Pau - Arcachon, 190 km
Viernes, 9 de julio
A media mañana Cupido recibió una llamada en el móvil desde un teléfono fijo de Toulouse. Una voz de mujer preguntaba por él.
—Mi nombre es Carol Debray. Soy la abogada del bufete contratado por el equipo Vetonia. Monsieur Luis Carrión nos ha pedido que le entreguemos la información de que disponemos sobre el ciclista Santiago Mieses y que lo ayudemos en todo lo necesario.
—Sí, gracias.
—¿Cuándo podemos vernos?
—Cuanto antes —dijo Cupido.
—Yo saldré ahora mismo hacia Argelès-Gazost. A primeras horas de la tarde podré disponer de información importante. Me van a enviar el dossier preliminar de la autopsia y la documentación policial. Podríamos vernos después, en cuanto haya ordenado todos los datos.
—De acuerdo.
—He reservado una habitación en el hotel donde ocurrió la muerte. He pensado que le interesaría verlo por dentro, en detalle. El escenario del crimen —dijo, con un atisbo de ironía. Pero enseguida recuperó su frío tono profesional—: Tal vez sea conveniente para su investigación.
—Sin duda.
—Entonces, lo llamaré por la tarde para acordar la hora.
Hablaba un español casi perfecto, con el acento teñido por la suavidad de las erres y por la profundidad de las nasales. Pero en las frases sencillas, funcionales, administrativas —ni siquiera le había preguntado si podían hablar en francés—, en las decisiones ya tomadas de antemano, ¿no había un levísimo, apenas perceptible tono de superioridad, de ese orgullo inocultable de una abogada experta, ciudadana de la nación que estableció las leyes fundamentales de la convivencia, frente a un anónimo detective privado de un país confuso? ¿O sólo había sido una falsa impresión? ¿Cómo lo imaginaba ella? ¿Como un tipo moreno, bajito, sudoroso, oliendo a tabaco y a cerveza, con esa astucia básica que a fuerza de ser entrenada llega a ser un eficaz sustituto de la inteligencia?
Por la tarde, mientras esperaban su aviso, Cupido y el Alkalino bajaron al salón a ver la transmisión de la carrera. El Tour había reemprendido la marcha y la caravana ya tenía a la vista las dunas de Arcachon, ya corría hacia la meta de una nueva etapa. Cinco días antes había comenzado en Barcelona mojando la rueda trasera de las bicicletas en las aguas del Mediterráneo y ahora las aguas del Atlántico ya estaban salpicando sus manillares. Como había dicho el Alkalino, no iban a dedicar más tiempo a enterrar el cadáver de un ciclista. Francia entera volvía a vibrar con el Tour. Había visto con estupor que el asesinato —un hecho que parecía confinado en los ambientes de la delincuencia, de mafias y gánsteres— irrumpía con brutalidad en la vida deportiva y contaminaba uno de sus símbolos. Para los franceses el ciclismo era el sagrado deporte nacional, que anclaba su fortaleza en la tradición de un país llano. Aunque los abusos del dopaje habían distorsionado el espectáculo, el Tour seguía siendo una buena oportunidad de afirmación patriótica que por nada debía detenerse, del mismo modo que no se detiene el baile de la fiesta porque algún invitado se embriague o sufra un percance o porque los violines de la orquesta no suenen del todo afinados. Los ciclistas iban y venían, pero el Tour permanecía siempre.
No obstante, fue inevitable que el desarrollo de la sexta etapa tuviera algo de cortejo fúnebre. En la salida neutralizada por las calles de Pau, donde vibraba tanta tradición ciclista, no hubo sonrisas, ni fiestas, ni megafonía. Los corredores decidieron, además, que hasta la contrarreloj de Burdeos, al día siguiente, nadie se vistiera de amarillo.
El trayecto fue recorrido a un ritmo uniforme, con los compañeros de Tobias Gros siempre en los puestos de cabeza, al igual que en los entierros abren la marcha los deudos del finado, y siempre aplaudidos por los miles de espectadores que habían salido a las aceras y a las cunetas. Nadie se escapó, porque el final ya estaba pactado. Los ciclistas pedalearon los 190 kilómetros en dirección norte por el llano y ventoso paisaje de las Landas, de cuando en cuando mirándose con recelo, preguntándose si entre ellos corría un asesino. Agrupados por equipos, en las imágenes tomadas desde el helicóptero mostraban una disposición medieval de manchas de colores, de grupos en tregua, pero preparándose para la batalla. Desde las motos y desde el centro de control, la transmisión discurría con muchos momentos de silencio en los que no se oía otra cosa que el runrún de los motores, el susurro del viento y el siseo de las ruedas de las bicicletas por una carretera que parecía ir apartando la cortina de los pinos para que pasara la caravana.
