elegante y elástica, una fortaleza superior a la que su aspecto hacía suponer y una gran resistencia a los esfuerzos prolongados.

—No sé bien lo que soy —murmuró—. Nací en Dalmacia, en una nación desaparecida…, si es que alguna vez existió realmente como nación. Mi padre era serbio y lo mataron los croatas. Mi madre era bosnia y, después de quedarse viuda, convivió con un bosnio que huía de los serbios. Así que no sé bien qué soy, ni cuál es mi país, ni dónde quiero terminar viviendo. Mi país es el ciclismo —repitió—, y tal vez por eso me gusta tanto este deporte, porque en cualquier equipo podemos correr veinte ciclistas de veinte lugares diferentes, que hablamos veinte idiomas distintos y a quienes nos da igual qué región atravesamos o a qué nación pertenece la montaña que subimos…

Volvió a mirar su reloj y ahora sí se levantó. Se despidió del detective y desapareció en el ascensor.

Cupido abrió el móvil, que durante la entrevista había vibrado un par de veces en su bolsillo. Había dos llamadas perdidas: una de Carrión y otra del Alkalino. Respondió en primer lugar a la del director del Vetonia.

—¿Te has enterado? —le preguntó Carrión sin detenerse a saludarlo.

—¿Te refieres a lo de Duhameau?

—Sí. Ésa es la primera noticia. Ha abandonado alegando molestias físicas que nadie termina de creerse. Abandona cuando se revela que fue Gros quien dio positivo.

—¿Quieres decir que tiene miedo?

—Mucho miedo. Tú has hablado con Mieses y ya sabes cómo funcionaba ese equipo, ¿no?

—Sí.

—Si han pillado al jefe, podrían ir a continuación contra su lugarteniente. ¿No te parece un motivo razonable para apartarse a un lado? Fuera de la carrera resultará más difícil controlarlo.

—¿Dónde está ahora Duhameau?

—Desaparecido. Su equipo ha emitido un comunicado: no quiere ver a nadie, no quiere hablar con nadie.

—Pues sería conveniente cruzar unas palabras con él.

—He supuesto que te interesaría.

—¿Eso significa que sabes dónde está?

—He preguntado por ahí, a gente de su entorno. No sé el lugar exacto, pero hablan de una casa familiar en algún lugar perdido de la Charente.

—Bueno, ya es algo. ¿Y la segunda noticia?

—Los periodistas empiezan a preguntarse si hay alguna relación entre la muerte de Gros y su positivo. En unas horas todo está cambiando… Y beneficia a Mieses. Parece que ya no es el único sospechoso. La policía francesa está interrogando ahora mismo a Galea, el médico del Paradis. Se lo han llevado a la comisaría. Nadie sabe cómo terminará todo.

Acababa de colgar y estaba marcando el número del Alkalino cuando él se anticipó.

—Vi la transmisión del final de la etapa. Mucha gente en las aceras, en las cunetas, en los tractores. Vi a un diablo corriendo en una rampa, con su tridente, su disfraz rojo, con unas barbas que no lograban ser malignas… Pero no te vi a ti saludando ni agitando una bandera de las nuestras —bromeó en voz demasiado alta, como si desconfiara de la eficacia del móvil. Y luego, sin esperar su respuesta, preguntó—: ¿Cómo va tu trabajo?

Cupido resumió las conversaciones con Mieses, Panal y Hamelt y mencionó la sorpresa que le había causado la noticia del dopaje de Tobias Gros, después de diez años sin que nadie pudiera demostrar algo en su contra, y la retirada inmediata de Duhameau.

—Demasiados datos que aún no sirven para nada. Demasiado ruido alrededor para poder reflexionar. Demasiado movimiento, demasiadas prisas, todos los días corriendo de un sitio a otro. Si no es la investigación más difícil con que me he encontrado, sí es la más fatigosa —se quejó. La rapidez con que se sucedían los acontecimientos, el ruidoso espectáculo del Tour, la agitación y velocidad del pelotón, que, una vez en marcha, hacía pensar que no se detendría nunca, habían alterado su ritmo de trabajo, le impedían ordenar sus pensamientos y le causaban una sorda irritación.

—Los Calatayud —dijo el Alkalino.

—¿Aún siguen ahí?

—Sí. Pero he sabido que se marchan mañana hacia las etapas de los Alpes, de modo que tal vez te los encuentres de nuevo. Me he preocupado de averiguar algo más: la ciudad, Grenoble, y el nombre del hotel al que han facturado el tándem, para tenerlo allí cuando lleguen.

—¡Estupendo! ¿Has encontrado algo sobre ellos?

—Muy poco, a pesar de quemarme las pestañas ante la pantalla del ordenador, buscando de arriba abajo en archivos de ciclismo, en foros de aficionados.

—¿Qué?

—Que era ciclista.

—¡Lo sabía! —exclamó Cupido—. Lo sabía. A pesar de su actual gordura, había algo en su aspecto, en sus piernas, que sugería tensión y dureza.

—El padre —corrigió el Alkalino.

—¿El padre?

—Fue ciclista profesional desde 1969 hasta 1976.

—¿El padre? —repitió, sorprendido.

—Sí. Un corredor humilde, poco conocido, que no alcanzó ninguna victoria de resonancia, pero que era apreciado por los líderes de sus equipos.

—Un gregario —comentó.

El Alkalino se quedó unos segundos en silencio.

