Burdeos - Burdeos, 47 km, CRI
Sábado, 10 de julio
El sábado, 10 de julio, los ciclistas ya estaban en Burdeos para disputar una larga contrarreloj individual. Tras la muerte del patrón de la carrera y claro favorito para el triunfo, se abrían posibilidades para corredores cuya máxima ambición hasta entonces había sido la de subir a algún cajón secundario en los podios de los Campos Elíseos. El Tour, de pronto, era un reino sin rey, y los aspirantes a ocupar el trono vacío afilaban sus espadas y preparaban sus pactos y estrategias. La carrera comenzaba de nuevo y de un modo apasionante, puesto que ningún equipo parecía capaz de controlar el pelotón y de imponer su liderazgo.
Cupido llamó por teléfono al hotel y le pasaron con la habitación de Saba Bay. Como le había dicho a Carol, aceptó hablar con él una hora más tarde, con una sola condición: puesto que se trataba de una conversación delicada, se desarrollaría sin testigos, sin micrófonos, sin cámaras.
Al Alkalino no lo sorprendió demasiado aquella imposición.
—En su caso, yo exigiría lo mismo. O tal vez ni siquiera aceptaría hablar con un detective privado. ¿Cómo dijiste que se llama?
—Saba.
—¿Saba? ¿Como la reina?
—Como su reino.
—¿Qué tipo de nombre es ése?
Cupido se tomó demasiado tiempo para responder a la pregunta, uno de aquellos comentarios que sólo al Alkalino parecían ocurrírsele.
—En efecto, es un nombre de reina —se corrigió—. Aunque luego haya sido destronada.
—¡Si al menos el tiempo en que estuvo sentada en el trono le mereció la pena!
—Te lo contaré cuando vuelva.
El detective tuvo que esperar diez minutos en el hall del hotel hasta verla salir del ascensor.
—¿Cupido? —preguntó cuando él le dijo su nombre—. Es un apellido extraño, nunca lo había oído. Aunque en todos los idiomas suena de forma parecida y en todos representa al mismo dios.
Había hablado en francés, dando por hecho que él lo comprendía. Cupido no supo por qué, pero en ese momento le pareció que era un idioma que sonaba mejor cuando lo hablaba una mujer que cuando lo hablaba un hombre.
Se sentaron a una mesa apartada y rechazaron el ofrecimiento de un camarero para servirles algo. Saba Bay iba vestida con una blusa oscura y pantalones negros, pero, más que en la vestimenta, los indicios del luto se manifestaban en la discreción de su maquillaje y de los complementos: sólo llevaba un reloj con una pulsera de cuero, un anillo pequeño en cada mano y pendientes con una sencilla perla. Su rostro, tan hermoso como cuando aparecía en los televisores, mostraba una suave sombra en los párpados y, en los labios, un carmín sin brillo. No necesitaban nada más sus ojos azulados, llenos de matices, su tranquila boca y una perfilada barbilla que, antes de llegar a ser grande, se detenía en un remate limpio y fuerte, con el atisbo de un pequeño hoyo.
—Quiero agradecerle que haya aceptado hablar conmigo tan pronto —dijo Cupido después de expresar su condolencia.
—No, no tiene nada que agradecerme. No olvide que para la policía francesa yo también soy una sospechosa. Sin duda piensan de mí que tenía motivos para desear la muerte de Tobias. Así que si usted averigua qué sucedió y quién lo hizo, me habrá ayudado. Sería como si también hubiera trabajado para mí.
—Usted estaba aquí, alojada en el hotel el día de la muerte.
—Sí, con mis dos hijos. Ellos tenían derecho a ver cómo su padre ganaba las carreras. A todos los niños les gusta creer que su padre es el mejor de los hombres, el más fuerte, el más listo, el más valeroso. Mis hijos no son diferentes. Que Tobias y yo estuviéramos separados podría ser una razón para que yo no viniera, pero no servía de excusa para que no vinieran ellos, ¿no le parece? Y todavía son demasiado pequeños para enviarlos solos con la institutriz.
