3.ª etapa

Carcassonne - Toulouse, 181 km

Martes, 6 de julio

Dos meses antes del comienzo del Tour la Avispa Panal había rodeado la etapa del día 6 de julio con lápiz rojo en su hoja de ruta. A mediados de junio había ido a recorrerla en bicicleta para comprobar sobre el sillín las verdaderas dificultades, y había estudiado los repechos, las curvas, los cruces, los lugares para los ataques, los posibles peligros. La etapa era perfecta para una fuga. Tenía la longitud adecuada y un recorrido sinuoso por carreteras secundarias que pasaban por Castres y Albi, donde al pelotón no le resultaría cómodo organizar la caza de un escapado. Sobre un terreno de transición entre las llanuras del Canal de Midi y los Pirineos se alternaban campos de cultivo con trechos de bosques de grandes árboles musgosos que enlazaban sus copas por encima de la carretera formando un túnel verde y que darían a una fuga cierto marchamo de emboscada, como si entre tantas sombras, entre tanto verdor y clorofila, un corredor pudiera camuflarse y avanzar sin ser visto hasta la meta.

Por otra parte, esa tarde del día 6 el patrocinador de su equipo, el Baiae, había organizado un acto publicitario en la Casa de España de Toulouse, donde presentaría su oferta inmobiliaria para vender viviendas de sol y playa a los franceses o a los descendientes de españoles con nostalgia de sus raíces. Y ninguna publicidad sería más oportuna para el patrono, Antonio Borras, que un triunfo de etapa conseguido dos horas antes.

Nadie sabía exactamente dónde comenzaban y dónde terminaban los negocios de Antonio Borras, un empresario hecho a sí mismo que había llegado muy lejos. Después de haber participado en franquicias, en firmas de alimentación y moda, había terminado invirtiendo sus plusvalías en un gran proyecto inmobiliario: Baiae. Había comprado unos extensos pedregales en la costa del Levante español y, con o sin sobornos, había conseguido los permisos administrativos para construir viviendas. Una enorme y lujosa urbanización de recreo fue edificada en terrenos que antes eran un secarral: hoteles, casinos, balnearios, un parque de atracciones y toda la oferta necesaria para pasar las vacaciones en un clima bonancible y al lado de la playa. El complejo residencial se había llenado pronto de jubilados suizos, ingleses y alemanes que vivían allí una buena parte del año y contrataban los múltiples servicios que las empresas de Borras ofrecían: hogar, jardinería, ocio, seguridad, ventas y alquileres… Había llenado las calles de Baiae de carriles bici, imitando a tantas ciudades europeas, y había decidido patrocinar un equipo ciclista que luciera su publicidad en los maillots y con el que, de paso, lavar su imagen de sátrapa y los rumores de corrupción de cargos públicos. Se decía de él que le interesaba menos el deporte que vender pisos y camisetas, pero había demostrado esa certera intuición empresarial nacida a medias de la paciencia campesina y de la rapidez de reflejos urbana y había gestionado con soltura la compleja organización del equipo.

Ésa había sido hasta entonces la situación del Baiae. Sin embargo, en los dos últimos años la crisis inmobiliaria había hecho disminuir las ventas de viviendas de la segunda fase de la urbanización y Borras había decidido aprovechar las competiciones y los viajes del equipo para hacer en algunas ciudades europeas varios actos publicitarios con participación directa de los corredores, como el de esa misma tarde, día 6 de julio en Toulouse.

—¡Panal! —El director del equipo llegó con el coche hasta la altura del ciclista.

—Sí.

—¿Cómo vas?

—Bien.

—Seis cuarenta.

—Sí, lo he visto en la pizarra de la moto.

—¿Tienes agua?

—Suficiente.

—Faltan cuarenta y cinco kilómetros. Si atrás empiezan a tirar, será ahora.

—Lo sé. Pero voy bien, podré aguantarlos.

—Hoy no parece que quieran sudar mucho. Mañana comienza la montaña y todos están con miedo, quieren reservarse.

—Ya.

—Sigue con ese ritmo. Te llamo luego.

El coche quedó atrás, pero no lo necesitaba. Prefería establecer antes de la salida la estrategia de la etapa y que, una vez escapado, lo dejaran solo con su bicicleta y toda la carretera por delante, sin más indicaciones que las que de vez en cuando le daban desde las motos. Tenía treinta y dos años y llevaba diez como profesional, pero nunca se había sentido cómodo en el frenético torbellino de manillares, pedales y tubulares que bullía en el centro del pelotón. En todos los Tours se había lanzado a largas escapadas, con frecuencia culminadas con victorias, de modo que sus triunfos parciales eran ya una tradición consentida, porque no resultaba un hombre peligroso para la clasificación general —solía terminar entre los puestos décimo y vigésimo— y gozaba de ese respeto hacia los veteranos que han atravesado diez veces la meta en los Campos Elíseos.

En los primeros días de carrera había escuchado algunas veces la broma cuando lo veían merodear por los puestos de cabeza:

—¡Que salte de una vez la Avispa Panal! ¡Permitidle que gane su etapa para que nos deje tranquilos durante el resto de la carrera!