—Sí. Uno de esos tipos admirables que están diez años corriendo al servicio de un líder sabiendo que nunca ganarán una etapa, que nunca levantarán los brazos por llegar el primero a la meta, que nunca verán su nombre escrito entre los ganadores ni lo oirán resonando por la megafonía que los reclama a lo alto del podio. Uno de esos tipos anónimos, como la mayoría de nosotros —murmuró.

—¿Qué quieres decir?

—Que sólo dos o tres podéis presumir de independientes. La mayoría…

—De acuerdo, de acuerdo —concedió, imaginándolo en el hotel de los Pirineos, solo, apático, aburrido entre gentes que hablaban otro idioma, bajo y moreno, oscuro, sin que ni siquiera la pancreatitis de la que se recuperaba hubiera vuelto pálida su piel. Pero no era el mejor momento para entretenerse—. Los Calatayud.

—El padre. Un gregario que corrió con el «Tarangu», con Ocaña. En algunas pruebas, también con Eddy Merckx, con Poulidor… He encontrado un pequeño reportaje que alguien escribió sobre él en un periódico de Aragón. Había montado en bicicleta desde niño, pero nunca adivinarías dónde se forjó como ciclista.

—¿Dónde?

—En el Sahara, cuando aquello era todavía una colonia española. Lo destinaron allí dos años en el servicio militar, en un puesto de enlace o de transporte. A cada uno de ellos le daban un camello y una bicicleta para llevar mensajes entre los puestos o los destacamentos. Debió de ser un buen entrenamiento, porque un año después de licenciarse lo ficharon como profesional. Si es verdad lo que cuenta el reportaje, aún eran los tiempos heroicos del ciclismo, cuando se alimentaban con pasta y carne roja y se dopaban con café, porque de química sabían poco más que las leyes de la fermentación del vino. Corrió siete años como profesional, desde los veinticuatro hasta los treinta y uno, y se retiró con discreción, sin dejar huellas. No consiguió ninguna victoria importante y nunca lo llamaron para la selección. Tampoco, al retirarse, se convirtió en manager ni en entrenador. He buscado. Ni siquiera aparece una tienda de venta o arreglo de bicicletas con ese apellido, Calatayud, donde un viejo ciclista combate la nostalgia mostrando catálogos, recomendando modelos, arreglando frenos o marchas mientras narra sus aventuras a aficionados de domingo. Nada, no hay nada más.

El móvil emitió un quejido con el que la batería avisaba de su cansancio, como si también ella fuera incapaz de soportar el ritmo de las palabras del Alkalino.

—¿Y sobre el hijo?

—Menos aún. He encontrado el apellido, Calatayud, en las actas de un campeonato infantil de la federación aragonesa, en 1988.

—Coinciden el lugar y la edad —calculó Cupido. —Se cita a un niño que, con diez años, ganó varias carreras seguidas.

—¿Qué más?

—Hay otra mención. En las fiestas locales de Zaragoza, al año siguiente, el mismo niño vuelve a ganar. El premio era una bicicleta. Luego, el apellido desaparece.

—¿Así? ¿De repente?

—Sí. Pero he dado otro paso.

—Dime.

—He telefoneado a la federación de ciclismo de Aragón. Guardan los archivos de aquella época, pero no los tienen informatizados. Se pueden consultar. Zaragoza está cerca. Voy a bajar, buscaré en ellos y, si es necesario, en la prensa de entonces. Se me ha despertado la curiosidad.

Cupido apenas tuvo oportunidad de agradecérselo, porque el móvil, agotado, se negó a seguir funcionando con varios pitidos de enérgica protesta. Necesitaba la información que los Calatayud se habían negado a darle y que los vinculaba al mundo del ciclismo, pero no tenía tiempo para dedicarse a esa búsqueda. Desbordado por los desplazamientos, que apenas le dejaban unas horas al día para las entrevistas, la ayuda del Alkalino le venía en el mejor momento.

También era necesario hablar con Duhameau, escondido en algún pueblo profundo de la Charente, según había dicho Carrión. Pidió línea en recepción y tecleó el número de Carol. Descolgaron al segundo timbrazo.

—¿Carol?

La mere ou la filie? —preguntó una voz femenina adolescente.

La mere.

Ne quittez pas —y luego, alejándose—: Maman, au téléphone.

Carol reconoció su voz en cuanto dijo las primeras palabras. Acababa de leer en internet las últimas noticias sobre el Tour y sobre Duhameau.

—Hay que encontrarlo y hablar con él. Carrión sospecha que no se trata de una lesión, que se ha retirado para prevenir cualquier problema con los controles antidopaje. Parece que se esconde en algún lugar de la Charente.

—¡Ah! No está lejos de aquí.

—¿Podrías intentar localizarlo?

—Si se ha escondido, no será fácil.

—Los abogados tenéis muchos recursos, conocéis a mucha gente —insistió.

—Lo intentaré. Mañana haré algunas gestiones. Ahora mismo, a las siete y media, en Francia, ya es tarde para todo —aludió a los tardíos horarios españoles, a la costumbre de telefonear a cualquier hora—. Te llamaré en cuanto sepa algo.

—Esperaré.