Los ocho corredores del equipo Paradis entraron los primeros en la meta, todos en línea ocupando toda la calzada, con una mano sobre el manillar y otra sobre el hombro de un compañero, como un homenaje que la carrera añadía a los demás homenajes que ya se le habían rendido. En el centro de la fila, Marcel Duhameau desplegó sobre su manillar un maillot amarillo con el número 1 y el nombre de Tobias Gros. Detrás, dejando un hueco de varios metros, avanzaba mudo el pelotón.
Aunque in absentia, fue la última victoria de Tobias Gros.
A las siete, Cupido atravesó la puerta del hotel donde dos gendarmes mantenían una discreta vigilancia. La abogada estaba esperándolo, caminó hacia él y lo saludó dándole la mano.
—Podemos tomar algo en la cafetería —propuso.
Se sentaron a una mesa apartada y mientras ella se anticipaba a pedir las consumiciones en la barra, como si presumiera sus dificultades con el idioma, la observó unos segundos: una mujer atractiva, pero no con esa atracción explosiva y brillante de las mujeres que alcanzan la plenitud física demasiado pronto y con la misma rapidez se deterioran, erosionadas por la alimentación, el trabajo o la maternidad. Su atractivo no provocaba que, al verla, los hombres comenzaran a parpadear y a preguntarse cómo sería desnuda y olvidaran lo que estaban haciendo, pero a cambio la naturaleza parecía concederle un largo tiempo de esplendor. Decir de ella que tenía cuarenta años parecía exagerado, pero calcular treinta y cinco sería quedarse corto, aunque probablemente rondara la primera cifra. Los ojos pardos y una nariz muy bonita, con las ventanas pequeñas y de líneas muy puras, atraían la mirada sobre ella. Lucía una media melena de color castaño y una estatura media sobre unas piernas fuertes y limpias.
Carol volvió de la barra, se sentó frente a él, abrió una fina cartera de cuero y extrajo un portafolios.
A un comentario de Cupido sobre su buen dominio del castellano, le contó que lo había estudiado en el instituto y en la universidad, que luego había viajado bastante por España y que en Toulouse tenía amigos españoles que no le permitían que lo olvidara.
—Ya ves. Éste es el lugar —señaló luego alrededor—. Por supuesto, la habitación donde murió Gros sigue clausurada, aunque la policía ya ha sacado huellas y muestras de todo lo que había dentro. El resto del hotel está de nuevo abierto al público.
—¿Cuál es la situación de Mieses? —preguntó Cupido.
—Una situación… ambigua, legalmente ambigua. No hay una acusación oficial y, por tanto, está en libertad para seguir en la carrera, pero no puede desplazarse sin comunicar adónde va. Ya sabes que dos empleadas del hotel oyeron una discusión en la habitación de Gros y después lo vieron salir, al menos media hora antes del momento de la muerte. Como abogada suya, tengo el informe con que la policía lo implica. —Abrió el portafolios y mostró un puñado de hojas impresas—. Confidencialmente, he sacado una copia para ti. Pero ahora podemos analizar los datos.
—De acuerdo.
La abogada leyó para sí unos segundos, asegurándose de que recordaba todos los detalles, y comenzó a hablar:
—Ese día la carrera se ajustó al horario previsto. No hubo retraso, al menos no para el ganador. Tobias Gros subió a la tribuna a recoger sus trofeos como vencedor de la etapa, cumplió con las entrevistas obligatorias, con el control antidopaje y se marchó enseguida a descansar al hotel. Entró por esa puerta a las seis y cuarto de la tarde, tomó la merienda, se duchó y se puso en manos del masajista mientras comentaba con su director las incidencias de la carrera. Al terminar pidió que lo viera el médico del equipo, porque sentía una pequeña molestia en el estómago.
—¿Cómo se llama el médico?
