9.ª etapa

La Roche-sur-Yon - Circuito Bugatti-Le Mans, 221 kms

Martes, 13 de julio

El lunes 12 de julio Cupido aprovechó la jornada de descanso para viajar en tren hasta La Roche-sur-Yon, adonde llegó de noche, menos cansado de lo que había temido. Aun así, agradeció el detalle de Carrión de enviarle un coche para recogerlo en la estación y llevarlo hasta el hotel donde se alojaba el equipo Vetonia. Hablaría con el director a la mañana siguiente.

Sin ganas de quedarse en la habitación, salió a pasear por las calles tiradas a cordel, por la amplia plaza en el centro del pentágono urbano. Comió un bocadillo en un bar, se bebió una cerveza y poco más tarde volvió al hotel. Al contrario que en los Pirineos, se sentía muy lejos de casa en aquella perezosa ciudad napoleónica. Solo en la habitación, dudó por primera vez de la conveniencia de haber aceptado aquel trabajo. A las dificultades propias de cualquier investigación se unían las derivadas de hacerlo en un país extranjero, durante los días que había reservado para sus vacaciones y en un escenario móvil y fatigoso que lo obligaba a recorrer tantos kilómetros.

En el televisor, el mapa del tiempo estaba cuajado de pequeños soles fijos, brillantes y furiosos sobre toda España, y la presentadora hablaba de canícula y de ola de calor. Aunque eran más de las once, muy tarde para telefonear, llamó a su madre, en Breda. Se encontraba bien y le aseguró que no necesitaba nada. Siempre había alguien cerca a quien acudir en caso necesario y seguía asistiendo a las sesiones de gimnasia, pero lejos del ritmo de los enérgicos jubilators, bromeó, capaces de agotar al monitor en mejor forma.

—Llámame ante cualquier novedad —insistió antes de colgar.

Cuando bajó al comedor, a la mañana siguiente, vio dos largas mesas dispuestas para el servicio, y dedujo que en el hotel se alojaba otro equipo además del Vetonia. Pero aún no habían bajado, los ciclistas nunca madrugaban, se quedaban muchas horas en la cama recuperándose del cansancio. Desayunó despacio y, al terminar, pasó por la recepción y cogió el periódico L’Équipe. En el ascensor leyó el titular que ocupaba toda la primera página: TOBIAS GROS DOPÉ. El asombro lo paralizó de tal modo que, cuando se dio cuenta, alguien lo había subido tres pisos más arriba del suyo. Se encerró en la habitación y leyó la crónica muy despacio, deduciendo el significado de algunas palabras que no conocía. La sangre de Gros había sido enriquecida con EPO y su nivel de hematocrito superaba lo permitido. Luego encendió el televisor y escuchó la noticia y los comentarios que hacían sobre ella.

En eso estaba cuando sonó el móvil.

—¿Has leído la prensa? —El Alkalino lo llamaba desde Argelès-Gazost.

—Sí.

—¿De modo que era Tobias Gros el ciclista que en la etapa de Barcelona a Perpignan había dado positivo?

—Sí. La tasa de hematocrito en su sangre era superior al cincuenta por ciento.

—¿El mismo que presumía de haber sido sometido a todo tipo de controles sin que nadie demostrara nunca que hacía trampas?

—Hasta ahora… Aunque ya nadie podrá sancionarlo.

—Si eso ocurrió hace ocho días, ¿por qué han esperado tanto para contarlo?

—Porque así lo indican las normas. Antes de hacerse público, debe confirmarlo un contranálisis para evitar cualquier posible error.

El Alkalino se quedó unos segundos en silencio.

—Esta noticia te complicará el trabajo.

—Sí, abre un nuevo frente sobre el que nadie había investigado. Para la policía también ha sido una sorpresa y no pueden disimular su malhumor y su desconcierto, porque el mundo entero mira hacia ellos, esperando resultados, y ellos no avanzan nada.

—Tendrás que echarles una mano —bromeó antes de despedirse.

Media hora más tarde llamó a Carrión, también sorprendido por la noticia. Estaba con los corredores en el gimnasio del hotel, dirigiendo el calentamiento. Carrión le dijo que le había reservado sitio en el segundo coche y que estuviera preparado para salir. Al terminar la etapa podría hablar con Mieses.