Después de colgar siguió pensando en ella. Durante la investigación la había recordado algunas veces. Su trato había sido agradable, distinto al de otros abogados con quienes había trabajado, tipos que siempre alardeaban de su dominio de las leyes y que se las repetían una y otra vez como si él estuviera incumpliéndolas. Si el primer día que hablaron por teléfono creyó advertir un atisbo de suficiencia, luego no había detectado en ella ningún afán de acaparar méritos y protagonismo. Al contrario, al solicitar su ayuda, Carol había aportado su oficio con rapidez y eficacia, y sin duda esperaba de él la misma colaboración, pero no le había exigido nada extraordinario que rompiera el equilibrio. Y también había recordado que era una mujer hermosa y que su cercanía le resultaba cálida y relajante. Ahora que había oído por teléfono la voz de su hija, se preguntó cómo sería en la intimidad de su hogar, si vivía sola o si tenía una pareja que la hiciera feliz, razonablemente feliz.

Al terminar la entrevista con el detective, Darko Hamelt volvió a su habitación, que ocupaba él solo desde que un compañero abandonara el Tour a causa de una caída.

Se tumbó en la cama, colocó los brazos bajo la nuca y se desperezó, arqueándose como los perros, oyendo cómo encajaban algunas articulaciones cargadas por la tensión y los esfuerzos. Pensó en la mujer que, sola en la barra, bebía a pequeños sorbos de pájaro algunas gotas de refresco. Después de tanto tiempo viviendo en hoteles había aprendido a reconocer la sugerencia en cada uno de sus gestos: en la aparente indiferencia con que elegían un asiento discreto, donde no cayera la luz directa y cruel de un foco; en la lentitud con que sacaban de un bolso pequeño y brillante la cajetilla de tabaco, siempre rubio, y alzaban hasta los labios pintados un cigarrillo, para descubrir enseguida que no tenían con qué encenderlo y mirar alrededor esperando la mano cortés del caballero; en la perfecta coordinación de humo y palabras de agradecimiento; en la calculada demora para ofrecer la primera sonrisa. Mientras hablaba con el detective había observado la repetida secuencia, sin talento para ser original, sin necesidad tampoco de serlo, porque los hombres que se acercaban también parecían exigir siempre los mismos, torpes reclamos.

Sin embargo, esta vez había en ella algo inconfundible y dulce que ahora se esforzaba en evocar, una mayor convicción al oficiar la ceremonia, un resto de indomable orgullo al sonreír al hombre gordo, la burlona seguridad de saber que aquél con quien hablaba se sentía de pronto un tipo irresistible. Ella también lo había mirado cuando el otro no la veía, y había mantenido la mirada para decirle: «Si tú quieres, ahora mismo…». No había aceptado su invitación, pero había seguido sus risas, su paciencia para soportar la cercanía sudorosa, el peso de la mano redonda y anillada en el hombro desnudo, su farsa al mostrarse alegre y promisoria. Había seguido su expresión burlona y aburrida cuando el otro fue al servicio o le daba la espalda. Y cuando al final, aceptado el pacto, el gordo le besó el hombro y abrazó su cintura, la vio sonreír ocultando el asco.

Ahora la imaginó vistiéndose en alguna habitación cercana, lavándose los dientes, perfilando con carmín la línea de los labios, cerrando el bolso pequeño y brillante, su peso aumentado con unos pocos billetes. Luego, subiéndose sobre los zapatos de tacón y acentuando la burla —«Ha sido estupendo»— al despedirse del hombre que esperaría, impaciente y húmedo, a que se marchara.

Podría haber sido él. En el pelotón no eran extrañas las aventuras con algunas de las fans y groupies que seguían a los ciclistas, con alguna azafata, y en ocasiones también se habían organizado fiestas con profesionales. Podría haber sido él, porque en el fondo no se diferenciaba de los hombres de negocios que pasaban en hoteles la mitad de sus vidas. Él era un nómada que viajaba de ciudad en ciudad arrastrado por su trabajo y porque no tenía un hogar fijo de reposo. Cuando terminaba la temporada, en octubre, tras el mundial de ciclismo, y sus compañeros regresaban a descansar a sus remotos y cálidos cuarteles de invierno, él se encontraba vacío, sin ningún deseo de volver a la casa de su madre en un pueblo cercano a Dubrovnik, sin ninguna querencia hacia un país que era el mismo donde había nacido y al mismo tiempo ya era otro. Allí se sentía extranjero entre sus paisanos, y en cambio en el pelotón no se sentía incómodo entre los extranjeros. No compartía la nostalgia de corredores que plañían por el retorno a su tierra, puesto que él no tenía patria, como le había dicho al detective. Su patria era el ciclismo, y los hoteles eran su territorio, a cuyo ecosistema se había adaptado sin dificultades. Hasta alojarse en uno de ellos no había conocido el privilegio de sentirse servido a cualquier hora, de que otros limpiaran su acomodo, hicieran su cama y se preocuparan de que tuviera agua caliente en el baño y la temperatura adecuada en todo momento del día o de la noche. El precio se pagaba con sufrimiento sobre la bicicleta, pero no era demasiado alto.

¡Qué diferente aquella vida de lujos a lo que había sido su infancia! Después de unos años en que la memoria había mantenido oculto el pasado, enterrado bajo las urgencias de las competiciones, en los últimos meses sus recuerdos volvían galopando y aumentaban su claridad. Sin esfuerzo reunía ante sus ojos imágenes aisladas que enseguida se organizaban en secuencias. Le bastaba apagar la luz al acostarse y aparecía allí el niño de once años que un día, asustado, corría hacia su casa montado en bicicleta, apenas menos rápido que los coches y los camiones militares que retumbaban por la carretera. Cuando llegó, ya estaba allí el jeep, delante de la valla. Un soldado fumaba en la puerta y le cortó el paso obstruyendo la entrada.