—¿Qué motivos aducen para acusarla? —le preguntó al hilo de sus palabras anteriores.
Una sonrisa que quiso ser irónica recorrió su rostro, pero no alcanzó sus hermosos ojos ni expulsó de ellos una indisimulable gota de tristeza.
—Anoche, en un programa televisivo, citaron mi nombre y no se recataron en utilizar dos argumentos.
—¿Cuáles?
—El económico… y el sentimental. Por supuesto, todo lo que sugirieron es absurdo, torpe y sucio. Y, en cambio, ninguno de los guionistas hizo referencia al único motivo por el que yo sería capaz de hacer daño.
Se quedó en silencio, sin ninguna prisa, esperando o bien que el detective lo adivinara, y así seguir hablando, o bien que tampoco él lo comprendiera y reducir entonces la conversación a un tópico y rutinario ajuste de coartadas, a un cuestionario sobre horas y lugares recitados con la misma indiferencia con que un telefonista informa sobre los horarios y los trayectos de los trenes.
Cupido evocó imágenes de Tours anteriores en los que ella, con sus dos hijos de la mano, esperaba a Gros al final de las etapas. Su marido, al llegar, levantaba en brazos a los dos niños y se dejaba fotografiar con ellos. Sin embargo, según había declarado Saba Bay tras la separación, todo era teatro para dar una imagen amable a la opinión pública. Transcurridos unos minutos, de nuevo era ella la que se hacía cargo de los niños, de su educación, de sus amistades o peleas en el colegio, de sus pesadillas o alegrías, y Gros no volvía a saber nada de ellos hasta las fotos del día siguiente. Con un vigor inesperado recordó a otras mujeres que había conocido a lo largo de sus investigaciones y que estaban solas con sus hijos: una muchacha sumisa y silenciosa, de aspecto descuidado, que vivía en el corazón de la Reserva de El Paternóster, aislada del resto del mundo; una joven viuda que se quedó sola con un niño de dos años que padecía síndrome de Down; una desdichada asesina que había concebido a su hijo sin que el padre llegara a saberlo y lo amó y lo cuidó hasta verlo morir con quince años bajo las mandíbulas de un pit bull… Todas ellas habían despertado su simpatía, su piedad, un irrefrenable impulso de ayudarlas… y en ocasiones también un intenso deseo.
—¿Es por sus hijos, verdad?
—Sí —dijo.
—¿Por qué? —insistió en tono amable, antes de que la dureza de otras preguntas inevitables alterara la cordialidad.
—Tobias quería llevárselos consigo.
—¿Adónde?
—A Mónaco. ¡A un internado! —exclamó—. Cuando nos separamos, hicimos un pacto para acordar las condiciones. Yo me quedaba con la casa de París donde habíamos vivido siempre y con la custodia de nuestros hijos, aunque él podía verlos cuando quisiera. Nunca discutimos por ese tema, al fin y al cabo ambos vivíamos en la misma ciudad. Pero el invierno pasado Tobias se trasladó a Mónaco. Dijo que allí el buen clima le permitía entrenar mejor, con más continuidad, y que la orografía y el perfil de las carreteras se adaptaban perfectamente a sus necesidades de preparación. Además, allí los impuestos son muy inferiores, estaba harto de pagar tanto. Me sorprendió cuando dijo que también quería llevarse a los niños, porque nunca antes se había preocupado por ellos.
—¿Qué le hizo cambiar de opinión?
Por un momento pareció que no iba a responder. Miró por la ventana hacia el alto perfil de las montañas, como si consultara con ellas sus dudas, y al fin dijo:
—Yo también le pregunté la razón y nunca me dio una respuesta clara. Supongo que le molestaron algunas declaraciones que hice sobre él. Por otra parte, yo había cambiado algunas de mis costumbres. El invierno pasado decidí romper el habitual aislamiento de mi vida privada. Las noches de París están llenas de invitaciones sociales. Y algunas informaciones que le llegaron no le hicieron mucha gracia.
Era cierto. La prensa rosa había divulgado unas fotos nocturnas suyas con una copa en la mano y en actitud cómplice con un exfutbolista de la selección francesa que tuvieron cierto eco y le dieron una imagen de frivolidad.