Poco más tarde un ayudante del Vetonia fue a buscarlo, le colgó en la solapa de la camisa una identificación y lo acompañó hasta el segundo coche del equipo, junto al mecánico, un hombre callado, de dedos anchos y uñas duras y orladas con un hilo de grasa negra. Asistieron desde un lateral de la plaza al control de firmas, en una tribuna levantada frente a la Mairie de la ciudad, entre el agitado barullo previo a la salida de los corredores. Cupido escuchó con expectación los chasquidos de los automáticos al encajar en los pedales cuando el pelotón se puso en marcha.

Desde el coche, incrustado en la cola de la larga caravana, la visión de la carrera no era tan privilegiada como había imaginado. No alcanzaba a ver a los ciclistas, que ocupaban la cabeza, y no tuvo otro contacto directo con ellos que las dos ocasiones en que el mecánico se vio obligado a intervenir para cambiar, en unos pocos segundos, una rueda a causa de un pinchazo y para ajustar una roldana del cambio. Pero sí pudo seguir la transmisión íntegra de la etapa en el monitor que llevaban en el salpicadero, y oír los comentarios internos, y oler el Tour desde dentro, y contagiarse del entusiasmo de los espectadores que aguardaban y aplaudían a su paso, en las cunetas o en las aceras de las poblaciones, asomados a las ventanas, o corriendo a caballo por el campo o encaramados en los remolques de los tractores o en las palas de las excavadoras. A ratos, y como no conducía, se olvidó de la investigación y admiró el paisaje de los valles del Loira y del Maine que atravesaban. El Tour dejaba a la izquierda la Bretaña de espadas de granito y tumbas de chouans y se adentraba en una comarca llana y muy fértil donde todo se veía cultivado, como si no existiera ninguna simiente que no aceptara aquella tierra. Daba la impresión de que allí, en las vegas de pastos suculentos y flores silvestres, en los campos de trigo incendiados de amapolas, ningún ser vivo, ni carnívoro ni herbívoro ni hombre, tendría que caminar durante más de un kilómetro para encontrar algún tipo de alimento. Las onduladas colinas no mostraban ningún gesto agresivo, ninguna arista, ningún color estridente. A veces, tras los prados que lindaban con la carretera se veían al fondo los compactos pinares y abetales, que sugerían que los bosques se cuidaban ellos solos, que no necesitaban ninguna ayuda del hombre.

El cielo azul, los ríos, los castillos, la caravana entera brillaba bajo un sol apacible, seco, sin corona ni adornos, y alrededor la naturaleza ponía un reflejo verde en todos los espejos, nimbaba de tinte vegetal el titanio, el carbono y el aluminio de las bicicletas.

Para mantener el liderato de Darko Hamelt, el Helvetia de Max Zaharia por fin había logrado imponer orden, y en ciclismo el orden siempre se transformaba en ganancia de tiempo. Por aquel terreno llano, muelle y limpio, espoleados por una suave brisa, los ciclistas galopaban como potros, las bicicletas retozaban por la carretera, sus finísimas ruedas se deslizaban por el asfalto suavizado por el paso de miles de automóviles como si acariciaran la superficie de la tierra. Y así llegaron con un adelanto de media hora sobre el mejor horario previsto al circuito Bugatti-Le Mans, en cuya recta de tribuna se había instalado la meta. Ningún escenario era más propicio al sprint que un circuito de velocidad. Con el pavimento en perfecto estado, sin peligro de vallas ni de rotondas que obligaran a frenar, la llegada masiva de los ciclistas desbocados sobre la ancha pista fue un estupendo espectáculo durante el cual nadie recordó la muerte de Tobias Gros. Después de dar una vuelta al circuito, Jean Légear, el velocista francés, consiguió el triunfo que llevaba varios días buscando.

Sus armas eran la resistencia y el sacrificio. Había corredores rapidísimos, como aquel Légear que acababa de ganar lanzando su bicicleta a una velocidad punta que él nunca alcanzaría, y había escaladores que se deprimían en los llanos interminables y sólo despertaban cuando ante ellos aparecían las montañas, y había contrarrelojistas de pies grandes que movían desarrollos brutales sin apenas despeinarse en su aerodinámico estatismo. Pero unos perdían horas en las cumbres, otros agonizaban en las ventosas etapas de las costas y otros eran indiferentes a la clasificación general con tal de lucirse en los tramos cronometrados. Él no era especialista en nada, pero sabía esquivar todos los peligros.