—¡No! —dijo.

—Es mi casa —protestó.

Esperaba oír algún grito, algún golpe, la concreción de las amenazas que había oído durante las últimas semanas: el temor de su madre a los hombres de la guerra, la preocupada bondad del padre.

—Vete a dar una vuelta. Coge la bici y vete a dar una vuelta —dijo el soldado.

—Es mi casa —repitió.

Desde fuera oyó los pasos que avanzaban por el pasillo, por delante de los dos militares con galones en las hombreras. Entre ellos venía su padre, con el pantalón del uniforme de cartero, pero sin la chaqueta ni la gorra, como si no le permitieran protegerse tras su condición de funcionario. Le habían esposado las manos a la espalda.

—¡Papá! —Intentó avanzar hacia él para abrazarlo, pero el aire caliente, espeso del miedo resultaba infranqueable y las rodillas no lograron que se moviera.

—No te preocupes, volveré pronto. Ve con tu madre y cuídala hasta que yo regrese.

Entró y avanzó por el pasillo hasta la cocina. Allí, otro soldado vigilaba para que ella no saliera, como si tuvieran miedo a su reacción en la calle, al contagio de sus gritos, de su dolor. Su madre abrió los brazos y él se cobijó dentro. Sonó el claxon y el soldado se marchó.

—No te preocupes, tu padre volverá pronto —repitió en voz baja y dócil, acunándolo como a un niño pequeño.

Su madre no había querido llorar delante de los soldados croatas, pero tenía los ojos llenos de lágrimas cuando lo separó de ella, le acarició la cabeza y le dijo:

—Ahora yo voy a salir. Hay gente que puede ayudarnos. Vas a quedarte en casa, con la puerta cerrada, sin abrir y sin hablar con nadie, ¿me entiendes?

—Sí.

Pasó fuera toda la mañana y él estaba dormido en el sofá cuando lo despertaron sus dedos acariciándole el rostro. Ya era por la tarde y vio que ella había vuelto a llorar.

—¿Dónde está? —le preguntó.

—Serán sólo unos días. Se han llevado a todos los serbios porque temen que se unan a los chetniks. Pero a tu padre no le pasará nada. El conoce todos sus nombres y todos lo conocen a él. Es funcionario, les ha llevado la correspondencia durante quince años y saben que nunca falló, que nunca se enfrentó a nadie, que sólo cumplió con su deber. Serán sólo unos días —repitió.

—Sí —dijo.

Su madre sacó un poco de fiambre, un trozo de pan.

—Come algo. Quiero que vuelvas a quedarte aquí, como has hecho antes. Yo tengo que ir a la estación, a llevar y recoger —dijo apretando la cuerda que pasaba por las anillas metálicas del saco de lona.

—¡Voy contigo!

—No.

—Voy contigo. A papá lo acompañé muchas veces —repitió con firmeza.

Era media tarde cuando salieron. Sin pensarlo, fue a buscar su bicicleta y su madre dijo:

—No, la tuya no. La de tu padre.

Cogió la bicicleta oficial y cargó el saco de la correspondencia en la ancha cesta delantera. Era la primera vez que se subía en ella y el cuadro grande, pesado, le resultó extraño, pero no tuvo ninguna dificultad para manejarla. Aunque su madre caminaba deprisa, pedaleó despacio para no dejarla atrás. No pasaba nadie por el camino de la estación, ningún viajero, ningún campesino que regresara de sus tierras. Poco después oyeron a lo lejos disparos de fusiles. Su madre se detuvo asustada y él tuvo que poner el pie en el suelo para no caer. Siguieron adelante, pasaron ante los dos soldados que controlaban el acceso a la estación, entregaron la correspondencia de salida y regresaron con el nuevo saco en la cesta. La lona dura, encerada, llena de cartas comunicando alegrías, dolores, negocios, nacimientos o defunciones pesaba más de lo que nunca había imaginado. En su primer día de trabajo estaba aprendiendo la importancia que adquirían las cartas en los tiempos de guerra.

No hablaron en el camino de regreso, temiendo oír nuevos disparos. Al entrar en el pueblo los sorprendió el sonido tristísimo y funeral de una guzla surgiendo de un lugar indeterminado. Cuando llegaron a casa, ella preparó para él la misma cena que preparaba para el padre. Luego la oyó derramar sobre la mesa de la oficina las cartas y los paquetes y ordenarlos para su reparto al día siguiente, rellenando los avisos, estampando con golpes débiles el sello con la fecha: 14-Julio-1991.

Cuando se levantó, al amanecer, su madre estaba preparándose para salir. El primer sol que entraba por la ventana comenzaba a buscar su rostro y, en la naciente claridad, sus ojos desprevenidos no habían tenido tiempo de ocultar el miedo. Le dio un beso y le ordenó de nuevo que no se moviera de casa. Desde el umbral la vio colocar en la cesta la cartera de cuero del reparto, empujar la bicicleta por el manillar, sin montar en ella y salir a la calle. Atravesó corriendo el pequeño jardín y llegó junto a ella cuando cerraba la puerta de la valla.

—Voy yo a hacer el reparto —dijo.