—Doctor Galea —respondió sin consultar sus papeles—. Al parecer, sólo se trataba de un leve ardor que pasaría con una cena ligera y un antiácido. El médico salió de la habitación a las siete y diez. Gros dijo que quería descansar una hora, que estaba fatigado después del esfuerzo en el Tourmalet. Al día siguiente se corría una etapa muy dura, la etapa reina de los Pirineos, y no concedería entrevistas porque quería concentrarse y descansar. Sólo recibió una visita: estuvo un cuarto de hora con sus hijos, que subieron a su habitación acompañados por su madre. Más tarde, a las ocho y media, bajó a cenar con todos los miembros de su equipo. Como solía hacer siempre, al terminar le pidió al director que nadie lo molestara y volvió a su habitación. No era un tipo muy sociable. Tampoco le gustaban los libros ni las videoconsolas. Solía ver resúmenes del desarrollo de la etapa y estudiaba a fondo el itinerario del día siguiente y lo ocurrido en años anteriores, las condiciones meteorológicas y los posibles lugares de peligro.
—¿Y ese control era fácil? La prensa, otros corredores podrían…
—No resultaba fácil llegar hasta él, tenía bien organizadas sus barreras. Antes, esos filtros los controlaba a la perfección su esposa…, su exesposa —se corrigió—, pero se habían separado el año anterior y ahora esa función la ejercía el director del equipo. Y era muy riguroso. También en la recepción del hotel tenían la orden de no pasar ninguna llamada a su habitación. Y muy poca gente conocía el número de su teléfono móvil. Si alguien quería algo de él, primero tenía que hablar con sus ayudantes.
—Podrían llamarlo por la línea interna, desde otra habitación del hotel.
—Sí. Pero eso ya reducía considerablemente el número de intrusos. Además, para que nadie de fuera, ningún aficionado ni periodista, pudiera entrar sin autorización en el hotel, se había reforzado la seguridad de la puerta.
—¿Es que Gros temía algo concreto? ¿Había recibido alguna amenaza?
—¿Hay algún famoso que no tema a los fanáticos? ¿A un admirador despechado, a un fan de su rival, a alguien sediento de fama…?
—Bueno, quizás haya en todos ellos un poco del síndrome John Lennon —aceptó.
—Volviendo a Tobias Gros, se puede asegurar con una razonable certeza que aquí, en el hotel, estaba protegido. Que nadie de fuera podía entrar sin pasar los controles de seguridad.
—Según eso, su agresor fue alguien de dentro.
—Sí —dijo con rotundidad, consciente de que su afirmación era un avance fundamental. Volvió a mirar sus papeles, pasó algunas páginas y continuó—: Como ves, el hotel tiene cinco plantas. Cuatro de ellas estaban contratadas al completo por cuatro equipos diferentes. El Paradis ocupaba el último piso. Los corredores y, por su lado, los técnicos se alojaban en habitaciones dobles, como es habitual. Sólo el director, el médico del equipo, Antón Galea, y el propio Gros ocupaban habitaciones individuales. La de Gros, como exigía siempre, estaba al fondo del pasillo, donde llegaba menos ruido. Y él fue el único de su equipo que esa noche, entre las diez y las once, estuvo solo.
—Con la única compañía de alguien que le destrozó la cabeza —precisó el detective, que anotaba los datos importantes en su habitual y sencillo cuaderno de espiral.
—La inferior, la cuarta planta —continuó exponiendo la abogada—, estaba ocupada por nuestro cliente: el equipo Vetonia. ¡Por desgracia!
—Porque esa cercanía la habrá utilizado la policía para centrar en Mieses sus sospechas —dedujo Cupido.
—En efecto. A la hora de la muerte, todo el equipo estaba reunido con Luis Carrión analizando el desarrollo de la etapa del día y recibiendo las primeras indicaciones para la del día siguiente. Todo el equipo —precisó—, excepto Mieses.
—¿Y él por qué no?
—Porque una unidad móvil de televisión lo estaba entrevistando a esa hora en una sala del hotel para un programa deportivo. La grabación comenzó a las diez. Antes de bajar, Mieses pasó por la habitación de Gros para felicitarlo por su triunfo ese día en el Tourmalet.
—¿Por qué? —se extrañó—. Carrión me dijo que no mantenían relaciones muy cordiales.
—Precisamente. Es muy incómodo estar enfadado con el líder del Tour, no aporta ninguna ventaja. Su triunfo en la etapa le brindaba una ocasión estupenda para felicitarlo, olvidar lo pasado y volver a la cordialidad. Al fin y al cabo, habían sido compañeros el año anterior. Pero la conversación derivó hacia la primera etapa, cuando la intervención de Holley, otro corredor del Paradis, impidió el triunfo de Mieses. De nuevo terminaron discrepando. Fue entonces cuando las dos empleadas lo vieron salir de la habitación. Según la policía, pudo volver media hora más tarde. Sin embargo, no hay testigos para demostrar nada. Hay otra pequeña casualidad en su contra: su habitación estaba justamente debajo de la de Gros, pero él asegura no haber oído nada extraño.
