Blaye - La Roche-sur-Yon, 211 km
Domingo, 11 de julio
—Tenías razón —le había dicho Carol por teléfono a primera hora de la mañana, antes de regresar a Toulouse—. Los Calatayud salen todos los días a montar en un tándem. Me lo han confirmado en la recepción.
Pero se habían negado a hablar con ella de la muerte de Gros y Cupido pensó que tal vez había alguna posibilidad de convencerlos si los abordaba fuera del hotel. Para eso tendría que esperar hasta la tarde.
Era domingo. Tomó un fuerte desayuno y se preparó para salir en bicicleta. A esa hora, las nueve, aún estaban casi vacías las calles de Argelès-Gazost. Los pocos transeúntes llevaban bajo el brazo la prensa, los cruasanes, las crujientes y olorosas baguettes. Todo era apacible, civilizado, como si la sólida, racional y ordenada vida de la comunidad ya hubiera encajado la violencia del asesinato y la apartara a un lado, dispuesta a no dejarse perturbar por ella.
Sin embargo, la carretera estaba tan concurrida como cuando salía por las tardes, si bien el tipo de ciclistas era diferente: parecían mejor preparados físicamente, con menos aire de turistas, con bicicletas más modernas, mejores atuendos y gestos concienzudos de disposición a esfuerzos más largos e intensos.
Dejó que lo adelantaran pequeños grupos organizados y se adaptó a un ritmo cómodo. Si no alcanzaba la cima esa mañana, no tendría otra oportunidad. Había alterado su entrenamiento al aceptar la investigación y al día siguiente, aunque no lograra hablar con los Calatayud, abandonaría los Pirineos para incorporarse a la caravana del Tour a indagar en el entorno deportivo de Tobias Gros. De modo que no podía desaprovecharla. Aquel desafío que unos meses antes se había impuesto era mucho más que una diversión y algo más que una práctica deportiva. En el fondo, incluso resultaba secundario que el puerto elegido fuera el Tourmalet, o el Alpe d’Huez, o el Gavia, o los Lagos de Covadonga, porque lo sustancial era el reto, y no las armas con que lo enfrentaba ni el escenario donde se dirimía.
Desde Argelès-Gazost hasta Luz-St-Sauveur, inicio de la subida al Tourmalet por su cara oeste, discurre durante dieciocho kilómetros una sinuosa carretera a trechos excavada a pico en la pared casi vertical de la montaña, con galerías antiavalanchas y un piso estrecho pero bien asfaltado. Trazada junto al cauce de la Gave de Pau, sube una continua, suave y engañosa pendiente que en algunos tramos supera desniveles del cuatro por ciento, por lo que representa una primera dificultad que irá erosionando de forma imperceptible las fuerzas del ciclista poco preparado que aborde esos kilómetros previos como un simple calentamiento. Porque la ascensión al puerto aún no ha comenzado. La ascensión comienza en Luz-St-Sauveur cuando, en el corazón mismo de la villa, se abandona la carretera D921 con un brusco giro hacia el oeste para tomar la regional D918, hacia la mole mayestática del Midi de Bigorre, cuya altura cercana a los tres mil metros, con el observatorio astronómico en la cima, se columbra a lo lejos como un premio y como una amenaza. A partir de ese momento esperan diecinueve kilómetros de subida con una pendiente media del siete y medio por ciento por una carretera estrecha, bien señalizada por los hitos que marcan los kilómetros que faltan hasta la cima y la inclinación en cada uno de ellos. El Tourmalet es un puerto largo, tendido, exigente y noble, abierto, más ondulado que retorcido, altivo y elegante, que entre la media docena de cumbres que lo rodean, algunas más duras y decisivas que él, ha sabido aureolarse del prestigio del mito. Un puerto así prohibe su conquista al turista accidental de montaña, o al diletante de otros deportes que, confiado en su buena forma física, en la hondura de sus pulmones y en su solvencia como estratega, aborde precipitadamente su escalada. Y si, al conocer in situ el escenario, el ciclista renuncia al desafío y da la vuelta, arrepentido de