—No.

—Voy contigo. Ya fui muchas veces con papá —repitió, como si el permiso ocasional del padre siguiera vigente.

—No. Tú te quedas aquí, esperando. Tal vez regrese tu padre y no debe encontrar la casa vacía. Además, al entregar las cartas podré llegar hasta los despachos y hablar con ellos, con los que mandan. Quizá me dejen verlo.

Debería haber insistido o, al menos, haberla acompañado, pero aquella mañana sólo tenía once años y alrededor todos los croatas se habían convertido en soldados que, encorajinados por los sucesos de Krajina, encarcelaban o fusilaban en las cunetas a los serbios que intentaban impedir la independencia. Así que su madre estaba sola cuando le dieron la noticia, y sola tuvo que recoger el cadáver en un claro del bosque, y sola tuvo que organizar su entierro. Ella era bosnia y aún no habían comenzado los conflictos de los croatas con los bosnios.

Unas semanas más tarde había sustituido a su madre y ya conocía los nombres de las calles, los itinerarios, los trámites y firmas. Por las mañanas, mientras ella atendía la oficina y organizaba el correo saliente, él cargaba la cartera en la cesta y, sin apenas ayuda, desempeñaba el reparto diario, con un pedaleo continuo que iba fortaleciendo su corazón y sus piernas y desarrollaba una capacidad que por entonces no podía imaginar hasta dónde lo conduciría. A veces dejaba la bicicleta apoyada en una pared o en un árbol y entregaba a pie las cartas de una calle. Pero además tenía que recorrer cada día treinta y cinco o cuarenta kilómetros para llegar hasta las casas diseminadas por la campiña, hasta pequeños grupos de viviendas, hasta las fincas donde esquivaba la desconfianza de los perros. Negándose al cansancio, movía los pedales de la pesada bicicleta para subir a las colinas y atravesar los charcos y las zonas embarradas en los días de lluvia.

Repartía las cartas, los paquetes con el nuevo nombre del país en los nuevos sellos, indiferente a la identidad del destinatario. Distinguía los apellidos croatas de los serbios o de los bosnios, pero no manifestaba simpatía, ni desprecio, ni odio. Mostraba la misma expresión impasible y fría para entregar una carta de amor a la adolescente que se adelantaba a la esquina de la calle para recibirla a escondidas que un sobre enlutado con la orla negra de las esquelas, un paquete contra reembolso en el domicilio de quien podía haber sido uno de los asesinos de su padre que un certificado con sellos extranjeros en el barrio bosnio a una mujer que salía deprisa a la valla, anhelante, en cuanto oía el ruido de las solapas de los buzones. Quienes tenían a un desaparecido en la familia mostraban mayor ansiedad por recibir cartas.

Alrededor, aquel extraño conflicto que no llegó a ser guerra abierta, pero que tantas víctimas produjo, había terminado con la independencia de Croacia. El nuevo país, con la forma de un bumerán dirigido hacia Europa, establecía sus fronteras del sur en una larga lengua costera sobre el Adriático. Los serbios habían regresado a su territorio natural, a las montañas, donde históricamente habían conseguido sus mayores victorias, y las batallas se desplazaron a Bosnia, donde había nacido su madre. Y unos meses más tarde, ella, sola, desamparada, abandonó el luto y aceptó primero las visitas, y la convivencia luego, con un refugiado bosnio con el que aceptó casarse.

Su madre le comunicó su decisión un mediodía, al volver del reparto, y él recibió la noticia sin rebelión y sin protestas, conteniendo unas lágrimas que, cerrado el paso hacia los ojos, le hinchaban la garganta hasta impedirle respirar. Antes de ocultarse en el baño, murmuró unas palabras confusas de obediencia, avergonzado de su voz adolescente, que aún resbalaba en el escalón de los graves y podía ser confundida con el llanto. Su desesperación no surgía del miedo a un padrastro, al poder otorgado a otra sangre, ni de la dolorosa sensación de que otra vez a su padre lo estaban matando, sino del atroz descubrimiento de que el amor es efímero, de que ella podía ser feliz de nuevo. Con trece años tuvo que aprender a mentir, con catorce dejó de creer en la felicidad como un estado factible de la vida. El nuevo marido era más joven que su madre: un tipo apuesto, haragán y creyente, que repartía las tardes entre el café y la mezquita. Desde el primer momento dijo que no sabía montar en bicicleta y nunca mostró intención de aprender.

Fue poco después cuando le propusieron participar en una carrera ciclista, representando a su comarca en la categoría de cadetes. Con asombro, comprobó lo poco que pesaba la bicicleta que le prestaron y lo fácil que le resultaba mantenerse en cabeza mientras todos sus rivales iban cediendo. No tuvo excesiva dificultad para ganar. La vida, esa cosa incomprensible y difícil en contacto con los otros, se volvía sencilla y simple cuando se afrontaba desde una bicicleta en marcha. Subido en el sillín no necesitaba pensar, se limitaba a pedalear con mayor rapidez que sus rivales y se abandonaba a sus efectos benéficos: le parecía que sus pies perdían contacto con el suelo, que se elevaba por encima de aquella tierra caótica, confusa y conflictiva y que, al llegar a la cima de los puertos, podría seguir volando hasta marcharse muy lejos.