—Pero creo que todo eso fueron excusas. En realidad, nunca habíamos estado de acuerdo sobre algunos aspectos de la educación de los niños y él decidió imponer sus criterios. Como no los acepté, puso en marcha a sus abogados. Ya sabe el poder mediático de las estrellas deportivas y lo convincentes que pueden resultar sus discursos sobre el esfuerzo y el sacrificio, la disciplina, el orden de los horarios… Había posibilidades de que un juez aficionado al ciclismo —comentó con sarcasmo— se dejara convencer por la fama y el prestigio de Tobias y le concediera la custodia de los niños. Así que ese programa televisivo de anoche, aunque se equivocara en los motivos, no se equivocaba al citarme entre los sospechosos.
Había hablado con tanta seguridad que Cupido se preguntó si aquel modo tan tajante de incluirse en la sospecha no era una forma deliberada de desviar la atención de los otros motivos que había mencionado.
—¿Es cierto que perdería mucho dinero con el divorcio? —le preguntó.
—Sí, es cierto. El divorcio aún no se había firmado porque no estábamos de acuerdo en las condiciones económicas. Tobias no quería pagar a sus hijos todo lo que merecen. Y no quería pagarme a mí todo lo que me debía.
—¿Tan grande era la deuda?
—Sí, muy grande. Mucho más de lo que imaginan la prensa, la policía, los directores de los equipos. Estuve junto a él diez años: la década que necesitó para dejar de ser un prometedor ciclista amateur y convertirse en el número uno. Tobias me lo debía todo. ¡Todo! —repitió—. Él tenía una única obsesión: ganar carreras y aumentar su prestigio profesional. ¡Su leyenda!, como le gustaba bromear. Odiaba cualquier gestión o tarea familiar que lo distrajera de su objetivo. Relegaba todo lo demás a un segundo plano, apartaba como un estorbo todo lo que no contribuyera a sus éxitos. También a mí me apartó, y a nuestros hijos, sólo nos valoraba en cuanto que éramos una parte útil de la estructura en la que él se apoyaba para ascender. Sin mi apoyo no hubiera llegado hasta donde llegó. Cuando nos separamos exigí el pago de las deudas y no permití que me diera una limosna como saldo. Se lo diré yo antes de que lo hagan los demás con peores palabras: como no llegamos a firmar el divorcio, su muerte me beneficia económicamente —afirmó—. Pero no era con monedas como Tobias hubiera debido pagarme.
—¿Cómo, entonces?
Saba Bay empujó la sonrisa desde las mejillas a los labios, que se estiraron un momento, húmedos, sencillos y grandes bajo el carmín sin brillo.
—No crea que ignoro el valor del dinero —dijo—. Nací en una familia humilde y hace mucho tiempo que aprendí que el dinero de los pobres es sagrado. ¿Usted se atrevería a decirle a un pobre que no son sagradas las monedas con que compra la comida para los suyos, o con las que paga la hipoteca de la casa donde vive, o los estudios de un hijo inteligente?
—No —respondió Cupido—. No me atrevería. Sé que cualquier moneda tiene un valor distinto según la mano que la toma.
—¡Claro que sí! Porque una vez satisfechas las necesidades elementales pierden esa cualidad intocable —continuó Saba—. El dinero de los ricos deja de ser sagrado, y un rico que mata o comete un delito para aumentar sus riquezas merece el desprecio de quienes lo rodean y un castigo lo suficientemente duro como para hacerle desistir la próxima vez que la tentación se le pase por la cabeza. Tal vez si me hubiera visto obligada a defender la salud o el bienestar de mis hijos, me hubiera atrevido a hacerle daño a Tobias. Pero, por fortuna, e incluso sin su herencia, ahora tengo lo suficiente para vivir con toda comodidad y para permitirme lujos innecesarios. No —concluyó—, el dinero nunca fue un motivo.
Aquella cuestión quedaba muy clara. Cupido aludió entonces:
—¿Y el despecho?