Había tardado un tiempo en aceptar sus limitaciones. Cuando aún era adolescente y soñaba con ser ciclista, quería llegar el primero en todas las disciplinas. Salía a correr solo por carreteras estrechas y desiertas, y a veces, en cualquier tramo entre pinos y prados, con un rebaño de vacas como únicos testigos, desafiaba a un grupo imaginario de rivales a ver quién llegaba antes hasta cualquier señal. Aceleraba y los dejaba atrás con tanto margen que levantaba los brazos al aire festejando la victoria ante la mirada indiferente del rebaño o de alguna rapaz curiosa que en el cielo modificaba el itinerario de su vuelo para contemplar sus ensueños. O, si subía hacia la sierra, al alcanzar la cumbre miraba hacia atrás y, al no ver a nadie, convertía aquella soledad real en la soledad del campeón. Luego se imaginaba en lo alto de la tribuna recibiendo la felicitación de los organizadores, de los periodistas y de alguno de sus ídolos, que lo trataban como a un igual y le entregaban la copa del vencedor. Dos azafatas muy hermosas lo vestían con el maillot de líder y lo besaban mientras estallaban los flashes de las cámaras de fotos…

—¿Otra vez has salido toda la tarde a correr con esa bicicleta que nadie sabe de dónde has sacado? —le preguntaba su padrastro por la noche, en la cena, al volver de la obra donde trabajaba como albañil.

—Sí. He subido a la sierra.

—¡Un día te vas a romper la crisma! —le decía su madre con cierta preocupación al verlo con alguna herida provocada por las caídas en las que iba dejándose trozos de piel aquí y allá, pero sin prohibírselo, porque en el fondo no veía con malos ojos aquella afición con la que tal vez podría escapar del destino familiar. En casa era muy poco lo que podían enseñarle más allá de cómo colocar ladrillos a plomada, preparar cemento y manejar la radial.

Otras veces, si en las tardes del verano español salía de casa muy pronto, cuando todos dormían o reposaban sudorosos con la galbana de la siesta, huyendo de los feroces coágulos de calor que un sol vertical derramaba desde el cielo, su madre le reñía:

—¡No salgas tan pronto! ¿Adónde vas con este calor? Un día te va a dar algo.

Pero él seguía adelante con el entrenamiento que se había propuesto, marcando en una agenda los kilómetros que recorría cada día y tachando con una cruz las jornadas de descanso. A los diecisiete años se afeitó las piernas por primera vez, con la misma emoción con que por primera vez se había rasurado el rostro. Era un detalle de profesionales, que facilitaba las curas tras las inevitables caídas que dejaban tiras de piel en el asfalto o los masajes con las cremas reparadoras al terminar la carrera. Ya se había federado y participaba con la selección juvenil de su comunidad en pruebas en las que iba forjándose cierto prestigio.

Sin embargo, nunca logró los éxitos con que soñaba cuando recorría en soledad las carreteras de su comarca: ser el líder a quien se eximía de esfuerzos y se reservaba para el sprint de la victoria. A pesar de sus dotes, desde el principio le atribuyeron la función de gregario que se mata a tirar cuando hay que anular una escapada, que baja al coche del equipo a recoger bidones y sube a repartirlos entre los jefes, que sirve de pantalla protectora contra el viento de cara, que espera en la cuneta a que llegue el mecánico, porque ha prestado su bicicleta al líder, que ha pinchado. Le adjudicaron el papel de corredor oscuro, anónimo y laboral a quien se le agradecen los servicios prestados, pero que terminará hundido en la clasificación general. Todas sus infantiles quimeras de grandes triunfos fueron quedando enterradas bajo labores de segundón que sólo consigue unas migajas de éxito en pruebas de tercera categoría.

