Perpignan - Carcassonne, 166 km
Lunes, 5 de julio
Desde la salida, la segunda etapa fue controlada por el Coliseo, que no estaba dispuesto a ceder el maillot amarillo de Vicini hasta que llegaran las grandes batallas en los puertos de los Pirineos. Los nueve hombres del equipo italiano tomaron la cabeza y, ayudados por el viento que soplaba de espaldas, impusieron una velocidad lo suficientemente alta para impedir cualquier fuga. Cuando algún corredor intentaba el salto, el pelotón se limitaba a acelerar el ritmo y a deslizarse, multicolor y elástico, por el asfalto hasta que al poco tiempo, sin apenas mirarlo, lo engullía con la supina indiferencia con que una serpiente engulle a un ratón. Se estableció, pues, en una etapa corta y nerviosa, una pax publica que no era sino el anticipo de una guerra a gran escala.
No resultó extraño que se llegara a la meta con media hora de adelanto sobre el mejor horario previsto. En las calles de Carcassonne, a los pies de las murallas albigenses, hubo un sprint largo, masivo y confuso, en el que se impuso por unos centímetros Marcel Duhameau, un joven corredor francés enrolado en las filas del Paradis, de quien se hablaba como el sucesor de Tobias Gros.
Sin embargo, la noticia más comentada esa tarde no surgió del desarrollo de la etapa, sino del laboratorio. Alguien filtró a la prensa que en uno de los análisis realizados el día anterior se había encontrado un nivel de EPO superior al permitido. No se conocía el nombre del corredor sospechoso y no se revelaría si el contranálisis no lo confirmaba, pero esa misma noche comenzaron las especulaciones. En un telediario se dijo que con esa noticia caía por tierra la afirmación que tantas veces habían repetido los organizadores de aquella edición del Tour: que por fin, después de una década de dopaje, habían logrado acabar con los tramposos.