—También en eso se equivocan. Todos se equivocan al mencionar el rencor —repitió—. Porque no fue Tobias quien me dejó. Fui yo quien abandonó a Tobias.
—¿Por qué? —preguntó el detective suavemente, sin coacción.
—Ya no soportaba seguir más tiempo junto a él. No soportaba sus mentiras, su egolatría, sus aventuras con las groupies que lo perseguían como si fuera una estrella de rock.
—Nunca oí comentar nada de eso.
—¿No? —preguntó con extrañeza—. Quizá porque en el deporte, como en la política, ése es el único asunto sobre el que aún se guarda discreción. ¿Supone que los futbolistas, los tenistas, los propios ciclistas no…? Pero nadie escribe en la prensa deportiva las noticias que circulan por los vestuarios. ¿Cree que a Tobias lo apodaban «Depredador» únicamente porque quería ganar todas las carreras? Yo vi a algunos periodistas sonreír con malicia de confabulados cuando lo llamaban así.
—Sin embargo, desde fuera parece muy gratificante ser la esposa de un campeón famoso.
Saba asintió sin esperar a que terminara de hablar. El detective admiró la sabiduría que le habían dado los años, la serenidad que mantenía a pesar de lo amargo de sus palabras y que se manifestaba en todos sus gestos: en el lento parpadeo de sus hermosos ojos, en la claridad con que contestaba sus preguntas, en el austero desdén, durante la conversación, hacia cualquier excitante de nicotina, de cafeína o de alcohol: no fumaba y había rechazado el ofrecimiento del camarero.
—Sí, desde fuera podía dar esa impresión. Porque Tobias cuidaba mucho su imagen y sabía cómo comportarse en cada momento. Era arisco en el trato privado con su familia, era atento con los compañeros de su equipo y era encantador con los extraños. ¿Sabe lo que nunca le perdoné?
—No.
—Que fuera tan torpe con los sentimientos. Que para el amor le faltara toda la lucidez y astucia y sabiduría que demostraba en la competición. Tardó mucho tiempo en valorar lo que yo le ofrecía. Y cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Poco después de separarnos intentó reconciliarse conmigo. Quiso que volviéramos a estar juntos al advertir que entre toda la gente que lo rodeaba no tenía a nadie en quien confiar de verdad. Incluso para él, para alguien tan autosuficiente, debió de ser terrible encontrarse de pronto con esa soledad, comprender que no había nadie alrededor de quien pudiera asegurar que no iba a traicionarlo. Pero yo ya no podía perdonarle que hubiera sido tan idiota, y que por tan poco lo hubiera estropeado todo. —No especificó qué se refería, pero no era necesario—. No me considere una persona vanidosa —continuó—, pero a mis años he aprendido a conocerme y sé bien cuánta felicidad puedo dar, sé lo lejos que llega mi capacidad de ofrecer cariño y ternura, sé lo fácil que a todos les resulta la vida a mi lado. Tobias…, ¡bueno, él se lo perdió! Hace un minuto le dije que, tras la separación, enseguida se arrepintió de haber desdeñado eso tan firme que yo le ofrecía. ¡Qué triste!, ¿verdad? ¡Qué triste que la persona que tanto te ha amado nunca más en tu vida vuelva a decirte esas dos palabras que siempre nos estremecen de felicidad! ¿Usted no las echaría de menos?
—Sí —dijo Cupido, una vez más extrañado de que su capacidad de escucha y atención facilitara tanto las confidencias ajenas, tal vez porque no era fingida. Respetaba el ritmo de sus interlocutores, no despreciaba sus opiniones y procuraba no acosarlos a preguntas como un detective quisquilloso. Por eso a menudo conseguía en treinta o cuarenta minutos de diálogo una información que no hubiera logrado con varias horas de interrogatorios rutinarios.