El tránsito de juveniles a seniors fue una época llena de ansiedad y de incertidumbre por el futuro. Sin embargo, y a pesar de su fama de corredor irascible y complicado, fue contratado por un equipo de Continental Profesional durante dos años, en los que alcanzó la madurez como ciclista y consiguió algunos triunfos de etapa, como si, al relajarse, se hubiera hecho más fuerte en la carretera y más lúcido en la estrategia. Tenía veintitrés años cuando, de manera imprevista, fue fichado por el Paradis. Allí desempeñó una labor eficaz hasta que estalló el enfrentamiento con el propio Tobias Gros, no tanto por una causa justificada cuanto por el hecho mismo de que él era Santi Mieses, un corredor rebelde y conflictivo a quien nadie lograba mantener alejado mucho tiempo de las peleas por mucho que se le amenazara. Y cuando creía que ningún equipo importante volvería a llamarlo, allí estaba en la puerta Luis Carrión. El Vetonia no era el Paradis y no podían pagarle una ficha alta, pero podría ser el líder del equipo si acataba la disciplina y soportaba la responsabilidad.

Ésa había sido su trayectoria profesional. Y ahora, cuando ya había olvidado los sueños adolescentes, de pronto se veía en el quinto lugar de la clasificación general del Tour, a tres minutos de Hamelt, el líder, y se sentía más fuerte y más optimista que nunca. Se hallaba a un paso del podio sin haber ganado ninguna etapa, fiel al uso de sus únicas armas: el sacrificio y la resistencia. La muerte de Gros lo había facilitado todo, pero el recelo de la policía podría estropearlo todo.

Al terminar la etapa en el circuito de velocidad fue el primero en subir al autobús del equipo que los llevaría al hotel. Desde el interior, tras los cristales tintados, observó a los fans que acechaban a la caza de autógrafos, a los curiosos, a los ciclistas aficionados… Al fondo, dentro de un coche con la ventanilla abierta, reconoció a uno de los policías franceses encargados de su vigilancia, como si él tuviera intenciones de huir y abandonar el Tour, ahora que veía la gloria al alcance de la mano, ahora que acreditaba de una vez por todas su solvencia como corredor y podía restregar su éxito por el rostro de quienes nunca habían creído en él y lo habían postergado siempre.

El autobús arrancó hacia el hotel en cuanto llegaron los otros corredores. En el vestíbulo estaba esperando Carrión.

—¿Los has visto? —le preguntó.

—Sí, siguen ahí, ya sin disimulo. Como si yo fuera a escaparme.

—No te preocupes por ellos. Vamos a resolverlo pronto. Ha llegado el detective que hemos contratado. Quiere hablar contigo.

—¿Ahora?

—No. Después de la ducha y el masaje. Sin prisas.

—De acuerdo.

—Un detalle. —Carrión lo cogió del brazo, comprobó que nadie los oía y susurró—: Cuéntaselo todo.

—¿Todo? ¿A un detective?

—Sí. Él no es policía. Necesitará toda la información para poder ayudarte. Además…

—¿Qué?

—Ahora ya no hay problema. Ahora ya puedes contárselo.

—De acuerdo —repitió—. Todo.

Como era el mejor clasificado del equipo, también era el primero en recibir los cuidados de los preparadores y el primero en irse a descansar. Estaba mirando el televisor cuando llamaron a la puerta.

—Ricardo Cupido —se presentó el detective.

—Pasa —dijo tuteándolo.

El corredor vio ante sí a un tipo alto, delgado, con el pelo espeso de color castaño oscuro, casi negro. Mostraba una buena forma física y en los últimos días había montado en bicicleta: en la frente y en los pómulos se notaban las marcas de piel más blanca que habían dejado el casco y las correas. No parecía detective, no había entrado en la habitación mostrando una placa, ni observando qué detalle no encajaba en el cuadro, ni husmeando para detectar algún olor extraño. Lo había mirado a los ojos como si lo único que le interesara fuera la persona que tenía delante.

Mieses le indicó uno de los sillones frente al televisor encendido donde se repetía la llegada a la meta.

—Una etapa bonita —comentó—. La he seguido desde el coche de los mecánicos.

—Ahí llego yo. —Mieses señaló con el dedo en la pantalla a uno de los últimos ciclistas del pelotón.

—¿No te gusta esprintar?

—No. Demasiado peligro. Eso queda para los especialistas. Se corre el riesgo de acabar precipitadamente la temporada por una caída.

—Conocías a Tobias Gros —dijo Cupido, y vio cómo Mieses asentía con movimientos lentos y amplios, como si se alegrara de hablar por fin de lo que tenían que hablar.

—Corrí dos años con él. Lo ayudé a ganar un Giro y un Tour.