Nunca supo quién le había puesto aquel apodo que tan popular se hizo en el pelotón desde su primera escapada y primer triunfo. Al oírlo, se extrañó de que a nadie se le hubiera ocurrido antes, porque además de la evocación de su apellido, se ajustaba mucho a sus características. Si había corredores brillantes, fuertes y sociales como abejas, que trabajaban en armonía con sus compañeros, con la prensa y, se diría, con la belleza floral del mundo, él, en cambio, se parecía a una avispa hosca y nerviosa que mantenía un trato difícil con quienes se le acercaban. Era un ciclista solitario, parco en palabras, pero que se sacrificaba sin protestas a la hora de acarrear bidones, de guardar las espaldas al líder o de ceder su bicicleta al compañero que pinchaba; que no destacaba en ninguna especialidad, pero que resistía bien en todas; que no exigía otro protagonismo que un día de libertad para emprender en solitario una de esas fugas legendarias de más de doscientos kilómetros que atravesaban media Francia y en las que comía y orinaba en marcha, como los caballos. En esas etapas, casi siempre en días calurosos, se transformaba en un corredor áspero e indomable, que saltaba de pronto agachando la cabeza como si no fuera a levantarla nunca más, que podía ser agresivo y picar con veneno a quien obstaculizara su propósito: llegar escapado y cruzar la meta como fuera, ya habría alguien allí para evitar que se desplomara luego. Un compañero de fuga lo describió en una ocasión:

—Lo acababa de ver al fondo, el último del grupo, y medio segundo después sentí una especie de zumbido a mis espaldas y cuando quise darme cuenta ya estaba treinta metros por delante de nosotros.

Luego no tardaban en perderlo de vista, carretera adelante, infatigable, obstinado, pedaleando con un estilo feo, como si coceara sobre los pedales con furiosas patadas de mula, posiblemente con el auricular lejos del oído para no escuchar nada, ni señales de advertencia ni gritos de ánimo, convencido de que en los momentos importantes es imprescindible el silencio.

Desde niño le había gustado montar en bicicleta: era un juguete sin fin y la Tierra entera ofrecía una red de infinitos itinerarios. Pero pronto supo que también se trataba de un deporte y que él no era de los peores. Sus piernas iban haciéndose más vigorosas cada año que pasaba y adelantaba a sus compañeros cuando salían en pandilla. Siendo adolescente ya competía con los adultos con quienes se encontraba casualmente en las carreteras. Sin embargo, al enrolarse en el equipo juvenil de su provincia comprobó lo difícil que resultaba convertirse en el líder de un grupo. Siempre encontraba a alguien más rápido, más fuerte, más astuto, que le arrebataba el triunfo final en los momentos decisivos. Así que pronto renunció al estrellato y eligió el papel que mejor se adaptaba a su carácter y que, a la postre, le daría mayores satisfacciones: sería un especialista en escapadas solitarias, puesto que en todos los terrenos se desenvolvía bien, pero en ninguno alcanzaba la excelencia. Preferiría la pequeña gloria del vencedor de etapa, aunque el agotamiento le hiciera perder veinte minutos al día siguiente, a ir siempre arrastrándose en el grupo de cabeza y no ganar nunca.

Decidido a convertirse en ciclista profesional, entrenó muy fuerte durante años, incluso sin saber si tanto esfuerzo le serviría para algo. Salía a correr todos los días, sin importarle si hacía frío o calor, si llovía o soplaba viento, convencido de que el ciclista que sólo coge la bicicleta en condiciones climatológicas favorables y por carreteras bien asfaltadas nunca llegará a ser un buen ciclista…

Se asustó cuando oyó a su lado de nuevo al director del equipo hablándole desde la ventanilla del coche, con una mano en el volante y la otra pasándole un bidón de líquido.

—¿Cómo sigues?

—Bien —mintió, porque le estaba costando mucho esfuerzo mantener la escapada. Tal vez fuera el paso de los años, o que en el cielo el sol era un carbón amarillo y el calor aumentaba la sed y la fatiga, pero no tenía las mismas sensaciones que otras veces.

—Veintiocho kilómetros. Cinco minutos.

—Serán suficientes.

—Sí, si mantienes el ritmo. Atrás empiezan a tirar.

—Si ellos aceleran, ¿por qué no voy a hacerlo yo? —preguntó con una ironía que el director no pareció captar.

—Si mantienes el ritmo —repitió.

—¿Quiénes van tirando?

—El Coliseo, para conservar el amarillo, y el Balbec, que sigue confiando en la buena forma de Légear.

—¿Y Gros?

Era a él a quien temía. No llegaría el primero si Gros ordenaba a su equipo, el todopoderoso Paradis, que acelerara para impedir que un corredor tan experto y endurecido se colocara el primero en la general, aunque fuera por una pequeña ventaja. Con los demás podría sostener el pulso.

—No, Gros sigue tranquilo…, por lo menos hasta mañana, cuando lleguemos a los puertos.

Tras ellos sonó el claxon de uno de los coches de la organización pidiéndoles paso.

—Ya has hecho lo más difícil —le dijo todavía, al quedarse detrás, asomando la cabeza por la ventanilla—. ¡Un último esfuerzo! Y no olvides que tu mujer está en la meta esperando que ganes para felicitarte.

Había directores que prohibían las visitas de las mujeres de los ciclistas mientras durara la carrera. No les gustaba verlas revoloteando en torno, alterando su tensa concentración, provocando una feroz agitación hormonal entre jóvenes de veintipocos años llenos de fuerza y de deseo. Sin embargo, esa prohibición no estaba vigente en el Baiae. Allí pensaban que una presencia femenina continuada no era lo apropiado para ganar el Tour, pero que una visita esporádica resultaba estimulante al menos para que uno de sus corredores ganara una etapa.

La moto con la cámara se puso a su lado y se encendió el pequeño piloto rojo. Ahora mismo ella lo estaría viendo. Panal se levantó del sillín, empuñó el manillar en lo alto y aceleró hasta alcanzar una alta frecuencia de pedaladas. Si mantenía ese ritmo no lo alcanzarían y podría dedicarle el último triunfo en su último año como profesional. No podía haber mejor destinatario.