un intento que es muy superior a sus fuerzas, nadie se lo reprochará. Siempre podrá justificar su deserción con la promesa de intentarlo en días futuros, con más entrenamiento, cuando su organismo se haya adaptado a la presión de la altura y a la carencia de oxígeno. En cambio, si resiste la tentación de abandonar y ajusta platos y piñones a sus fuerzas y respira profundamente y parte, si persiste sobre el sillín y deja atrás las últimas casas de Luz-St-Sauveur, tras cuyas ventanas sus habitantes ven reeditarse cada día pequeñas historias de esfuerzo y triunfo, pero también de decepción y retirada, al pasar junto al mojón del primer kilómetro podrá incluso sentir una engañosa sensación de euforia: el desnivel inicial es moderado, no mucho mayor que el que lo ha llevado hasta allí. «No tendré demasiadas dificultades para llegar si es así todo el puerto», se dirá. Pero se tratará de un espejismo. Ninguno de los dieciocho kilómetros restantes volverá a ser tan suave y el ciclista que afronte sin cautela esa primera parte con un desarrollo excesivo no tardará en pagarlo. Para cuando llegue al kilómetro cinco habrá tenido que rechazar tres tentaciones para desviarse del camino: los tres cruces de Viella, Viey y Betouey, unos grupos de casas de aspecto rústico al lado de la carretera, junto a establos o almacenes cerrados, en los que se diría que apenas vive gente, y donde encontrará la primera pared al trece por ciento. Pero si persevera, convencido de que el deporte más puro es aquel que se practica en soledad y silencio y contra uno mismo, sin esperar aplauso ni recompensa en el triunfo, ni consuelo ni apoyo del equipo en caso de derrota, y aprieta los dientes y continúa pedaleando, con los ojos clavados en el asfalto donde aún brillan pintados en blanco los nombres de los corredores profesionales que han pasado antes por allí, sabrá que ya ha ganado la primera batalla contra la montaña. El esfuerzo para ascender ese primer tercio es similar al que exigen los puertos de la geografía regional donde se ha entrenado. Comenzará a notar los primeros signos de cansancio, pero a esa altura los negará y se aferrará a cualquier circunstancia —temperatura agradable, suave brisa a favor, el paso de otros corredores que le sirvan de referencia y estímulo— que lo ayude a mantener su optimismo. El ciclista mirará hacia atrás y comprobará que el punto de partida va quedando lejos. Luego mirará hacia la cumbre y comparará ambas distancias sin que la desproporción entre ellas logre menguar su decisión. Para entonces el Tourmalet ha comenzado a desenrollar sobre el paisaje abierto de sus faldas algunas rectas que, con una inclinación sostenida en torno al siete por ciento, mostrarán al ciclista todo lo que le espera, para provocar en su ánimo una debilidad que aún no han mostrado sus piernas. En esos tramos, el puerto sostiene con el ciclista un pulso lento, sin ninguna prisa, sabedor de que el tiempo corre a su favor. El paisaje es ameno y agradable: montes empinados donde se esconden los zorros y los ciervos, arroyos limpios, pequeños prados que se extienden mansos y brillantes hasta tropezar con los bosques de abetos y de pinos que desprenden olor a resina, con la corteza de cuero de los abedules. Aún no ha llegado a la mitad del trayecto y el corredor aficionado sentirá ya un claro desgaste de sus fuerzas y comenzará a poner en juego unos recursos reservados para la última parte de la subida, como el general que, para evitar una derrota prematura y vergonzosa, debe lanzar al campo de batalla el contingente de tropas que había guardado para el ataque final. Y cuando se pregunte por la conveniencia de su decisión, encontrará un estímulo a la salida de unas violentas curvas de herradura: ante él aparecerán las casas invernales de Baréges. Sin embargo, allí nadie le proporcionará ninguna ayuda. Acostumbrados sus habitantes al trasiego de los deportistas por la empinada calle principal, nadie le