—¿Quién ocupaba la tercera planta?
—El Helvetia, el equipo suizo de… —ahora sí consultó el nombre— Max Zaharia. Fieles a su fama, habían cumplido con sus horarios y a las diez ya habían terminado las tareas del día. El director les dejó una hora libre para relajarse o divertirse, pero sin salir de la planta: telefonear a sus casas o a sus amigos, ver la tele, leer… De una forma espontánea, los corredores se reunieron en dos habitaciones, para charlar y ver la televisión. Sólo uno de ellos, Darko Hamelt, estuvo reunido con el director. Max Zaharia ha declarado que hablaron de ciclismo, de lo que esperaban de él, como líder del equipo, al día siguiente, en una etapa de montaña especialmente dura para un contrarrelojista.
—¿Y en la segunda planta?
—En la segunda planta estaba alojado el Baiae. Todos los equipos tienen horarios y hábitos similares, y también ellos se habían reunido para organizar el trabajo del día siguiente.
—¿No faltaba nadie?
—Sí —respondió la abogada—. Uno de los corredores, Álvaro Panal, abandonó enseguida la reunión. Tenía permiso para estar con su mujer, que había venido a visitarlo.
—Había ganado la etapa el día anterior —recordó Cupido.
—Supongo que una victoria así es mérito suficiente para recibir algún privilegio.
—De modo que, excepto Mieses, todos los demás miembros de los equipos tienen alguna coartada para la hora de la muerte.
—Así es. Aunque también Darko Hamelt y Álvaro Panal se movieron de un lugar a otro. Nadie cronometró el tiempo que tardaron… Pero nos quedan los huéspedes de la primera planta —añadió—. Sólo hay cinco habitaciones, porque el ala principal está destinada a salón de reuniones. Una quedó libre.
—¿Y las otras cuatro?
—Las otras cuatro están comunicadas entre sí de dos en dos. En las primeras se alojan un padre y su hijo. Han declarado que a las nueve ya habían cenado y estaban dentro, descansando, viendo la tele. Según el informe de la policía, el hijo tiene una deficiencia psíquica y exige un cuidado y una atención permanentes del padre.
La imagen de dos hombres pedaleando fatigosamente por una carretera que ascendía, una figura de centauro avanzando con dolor, ajena a la velocidad y al mundo de los hombres, se le apareció de pronto al detective: el gesto ofendido, terco, indomable del padre y el rostro abotargado del hijo, el hilo de baba colgándole de la barbilla, el pequeño y brillante aro en la oreja, los dos lagrimones brotando de los limpios ojos celestes y corriendo mejillas abajo al contemplar a un ciclista que los adelantaba.
—¿Montan en un tándem?
—¿En un tándem? —repitió la abogada.
—En una bicicleta de dos plazas.
—No lo sé. ¿Qué interés tiene? ¿Quieres que lo averigüemos? —ofreció, porque era la primera pregunta del detective para la que no tenía una respuesta.
—No, todavía no. Tal vez no tenga importancia. ¿Sabes cómo se llaman?
—Sí. Los dos se llaman igual: Luis Calatayud.
—¿Quiénes se alojaban en las otras habitaciones?
—Se alojan. Todavía están ahí arriba. —Señaló con un gesto hacia el techo.
—¿Quiénes?
Carol cerró la carpeta con el informe, como si ya no necesitara consultarlo.
—En una habitación, Saba Bay, la exmujer de Tobias Gros. En la otra, sus dos hijos y la institutriz que los cuida.
La recordaba bien. Todos los aficionados la habían visto en carreras de años anteriores: acompañaba siempre a su marido, lo esperaba en la puerta de la roulotte para ser la primera en recibirlo al terminar la etapa. Se fotografiaba con él y con sus dos hijos, cada uno con un niño en brazos, componiendo una estampa de compacta estabilidad familiar, lo que constituía, según Gros, una de las circunstancias que lo ayudaban a ganar. Había en ella una armónica mezcla de fragante sexualidad y de protección familiar: le pasaba el bidón para que bebiera, le abrigaba los hombros si hacía frío, le daba una toalla blanca para secarse cuando llegaba a la meta empapado en sudor, harto de sufrimiento. Una mujer rubia, muy hermosa, casi siempre embutida en pantalones vaqueros que ceñían unas piernas elásticas y sólidas, como si también montara en bicicleta en sus horas libres. Una mujer discreta que no hacía declaraciones, pero que tampoco se ocultaba a las cámaras, como sucedía con las anónimas esposas de los deportistas, siempre tan celosos de una posible notoriedad de sus parejas, siempre reservándose la fama y la publicidad para sí mismos.