—Tobias hizo que nunca más volvieran a salir esas palabras de mi boca. ¡Qué torpe fue! —repitió—. A veces, cuando yo comenzaba a sospechar sus mentiras, cuando veía acercarse la catástrofe, sentía deseos de advertirle: «Si destruyes mi amor, ¿acaso crees que me esforzaré por reconstruirlo? Si me haces daño, ¿de verdad crees que tendrás otra oportunidad?». Tal vez debí alzar la voz y decírselo, pero nunca me decidí y poco a poco nuestra relación fue languideciendo. Los silencios se hicieron cada vez más largos. Ni yo quise enfrentar los problemas, ni Tobias supo evitarlos. Y todo se fue volviendo triste y vulgar y nos hundimos en esa etapa de indiferencia, previa a la ruptura, en la que ya no hay amor, pero tampoco hay rechazo ni desesperación. Tobias pensaba que todo aquello no era motivo suficiente para separarnos, él vivía en su agitado mundo de entrenamientos, competiciones, viajes, éxitos, pero yo no tenía otra cosa a la que dedicarme y veía cómo semana a semana, día a día, iba desapareciendo la inocencia y avanzaba esa cruda apatía desde la cual ya no hay marcha atrás.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? —repitió—. No hay nada que tuviera con él que ahora no tenga.
Todo el tiempo había estado erguida en el sillón, sin apoyarse en el respaldo, como si aquella postura, mientras hablaba de Gros, fuera un último gesto de respeto hacia él. Pero en ese momento suspiró profundamente y se echó hacia atrás como si deseara descansar.
—¿De qué hablaron cuando fue a verlo esa tarde?
—Fui a verlo para que nuestros hijos lo felicitaran y hablamos de lo que a él le gustaba hablar: de cómo había ganado la etapa. También, claro, en un momento aparte, volvieron a surgir las discrepancias sobre los niños. Sin embargo, yo no quería discutir delante de ellos y le pedí que nos viéramos por la noche, cuando ya estuvieran acostados. Le prometí que no lo entretendría mucho tiempo. Durante las carreras era muy obsesivo con sus horarios de comidas y de descanso. Le pedí que viniera a mi habitación, sólo nos separaban unos tramos de escaleras, o que me avisara por teléfono si quería que subiera yo a la suya.
—¿Y lo hizo?
—No, no lo hizo. Esperé a que viniera o a que me llamara, pero estaba claro que ya no deseaba hablar conmigo, prefería que lo hicieran sus abogados. Así que aguardé hasta las diez y veinte y, unos minutos después, decidí subir yo a su habitación.
—¿Sin avisarlo?
—Sí. Pensé que si no sabía quién llamaba a la puerta, no tendría oportunidad de esquivarme. Llegué, llamé y, como nadie respondía, escuché con atención, porque antes de golpear con los nudillos creí haber oído dentro dos o tres golpes sordos. Volví a llamar, pero el silencio era ya absoluto, en su habitación y en el pasillo. Entonces dudé sobre la conveniencia de estar allí, frente a la puerta de una habitación de hotel cuyo inquilino no deseaba abrirme. Como comprenderá, era una situación muy poco digna y, resignada, volví a mi cuarto, de donde no volví a salir en toda la noche. Mientras bajaba las escaleras se me ocurrió que también existía la posibilidad de que estuviera con alguien, tal vez con alguna de sus admiradoras, y de ahí los ruidos que me había parecido oír. Recordé que, cuando lo visité por la tarde, con los niños, recibió una llamada en el teléfono fijo. Tobias habló poco, pero la llamada fue larga, como si, quienquiera que fuese, le estuviera contando algo muy importante. Luego dijo que tenía que colgar, que hablarían después de la cena.
—¿Distinguió si era una voz masculina o femenina?
—No —respondió con sequedad, como si la pregunta fuera impertinente.
De esa llamada Cupido no podía extraer conclusiones, pero sí de la frustrada visita de Saba Bay a la habitación de Gros. Si era cierto lo que afirmaba, podía establecerse la hora de la muerte con bastante exactitud: alrededor de las diez y media. Los golpes sordos que creyó oír pudieron haber sido los golpes propinados con la pesada estatuilla del quebrantahuesos. Eso significaría que, mientras ella esperaba en el pasillo, alguien esperaba al otro lado de la puerta, sin moverse, conteniendo el aliento, con un pedazo de hierro ensangrentado en las manos mientras, a sus pies, el poderoso corazón de Tobias Gros dejaba de latir.