—¿Qué opinión te merecía?

—¿Opinión? ¡Que era un hijo de puta!

—¿Discutisteis?

—No… mientras lo ayudaba a ganar carreras. Gros mantenía una relación muy cordial con todo el equipo siempre que se obedecieran sus instrucciones. Discutimos un día, en la penúltima etapa del Tour. Él ya tenía segura la victoria, aventajaba en varios minutos a todos los rivales. Yo me metí en una escapada y, casi por azar, de pronto me vi con posibilidades de ganar la etapa. Y ya sabes lo que significa un triunfo así para cualquier ciclista.

—Sí. Un antes y un después. Te cambia la vida.

—¡Te asegura la vida! —matizó—. Sin embargo, a pocos kilómetros de meta me ordenó parar, aunque no me necesitaba para nada. Cuando, ya en el hotel, le pregunté por qué lo había hecho no quiso darme ninguna razón. Me dijo que yo era un gregario y que tenía que limitarme a callar y a obedecer. Que debía estar contento y dar las gracias por el simple hecho de correr en el Paradis.

—¿Y no lo estabas?

—Ningún ciclista es gregario por naturaleza. Todos queremos ganar. ¿Tú has conocido a alguien que compita en algún deporte y no quiera ser el primero?

—No.

—Comenzamos a discutir y poco a poco nos fuimos encrespando… Gros era así: te golpeaba y tenías que darle las gracias y decir que no sentías dolor… Ya sabrás lo que pasó luego. Al día siguiente, al terminar el Tour, me rescindieron el contrato y dejé de ser uno de los suyos —contó mientras Cupido escuchaba sin interrumpirlo. Luego añadió—: Tobias Gros era un hijo de puta con los rivales… Aunque quizás eso no sea un defecto. En un deportista, como no se cansa de repetir Carrión, la bondad es un obstáculo. Para triunfar en la competición se necesita cierta maldad —precisó. Se acercó al mueble bar y sacó una botella de agua mineral—. ¿Quieres? —ofreció—. Es lo único que tenemos.

—No, gracias —rechazó Cupido, mientras recordaba las opiniones del Alkalino sobre el deporte como una lucha donde los débiles y los ingenuos son avasallados por los fuertes y los bandidos.

Mieses bebió de un trago la mitad de la botella.

—Nos enseñan la malicia desde que empezamos a competir.

—¡Ya! —dijo Cupido—. En el fútbol, mete tú los tacos antes de que un defensa central te rompa la rodilla. En las motos, en el circuito donde habéis terminado hoy, embiste al contrario que pretenda echarte fuera de la pista. En el baloncesto, no dejes que el rival te golpee, porque te temblará la mano cuando vayas a lanzar a canasta.

—Así es.

—¿Y en el ciclismo?

—En el ciclismo, que sepan todos que si alguien te mete el codo en un sprint lo derribarás de la bicicleta… No, no existen campeones beatos que no sepan dar una patada o un cabezazo. Pero Tobias Gros iba un paso más allá, él no se limitaba a defenderse. Para ganar, no le importaba ser él el agresor. Tampoco le importaba ni se detenía porque alguien se cayera delante de él y se rompiera el cráneo, con tal de que no lo arrastrara a él en la caída. No creo que haya muchos corredores, ni siquiera dentro de su equipo, que lo echen de menos.

—Sin embargo, esa noche subiste a su habitación para hablar con él. ¿Lo habías llamado antes por teléfono para concertar la cita?

—No.

—¿Por qué fuiste a verlo?

Mieses volvió a levantar la botella de agua hasta los labios con esa sed de los deportistas deshidratados y de los adolescentes que toman pastillas.

—Para quitarme el miedo —dijo. Apuró el último trago, arrugó el envase y lo tiró a la papelera. Volvió a mirar a Cupido—. Porque estaba asustado.

—¿Por qué?

Subió un punto el volumen del televisor y bajó un punto el volumen de su voz.

—Carrión me ha dicho que te lo cuente todo. Dijo que sólo lo usarás para ayudarme.

—Puedes estar seguro —prometió.

—Cuando salgas de aquí esta conversación no habrá existido. Lo que ahora te diga no lo habré dicho nunca —insistió.

—Nunca.

—Fui a ver a Tobias Gros porque tenía miedo.