Y luego, de repente, en el Tour del año anterior ya no estaba allí. Todo el mundo se preguntaba: «¿Y aquella mujer rubia, tan hermosa, que acompañaba siempre a Tobias Gros? ¿Adónde ha ido? ¿Ya no está con él? ¿Quién ha abandonado a quién? Sin ella, ¿tendrá la misma serenidad para ganar?». Y dos o tres días después de comenzar la carrera aparecieron sus declaraciones, que, concedidas a la prensa del corazón, enseguida saltaron a los periódicos deportivos. En una extensa entrevista habló con esa falta de pudor que se muestra cuando todo se sabe y ya no hay que ocultar el fracaso, dio rienda suelta a su despecho por el abandono y relató algunos detalles de la vida íntima: Tobias se comportaba en privado con la misma arrogancia con que lo hacía en público; las humillaciones frecuentes y la sugerencia de algún maltrato físico; la nula preocupación por sus hijos; la egolatría que le impedía valorar cualquier otra cosa que no fuera el ciclismo y sus éxitos personales… Los trámites de la separación, declaró, ya estaban en manos de los abogados.
—¿Aquí? Creía que estaban distanciados.
—Y lo están. Pero los niños habían venido una vez más, como era costumbre, a ver cómo ganaba su padre. Y ella los acompañaba —explicó.
—¿Dónde se encontraba ella a las diez y media?
—En sus habitaciones. Pero unos minutos antes había subido para hablar con su exmarido. Como no le abrió la puerta ni respondió, bajó pronto, sin llegar a saber si él estaba dentro. Había dejado a los niños con la institutriz y ésta ha confirmado esa breve ausencia —explicó—. Todos los detalles podrás preguntárselos tú mismo. Me he anticipado a pedirle una entrevista contigo. Y ha aceptado.
—¡Estupendo!
—Seguirá alojada en el hotel hoy y mañana. En cambio, Calatayud se ha negado a hablar. Quizá tú puedas convencerlo, pero en cualquier caso no será mañana, sábado. Deben ir a un médico para no sé qué revisión de la enfermedad del hijo… Como ves —concluyó—, a simple vista no ocurrió nada anómalo. Todo mantenía una aparente rutina.
—Hasta anteayer —dijo Cupido—. Nada hay menos rutinario que un asesinato.
—Hasta anteayer, cuando alguien estaba en su habitación alrededor de las diez y media. Alguien a quien él conocía, a quien dejó entrar y de quien nada temía, puesto que le dio la espalda sin sospechar nada. A las once y cuarto, después de quince minutos llamando a su puerta, al teléfono fijo y a su móvil, y de asegurarse en recepción de que no había salido del hotel ni dejado ninguna nota, su director de equipo y un guardia de seguridad abrieron la puerta y lo encontraron muerto, con la cabeza destrozada, en un charco de sangre. Llamaron inmediatamente al médico, que estaba en la misma planta, y pidieron por teléfono una ambulancia. El doctor Galea llegó enseguida, ordenó a los guardias que despejaran la habitación y el pasillo, que para entonces se había llenado con los compañeros del equipo y con algunos curiosos y empleados del hotel, atraídos por las voces y las carreras, y confirmó lo que era evidente: Tobias Gros estaba muerto y no había ninguna posibilidad de reanimación. El cuerpo aún seguía tibio y calculó que la muerte había ocurrido entre cuarenta y cincuenta minutos antes. Luego, el informe preliminar de la autopsia lo ha confirmado: puesto que no había comenzado a manifestarse ninguna rigidez, la muerte había ocurrido entre las diez y cuarto y las once menos cuarto. La víctima había realizado unas horas antes un esfuerzo físico prolongado y eso demoró la aparición del rigor mortis. Por último, el grado de digestión de la cena y de absorción de un antiácido que había tomado confirman esa hora.
—¿Con qué lo golpearon?
—¡Con el trofeo que las autoridades regionales le habían entregado esa misma tarde como ganador de la etapa! No sé si te fijaste durante la transmisión. Al recibirlo, Gros bromeó sobre su peso fingiendo que se le caía de las manos, que apenas podía sostenerlo. Era una estatuilla con la figura de un quebrantahuesos con las alas desplegadas, el ave típica de los Pirineos.
