Toulouse - Col du Tourmalet, 204 km
Miércoles, 7 de julio
Fue una etapa apasionante, con una vertiginosa subida final al Tourmalet, con Tobias Gros lanzando feroces ataques para recuperar el maillot amarillo que había perdido tres días antes, pedaleando montaña arriba como succionado por las nubes, sin mirar atrás, a los cadáveres que iba dejando en las duras rampas de Baréges, con el ceño fruncido y enojado y la expresión de lobo, sorbiendo aire entre los dientes afilados mientras se descolgaban del grupo de cabeza corredores atufados y exangües a quienes se les encasquillaban las rodillas y se negaban a girar. Sólo redujo la velocidad cuando vio la carnicería que había provocado: únicamente seguían a su rueda, agonizando en los tres últimos kilómetros, Hamelt, Panal, Olivier Renaud, Rudolf Trölsch, Julen Leiz y el colombiano Omar Pacheco. Entonces se limitó a mantener el ritmo y a guardar fuerzas para imponerse sin dificultad en la cima del Tourmalet. Fue su segundo triunfo de etapa y recibió los trofeos con su habitual arrogancia, asomándose a la cornisa pirenaica por encima de los corredores que aún seguían llegando, cansados, sucios, consumidos, más viejos. Sin embargo, no logró vestirse con el maillot amarillo, que mantuvo la Avispa Panal por menos de un minuto.
El relato de la cuarta etapa ocupó la primera edición de los periódicos cuando cerraron esa noche. Dos horas más tarde las televisiones, las radios y las ediciones electrónicas comenzaron a cambiarla para dar en grandes titulares la última noticia: el asesinato de Tobias Gros.
Lo encontraron muerto el director de su equipo y un agente de seguridad del hotel de Argelès-Gazost donde pernoctaban, que se encargó de abrir la puerta de su habitación. Lo habían llamado repetidamente y le habían telefoneado por la línea interna y a su móvil sin encontrar respuesta. Estaba tendido en el centro de la habitación, entre la cama y el televisor, que seguía encendido, y le habían destrozado la cabeza con varios golpes propinados con un objeto agudo y contundente: la pesada estatuilla de hierro con la figura de un quebrantahuesos que esa misma tarde le habían entregado como ganador de la etapa. Había intentado protegerse con una mano y los golpes también le habían destrozado los dedos donde con tanta arrogancia llevaba tatuada la palabra TOUR, a la espera de un número.
Ésa fue toda la información ofrecida. Quienes pernoctaron toda la noche ante las pantallas del ordenador, conectados a las agencias de noticias, llegaron al alba sin haber conseguido más detalles, todavía perplejos, incapaces de asumir que un ciclista pudiera morir asesinado en julio, en Francia y en el Tour.
Ante la carencia de más datos, muchos medios repasaron con prolijidad el desarrollo de la etapa del día, repitieron una y otra vez las imágenes en las que, unas horas antes, Gros levantaba un brazo al cielo en el Tourmalet al cruzar el primero la línea de meta, señalando con el índice que él era el número 1, el mejor, en un gesto que le gustaba repetir. Anticipándose a los investigadores de la Sureté, los redactores de programas deportivos y de la prensa amarilla calentaron las moviolas buscando en sus archivos un indicio, unas palabras de amenaza, una ofensa privada, una mirada de odio que pudiera señalar a un sospechoso. No encontraron nada sustancial, pero aquel repaso a un posible historial de agravios reveló que Gros tenía muchos motivos para ser odiado, y que esa noche en el hotel estaba rodeado de enemigos.