La había conocido ocho años antes en una Vuelta a España. La descubrió en la primera etapa, cuando pasaba frente a la tribuna de premios, camino del autobús, mientras le entregaba un ramo de flores al ganador, le daba dos besos y lo abrazaba sonriendo para los fotógrafos. Panal detuvo la bicicleta, echó el pie a tierra y se quedó paralizado contemplándola en lo alto del escenario, deslumbrado por aquella sonrisa que ensanchaba la suave tarde de septiembre. Su delicada belleza contrastaba ferozmente al lado del musculoso, nervudo, sudado vencedor.

Hasta que alguien que pasaba a su lado chocó con él no advirtió lo insólito de su situación: las azafatas habían sido contratadas por la organización para atender a los ciclistas y posar a su lado como hermosos adornos, no eran los ciclistas quienes se quedaban en pie al final de una etapa mirando pasmados a las azafatas. De modo que se retiró hacia el autobús del equipo, ajeno a la estridente curiosidad de los aficionados, a sus exclamaciones, a la palmada en la espalda con que alguien lo felicitó, al papelito con un número de teléfono que le entregó una aficionada y a la sugerencia que susurraba su boca con más carmín que labios.

En las tres siguientes jornadas se repitió la misma ceremonia. Ella era una de las encargadas de entregar los trofeos a los ganadores, de abrazarlos como si no advirtiera el sudor y el polvo de caucho y alquitrán que después de doscientos kilómetros se pegaba a la piel y a la ropa, de besar los rostros mal afeitados y tan curtidos que siempre parecían tener diez años más de su verdadera edad. Al llegar, Panal se retiraba enseguida a algún lugar desde donde pudiera observarla, o, si estaba cerca, al autobús del equipo. Oculto tras los cristales tintados, la veía sonreír, instalada con naturalidad en el escenario, mientras él se sentía ajeno a toda la ebullición de la caravana, a todos los resabios de la publicidad, a la brillante agitación mediática que ella dominaba tan bien y en la que él nunca encajaría. En silencio, apenas soportaba la terrible sensación de ser insignificante. Frente a todo aquel espectáculo al que ella pertenecía, él era como una avispa, capaz de picar, sí, pero fácilmente aplastada luego de un manotazo o quemada con un chorro de veneno. Sin embargo, no sentía ninguna impaciencia por llegar al hotel, ducharse y cambiarse la ajustada ropa deportiva por la holgada vestimenta del descanso. En la cuarta jornada, al pasar por delante de la tribuna, por un momento tuvo la certeza de que ella lo observaba con interés, distinguiéndolo entre la anónima y ruidosa multitud.

Al día siguiente ganó la etapa.

Ni lo había previsto ni el director del equipo se lo había ordenado. Al principio se limitó a unirse con acierto a la fuga adecuada, y una vez consolidada la ventaja, también dejó atrás al grupo con uno de aquellos saltos bruscos que le habían valido su sobrenombre. Hacía ese calor de septiembre que tanto parece descender del sol como brotar de una tierra seca y recalentada durante todo el verano, pero las altas temperaturas a él le daban fuerzas. Cuando llegó a la meta y subió a recoger el premio, todavía estaba macerado en suciedad, en sudor y amoniaco, pero ella no parecía darse cuenta. Lo besó dos veces como ganador, le entregó los trofeos y abrazó su cintura mientras se preparaban las cámaras y la sonrisa aparecía en su rostro sin esfuerzo.

—Con este aspecto… —quiso disculparse, sin mirarla, como si su imagen pudiera dañarle los ojos.

—No te preocupes, todo está bien —dijo ella.

Se dejó fotografiar con expresión seria, adusta, como si no acabara de ganar la etapa. Y enseguida escapó de los flashes, porque, como los insectos, cuando se quedaba inmóvil no salía favorecido: un rostro poco atractivo que sonreía incómodo ante las cámaras y acentuaba así la tensión y la dureza de sus gestos.

Por la noche, después de cenar, vieron en el televisor del hotel un resumen de la etapa con las imágenes de la entrega del premio. Uno de sus compañeros bromeó sobre el buen gusto de los organizadores, que aquel año habían acertado al seleccionar a las azafatas.

—Que diga Panal qué le parecen. Es el único de este equipo a quien han besado —bromeó otro.

—¿No le has preguntado su hotel y el número de habitación? Ya sabes que sienten debilidad por los ganadores —dijo el primero que había hablado.

—Cállate —replicó ofendido y hosco, porque con aquella conversación estaba desapareciendo el placer del triunfo.

—¡Uuhhhh! ¡La Avispa Panal ha descubierto una bonita flor donde libar y no quiere compartirla con nadie! —exclamó con un tono que pretendía ser jocoso y cómplice.

—Cállate —repitió con una voz tan áspera y ronca que parecía imposible que pudiera pasar por su garganta sin hacerla sangrar.

—¡Uuhhhh! ¡La Avispa Panal…!

Ya estaba encima. Lo había tumbado de un golpe en la cara, dado con la misma rabia silenciosa con que saltaba del pelotón —la tensa inmovilidad primero, el zumbido y luego el paso de una ráfaga— y se había arrojado sobre él antes de que los otros corredores pudieran impedirlo.

Quince minutos después el director del equipo los tenía de pie ante sí, furioso al contemplar la sangre que manchaba sus rostros y sus camisetas.

—¡Mierda! No tenéis fuerzas para colocaros los primeros en la clasificación, pero sí para pelearos como colegiales por una…, por una… —Se detuvo, porque algo en la mirada de Panal le impidió continuar.

—Sólo era una broma —explicó el otro corredor mientras se enjugaba de la nariz una gota de sangre.

—¡No os despido del equipo y os mando ahora mismo a casa porque no lo permite el reglamento de la carrera! —gritó, y luego, en tono más tranquilo—: Quiero que os deis la mano y que nunca más vuelva a ocurrir algo parecido.

—Por mí no hay inconveniente. Sólo era una broma —repitió tendiéndole la mano.

—Olvidado —dijo Panal.

