Bagnéres de Bigorre - Pau, 176 km
Jueves, 8 de julio
Los rumores continuaron durante toda la mañana y quienes esperaban un comunicado oficial que ofreciera datos reales se sintieron decepcionados cuando la juez de Toulouse encargada del caso decretó secreto del sumario para no revelar ni un solo detalle de la muerte, ni un solo nombre de sospechosos, ni un solo móvil que explicara el homicidio. Únicamente el robo quedó descartado desde el principio: no era fácil que un intruso hubiera logrado colarse en el hotel, ni resultaba creíble que hubiera matado para intentar robar un maillot, aunque ese maillot fuera amarillo y perteneciera a Tobias Gros.
También las informaciones sobre la continuación del Tour eran contradictorias, pero a las diez de la mañana, después de una noche en vela, los organizadores decidieron anular la quinta etapa como muestra de dolor y de respeto hacia la víctima. La prensa y los directores de todos los equipos recibieron la notificación oficial. El Tour no podía suspenderse, su continuidad sería el mejor homenaje a la memoria, y sin duda también a los deseos, del mismo Tobias Gros. Su anulación, en cambio, daría al culpable o a los culpables de su muerte una segunda satisfacción. La jornada sería destinada a rendir honores al recuerdo del ciclista. Pero una vez resuelto el caos, el propio desarrollo de la carrera ayudaría a superar la conmoción de sus compañeros de equipo y de todos los participantes. El Tour nunca permitiría que un malvado modificara su calendario, el Tour demostraría su grandeur elevándose por encima de las intenciones de un perturbado o de alguien sin escrúpulos.
LE LEADER EST MORT. VIVE LE LEADER, tituló Le Monde la noticia en su página web. Todos los medios coincidieron en alabar la decisión. Nadie protestó, aunque los escaladores resultaban perjudicados con la anulación de la etapa reina de los Pirineos, con cuatro puertos de primera categoría —el Tourmalet de nuevo, esta vez por La Mongie, Luz Ardiden, el Soulor y el padre Aubisque—, y, en cambio, los sprinters y los rodadores suspiraron con alivio.
Cupido tradujo algunas frases que el Alkalino no había comprendido de la declaración del director del Tour que transmitía un canal de televisión.
—¿Tú crees que por la muerte de un ciclista iban a suspender este enorme espectáculo? ¡Claro que no! —exclamó—. Además, este día de inactividad es imprescindible para la policía francesa, que necesitará tiempo para confirmar horas y movimientos de los posibles implicados antes de que la caravana se ponga de nuevo en marcha y todos se desperdiguen por ahí.
A pesar de que en ocasiones maldecía de su trabajo y de sus consecuencias, la deformación profesional lo empujó a acercarse al hotel donde se había producido la muerte. Era un edificio de cinco plantas, levantado en las afueras de la localidad, con unos cuidados jardines ante la fachada y un amplio aparcamiento en un lateral, donde Cupido distinguió cuatro autobuses y varios automóviles oficiales de equipos que participaban en el Tour. Junto a la puerta había tres coches de policía y, controlando la entrada y el aparcamiento, esperaban varios gendarmes cuyos chalecos fosforescían entre los fotógrafos y los reporteros, que, desconcertados, sin saber qué esperaban o qué buscaban, mantenían las cámaras y los micrófonos a punto. Alrededor se habían formado pequeños grupos de curiosos, algunos vestidos de ciclistas y sujetando sus bicicletas, que comentaban los rumores, vigilaban quiénes entraban o salían del hotel y sin ningún pudor arriesgaban hipótesis para señalar culpables de la muerte.
El detective oyó que alguien afirmaba que la policía se había llevado ya a un sospechoso, a un ciclista, y notó cómo de pronto se acrecentaba su interés y algo dentro de él se despertaba al contacto con el enigma y lo empujaba a preguntarse qué había ocurrido, cómo, por qué, quién era de verdad la víctima y quién había sido su verdugo. Estaba en los Pirineos de vacaciones para ver pasar el Tour, para disfrutar montando en bicicleta y para afrontar por fin su viejo desafío de subir el Tourmalet. Había ido hasta allí para olvidarse del trabajo y sin embargo acudía como un idiota más ante el reclamo del misterio.