—¿A quién?

—¿A quién? No, no, miedo a nadie. Tenía miedo de que me acusaran de haberme dopado —explicó—. Eso sería definitivamente el fin de mi carrera como ciclista.

—¿Y era cierto?

—Sí —dijo—. No sé si lo recuerdas, pero en la primera etapa me escapé en una larga fuga con otros corredores, entre ellos Holley y Vicini, que terminó ganando. Vinieron los vampiros y nos sacaron sangre y orina a los tres. Y dos días más tarde apareció la noticia. En ese control, uno de los corredores había dado «No negativo», como dicen ellos. Alguien había tomado algo y lo habían detectado, aunque no dijeron de quién se trataba.

—Y eras tú.

—Esa noche creí que era a mí a quien se referían. Porque hay algún momento en que cualquiera podría dar positivo.

—¿Todos los corredores?

—Muchos —corrigió tras dudar unos instantes—, si bien unos con productos permitidos en ese momento y otros con productos ilegales. Unos cumpliendo las reglas de juego vigentes y otros saltándoselas. Unos con un tanque de café, o con un puñado de pastillas de Pharmaton Complex, o con corticoides y vasodilatadores para asmáticos, porque se lo permite un certificado médico, y otros con EPO. ¿Nunca te ha llamado la atención que, en un deporte tan duro, haya tantos ciclistas asmáticos, con tantas alergias y dificultades respiratorias?

—¿Tanto influye en el rendimiento? —preguntó Cupido, que consideraba que, por encima del dopaje, lo fundamental era la condición física del deportista.

—¡Tanto y más! El dopaje hace que de pronto marches a la par con corredores a quienes siempre habías visto por delante, porque eran más fuertes y veloces que tú, y que aquellos que antes eran tus iguales de pronto se queden rezagados detrás de ti. ¿Te parece poco?

—¡Me parece mucho! —respondió el detective—. ¿Ibas dopado el día de la escapada?

Mieses lo miró con fijeza y dijo, sin demorar la respuesta:

—Con EPO. Con una dosis mínima para aumentar la oxigenación de los músculos sin superar el cincuenta por ciento permitido en la sangre.

—Pero cuando surgió la noticia no estuviste tan seguro.

—No, porque siempre hay un riesgo —explicó—. El cuerpo no funciona como una máquina, toma sus propias decisiones, y puede que en algún momento, a pesar de tus cálculos, superes ese nivel.

—Y tú creías que aquel «No negativo» se refería a ti —insistió Cupido.

—¡Estaba seguro! Apenas dormí en toda la noche. Imaginaba la noticia unos días más tarde, cuando lo confirmara el contranálisis: «Santi Mieses, dopado». Me expulsarían de la carrera y del equipo como a un apestado, sin ningún otro que quisiera contratarme, porque la sanción mínima es de dos años. Nunca volvería a correr, nunca me readmitirían en el Tour y en las carreras profesionales, en el pelotón de los doscientos mejores ciclistas del mundo. No sé hacer otra cosa, y el castigo supondría un duro golpe, se irían al traste todos los proyectos en que me había embarcado para cuando dejara la bicicleta. Además de las multas y de los inconvenientes económicos tendría que soportar la vergüenza, la acusación de fraude, la decepción de la familia, de los amigos, de todos los que me conocían y habían confiado en mí y me habían apoyado en los momentos duros y felicitado en los triunfos. ¿Con qué cara mostraría a partir de entonces las fotos en el podio que cuelgan en las paredes de mi casa? ¿Cómo presumir de los triunfos? ¿O de mi camiseta del equipo Paradis, firmada por el propio Tobias Gros tras ganar el Tour, con sus palabras escritas en la tela: «Para Santi, con mi agradecimiento eterno. Tobias»? Un solo control donde das positivo y toda tu carrera profesional, todos tus éxitos, quedan contaminados por la sospecha…

—Comprendo tu miedo —dijo Cupido.