—Podías haberme dicho que ibas en serio, que ella…

—Olvidado —repitió.

—Quiero que guardéis todas las energías para gastarlas en la carretera, ¿está claro? —concluyó el director.

El incidente quedó apartado, pero no en el olvido: nadie del equipo volvió a bromear delante de Panal cuando veían en el televisor, por la noche, el resumen de la etapa y las imágenes donde ella daba dos besos al triunfador del día.

Era inevitable que se encontraran alguna vez en el ambiente cerrado de la caravana de la Vuelta: en los hoteles, en el control de firmas, en los tiempos muertos entre la carretera y el descanso. Y dos días después de la pelea se cruzó con ella en un pasillo del hotel donde coincidía que ambos se alojaban. Se pararon unos segundos, frente a frente, y ella observó en el rostro la huella ennegrecida de un golpe.

—¿Te has caído? —le preguntó.

—No.

—¿Necesitas algo?

—No.

—Tengo una medicina adecuada para los hematomas —insistió.

—No —repitió, avergonzado al sospechar que ella conocía el origen del golpe.

Cuando al fin desapareció en el ascensor, Panal se dio cuenta de que «No» era la única palabra que había repetido y, con desesperación y con rabia, estuvo a punto de subir corriendo las escaleras para alcanzarla y decirle que sí, que sin duda le haría bien aquel ungüento suyo contra los hematomas.

Aquella fue una Vuelta a España apasionante, veloz, dura, con dos subidas infernales, al Angliru y a Aneares, y muy disputada entre varios aspirantes que, concentrados en su mutua vigilancia, advirtieron demasiado tarde la aparición de un corredor joven, ambicioso, muy completo, de nombre Tobias Gros, que a la postre se llevaría el triunfo, su primera victoria en una de las tres grandes rondas.

Y durante todo ese tiempo él sufría al verla, al final de las etapas o en los resúmenes televisados. Procuraba encontrarse con ella y al mismo tiempo la rehuía, negándose a aceptar lo que había afirmado su compañero, atormentado por saber que a pesar de todos sus esfuerzos terminaría yendo a buscarla, porque no podía ser de otra manera, del mismo modo que una avispa joven y hambrienta no puede dejar de volar hacia la flor que exhala su perfume y brilla al sol con los pétalos de seda y los estambres llenos de polen. «Es terrible que el propósito que más veces tenga que repetirse un hombre respecto a una mujer sea “Tengo que olvidarla, tengo que olvidarla”. Es terrible. ¿Quién puede soportarlo?», se decía por la noche, en las habitaciones de los hoteles, en la oscuridad, intentando conciliar el sueño, hundiéndose y escapando de los arenales del insomnio.

La segunda jornada de descanso coincidió con la estancia del equipo en la ciudad costera donde el patrocinador, Antonio Borras, tenía su sede. Por la mañana hicieron un suave entrenamiento y por la tarde todos los corredores tuvieron que participar en un breve acto publicitario: una sesión de fotos ante la fachada de la empresa, entrevistas, reparto de gorras y camisetas, saludos a los invitados importantes que les pedían autógrafos para sus hijos y un brindis en el que los ciclistas tenían prohibido tomar una sola gota de alcohol. Pero la ley seca no impedía la animación de la fiesta. Después de dos semanas de esfuerzo y disciplina, todos deseaban relajarse y el buen humor recorría los grupos donde se bromeaba y se reía.

Y otra vez allí estaba ella, en esa ocasión como una invitada más, sin el uniforme de trabajo, porque no se trataba de un acto oficial de la Vuelta.

Como no encajaba en aquella alegría colectiva, Panal salió a la terraza con un vaso de limonada en la mano y caminó hasta el fondo para huir del bullicio, esperando que llegara pronto la orden de retirada. Se acercaba el atardecer y estaba cansado. Podía recorrer doscientos kilómetros en bicicleta, pero, como todos los ciclistas, no soportaba permanecer inmóvil de pie más de quince minutos.

Desde aquel lugar de la terraza se escuchaba muy tenue una música de piano sencilla y conmovedora, incongruente con la bulliciosa fiesta del salón. Y desde el pretil se veía el mar. Hacía mucho tiempo que no lo contemplaba así, solo y en silencio. Aunque varias etapas de la Vuelta habían transcurrido por la costa, siempre habían sido visiones fugaces, sin demora ni paz, con la atención puesta en las ruedas de delante, en los giros, en los frenazos. Nacido en una familia de pequeños propietarios rurales de Castilla, había vivido siempre en la dura, austera tierra interior, donde lo habían acostumbrado al sacrificio y al esfuerzo, a que nunca se dejan para el verano los trabajos de la primavera ni se atrasan hasta el invierno las labores del otoño, a que un hombre con salud y tareas por hacer se levanta de la cama a la misma hora en que se despierta, sin quedarse a remolonear entre las sábanas. Entrevisto desde la velocidad de las bicicletas, el mar parecía inmóvil, una lámina muerta, y en cambio, desde aquella terraza parecía lleno de vida, de energía, vibrando por todo lo que respiraba en su interior. El sol del atardecer rebotaba en las nubes y lo teñía de rojo, y era como si mostrara todo lo que los seres vivos habían ido vertiendo dentro al desangrarse. Aquella contemplación silenciosa mientras a sus espaldas, al fondo, sonaba el murmullo de la fiesta, el tibio calor del sol de septiembre bañándole el rostro y el olor a sal y a yodo le produjeron una intensa tristeza. Se preguntó si, de haber nacido en la costa, su carácter sería distinto, más abierto, capaz de establecer fácilmente relaciones con las hermosas mujeres enjoyadas, con los hombres elegantes que bromeaban con soltura allí detrás, vestidos con chaqueta y camisa de cuellos y puños tan blancos que parecían usar una sola vez antes de regalarlas, con el mundo frívolo y brillante que posaba con desenvoltura ante los fotógrafos y en las entrevistas respondía con las palabras vacías y adecuadas para no comprometerse con nada.