Un entrenador italiano lo vio ganar una carrera, una competición dura, con un itinerario semiprofesional, donde participaba una selección de ciclistas aficionados de los cascos azules que había enviado la ONU para pacificar la región. Observó su constitución, la manera en que se repartía su peso —la fina cabeza, el tórax estrecho y alargado, las piernas poderosas— y su forma de correr arqueando la espalda, con un pedaleo elástico y redondo, como si hubiera aprendido imitando la carrera de los perros dálmatas. El italiano se interesó por su trayectoria deportiva, le preguntó su nombre y le pidió sus datos. Y unas semanas más tarde, al regresar del trabajo, lo encontró sentado a la mesa ante su madre y su marido, compartiendo el té y las esperanzas en el futuro.

—Ven. Siéntate. Hoy es el mejor día de tu vida —dijo el bosnio—. Tu madre ha firmado por ti el contrato. Te vas a Italia, a Venecia. Muy cerca. Él —señaló al entrenador italiano— te enseñará lo que te falta para ser un campeón.

En la mesa, junto a las tazas de té, había un puñado de papeles escritos. Al lado, la cartilla del banco.

El italiano le estrechó la mano y le dijo, prescindiendo de la untuosa amabilidad del bosnio:

—Si tú quieres y te esfuerzas, podrás llegar muy lejos.

Miró a su madre, que esperaba en silencio su respuesta. Ella asintió, conforme con que se marchara lejos de la pobreza, del ambiente hostil, del odio étnico, del país destrozado, de la guerra que no parecía terminar nunca. Comprendió que para ellos ya no estaba allí, que lo veían lejos, en la Europa rica, poderosa y en paz, desde donde les enviaría parte del dinero que garantizaba el contrato. Luego miró al italiano y sintió miedo a irse a otro país, a hundirse en otro idioma, a sonreír a los desconocidos. ¡Pero era tan difícil rechazar una oferta que todos le aconsejaban que aceptara!

—Sí quiero —dijo.

Se marchó unos meses después, con dieciocho años y el pasaporte en regla. En Venecia llegaron los reconocimientos médicos, las pruebas físicas, los tests de rendimiento, la academia donde estudiaba idiomas en las horas libres. Llegó también la bicicleta personal, el cuadro hecho a su medida.

Al principio no le exigían nada, no tenían prisas con él. Esperaban su momento, porque sabían que muchos corredores con dotes extraordinarias reventaban antes de tiempo por exigirles triunfos rápidos, que muchas grandes promesas terminaron convertidas en prematuras tragedias. Pero al fin también quedó atrás la etapa de adaptación y pronto consiguió las primeras victorias en la categoría de aficionados. Con asombro, comenzó a oír su nombre repetido por las megafonías, a subir a la tribuna de premios, a ver su rostro en las fotografías de la prensa deportiva.

En Italia todo era más rígido que en su tierra, todas sus horas estaban ocupadas y no le quedaba demasiado tiempo para pensar en su madre, en las colinas de Dalmacia, en los sabores de las comidas, en las canciones de la niñez o en los recuerdos de la escuela. En invierno, al terminar la temporada ciclista, lo dejaban regresar a su casa durante dos meses para celebrar con los suyos una Navidad en la que no creían. Todavía ayudaba en el reparto del correo y hallaba cierta complacencia en responder a los saludos, a las felicitaciones de quienes habían oído hablar de sus primeros éxitos. Pero del mismo modo que el reparto se había motorizado, arrinconando la vieja bicicleta de su padre, se sentía cada vez más ajeno a las costumbres y a las gentes del pueblo. Los compañeros de equipo que habían quedado en Italia le resultaban ya más cercanos y afines que los amigos de la infancia. Su madre había dado a luz a un niño y él comprobaba que aumentaban las dificultades para hablar con ella a solas, para contarle cómo era la Europa por la que viajaba, para sonreír al mostrarle algunas fotografías subido en el podio. Su nuevo marido seguía repartiendo su tiempo entre el café y la mezquita.

Y por fin llegó el contrato como profesional y con veintidós años corrió su primer Giro. Una caída lo obligó a retirarse en la decimotercera etapa, pero ya sabía que podía aguantar tres semanas compitiendo, que también era un corredor de fondo.

En la siguiente edición ganó una contrarreloj y alcanzó el octavo puesto en la clasificación general. Esos resultados lo condujeron al equipo de Tobias Gros.

Firmó con el Paradis un contrato para cuatro años, pero sólo los dos primeros fueron satisfactorios. Le prometieron que, aunque en el Tour trabajaría de gregario, también habría botín para él en otras competiciones y en otros momentos de la temporada. Esa fue la primera promesa incumplida, porque toda la preparación y todos los esfuerzos del equipo iban exclusivamente enfocados a los éxitos y a la gloria de Tobias Gros. El líder estaba obsesionado con la carrera francesa y en torno a ella se organizaba el calendario de todo el equipo. Antes del Tour había que entrenarse para el Tour, durante el Tour no existía otro interés que el Tour y después del Tour había que recuperarse para ganarlo también al año siguiente. Las amables declaraciones en las que lo nombraba su heredero no eran más que un argumento para prolongar el engaño y mantener su obediencia. Durante esos años fue un gregario de lujo que tiraba del pelotón para anular las fugas de rivales peligrosos, que imponía un ritmo fuerte en la montaña para impedir los saltos, que levantaba una pantalla contra el viento frontal, que guardaba su rueda y le prestaba su bicicleta si pinchaba en un momento delicado, que en circunstancias de peligro ponía por delante su mandíbula para recibir los golpes. Fue una sombra anónima y un número olvidable en el pelotón mientras el nombre de su líder se movía arriba y abajo, cada vez en mayor tamaño, por todas las portadas de la prensa. Fue el soporte que lo empujaba en los puertos hasta los últimos kilómetros, hasta que Gros desencadenaba el ataque definitivo que le daba la victoria. Él llegaba exhausto unos minutos después, mientras las cámaras ya enfocaban el podio, y sólo recibía las repetidas, gastadas palabras de agradecimiento y la palmada en la espalda de la misma forma que el jockey palmea el cuello sudado del caballo sobre cuyo esfuerzo ha basado su triunfo.