Una buena parte de su vida había sido un largo conflicto entre esos dos impulsos y todavía no siempre era capaz de mantener el equilibrio. A menudo, cuando se entregaba a una investigación, cuando abordaba con ahínco un trabajo, la vida se convertía en una dura carrera de obstáculos cuyo desenlace lo dejaba exhausto, con deseos de retirarse al orden y al silencio de un monasterio budista. «Toda investigación es un descenso al mundo de los muertos y de allí siempre se regresa oliendo a fuego y a ceniza, un poco más sabio, sí, pero también más cansado e incrédulo», se decía. Sin embargo, ese pesimismo no lo incitaba a la ira ni despertaba deseos de castigar al culpable; al contrario, arraigaba su sentimiento de piedad hacia la debilidad humana, hacia la fugacidad de las buenas intenciones.
En cambio, cuando no tenía ningún encargo ni proyecto entre las manos, la vida se le llenaba de huecos, de hastío —d’ennui, ahora que estaba en Francia—, a los pocos días de inmovilidad y de descanso.
Iba a marcharse cuando vio que Luis Carrión salía por la puerta del hotel y se dirigía hacia un coche sin ninguna identificación. Al pasar junto a Cupido, el director del equipo Vetonia lo miró fugazmente antes de seguir andando. Luego, un segundo después, se detuvo y volvió a mirarlo.
—¿Ricardo Cupido?
—Luis Carrión —dijo el detective.
Carrión le estrechó con fuerza la mano y le palmeó el brazo con una alegría que no parecía fingida.
—¿Veinte años? —le preguntó.
—Más —respondió el detective mientras una memoria en blanco y negro, pero muy vivida y detallista, ponía ante él un antiguo paisaje de recuerdos.
Cupido tenía entonces veintipocos años y, como única herencia familiar, un viejo camión, el duro DAF que había conducido su padre hasta su prematura muerte. No había otra cosa en Breda para llenar los días: ni un trabajo seguro, ni proyectos, ni —excepto su madre— nadie por quien mereciera la pena no hacerlo. Por otra parte, estaba aquella firme convicción familiar de que el contrabando no era un delito, sino una actividad comercial que contribuía a equilibrar el mundo sin necesidad de permisos oficiales y sin obediencia a las fronteras o a los aranceles que imponían desde lejos: faltaba un producto en algún sitio, pues se llevaba allí y de regreso se traía algo de lo que aquí se necesitaba. Había puesto a punto el fiel DAF, había sustituido la batería muerta y unos meses antes de que se borraran las fronteras con la entrada en la UE se había traído de Portugal varias cargas de tabaco rubio de contrabando. Para camuflar los alijos y disuadir a los curiosos guardias de la raya, colocaba como pantalla en el remolque dos filas de colmenas layen donde varios miles de abejas zumbaban enfurecidas por el calor y el viaje y afilaban sus aguijones. Eran frecuentes aquellos traslados de los colmeneros que, con el cambio de las estaciones, buscaban las anchas plantaciones de girasol de las llanuras portuguesas.
Había repetido varias veces el viaje y nunca había tenido problemas, pero en aquella última ocasión advirtió el peligro cuando ya no podía retroceder. En la frontera apartaron a un lado el camión, destaparon el camuflaje y, en el juicio posterior, Cupido fue condenado a dos años y medio de prisión por delito contra la Hacienda Pública. En algún sótano lleno de archivos dormiría bajo el polvo un legajo amarillo con la descripción de esos antecedentes penales que ya nadie recordaba.
El monitor deportivo de la cárcel se llamaba Luis Carrión. Era un hombre de unos treinta y cinco años, que se había ganado la confianza suficiente para gestionar todo lo relacionado con los deportes en una prisión provincial de poca importancia, de reducida población penitenciaria y de escasa conflictividad. A esa confianza habían contribuido un brillante expediente, un trato cordial, pero firme, y su aspecto atlético: era alto y fuerte y lucía una calvicie prematura y categórica sobre un cráneo impecable que le daba un aire honorable. Una buena parte del tiempo libre que le dejaban su familia y el trabajo en el centro penitenciario lo dedicaba a su gran pasión: el ciclismo, de cuya práctica era un entusiasta aficionado. Unos años antes había llegado a correr como profesional. Por entonces ya tenía licencia de entrenador y dirigía a un equipo de juveniles. Guardaba una bicicleta en la propia cárcel y, como el edificio se hallaba extramuros de la ciudad, desde allí mismo salía a la carretera para recorrer unas decenas de kilómetros cuando el trabajo se lo permitía.