No tuvo tiempo de hallar una respuesta, porque Alejandra ya estaba junto a él, escuchando la extraña melodía, sin mirarlo, con los ojos fijos en el mismo lugar del mar, como si buscara algún secreto en el agua vibrante, tersa, anaranjada. Tenía en las manos una copa de champán, pero no daba la sensación de haberla probado.

—Hay demasiada gente —la oyó decir, sin que él le hubiera preguntado por qué venía también a esconderse en aquel rincón de la terraza.

—Todo eso… —hizo un gesto vago señalando hacia atrás— es muy fatigoso.

—¿La gente?

—Hablar, sonreír a los desconocidos, repetir una y otra vez lo mismo… No deberían imponernos estos actos en el día de descanso.

—¿Más fatigoso que correr en bici? —insistió.

—Para mí, sí.

La miró de nuevo. Ella no parecía molesta, seguía sonriendo y se asomó un poco por el pretil para mirar hacia abajo, a la orilla de la pequeña cala hasta donde el mar enviaba sus lagartos blancos, que se ocultaban enseguida bajo la arena. En la cala sólo había una pareja de adolescentes que se abrazaban con desesperación, como si ya supieran que no estarían juntos el próximo verano.

—Creo que ya sé por qué eres ciclista —dijo de pronto.

—¿Sí? —preguntó con miedo de lo que vendría a continuación.

—Aunque ahora corráis en equipos y a vuestro alrededor se mueva todo ese espectáculo —señaló hacia atrás con un gesto idéntico al que él había hecho un minuto antes, como si ella también fuera ajena a la organización—, el ciclismo es un deporte de solitarios.

—¿Solitarios?

—De quienes prefieren correr solos por carreteras y puertos, sin tener que ponerse de acuerdo con alguien para competir, como en el tenis, ni acordar estrategias o tácticas, como en los deportes de equipo.

—Sí —aceptó Panal.

—¿Sí? —repitió, sorprendida de oírle aquella palabra, de que por primera vez él estuviera de acuerdo con ella.

—Los ciclistas somos gente solitaria.

Alejandra lo miró con calma y luego dijo en voz baja:

—Ya entiendo.

Entonces bebió por primera vez un trago de champán, un trago largo y lento, como si aún le diera la oportunidad de corregir la dura sugerencia de sus últimas palabras. Ante su silencio, ella se dio la vuelta y lo dejó solo, temblando, deseando escapar de la fiesta, como alguien que nunca antes ha sentido lo que es el amor y por tanto no ha desarrollado recursos para dominarlo, y se sorprende de pronto inundado por él y no encuentra otro modo de ocultarlo que salir huyendo mientras maldice su torpeza y su inseguridad y su educación y su carácter.

Luego había llegado el final de la Vuelta. De nuevo hubo una fiesta general en Madrid para repartir felicitaciones, hacer balance y establecer contactos de alianzas y futuros fichajes. Además de los ciclistas y entrenadores asistieron directivos, patronos, periodistas y una legión de aquellos tipos elegantoides de quienes ignoraba dos cosas: cuál era su trabajo real y si llevaban gemelos de oro para sujetar los largos puños de sus camisas o si los puños de sus camisas sobresalían tanto de sus chaquetas para poder exhibir sus gemelos de oro. Y también estaba ella, vestida por última vez con el uniforme oficial. Sabía que después de esa tarde no volvería a verla, porque cada año cambiaban las azafatas, se buscaban nuevos rostros para cada nueva edición.

«Bien», se dijo, «bien. Después de esta tarde no volveré a verla nunca, no tendré que atarme a una columna para no salir corriendo hacia ella. Ni siquiera sabré dónde vive, ni con quién, ni a qué se dedica cuando no trabaja en esto. Aunque quisiera, no podría encontrarla, puesto que sólo conozco su nombre, Alejandra, que tal vez también sea una máscara».

Esa tarde sí tenían permiso para probar alcohol, para festejar la etapa que él había ganado y el buen trabajo realizado por todo el equipo. No tardó en notar los efectos del champán, muy rápidos después de tantos días de desgaste y abstinencia, como si subiera directamente desde su boca hasta su cabeza de forma volátil, sin esperar a que llegara al estómago y lo condujera la sangre. Se sentía exaltado, incómodo, solitario y valiente. Pronto las piernas comenzaron a pesarle, pero no sabía si a causa del champán o del cansancio acumulado. Era como si al mismo tiempo vivieran dentro de él dos hombres llamados Panal: uno, el corredor satisfecho por haber culminado la carrera con el objetivo cumplido, que se dispone a disfrutar del premio y el descanso; y otro, el que sabe que lo mejor de su vida le ocurre montado sobre la bicicleta y teme la inactividad que traerán el inminente otoño y el invierno, el hastío que producen la inmovilidad y el retiro.

Este último fue el que miró alrededor, buscándola entre los ciclistas, los directores de equipo, los periodistas y los patrocinadores. La localizó entre un grupo de corredores que reían y charlaban. Parecía divertirse, pero al girar un momento la cabeza ella lo descubrió mirándola con una actitud diferente de la de una semana antes. Fue como una llamada. Diez minutos después ambos se habían encontrado junto a una de las mesas llenas de aperitivos y bebidas. Se apartaron a un lado y ella le recordó, con una ironía que le quitaba aridez al recuerdo:

—No esperaba verte aquí. Demasiado ruido. No es un lugar apropiado para gente solitaria.

Podía haber alegado la obligación de asistir a la fiesta que Borras imponía a todo el equipo, o que tenía una entrevista con alguien de la profesión, pero se sorprendió respondiendo:

—A veces incluso la gente más solitaria necesita algo de compañía.