—Yo sé cuánto he sufrido sobre la bicicleta —continuó—, durante cuántos miles de kilómetros he pedaleado, cuántas carreteras he recorrido, por cuántas ciudades he pasado sin apenas ver nada, siempre deprisa para no descolgarme del pelotón, siempre sudando. He desfilado por paisajes y montañas espectaculares sin poder contemplarlos, y a veces me decía: «Un día, cuando ya no compita en carreras, volveré para disfrutar muy despacio de todo esto que ahora me estoy perdiendo. Volveré sin nadie que me meta prisas, parándome el tiempo que quiera donde yo quiera y como yo quiera». Yo sé bien todos los sacrificios que he hecho para llegar hasta aquí y una sola muestra de dopaje los anularía, me convertiría en un tramposo, en un falsario.

—Entonces, ¿por qué arriesgarlo todo?

—¿Por qué? —Se rascó con furia la cabeza antes de responder—: ¡No lo sé! ¡Por ambición, por vanidad, por miedo a no rendir lo que esperan de ti…! Porque ni siquiera se trata de ganar, lo que quieres sobre todo es no perder.

—¿Pero qué relación tenía todo eso con Gros? ¿Por qué fuiste a verlo? —repitió.

Mieses miró durante unos segundos la puerta del pequeño frigorífico, como si no hubiera aplacado su sed y dudara en abrir otra botella de agua. Tras el silencio, prolongado hasta hacerse incómodo, replicó:

—¿Cómo no iba a tener relación si Tobias Gros era el primero en doparse? ¿Si fue en su equipo donde aprendí a inyectarme? —Suspiró profundamente, como quien llega al fin a un refugio en la montaña y descarga un peso que lo hubiera aplastado durante toda la ascensión.

Ahora que su encuentro con Gros se hacía comprensible, Cupido apenas necesitó un gesto para que continuara hablando, con la voz más ronca, agravada por el cansancio o los recuerdos:

—Estaba solo en su habitación y lo sorprendió mi visita. No la esperaba. Me miró con recelo hasta que lo felicité por su triunfo esa tarde, en el Tourmalet. Luego dijo que me veía bien, y comentamos la primera etapa, con final en Perpignan, que yo podía haber ganado sin la intervención de Holley, uno de sus corredores, puesto que Vicini y yo habíamos pactado. Yo había ido con el propósito de evitar cualquier discrepancia, pero ahí surgió la primera. Le molestó que cuestionara una de sus decisiones. «Tú ya no corres en mi equipo. No eres de los nuestros», me dijo. Tuve que contenerme para no responder, porque necesitaba su ayuda. Ya te lo dije antes, con Gros no había término medio: o estabas con él o estabas contra él. Y al salir de su equipo, yo me había pasado al adversario. «¿Por qué has venido a verme ahora?», me preguntó, aunque ya lo intuía, sabía que en la primera etapa me habían hecho análisis. Le conté mi miedo y le pedí que me ayudara, porque cuando corría en su equipo a todos nos preparaban en las semanas previas a la competición, cuando todavía no había controles, para prolongar el tiempo de entrenamiento y mejorar nuestra forma. Nos inyectaban y nos medían los niveles hasta que se ajustaban a las tasas permitidas… No sé si conoces ese tema —dijo.

—Sí, estoy informado.

—Cuando cada corredor alcanzaba el nivel adecuado, desaparecían las inyecciones y nos dejaban afinados, a punto para competir.

—Era un equipo imbatible —recordó Cupido con ironía.

—Éramos los mejores. Cualquier gregario del Paradis era tan bueno como el líder de otros equipos. Y Gros era, de todos, el corredor más controlado, para que estuviera siempre a tope sin sobrepasar nunca la legalidad.

—Y por eso fuiste a verlo.

—Sí, porque ellos siempre lograban eludir las sanciones. Ellos sabían cómo gestionar los controles, con qué argumentos apelar, cómo utilizar los antídotos para engañar a los vampiros. Yo lo había visto.

—¿Lo sabían? ¿Quiénes?

—Gros y el médico del equipo.

—¿El médico? —volvió a preguntar.

—El doctor Galea.

Cupido contuvo el aliento ante todo lo que asomaba ante él. Con aquellos datos Mieses entreabría la puerta de un recinto secreto en el entorno deportivo de Tobias Gros, sobre cuya existencia todo el mundo especulaba, pero de la que nadie había presentado pruebas fehacientes. Recordó los rumores que había leído en la prensa sobre la vigilancia a que los sometían, sobre los registros efectuados en sus botiquines y equipajes sin encontrar nada.

—Pero los tenían controlados —dijo—. Y nunca se demostró nada.