También entrenaba, en ocasiones, en la pista que rodeaba el campo de fútbol de la prisión. Y de allí surgió la idea una tarde, cuando uno de los reclusos —un joven alto, espigado y tranquilo que cumplía una corta condena por contrabando de tabaco— abandonó el partidillo de fútbol que disputaban para preguntarle si no se guardaba en algún rincón de la cárcel alguna otra vieja bicicleta con la que también él pudiera dar unas vueltas por la pista.
Al monitor no le pareció mala idea, pero el proyecto de formar con los internos un equipo ciclista fue contemplado con ironía y desconfianza en los despachos superiores: la bicicleta era un vehículo, cualquier vehículo era sinónimo de velocidad, y la velocidad era sinónimo de fuga, al menos al alcance de un preso. Así que, en principio, no obtuvo el permiso, aunque sí estaban permitidos los equipos de fútbol o de baloncesto.
Sin embargo, quien lo solicitaba era Luis Carrión, un joven y brillante funcionario que ya en otras ocasiones, en algunas crisis con internos, había logrado soluciones satisfactorias aplicando métodos poco ortodoxos y demostrado que la imaginación era muy útil allí donde fracasaba la burocracia. Alguien consideró que, puesto que Carrión era un ciclista resistente y veloz, siempre podría él mismo perseguir y alcanzar al preso que tuviera la ocurrencia de intentar una fuga y seguir pedaleando cuando ya se hubiera dejado muy atrás la línea de meta. Además, esos gestos eran muy bien valorados por la opinión pública y mejoraban la imagen de la política penitenciaria. Así que al final decidieron que se le concediera una oportunidad a su proyecto, aunque eligiendo cuidadosamente a los participantes, sólo en carreras de un día y controlando el itinerario. Tal vez el proyecto funcionara: ningún interno tendría deseos de discusiones o reyertas después de haber pedaleado a buena velocidad durante ciento cincuenta kilómetros. Nunca se había demostrado que por practicar deporte alguien se volviera más conflictivo.
El grupo se formó con ocho corredores: el propio Carrión, el encargado de la biblioteca de la cárcel, que, aunque vivía entre libros, se reveló como un apasionado de la bicicleta, Cupido y otros cinco internos interesados en el ejercicio físico y seducidos por la posibilidad de salir a entrenar y a competir fuera de aquellos muros.
Como Cupido había sido el primero en tomar la iniciativa, a él le correspondió colaborar en la programación de los entrenamientos y en el cuidado y vigilancia de las bicicletas. Pronto surgió entre el monitor y él una cordialidad que influiría decisivamente en un informe favorable a la reducción de condena: días de redención a cambio de días de deporte y trabajo. Y meses más tarde, después de haber recorrido varios miles de kilómetros, salió en libertad. Se despidieron con una referencia al ciclismo:
—A ver si nos vemos por ahí, subiendo a los Lagos o en alguna carrera de aficionados.
—Disputaremos el sprint en igualdad de condiciones —replicó Cupido.
Pero no se habían encontrado desde entonces. Un día, sorprendido, leyó en la prensa deportiva un reportaje sobre Luis Carrión. Después de haber entrenado con éxito equipos juveniles y amateurs, había sido contratado para dirigir una escuadra de profesionales. Había solicitado la excedencia como funcionario para dedicarse a lo que más amaba: aquel deporte duro, sacrificado, complejo y apasionante, a pesar de la mala fama con que en los últimos años lo habían manchado los casos de dopaje. Su éxito como director se basaba —declaró— en un intenso entrenamiento y en una estrategia para cuyo cumplimiento exigía de los ciclistas primero respeto, después obediencia y por último fe.
—Más de veinte años —repitió ahora—. No has cambiado mucho. Te mantienes en forma.
—Porque salí —bromeó el detective—. Allí dentro hubiera envejecido muy rápido.
—Es una sorpresa verte por aquí —dijo, sin atreverse a ser indiscreto, como si estuviera recordando las rígidas frases judiciales de aquel expediente amarillento y temiera que todavía…
—Vacaciones, turismo… y un poco de deporte.
—¿Sigues pedaleando?
—Sí. Ya sé que tú ahora te mueves con más comodidad.
—¡Ah! Antes, mi lugar estaba encima de la bicicleta. Ahora está en conducir un coche detrás de las bicicletas.
—¿Y no lo echas de menos?