aplaudirá, nadie le lanzará un grito de ánimo, todo lo más lo mirarán con gesto apreciativo una mamá paseando a su hijo en un carrito o un anciano sentado al sol tras una amplia cristalera. Por un momento el porcentaje se suaviza, pero el ciclista, que recuerda el espejismo de Luz-St-Sauveur, ya no se hará ilusiones y así no lo sorprenderá a la salida del village el tramo más empinado de toda la ascensión: una dura, seca e instantánea rampa al trece por ciento con la que la carretera huye del último núcleo habitado antes de enfrentar definitivamente la alta montaña. Incluso el ciclista experto empezará a maldecir al inventor de ese bárbaro deporte y, obligado a conquistar cada metro con esfuerzo, se planteará entonces por primera vez la posibilidad del abandono. A la izquierda se levanta con orgullo geológico la mole del Midi de Bigorre, rodeado de nubes redondas y espumosas que parecen haber surgido de la propia montaña al ser agitada por la brisa. Mientras pedalea hacia un nuevo peldaño, el ciclista pensará que, frente al llano, que no impone objetivos absolutos, la montaña no admite grados ni componendas, sólo el triunfo o el fracaso: o logras coronar la cima, o no lo logras, no hay término medio. Absorto en sus reflexiones, advertirá de pronto que ya ha superado la mitad del trayecto, que acaba de pasar por el kilómetro diez. La carretera se estrecha al dejar atrás la estación invernal de Superbaréges y tomar el desvío hacia la derecha. Al mirar el paisaje comprobará que está entrando de forma definitiva en los dominios del hielo. Los bosques de coníferas que soportan el cielo en sus espaldas han dejado su sitio al pasto y a arbustos de pequeñas hojas agrias que mordisquean unas puntas de vacas dóciles y pensativas, de color canela, que, cómodamente tumbadas en las cunetas, rumian con movimientos oblicuos de las mandíbulas mientras contemplan sin espantarse al ciclista que pasa, se diría que más interesadas en el espectáculo que los propios paisanos. Enfrascado en su esfuerzo y distraído por la grandiosidad del paisaje, se verá atravesando el puente de La Gaubie. A partir de la cota 1600 descubrirá que el suelo, escabroso, severo y hostil, ha endurecido su faz de granito para indicarle al hombre que ése no es su lugar, que no es bienvenido en las alturas y que sólo se tolera su presencia porque su estancia allí no durará mucho tiempo. Habrá cruzado a la margen derecha del Bastan y, con un sentimiento de ánimo, sabrá que la cima no está lejos, que comienza el último y más duro tramo. Esquivará las piedras sueltas que el viento y la lluvia han arrastrado hasta el asfalto y mirará con frecuencia hacia la cumbre, buscando referencias en unas tierras altas, ya casi desnudas de vegetación, sin paredes ni lindes, de las que no se sabe el uso, ni quién es su propietario, ni qué animales alimenta aparte de unas manadas de caballos cimarrones y de algún águila que las cámaras de televisión siempre se afanan en captar para cerrar sus transmisiones, como una metáfora poco sutil de los propios ciclistas. Con la boca seca y el bidón vacío, de vez en cuando oirá el murmullo de una pequeña corriente de agua enérgica, oxigenada y saltona que se esconde entre rocas desnudas y piedras de aristas afiladas, clavadas al suelo en espera de siglos de erosión que las redondeen y las hagan rodar hasta los dulces valles, para dormir en un blando lecho de aluvión, de tierra oscura y esponjosa como lana negra. Pero todavía no, aquí arriba todo es duro, áspero y frío. Cansado, el ciclista apelará a otros recursos diferentes, a esas virtudes menores que entran en juego cuando escasean las fuerzas: el orgullo para no aceptar la rendición, el prestigio ante quienes han entrenado con él, la superación de la fatiga y del dolor, el pundonor, el afán de demostrar que aún no es viejo ni débil para esas expediciones. Con tal de superar las rampas, que se hacen eternas, aceptará que la línea recta no siempre es el