—No buscaron en el sitio adecuado. Ellos no se manchaban las manos. Galea nunca nos dio nada personalmente, pero era consciente de lo que tomábamos. Tenía un ayudante…, o colaborador, no sé cómo era su relación ni quién llevaba la iniciativa. Lo llamaban doctor Román, o Romain, o Romano… Pero nadie sabía si ése era su nombre verdadero, yo nunca lo vi escrito en ningún sitio. Tampoco se sabía con certeza cuál era su nacionalidad.

—Sigue.

—Era un hombrecillo extraño. Utilizaba dos o tres jeringas de oro que no permitía que nadie tocara. Una vez le oí decir que no le gustaba trabajar con material desechable y que por eso llevaba siempre encima su propio instrumental, que desinfectaba cuidadosamente. Era muy hábil. Te sacaba la sangre o te inyectaba cualquier líquido sin que notaras más molestia que la que produce la picadura de un mosquito. Un tipo misterioso —explicó—. Sólo lo veíamos un par de veces en la temporada, antes de competir. Él nos enseñó cómo administrarnos el alimento nosotros mismos. Si luego lo necesitábamos, bastaba con comentárselo a Galea. No decía nada, pero uno o dos días más tarde Román se ponía en contacto contigo, porque no teníamos ni un teléfono, ni una dirección de correo electrónico. Nada.

—¿Qué te contestó Gros?

—Me dijo que debía de haberlo soñado en una pesadilla. Dijo que todo era una mentira, una fábula. ¿Quién iba a creer una historia así, sobre un médico que trabaja con jeringas de oro?

—Y de ahí surgieron las voces, los gritos.

—Sí —reconoció—. Algunas palabras duras que ahora los franceses utilizan como excusa para considerarme sospechoso y para estar siempre alrededor… Vestidos de paisano, como si todavía no los conociera…

—¿Hubo amenazas?

—No lo sé —dudó—, no sé dónde termina la discusión y dónde comienza la amenaza… ¡Pero todo quedó en palabras! Me estaban esperando para una entrevista de televisión y salí de su cuarto. Lo dejé sonriendo con burla, seguro de que ni yo ni nadie podríamos hacerle daño, convencido de que ganaría de nuevo el Tour.

—¿Le contaste a la policía todo eso?

—No, no se lo conté. Les dije que discutimos por enviar a Holley a meterse en la escapada, pero no mencioné el dopaje. Les habría dado otro argumento contra mí. Podrían considerar la negativa de Gros a ayudarme como un motivo más para que yo… ¡No! Ni siquiera te lo habría contado a ti si Carrión no me lo hubiera pedido.

—¿Él sabía todo esto?

—Hasta hoy, no. Se lo conté esta mañana, cuando apareció la noticia de que el positivo en los análisis correspondía a Tobias Gros.

—Lo del dopaje —precisó Cupido—. ¿Lo sabía Carrión?

Mieses lo miró dudando si sus palabras podrían perjudicar a su director. Al fin dijo:

—Aunque no supiera los detalles, todo el mundo sospechaba que la farmacia era una sección importante dentro del equipo Paradis. Los ojos de un director distinguen bien entre el corredor con fuerzas propias y el corredor con fuerzas prestadas por el laboratorio. Carrión tal vez lo intuyera, pero nunca lo comentó. Lo único cierto es que en su equipo no permite absolutamente nada que no esté permitido en el reglamento. Lo hice a sus espaldas, antes de empezar el Tour, porque tenía miedo de defraudarlos. Quería responder con triunfos a la confianza que habían depositado en mí. Fue un error —concluyó.

Cupido se despidió de él con las pequeñas, a veces útiles recomendaciones de siempre:

—Si recuerdas algún detalle, si ocurre algo nuevo, no dudes en llamarme, estaré cerca.

En su habitación ordenó en el cuaderno los datos que Mieses le había dado y abrió una nueva página con dos nombres escritos en lo alto: Galea y Román. Tendría que ir llenando aquella hoja en blanco, que abría una nueva ruta en la investigación. Pero antes, al día siguiente, aún debía hablar con Darko Hamelt y con Álvaro Panal, los otros dos ciclistas que se alojaban en el mismo hotel y no estaban reunidos con sus equipos a la hora en que murió Tobias Gros.