—¡Claro que sí! A veces me dan ganas de apartar a alguno de mis muchachos y de subirme yo. Y lo haría si no supiera que a los pocos kilómetros no les vería ni los culotes. Pero aquí estás en el lugar adecuado —continuó—. Buen clima y altas montañas. Mejor conducir una bicicleta que un camión con materiales delicados, ¿no? —preguntó con complicidad.
—Ya casi nadie fuma —dijo Cupido.
—¿A qué te dedicas?
—Soy detective.
—¿Policía? —Hizo un gesto de asombro.
—No. Detective privado.
—¡Supongo que no te enseñarían el oficio allí dentro!
—Sólo algunos trucos, no estuve el tiempo suficiente —bromeó, recordando algunas lecciones sobre cómo arrancar un coche con un puente, cómo abrir unas esposas con una horquilla o cómo borrar las huellas dactilares—. Tampoco yo imaginaba que te vería dirigiendo un equipo de profesionales.
—No hay tanta diferencia con trabajar en una cárcel, no creas —dijo confidencialmente, con una sonrisa que se quebró de pronto—. Ya sabrás lo que ha ocurrido, ¿no?
—Todo el mundo lo sabe. No se habla de otra cosa.
Carrión miró alrededor, hacia los grupos de curiosos que los rodeaban. Pareció recordar algo y de nuevo le estrechó la mano para despedirse.
—Me alegra verte en tan buena forma.
—Suerte con todo —dijo Cupido.
El detective volvió a su hotel. En el televisor, el director del Tour confirmó que al día siguiente se reanudaría la carrera. Confiaban plenamente en la policía y estaban seguros de que se aclararía todo.
Poco después, durante la comida, el informativo reveló otro dato que acababa de conocerse: un corredor, de quien se ignoraba el nombre, estaba prestando declaración en unas dependencias judiciales ante la juez de Toulouse. Todos los comensales del hotel dejaron de masticar y de hacer ruido con los cubiertos y los platos para escuchar la noticia. Al terminar, la comentaron excitados, con tanto ardor como si se tratara de un magnicidio o de una declaración de guerra.
El hueco que quedó en la programación televisiva por la anulación de la etapa fue llenado más tarde por un informativo especial sobre Tobias Gros en el que se repasaba su biografía, sus datos personales, su controvertido carácter, su trayectoria deportiva, sus pocos fracasos y sus muchos éxitos. De nuevo, los aficionados comenzaron a manifestar sus sospechas, a arriesgar hipótesis sobre culpables de su muerte. Los fans de otros corredores, que odiaban su arrogancia en las victorias y su poca generosidad hacia los rivales vencidos, callaron con gestos ambiguos, puesto que su muerte abría las posibilidades de triunfo para sus ídolos.
Incómodo ante aquellos excesos de los aficionados, que cada vez con mayor virulencia hacían de un rival un enemigo, Cupido subió a su habitación. Además de por su práctica, el ciclismo le gustaba tanto porque era el deporte más alejado del fanatismo y de la violencia. Hasta ahora nunca había sido un reducto de ultras ni de barras bravas ni de skins, ni había servido de pantalla para organizaciones nazis o racistas. Los aficionados que invadían las cunetas de los puertos aplaudían con entusiasmo la llegada de sus ídolos, pero no insultaban a los rivales, no los agredían, no les lanzaban a la cabeza monedas ni mecheros ni botellas de agua congelada. Animaban a todos, al margen del equipo o del país al que pertenecieran, respetaban su sacrificio y admiraban el terrible esfuerzo que suponía escalar aquellas montañas gigantes, no los abucheaban mientras agonizaban sobre sus bicicletas. Valoraban la gratuidad del espectáculo, que no se desarrollara en un estadio o en un recinto cerrado, sino en carreteras al aire libre. Y apreciaban los nobles detalles de la tradición: el dinero que ganaba cada corredor en la carrera se guardaba en una bolsa común que, al terminar la prueba, se dividía en diez partes iguales: una para cada uno de los nueve ciclistas del equipo, al margen de su rendimiento, y la décima para repartirla entre los mecánicos y los auxiliares.
Se estaba cambiando de ropa cuando sonó el teléfono fijo de la habitación. Sorprendido, oyó la voz de Luis Carrión contándole que había tenido que preguntar en tres hoteles hasta dar con él.
—Quiero proponerte un trabajo.
—¿Ahora?
—Sí. Me he informado. He hecho un par de llamadas a gente de allí abajo y me han hablado bien de ti. Aseguran que nunca has dejado a medias una investigación. ¿Podemos hablar?