—También yo prefiero un poco de tranquilidad. Llevo veintidós días oyendo conversaciones a gritos, música, sirenas, megafonía. ¿Por qué no vamos a otro sitio? —le propuso.

Escaparon de allí sin despedirse de nadie y salieron a una calle ancha y rápida cuyo nombre desconocían. Caminaron unos minutos sin saber adónde iban, pasaron junto a grupos de gente que entraban en un auditorio para asistir a un concierto y, un poco más arriba, llegaron a un parque. Se estaba haciendo de noche, pero la temperatura de septiembre era magnífica.

Alejandra dijo que estaba muy cansada, y buscaron un banco donde sentarse. El teléfono móvil sonó con estridencia en su bolso y ella miró el número y, sin responder, colgó la llamada y lo puso en silencio. A Panal le parecía imposible estar allí con ella, el mismo día en que había terminado la Vuelta, sentados hombro con hombro en un banco de un parque de Madrid del que desconocía la ubicación y el nombre. No se sentía el mismo que dos semanas antes peleaba con ahínco contra doscientos adversarios para ganar una etapa.

Le hubiera gustado contarle todo eso, pero no estaba acostumbrado a las confidencias, le parecía un impudor hablar de sí mismo. Quizás era cierto lo que ella había dicho, que el ciclismo es un deporte para gente solitaria y silenciosa que recorre grandes distancias sin hablar con nadie, rumiando pensamientos mientras sudan por los arcenes de las carreteras. Era ella quien le estaba contando que apenas tres meses antes, en junio, había terminado de estudiar enfermería y que quizá pronto comenzaría a trabajar en un hospital.

—¿Y tú? ¿Cuáles son tus planes? —le preguntó.

—Sólo soy un ciclista.

—Y eso ¿es poco?

—No es mucho. Dentro de seis o siete años colgaré la bicicleta y no sé a qué me dedicaré entonces.

—Dentro de seis años aún serás muy joven.

Panal le dijo que en otros oficios treinta y pocos años pueden ser el comienzo de todo, pero que la vida profesional de los deportistas era muy corta. Al retirarse de la competición no siempre era fácil superar el violento y repentino vacío, la inmovilidad después del vértigo, la sensación de haber llegado al final. Había conocido a ciclistas que no lograron adaptarse al retiro y en unos pocos años dilapidaron todo lo ganado, desordenaron su vida y algunos terminaron hundidos en el alcohol y en la ruina.

—No tengas miedo —dijo ella.

—¿Miedo?

—Miedo cuando tengas que colgar la bicicleta. Hay otras muchas cosas que merecen la pena. Hay muchas maneras de ser feliz.

Atento sólo a sus palabras, no se había fijado en su voz, y de pronto advirtió que sus últimas frases sonaban muy débiles, como si hablara desde una hondonada. Estaba muy pálida, había inclinado la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Creo que me estoy mareando. Necesito tumbarme.

Panal se levantó del banco, se quitó la chaqueta, la colocó como almohada y la ayudó a levantar las piernas. Su rostro, muy pálido, blanco, brillaba en la tenue oscuridad del parque. Le tocó la frente: estaba húmeda y fría.

—¿Mejor así?

—Todavía no —susurró con esfuerzo, aferrándose a su mano para no perder la consciencia.

—¿Has bebido? —le preguntó Panal. Se sentía torpe, no sabía bien cómo actuar.

—Un poco…, y apenas he comido. Pero creo que sobre todo es el cansancio acumulado en estas tres semanas.

—Sí.

—¡Todo el tiempo yendo tan deprisa y ahora, al parar de golpe…! —susurró—. Bajas la guardia y… como los ciclistas veteranos cuando se retiran…

—Tú sí eres muy joven —protestó. Veía cómo se iban perdiendo en la oscuridad su vieja dureza, su convicción de que es imposible compartir la ternura, y se abandonan…

—No hables ahora —la interrumpió—. Y no te preocupes, pasará pronto.

Acarició despacio su mano, muy fría, y retiró un fino mechón de pelo que, con el sudor, se le había pegado a la frente. En ese instante la luz de las farolas bajó de intensidad, pasó a ese tono suave de ahorro de energía que, sin embargo, fijó para la eternidad en su memoria el rostro pálido y sudoroso, la frente fría, la sombra del cabello. Alejandra notó algo, porque abrió los ojos con un inconfundible gesto de pánico, como si hubiera perdido por unos segundos la consciencia y al despertar creyera que alguien apagaba la luz y la dejaban sola en la terrorífica invalidez de los desmayos, en caída libre hacia un abismo oscuro y muy profundo del que no sería fácil regresar. Comprobó que él seguía allí, apretó su mano y susurró:

—¿Por qué, si eres tan amable, siempre aparentas ser tan arisco?

Panal no respondió, se limitó a moverse un poco para que ella acomodara la cabeza sobre sus piernas como en una almohada. Sentía su peso, veía su rostro cara al cielo, con los ojos cerrados, pálido aún, pero ya sin sudor, y oía cómo su respiración se iba poco a poco serenando. Alejandra se humedeció con un atisbo de lengua los labios secos y entreabiertos y él pensó en las palabras de felicidad que podrían pronunciar.

Sentado en aquel banco, todo lo demás había dejado de importarle: la Vuelta, el Giro, el Tour y las clásicas, las carreras que ofrecían la gloria deportiva a los ganadores; y los hombres enchaquetados y poderosos que no se permitían, a pesar del calor, aflojarse ni un dedo el nudo de la corbata; y los medios de comunicación que elevaban a los corredores a la condición de semidioses; y sus compañeros de equipo, impulsivos, alegres y solidarios; y su propia familia, que había cambiado sus rígidos horarios de trabajo en el campo para no perderse ninguna de las transmisiones televisivas de las pruebas donde él participaba… Todo aquello pertenecía a una dimensión que le resultaba indiferente frente al prodigio de acariciar su mano fría, de templar su frente sudorosa y de sentir sobre sus piernas el leve peso de su cabeza, frente a la confianza con que ella reposaba, con los ojos cerrados, segura de que él nunca se apartaría. En ese momento no le faltaba nada, no necesitaba a nadie, estaba inmerso en una plenitud sin contornos ni límites por la que, además, no debía pagar ningún precio.