Sin embargo, su labor no pasó inadvertida entre los técnicos y los directores. Recibió ofertas para liderar otros equipos y cuando quiso marcharse del Paradis, porque veía pasar en vano sus mejores años, Gros se negó a la rescisión de su contrato. Y así fue surgiendo la rebelión y acumulándose el rencor. La última temporada, al negarse a renovar, lo condenaron a una temporada de ostracismo, porque Gros sabía que estaba más fuerte que nunca y que, si la suerte lo favorecía, sería un rival difícil de batir.

Pero también pasó aquel año, y luego vino a buscarlo Max Zaharia y le ofreció el primer maillot del Helvetia. Lo patrocinaba una empresa suizoalemana dedicada a las energías renovables, que fabricaba paneles solares y molinillos eólicos. Había iniciado una etapa de expansión con una nueva imagen y pretendía ser asociada a corredores inagotables, enérgicos, brillantes y veloces. Pagaban bien, pero exigían por lo que pagaban. A menudo recordaba el momento en que Zaharia le puso el contrato delante y le dijo:

—Firma sólo si estás convencido de que puedes ganar el Tour.

—Lo estoy —replicó.

Intentó no decepcionarlos, pero en su primer Tour con el nuevo equipo no pudo luchar contra Gros. Después de cuatro años a su sombra, sus piernas se encogían cuando competía contra él, las dudas lo agarrotaban mientras se decía: «No podré ganar hasta que él muera, no podré ganar hasta que él muera». Las palabras de Zaharia para convencerlo de su capacidad no lograban desbloquearlo.

Pero ahora que Gros estaba muerto él había desplegado al fin todo su potencial físico y toda su capacidad de sufrimiento. Sin él no le había resultado difícil alcanzar el liderato en la larga contrarreloj de Burdeos y ahora no dejaría que nadie se lo arrebatara. En todos los periódicos del mundo aparecía vestido de amarillo, el color de la felicidad que había perseguido tanto tiempo y a la que ahora, por fin, daba alcance. Cuando su equipo iba en cabeza del pelotón, con cuatro hombres abriéndole el paso y otros tres vigilando como perros para que nadie se acercara a su rueda y pudiera provocar una caída, sentía que todos sus esfuerzos habían sido reconocidos y recompensados. Incluso el presidente del que ahora era su país le había enviado su enhorabuena y una invitación a cenar con él, en Zagreb, cuando terminara la carrera.

Había aceptado, pero su estancia allí no se prolongaría mucho tiempo. No volvería a vivir en su tierra. Se domiciliaría en París, o en Ginebra, o en Venecia, y para eso necesitaba ganar el Tour, por el prestigio y el orgullo, sí, pero también por el dinero que conllevaba el triunfo. No se resignaría a volver a Dubrovnik, a comprar un local comercial y gestionar una tienda de material deportivo y de bicicletas donde cobrara en kunas. No. Abriría algún negocio moderno y brillante en una ancha avenida de una gran ciudad donde se comerciara en euros, en los sólidos euros de la Europa rica. Y para cumplir todos esos sueños la muerte de Tobias Gros había sido una buena noticia, aunque no pudiera declararlo en voz alta.

—Cena en cinco minutos. —El ayudante llamó a la puerta y le pasó el aviso.

Bajó al comedor y cenó con todo el equipo, una de las normas para cuyo incumplimiento Max Zaharia no admitía ninguna excusa. Luego se reunieron para preparar la etapa del día siguiente, de Caen a Dieppe. Vieron en imágenes el perfil del itinerario, analizaron los puntos peligrosos, calcularon los riesgos de emboscadas. Podía soplar viento de costado en las costas normandas, pero todo el equipo estaba eufórico con el liderato y nadie temió una desgracia. Zaharia permitió algunas bromas que hubiera prohibido en otras circunstancias y la charla se alargó con cuestiones ajenas a la competición, tanto que esa noche no tuvieron la charla particular que solían mantener.

—¡A descansar todos! —ordenó el director—. Mañana os quiero bien despiertos sobre la bicicleta. Como mucho, os permito una hora de televisión o de jueguecitos de ordenador. Luego, a la cama, con la prensa o con un libro, si es que alguno aguanta más de dos páginas sin que se le cierren los párpados.

Fueron marchándose a sus habitaciones, bromeando en voz alta por el pasillo, contando los días que faltaban, hablando del cansancio de hoy, del cansancio de mañana.

Hamelt se tumbó en la cama sin desprenderse del chándal del equipo. El televisor lanzaba en todos los idiomas las mismas imágenes de concursos estúpidos, de debates que no le interesaban, de películas que ya habían comenzado. Cerró los ojos y se dejó acunar por un aburrimiento dulzón y sin remedio. La soledad pudría la noche. La imagen de la mujer en el bar no lo abandonaba, su forma de mirarlo a espaldas del hombre gordo.