—Vente al hotel —propuso.
—Mejor al aire libre. ¿Te apetece dar una vuelta?
—¿En bici?
—Sí —dijo Carrión.
—De acuerdo —aceptó—. Ahora mismo iba a salir a montar.
—En cinco minutos estoy ahí. Espérame en la puerta.
Llegó en el mismo coche sin identificación comercial que había usado por la mañana. Con ropa deportiva, gafas de sol y el casco que cubría su cabeza, ocultaba su calvicie y lo rejuvenecía, no lo reconocerían los periodistas. Descolgó de la baca su bicicleta, montaron y comenzaron a pedalear por una carretera local con poco tránsito.
—La policía francesa ha relacionado a uno de mis hombres, Santi Mieses, con la muerte de Gros —le contó en cuanto dejaron atrás las últimas casas.
—¿Qué significa «relacionado»?
—Que no hay una acusación formal, pero que hay sospechas. Hemos tenido que declarar esta mañana ante la juez. Mi muchacho estuvo en la habitación de Gros unos minutos antes de que alguien lo matara. Dos limpiadoras del hotel han declarado que oyeron algunas voces y que lo vieron salir de la habitación. Pero no ha sido él. Lo conozco bien y sé que no ha sido él.
Cupido no creía en la inocencia de alguien porque otro lo afirmara apelando sólo a su carácter, sin presentar pruebas, pero sabía que Carrión no lo hubiera dicho si no estuviera plenamente convencido. Su experiencia en las prisiones le habría proporcionado una especial sabiduría del delito y de los delincuentes, una sensibilidad para detectar la culpabilidad o la inocencia al alcance de muy poca gente.
—¿Qué tienen contra él?
—Lo que te he dicho: que estuvo en su habitación poco antes de la muerte. Fue a felicitarlo por su triunfo de etapa. Pero ellos no lo han creído.
—¿Por qué?
—A Mieses lo echaron del equipo Paradis hace un año por haberse peleado con Gros. El chico tiene un carácter difícil y hay que saber manejarlo. No siempre se encontró con directores pacientes y en su historial figura más de un conflicto.
—¿De qué tipo?
—Antecedentes penales.
—¿Por peleas?
—Por robo, cuando era muy joven.
—¿Qué robó?
—¿Qué robaría un muchacho que quiere ser ciclista?
—Una bicicleta.
—Sí. Forzó la puerta de una tienda y lo sorprendieron cuando salía con la mejor máquina que encontró bajo el brazo… Los franceses necesitaban enseguida a un sospechoso y con esos antecedentes, con la pelea del año anterior y con la visita a su habitación tienen todo lo necesario… Pero él no lo hizo. En nuestro equipo está tranquilo y se siente querido —dijo mientras el detective recordaba la regañina que habían captado las cámaras en la primera etapa y, luego, el tono paternal, afectuoso, con que terminó—. Tiene mucho talento y ahora había vuelto al buen camino.
—¿Lo han detenido?
—No. Lo han interrogado durante varias horas, pero no hay pruebas contra él y de momento lo han dejado libre para que pueda seguir en la carrera. Pero lo mantendrán vigilado.
—En esas condiciones no creo que pueda rendir mucho.
—Por eso quiero que lo ayudes. Somos un equipo humilde y Mieses es el mejor de mis corredores. Necesito que esté tranquilo, que sepa que vamos a resolverle cualquier problema. Y más ahora que… —dudó hasta encontrar la palabra neutra—, ausente Tobias Gros, tiene posibilidades de pelear por un puesto en el podio. Quiero que no piense en otra cosa, que se concentre en la carrera, porque nosotros estaremos ocupándonos de todo lo demás. ¡Cuidado!
De frente venía retumbando un camión que ocupaba la estrecha carretera y se orillaron para que pasara.
—¿Aceptarías el trabajo? —le preguntó—. Hemos contratado los servicios de un bufete de abogados de Toulouse, pero me temo que no será suficiente.
El detective reflexionó unos segundos.
—La mejor manera de protegerlo frente a esas sospechas es encontrar la verdad, descubrir quién mató a Gros.
—¿Te encargarías de eso? —insistió.
La carretera se había empinado en un repecho brusco y Carrión se quedó atrás, con dificultad para desplazar hacia arriba sus noventa kilos. Cupido esperó a que llegara hasta él para responder:
—Creo que harías mejor contratando a un detective francés.