—¿Cuándo me vas a invitar a ir contigo a un paseo en bicicleta? —dijo Alejandra con voz baja.

—Mañana —respondió—. En cuanto hayas descansado lo suficiente.

No regresaron a la fiesta y después de aquella noche todo comenzó a ser fácil. El año ciclista terminó y se hundieron, sin apenas exigencias externas, en esa etapa inicial de pasión, derroche, entusiasmo y soledad de los amantes, como si el amor no fuera una fuente que se agota, como si fuera una materia prima inalterable como el agua, que siempre iba a existir en la misma cantidad. Lo útil no era todavía más importante que lo bello, ni el futuro era más importante que el presente, y vivían con asombro un fulgor que renovaban cada día. Estaban seguros de que serían buenos y felices, de que nunca les llegaría el tedio, de que nunca caerían en esas discusiones conyugales en las que vocifera más quien menos razón tiene.

Poco a poco fueron conociéndose. Se narraban, entre silencios y balbuceos, los momentos más felices y trágicos de sus biografías, las personas que les habían influido, las decisiones que los habían llevado hasta allí, y escuchaban con expectación todos los datos, buscando una clave oculta del destino, porque su historia de amor no podía ser un simple fruto del azar.

De pronto, todo se precipitó. Sin haberlo buscado llegó el embarazo y decidieron casarse enseguida. En el equipo hicieron compatible el permiso con la agenda de competiciones y ellos eligieron el lugar de la ceremonia, el menú, los invitados a la fiesta, y aquella música de Schubert, la Fantasía para piano a cuatro manos, que era como su himno íntimo desde aquella tarde en la terraza y que sonaría mientras se juraban amor.

Y el día anterior a la boda, en una revisión médica, les dieron la noticia: los fetos gemelos que Alejandra llevaba en el vientre estaban muertos. A veces sucedía sin causa aparente, sin padecer enfermedad ni daño, dijeron los médicos. Lloraron, mezclaron sus lágrimas y sus besos y luego secaron sus ojos, porque su futuro estaba lleno de promesas y ningún accidente podría cambiarlo. A pesar de todo decidieron seguir adelante con la ceremonia, no sólo porque ya no podían alterar los planes del equipo, de sus familias, de los amigos e invitados que habían venido de lejos y modificado sus horarios y sus vacaciones, también porque él temía que si anulaban la boda ocurriría cualquier otra desgracia que la impediría definitivamente.

Cumplieron con la obligación de sonreír mientras se decían «Sí» y se juraban lealtad y respeto y amor eternos ante los familiares y amigos que les deseaban lo mejor. Y en el banquete fingieron que tenían apetito e incluso parecía que eran tan felices al partir con la espada la gran tarta que nadie hubiera creído que ella llevaba dos cadáveres dentro de su vientre.

Y luego también el dolor quedó atrás, y una vez hecho el legrado y restablecido el organismo la tragedia no los había cambiado ni alterado su bienestar. El Tour fue la primera carrera en la que participó, y aunque no había llegado en la mejor forma ganó su etapa y al cruzar la línea de meta y besar la alianza todos vieron que llevaba en el manillar un pequeño crespón negro. Cuando los periodistas le preguntaron a quién estaba recordando se negó a dar explicaciones. Era su más íntimo secreto.

En aquellos primeros años junto a ella corrió mejor que nunca, tenía una punta de mayor velocidad en los finales y en las largas escapadas galopaba imparable para llegar el primero y ver su sonrisa en la meta mientras le brindaba el triunfo. El amor lo estimulaba, le hacía crecer, no lo desgastaba con tensiones inútiles. La echaba de menos cuando se marchaba a competir; pero su recuerdo y las prisas por volver junto a ella, decía, lo empujaban a correr más rápido. ¿Cómo no iba a añorarla? Amaba su larguirucha y delicada belleza, amaba sus leves gemidos mientras soñaba con algo que, a la mañana siguiente, no lograba recordar, amaba su costumbre de calzarse en los días de frío, para dormir la siesta, los cortos calcetines de ciclista que le quitaba y que apenas le cubrían los tobillos. Amaba el tibio mechón de su pubis y los momentos en que ella apoyaba la cabeza en su pecho y parecía feliz.

Antes, se decía, Alejandra había ofrecido al mundo su belleza en lo alto del escenario, ante decenas de cámaras, sonriendo al besar a los ciclistas, al vestirlos con el maillot amarillo o al entregarles los trofeos. Había resplandecido como una diosa en los televisores de medio mundo. En millones de fotografías de prensa se había repetido su figura, tan atractiva que no sólo despertaba el deseo de los hombres, también su envidia al preguntarse quién sería su amante… Pero todo eso no era nada comparado con la belleza que le entregaba únicamente a él cuando se amaban, cuando se adormecía desnuda entre sus brazos después de hacer el amor. Durante aquellos siete años durmió todas las noches con ella, excepto en las ausencias causadas por los entrenamientos o las competiciones; durante siete años pensó todas las noches en ella, incluso cuando llegaba reventado por los duros entrenamientos o las competiciones.