camino más eficaz entre dos puntos y trazará algunas eses que faciliten sus pedaladas, para comprobar a la postre que de esa forma ni mengua el desnivel ni mengua el sufrimiento, y que los mojones de los hectómetros no terminan de pasar. Es en esa zona cuyo desnivel nunca baja del ocho por ciento, entre los kilómetros trece y dieciséis, donde más abandonos se producen, porque el ciclista ya habrá exigido a su organismo lo suficiente para no sentir vergüenza si claudica y, al mismo tiempo, aún falta una distancia considerable hasta la cima. A casi dos mil metros de altitud el oxígeno, liberado de la presión, se expande, y en cada inspiración los alvéolos absorberán menos moléculas y notarán su carencia. La hipoxia obligará al corazón a aumentar la frecuencia cardiaca y cada tramo que se asciende es un tijeretazo que recortará los pulmones, que comenzarán a arder encendidos por una respiración volcánica. A partir de ahí el ciclista aficionado contemplará la cercanía del peligro. Notará los párpados hinchados por el golpear de la sangre y creerá que las venas se le han llenado de gusanos que devoran toda su energía, roban el oxígeno destinado a los músculos y lo dejan vacío, exánime, sin fuerzas. El cansancio desplegará ya todas sus artimañas, el organismo fatigado se volverá inteligente y utilizará argumentos para acabar con el sufrimiento. Y si no puede luchar contra la rocosa voluntad de las piernas, buscará otros lugares por donde atacar y susurrará palabras dulces al oído: «¿Por qué tienes que seguir adelante? ¿Quién te obliga? ¿Qué ganarás con llegar hasta la cima, si allí arriba nadie te espera, nadie te dará un premio, nadie pondrá sobre tu frente una corona de laurel ni ungirá tus piernas con aceite para calmar el dolor enquistado en tus rodillas? ¿Crees que aún no has hecho lo suficiente? Ni le debes a nadie un homenaje ni tienes una promesa que cumplir. ¡Baja ya de la bicicleta o da la vuelta! ¡Ya no tienes edad para estos excesos!».
Hasta allí había llegado Cupido, hasta ese tramo donde asusta más el desnivel que los kilómetros. Se sentía agotado. Por experiencia, sabía que respondía mejor a un esfuerzo dilatado, si era suave, que a un esfuerzo intenso, aunque fuera corto. Sin entrenamiento ni adaptación suficientes, se había precipitado al abordar la subida con un ritmo fuerte, del que ahora pagaba las consecuencias. Sus fuerzas habían ido menguando y había visto cómo lo adelantaban ciclistas jóvenes y ardorosos que pedaleaban con fe, con la vista puesta en las alturas, como fieles fanáticos en peregrinación hacia el Tabernáculo.
Sin agua en el bidón, gastado el aporte de la galleta energética que había tomado en Luz-St-Sauveur, transido, dudaba en dar la vuelta y emprender el regreso cuando advirtió que pedaleaba con menos esfuerzo. La carretera suavizaba su desnivel durante un trecho de la gran Z final y concedía una tregua antes de afrontar la pared de los dos últimos kilómetros. Respiró hondo, buscando más oxígeno, pensando en los diminutos conos rojos que lo transportaban por sus venas y en su bajo porcentaje de hematocrito. De pronto se vio solo en la carretera, sin nadie por delante y sin nadie que se acercara por detrás. En ese momento, ante él se alzaba únicamente la montaña, la montaña eterna, pura, indomable, iluminada por un sol indulgente, ajena a la fatiga de los hombres, a sus ambiciones, a sus sueños, a sus miserias, a los esfuerzos que él mismo hacía para subirla. Recordó otras cumbres que había escalado mientras se decía: «Todas las montañas son distintas y al mismo tiempo todas se parecen en una única cosa: en todas vibra el mismo silencio». Con el corazón calmado en aquel tramo más suave, olvidó por unos instantes la fatiga y admiró lo que veía alrededor, en completa soledad, con la misma actitud de recogimiento y espera con que un amante de la música se dispone a escuchar una maravillosa melodía… Aquel descanso duró muy poco tiempo. Al girar una