A medida que pasaban los minutos se sentía más inquieto, las piernas se le movían con un imperceptible temblor de impaciencia. Sabía que no le resultaría fácil dormir, que el sueño se resistiría como un enemigo. Era el líder del Tour y sin embargo estaba solo en un hotel y la noche no le ofrecía ninguna recompensa. En la habitación de al lado se oía muy débil el rumor de la tele, pero lo demás era silencio. Sus compañeros debían de estar dormidos y serenos. Ellos eran transeúntes que pasaban unas semanas en los hoteles antes de regresar a sus hogares, él vivía en los hoteles, no tenía hogar.

Se levantó de la cama y sin hacer ruido abrió la puerta y se asomó al pasillo, con una torpe excusa en los labios por si lo sorprendían —iba a buscar la prensa deportiva, que aún no había leído—, porque temía los reproches de Zaharia. En una ocasión similar había trasnochado durante una concentración del equipo en los Alpes y de alguna forma el entrenador se había enterado de su escapada. No le dijo nada, pero a la mañana siguiente se colocó tras él con el coche y lo tuvo pedaleando ocho horas por los puertos sin permitir que se bajara de la bicicleta. Cuando hubo recorrido doscientos cincuenta kilómetros y llegaron de vuelta al hotel, le dijo:

—Los buenos ciclistas deben vagabundear menos por las noches y correr más durante el día.

No había nadie en el pasillo. Avanzó con pasos rápidos y silenciosos hacia los ascensores. Uno estaba abierto, pero prefirió tomar las escaleras.

Ella estaba de nuevo en el bar, sentada en un taburete ante la barra, aburrida, bostezando sin sueño. Avanzó mirando a los demás clientes: una pareja de mediana edad enfrascada en sus asuntos y tres hombres que parecían hablar de negocios y que lo miraron un instante sin ningún reconocimiento. Nadie más, nadie que perteneciera a la caravana del Tour.

Se sentó en un taburete cerca de la mujer y pidió una botella de agua. Esperó a que el camarero dejara el vaso con dos hielos para girar la cabeza. La mujer no lo miraba, abstraída en algo que le hacía sonreír, ajena a su presencia.

Se sirvió el agua, chocando cristal contra cristal, bebió el primer trago y, cuando apoyó el vaso sobre la barra, notó sus movimientos, la leve inclinación hacia su lado, el cruce de las piernas sin medias, bronceadas, los pies en zapatos de tirantes y tacón que le hicieron pensar en lo inapropiado que, en la noche, resultaba su atavío de chándal y deportivas. La vio sacar del bolso un paquete de cigarrillos, encender uno sin ayuda, con un movimiento tranquilo y perezoso, y, tras una primera calada, mostrar una sonrisa amistosa, unos centímetros por debajo del humo. Luego miró hacia él y alzó las cejas, reconociéndolo, antes de hablar:

—¿No es un poco tarde para que un ciclista esté despierto?

—También los ciclistas tienen, algunas noches, dificultades para dormir.

—¿A pesar del cansancio?

Para no hablar desde lejos acercó unos pasos el taburete hacia ella, que apagó el cigarrillo para que el humo no lo molestara. Entonces llegaron los comentarios que esperaba: su admiración hacia los deportistas, la coincidencia en los mismos ídolos, su propia práctica del atletismo en la infancia. Su risa, cada vez más franca, mostraba la amplitud de la boca, la seguridad de ser hermosa y de que la noche era su aliada. La escuchó hablar y mentir mientras crecía el deseo latente desde la tarde. Estaban tan cerca que él pudo mirar sus hombros, su cuello, buscando en vano alguna huella del hombre gordo.

Se habían quedado solos en la cafetería y, poco después, llegó un hombre que se acodó al fondo de la barra. Su rostro le resultó vagamente conocido y desconfió de las prestaciones del teléfono móvil que había colocado junto a su copa. Cuando lo vio manipularlo, la desconfianza se convirtió en temor y pensó en problemas, en la prensa, en Max Zaharia y los patronos del Helvetia.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Ya? ¿Ahora que…? —La mujer notó su recelo, sus dudas, su resistencia a escucharla.

—Tengo que irme —repitió.

Lo miró en silencio, con una sonrisa sumisa y dócil, dándole tiempo para cambiar de opinión, para explicar su propuesta. Pero él agotó el último sorbo de agua y llamó al camarero con un gesto.

—Lo anota en la cuenta de la habitación 217 —dijo, consciente de la atención con que el hombre del fondo escuchaba.

El camarero se fue a teclear la consumición en la caja y él buscaba las palabras de adiós para marcharse cuando notó la mano apoyada suavemente en su antebrazo. Estaba dolida, dulce, triste, cuando le preguntó:

—¿No puedes dedicar ni siquiera un minuto a explicarme por qué no te gusto?

—Sí me gustas —murmuró—. No se trata de eso. A tu espalda… El hombre con el móvil, si es de la prensa… No me dejarían en paz mañana.

No fue necesario que ella mirara hacia atrás para saber a quién se refería.

—Hay formas de arreglarlo —propuso, amable y sabia.

—De acuerdo —aceptó.

—Vete ahora. Espérame diez, cinco minutos. Habitación 217.