—No me fio de los franceses —replicó, irritado—. Están deseando culpar a alguien de fuera. No podrían soportar que un compatriota les arruinara su mejor espectáculo deportivo. Y tampoco puedo pedir ayuda a la policía española. Aquí no tienen atribuciones.
—Ninguna policía da facilidades a los detectives privados… y menos aún si son extranjeros. Nada les molesta más que nos adelantemos a las preguntas que pensaban hacer ellos.
—Inténtalo —insistió.
—No me dejarían moverme con libertad. Por lo que sé, el Tour es un mundo cerrado que no permite injerencias.
—Eso podríamos arreglarlo: te contrataremos como si formaras parte de nuestro equipo. Te daremos una acreditación para que puedas trabajar desde dentro y acceder a los mismos lugares que nosotros.
—Necesitaré tiempo —arguyó todavía, pero ya había aceptado—. Nunca trabajo con prisas y en esta ocasión no sería diferente. Si los ciclistas con quienes tengo que hablar se pasan medio día en la carretera y el otro medio recuperándose, necesitaré tiempo. ¡No podré interrogarlos con todo el pelotón escuchando!
—De acuerdo, de acuerdo, tendrás el tiempo suficiente…, hasta que lleguemos a París. Pero ahora…, deja de acelerar.
De nuevo, Carrión, falto de aire, se estaba rezagando.
Llegaron enseguida a un acuerdo económico y Cupido preguntó:
—¿Hay algo más que sepáis?
—No. Nadie imaginaba que en el Tour de Francia pudiera ocurrir algo así. Es cierto que siempre ha habido odios y peleas entre corredores: Manzaneque se lio a golpes con Vito Taccone, y yo vi la pelea de González Arrieta con Leonardo Sierra… Y hace décadas, un gigantón alemán llamado Stoepel le partió la boca a Vicente Trueba, la «Pulga de Torrelavega»… En las carreras crece mucho la tensión y a veces hay que soltarla a puñetazos. ¡Pero matar…! Ayer, en la salida, había un nerviosismo especial. El primer encuentro con la montaña siempre da un poco de miedo. Supone un choque doloroso para las rodillas, acostumbradas al llano. Pero en la etapa no ocurrió nada anómalo, nada fuera de lo previsible. Ganó Gros, aunque no pudo recuperar el maillot amarillo.
—Sí, seguí la transmisión por la tele. En la carretera todo sucede delante de las cámaras, a la vista de todo el mundo. ¿Se sabe qué hizo después? ¿A quién vio?
—Bueno, se sabe casi todo… Falta averiguar quién entró en su habitación alrededor de las diez y media. Nuestros abogados están recopilando toda la información para preparar la defensa. Ellos te informarán mejor que yo de todos los detalles.
Pronto dieron la vuelta, de regreso hacia Argelès-Gazost. Una vez allí, Carrión le dio el teléfono del bufete. Daría instrucciones para que lo ayudaran en todo lo necesario. Y con la acreditación siempre tendría un hueco en el autobús o en uno de los coches del equipo para moverse por la caravana con toda libertad.
Carrión colocó la bicicleta en la baca y regresó a su hotel. El detective subió a su habitación, se duchó y llamó al Alkalino para que lo esperara en el vestíbulo cinco minutos más tarde. Allí le contó el encuentro con Carrión y la propuesta de trabajo que le había hecho.
—De modo que es cierta la leyenda de la que hablaban: que había trabajado en una cárcel.
—Es verdad.
—Y tú lo conocías de cuando estuviste allí dentro.
—Sí.
—Y sin embargo te ha ofrecido un trabajo.
—Sí. Y lo he aceptado.
—¿A pesar de estar de vacaciones y de haberte propuesto que nada te distraería de tu intento de subir hasta esa cumbre?
—Tendré tiempo para todo.
El Alkalino hizo un gesto de duda.
—Creo que no. Siempre que te enfrentas a una investigación dejas a un lado todo lo demás.
—La montaña no va a moverse de sitio. Estará ahí esperándome.
—Pero también a ti te convienen estas vacaciones. No puedes estar todo el tiempo preguntándote los motivos por los que la gente es desdichada, y odia, y mata, y… Seguro que incluso la policía francesa puede resolverlo.
—¡Claro que sí!
—Entonces, descansa un poco. No vas a mejorar el mundo por aceptar ese trabajo.
—No voy a mejorar en nada el mundo, pero… al menos no empeoraré yo por aceptarlo.