cerrada curva a la derecha la carretera se empinaba de nuevo y aumentaban las piedras sueltas en el asfalto. La brisa que antes lo empujaba por la espalda y lo ayudaba a avanzar ahora soplaba contra él y, con la altura, se iba convirtiendo en un viento frío que adquiría velocidad espoleado por los cambios de temperatura y lanzaba contra su cara la humedad que había ido recogiendo en las umbrías de La Mongie. Cupido se encogió sobre el manillar y, al buscar una corona mayor, comprobó con desaliento que estaba utilizando la última desde hacía algún tiempo. Pero ya no iba a parar, cuando faltaba un kilómetro y medio para llegar a la cornisa. Con un gesto de rabia se puso en pie y, sin levantar la vista, dio unas enérgicas pedaladas para no pensar que sus fuerzas se reducían con mayor rapidez que la distancia. Giró a la izquierda la última curva de herradura, se pegó a la cuneta para protegerse del viento bajo la pared vertical sujeta con una malla de acero y pedaleó despacio. La tensión y el esfuerzo hacían crujir los músculos y ligamentos dentro de sus piernas. Pero al fin, exhausto, llegó. Echó el pie a tierra junto a la estatua y la señal del puerto, satisfecho, emocionado, agradecido y humilde y orgulloso ante la montaña. Aunque había tardado dos horas desde Luz-St-Sauveur, tenía la sensación de haber llegado el primero.
Cuatro días antes, Tobias Gros sí había llegado el primero a la meta, en aquel mismo lugar que ahora él pisaba, y había levantado el dedo índice al cielo no para homenajear a nadie, sino para afirmar que él era el número 1, el más rápido y fuerte, el mejor. Cupido se preguntó hasta qué punto había influido en su muerte aquel gesto de arrogancia, aquella actitud de quien cree que por ser una estrella ya todo le está permitido.
Se abrochó el maillot y se dejó caer de regreso hacia Argelès-Gazost. Llegó al hotel a la hora de la comida y, como estaba muy cansado, su reposo se convirtió en una siesta de una hora de la que se despertó abotargado, con dolor de cabeza. Una ducha con agua fría y una aspirina lo despejaron y bajó al salón del televisor. La etapa ya había terminado, pero estaban emitiendo el resumen de una carrera desquiciada, sin ningún equipo que lograra imponer orden dentro de un pelotón indisciplinado, nervioso por todo lo anómalo que estaba sucediendo. No fue extraño, por tanto, que a pesar de la habilidad de acróbatas que tenían todos los ciclistas se hubieran producido varias caídas, la última en la misma recta de meta, cuando los corredores buscaban las mejores posiciones para el sprint final. Entre el bullicio de los espectadores, los carteles, la trompetería de la llegada y el hervidero de luces y sonidos, emitieron varias veces las imágenes de la brutal caída: bicicletas por el aire y ciclistas por el suelo, en una confusa montonera que logró esquivar un italiano, Amedeo Vico, para ganar la etapa.
Cupido y el Alkalino fueron al hotel de los Calatayud y preguntaron en recepción por ellos. No estaban en su habitación. Salieron y esperaron a que regresaran sentados en la terraza de una cafetería frente a la puerta del hotel.
Media hora más tarde los vieron llegar caminando despacio por la acera, vestidos con ropas muy limpias, de una moda vigente dos décadas atrás, con pesados zapatones no menos anticuados. El hijo llevaba el pelo húmedo y peinado hacia un lado con una raya muy recta, incongruente con el pequeño aro que brillaba en su oreja. El padre tenía en las manos una pequeña bolsa con la cruz verde de las farmacias. Los abordaron y Cupido explicó quién era y por qué quería hablar con ellos.
—Ya le dije a la abogada que no tengo nada que contar —replicó el padre—. La policía francesa nos ha interrogado y todo está claro. ¿Por qué habría de repetírselo a usted?
Apenas lo había mirado y ahora, al hacer la pregunta, se detuvo en la acera y lo observó con curiosidad. No lo había reconocido sin la ropa deportiva, sin el casco y sin las gafas de sol.