—¡Parece una ironía!
—Lo sería si no hubiera una muerte de por medio. Forjada en hierro y anclada en una peana de granito —continuó—, pesa mucho y tiene muchos picos. Es fácil hacer daño con ella y ni siquiera se necesita mucha fuerza para convertirla en un arma letal.
Volvió a abrir la carpeta y sacó una foto de la estatuilla.
—Quien la utilizó lo hizo a conciencia y con decisión. Le propinó varios golpes, todos muy violentos. En el informe se explica que con el primero, dado por la espalda, debió de derribar a Gros, que caería al suelo, pero aún con el instinto suficiente para intentar protegerse con las manos, puesto que tenía rotas dos falanges de la izquierda, la misma donde se había tatuado la palabra TOUR. Los siguientes golpes…, posiblemente ya no sentía nada. Sin embargo, su agresor, hombre o mujer, se aseguró de que todo terminara allí. Todos inciden en el mismo punto y fueron propinados desde la misma dirección, lo que indica que lo siguieron golpeando cuando ya estaba inmóvil.
Carol había explicado los violentos detalles de la muerte con una fría objetividad, con la limpia precisión del lenguaje forense. Ambos quedaron en silencio, afectados por la nitidez con que el cercano escenario de la muerte aparecía ante ellos. Dos días antes, a las diez y media de la noche, alguien había caminado por el desierto pasillo de la última planta, había entrado en la habitación de Tobias Gros, había hablado con él para que se confiara y le diera la espalda y luego lo había goleado encarnizadamente hasta hundirle el cráneo. Así, pensó el detective, había reeditado la eterna y aterradora fábula de la quijada que no pudre el tiempo, puesto que la naturaleza o los dioses equiparon al hombre para matar a quien considere su enemigo, de modo que ha tenido que ser el hombre mismo quien, a fuerza de dolor y de tiempo, ha tenido que inventar sus propias leyes para corregir la negligencia o la maldad de los dioses y prohibir lo que ellos o la naturaleza no prohibieron. Quienquiera que fuese, se había dejado llevar por la suficiente dosis de odio, de ambición, o de cólera para arriesgarse a hacerlo cuando apenas unos centímetros de cemento y ladrillo lo separaban de posibles testigos, por lo que podía deducirse que la agresión no había sido premeditada. Luego, había escuchado antes de abrir la puerta y salir al pasillo desierto para huir o refugiarse en su habitación durante el tiempo suficiente para limpiar una posible mancha, una gota de sangre, una esquirla de hueso o un pequeño mechón de cabellos, simulando enseguida que todo estaba bien, o haciendo algún ruido para denotar su presencia, o sonriendo a una broma mientras esperaba a que comenzaran las carreras por los pasillos, las llamadas de teléfono, las alarmas, los gritos.
—Recapitulemos —reaccionó Cupido—. Quien lo golpeó estaba alojado esa noche en el hotel, porque nadie de afuera podía haber llegado hasta allí sin pasar por los controles de seguridad.
—Así es.
—Había cuatro equipos alojados, pero sólo unos pocos corredores pudieron estar solos durante el tiempo necesario.
—Sí —asintió Carol—. Y eso facilita el trabajo, reduce las posibilidades. En el Tour, a los ciclistas se los controla de tal manera que se sabe lo que están haciendo cada minuto del día.
—Tendremos que hablar con todos ellos.
—Y con los huéspedes de la primera planta.
La abogada abrió las manos invitándolo a continuar la tarea. Ella había realizado su parte y lo que ahora procedía, lo más arduo, era labor del detective.
—¿Algo más? —preguntó Cupido.
—No, nada más…, al menos de momento. La policía ha recogido muestras biológicas en la habitación y en el cuerpo y en la vestimenta de Tobias Gros para buscar huellas y pruebas de ADN, pero ni ellos mismos parecen muy optimistas. Gros saludó a mucha gente en el comedor, durante la cena, en el ascensor y en su habitación… En todo caso, si se produjera alguna novedad que afectara a Mieses, nos la tendrían que comunicar. De momento, te dejo esta copia del informe —repitió—. Aquí dentro va también la composición de los equipos, los datos personales de Gros, las llamadas que hizo y recibió en su móvil y en el teléfono del hotel, los teléfonos que conozco de los implicados… y mi propia dirección de correo y dónde localizarme.