Si era ella quien salía y él se quedaba solo en casa, a veces curioseaba entre su ajuar. Acariciaba su ropa, olía sus perfumes y cremas, también examinaba sus llamadas de teléfono. Escudriñaba en sus bolsos no por sospecha, sino porque le asombraban sus pequeñas manías, su afición a llevar siempre alguna golosina y algún regaliz, su tendencia a acumular, sin darse cuenta, monedas de escaso valor que nunca se detenía a contar, porque pagaba siempre con billetes. Cuando salían juntos de viaje, consideraba normal que ella necesitara una colección de maletas y un container de productos de belleza mientras que a él su austero equipaje le cabía en una bolsa deportiva.

El presente era satisfactorio, el futuro no le preocupaba. Sólo el pasado arrojaba algunas sombras cuando en cualquier conversación recordaba una anécdota sentimental que había compartido con terceros, o cuando citaba el nombre de un desconocido, o el título de una película que no habían visto juntos, o cuando creía que él la había acompañado a algún lugar cuya existencia él ignoraba. En la apacible superficie del lago en el que flotaban, pequeños remolinos agitaban el agua y hacían emerger hilachas de algas misteriosas y oscuras, con un fugaz olor a ciénaga. Mientras se debilitaban sus ondas, Panal se decía: «Sé mucho de ti, pero sé que lo que sé no es todo. Y quiero conocer tus deseos más ocultos, tus miedos, los secretos que a nadie has confesado nunca». En cambio, en otras ocasiones decidía que no tenía derecho a conocer ni a juzgar la vida que Alejandra había llevado antes de conocerse. Y entonces, a pesar de su curiosidad y su inquietud, empujaba hacia abajo aquellos detalles, les hundía la cabeza en el légamo oscuro y frío del pasado, les impedía emerger ocultándolos en las capas freáticas de la memoria.

—¡Aguanta ahora! ¡No te relajes! —oyó de nuevo a su lado la voz del director—. No me importa que mañana no puedas moverte, yo haré que los otros corran por ti. ¡Pero ahora sigue, sigue, sigue!

La pancarta bajo la que estaba pasando indicaba que faltaban 8 kilómetros hasta la meta.

—¿Cuánto tiempo tengo? —le preguntó.

—Tres diez.

La ventaja era suficiente para ganar la etapa, pero ahora también estaba luchando por el liderato. ¡Vestirse de amarillo, aunque sólo fuera por un día! De la carretera apisonada por el sol se elevaba un calor negro que abrasaba. Oía el goteo del sudor en las sienes y notaba la ropa y el casco empapados. Tenía sed y se agachó a coger el bidón para beber un último trago antes de soltar todo lastre. Por la debilidad o el sudor, el bidón se le escapó de los dedos y cayó rodando por el asfalto.

—¡Mierda! —exclamó con la boca seca, con el filo de la lengua buscando las gotas de sudor que serpenteaban hasta las comisuras de los labios, porque en los últimos diez kilómetros ya no se podía recibir agua ni alimento—. ¡Mierda!

A falta de 5 kilómetros la pizarra de la moto le marcó la diferencia: 2' 20". El pelotón tiraría con más fuerza si advertían en él signos de debilidad. Miró hacia atrás, pero el terreno de curvas impedía verlo. Se puso en pie a pesar del cansancio, consciente del paso de los años, y aceleró con fuerza hacia el último punto visible de la larga recta, más allá de las motos, donde el sol parpadeaba en el asfalto. Era su última temporada como ciclista y se despediría del Tour con una victoria para dedicársela a Alejandra, que había venido a acompañarlo un par de días, como todos los años.

«Un esfuerzo más», les pidió a sus piernas fortísimas, llenas de huesos sólidos, de gruesos paquetes musculares, de venas anchas, limpias y caudalosas, de algunas cicatrices. Ellas habían sido sus más fieles compañeras durante aquella década y excepto alguna pequeña sobrecarga, que se curó con reposo, nunca lo habían traicionado. Les había pedido enormes sacrificios y siempre habían respondido con humildad y eficacia, sin excusas, sin lesiones graves.

Ya estaba en las calles de Toulouse, ya atravesaba el Pont Neuf, la rué de Metz y giraba hacia la larga recta de meta de la Rue d’Alsace-Lorraine que había recorrido en el entrenamiento y recordaba bien.

—¡Un esfuerzo más! ¡Un solo esfuerzo más! —volvió a pedir a sus piernas. A pesar de la sed sintió algo húmedo en las comisuras de los labios y al limpiárselos con el dorso de la mano, que a fuerza de apretar el manillar olía a goma caliente y a metal, vio pequeñas burbujas de baba blanca, como la de los caballos.

A su alrededor todo zumbaba, vibraba sin contornos, como las imágenes de los espejismos: el cartel de la meta que parecía muy lejano, los espectadores chillones y frenéticos, los silbatos de los gendarmes, los carteles publicitarios, en una confusión de sonidos y luces que la fatiga aumentaba. Pero en algún lugar, muy cerca, en las vallas o en la tribuna de prensa, ella estaría viéndolo sufrir, pidiéndole también aquellas últimas pedaladas para la victoria.

Trescientos metros antes de la meta supo que ya no lo alcanzarían y que lograría la ventaja suficiente para vestirse de amarillo por primera vez en toda su carrera deportiva. Soltó el manillar, se ajustó el maillot y levantó los brazos. Por volver a disfrutar de ese instante había merecido la pena tanto sufrimiento, recorrer cada año los kilómetros suficientes para dar la vuelta al mundo, subir montañas y arriesgar bajándolas, pasar calor y frío y exigir a su cuerpo más y más cuando todos los músculos pedían reposo a gritos… Todo merecía la pena por ese instante en que cien millones de personas detenían lo que estaban haciendo, trabajar, o alimentarse, o hacer el amor, para contemplar su gesto de besar la alianza que llevaba en el anular y brindar por la felicidad que a veces regala la vida. A ella iba dedicado aquel último triunfo.