—¿Usted es el ciclista con quien nos hemos cruzado algunas veces?
—Sí —dijo Cupido—. Ustedes salen a correr todas las tardes.
—Casi todas —contestó con tono menos áspero. Señaló hacia el hijo—: El tiene demasiada fuerza y de alguna forma debe gastarla. Si no saliéramos con el tándem, no sé en qué la emplearía.
El detective asintió con leves movimientos de cabeza. También para los Calatayud el ciclismo no era sólo un ejercicio físico saludable, sino una condición para sobrevivir.
El hijo emitió un débil gemido, pero representaba una clara señal de reconocimiento. Miró a Cupido fijamente, tan cerca de él que el detective notó el hálito de aquella blanda aleación de incomodidad, compasión y desconcierto que le producían las personas con deficiencias psíquicas. En sus investigaciones siempre sabía qué decir y a menudo encontraba las preguntas adecuadas que los demás no podían dejar de responder. Pero en aquel momento no habría sabido qué preguntarle, ni cómo, al hombre niño de ojos azules, acuosos, insondables, que respiraba ruidosamente a su lado y de quien ignoraba si comprendía sus palabras.
—Puedo asegurarle que lo que diga no será mal utilizado —arguyó al fin.
—No. No tengo nada que contar —repitió—, porque no tengo confianza en nadie. Ni en un investigador privado, ni en la policía, ni en la ley, ni en los jueces que la aplican.
Cupido se preguntó si los gendarmes les habrían formulado todas las cuestiones que a él se le ocurrían en aquel momento, al margen de las repetidas sobre el lugar y el tiempo. Sobre todo deseaba hacerles las preguntas que no pertenecían a las leyes de la física, sino al reino de la conciencia y de las emociones, del amor y del odio, de los deseos y de las pesadillas: si conocían a Tobias Gros y qué opinaban de él, por qué habían elegido aquel hotel, si seguirían el itinerario del Tour, qué relación tenían con el ciclismo, de dónde venía aquella incapacidad del muchacho… Pero su determinación de callar era tan firme que la insistencia sólo enconaría su obcecación. Se limitó a darles su número de teléfono, por si cambiaban de idea. En la información de la policía francesa que Carol le había proporcionado no figuraban muchos datos sobre ellos. Tendría que buscar por su cuenta.
El Alkalino había asistido con profundo interés a aquel encuentro y, cuando se quedaron solos, dijo:
—Se diría que en cada investigación tropiezas con gente sorprendente.
—¿Sorprendente? ¡No! Es gente normal a quien la cercanía de la muerte vuelve sorprendente. Tendremos que indagar en España si hay algo sobre ellos relacionado con el ciclismo —añadió—. Sobre alguien con ese apellido, Calatayud.
—¿El padre? ¿Ciclista?
—El hijo. Aunque lo veas así, con treinta kilos más de lo que sería natural, yo lo he visto pedalear en el tándem. Tiene maneras de ciclista…, o de haberlo sido —dijo recordando las rodillas duras, las piernas musculadas, en contraste con el tronco, la fuerza dormida bajo la grasa y la letargia.
—¿Dónde buscaremos?
—Primero en internet. Si no hay datos, habrá que remover los archivos de prensa, preguntar en las federaciones…, en todos los sitios que se te ocurran.
—¿Insinúas que me encargaré de eso?
—Nadie lo haría mejor que tú. El hotel está pagado y a tu salud todavía le conviene seguir aquí unos días, mientras yo voy corriendo con la lengua fuera detrás del pelotón. Te aburrirás un poco menos si tienes trabajo que hacer —bromeó.
El día siguiente, lunes, era la primera jornada de descanso del Tour y él lo aprovecharía para alcanzar la caravana y comenzar la investigación entre los ciclistas.
Llamó a Carrión, lo puso al corriente de los pasos que había dado, sin ningún resultado efectivo, y acordaron verse la tarde del lunes, cuando él llegara a La Roche-sur-Yon. Allí lo incorporarían al equipo para que pudiera moverse libremente por la caravana.