Claro que también existía la posibilidad de que todo su relato fuera una perfecta mentira y al hablar de los golpes afirmara de un modo indirecto su propia inocencia.
—¿Quién cree que lo mató?
Despegó de nuevo los hombros del respaldo y se inclinó hacia delante.
—Es la policía quien debe responder a esa pregunta. La policía… y usted —matizó.
—Sí. Pero nadie de quienes se alojaban aquella noche en el hotel lo conocía mejor que usted, nadie había convivido tanto tiempo con él. Así que todo lo que usted piense es muy importante.
Negó varias veces con la cabeza, sin aceptar la responsabilidad que le atribuía el detective.
—Que sepa mucho de su vida no implica que sepa algo de su muerte —dijo al fin—. No sé quién pudo hacerlo, ni quién tiene coartada o quién estaba solo. Pero ya que pregunta mi opinión, creo que detrás de su muerte hay algún motivo profesional. Tobias era odioso como rival. El triunfo, que a cualquier ciclista hubiera hecho feliz, a él no siempre le parecía suficiente recompensa, y a menudo humillaba a sus rivales, les arrebataba pequeños éxitos que a él no le aportaban nada y que, en cambio, para un gregario podían suponer la mejora o la continuidad de su contrato. Creo que debería buscar por ahí.
—¿Seguirá a partir de ahora el itinerario del Tour?
—No. Ahora que ya no está Tobias no tiene ningún sentido. Los niños ya no tienen oportunidad de felicitarlo —dijo—. Y yo no soy tan aficionada. Si quiere volver a hablar conmigo, deberá ser en París. Vivo allí y allí volveré mañana, cuando haya acabado aquí con todos los trámites. Esta entrevista no ha sido desagradable.
—¿Esperaba que lo fuera?
—Temía que lo fuera —dijo tras pensarlo un instante—. Nunca había hablado con un detective privado.
Cupido anotó su dirección, se despidieron y volvió a su hotel. Durante la comida le contó al Alkalino la entrevista con Saba Bay, sus movimientos la noche de la muerte, sus opiniones sobre su exmarido.
—¿Cómo es? ¿Es tan hermosa como son las mujeres de los deportistas?
—Sí, lo es.
—Entonces, ella es ahora como una hermosa reina viuda. Ni puede volver a ser princesa ni posee reino, ahora que el rey ha muerto.
—Sólo le queda cuidar a los infantes y, mientras espera a que crezcan, confiar en que la vida le ofrezca otras oportunidades.
—Según lo que has dicho de ella, no le faltarán.
—No, creo que no le faltarán. Pero espero que esta vez acierte y no caiga en manos de otro depredador.
—Le deseo suerte —murmuró sin ocultar su simpatía.
Al terminar la comida fueron a la sala de televisión. Ya estaban transmitiendo las imágenes de la contrarreloj de Burdeos. Todos los pronósticos apuntaban a Darko Hamelt como ganador, pero en esas etapas se producían con frecuencia sorpresas y se colaban en los primeros puestos corredores a quienes nadie había tenido en cuenta.
Hamelt ganó con autoridad y se vistió de amarillo, aunque no fue el último en tomar la salida y no podía contar con referencias de sus rivales directos. Durante cuarenta y siete kilómetros movió un brutal desarrollo de 55 x 11 y corrió con ese estilo de los grandes contrarrelojistas que, inmóviles sobre el sillín, acostados sobre el manillar de triatlón, parecen locomotoras por su redondo pedaleo. En Burdeos, por fin, el antiguo gregario de lujo de Tobias Gros ocupó el lugar que el líder había dejado vacío. En todo el recorrido dio la sensación de que no sólo sus músculos funcionaban mejor, también su cabeza parecía liberada de las dudas y las tensiones que antes la agarrotaban. Una vez más se confirmó la tesis de que, para liderar el Tour de Francia, no bastaba con tener las piernas más fuertes.