1.ª etapa

Barcelona - Perpignan, 196 km

Domingo, 4 de julio

El día amaneció espléndido: del cielo azul profundo bajaba un calor agradable y la tierra tibia y agradecida descansaba en ausencia de viento. Todo era Tour, domingo, julio, carretera, bicicletas. Con tales ingredientes, las hostilidades comenzaron desde el principio y en el kilómetro 15 dos corredores, un alemán y un francés, dieron el primer tirón, conscientes de que una victoria en la primera etapa eliminaría la ansiedad de sus equipos para el resto de la carrera, justificaría su participación y otorgaría al ganador prestigio ante la prensa, respeto ante sus adversarios y, ante sus patronos, una razón para prolongar su contrato. Pero pronto se les había unido demasiada gente y el pelotón no quiso permitir una nerviosa escapada de veinte hombres, entre los cuales había apellidos importantes, a quienes luego no sería fácil desplazar de los primeros puestos.

No fue hasta el kilómetro 46 cuando, al final de un repecho, escaparon los siete corredores que culminarían la fuga: dos del Vetonia, dos italianos del Coliseo y otros tres hombres de equipos diferentes. Ninguno de ellos parecía peligroso para la general y el pelotón les permitió marcharse. Los equipos con sprinters no deseaban ponerse a trabajar tan pronto y agotar unas fuerzas necesarias para los kilómetros finales. Y el líder, Tobias Gros, no tenía ninguna razón para anularla, puesto que un corredor de su equipo, Holley, se había metido en la avanzadilla como una rémora, sin colaborar, imponiendo una presencia incómoda que generaba dudas entre los escapados, porque el invitado de piedra reservaba unas fuerzas con las que los batiría en la línea de meta, en caso de llegar. Por otra parte, Tobias Gros no estaba dispuesto a exigir a su equipo, el Paradis, ningún esfuerzo que no fuera destinado a lucir el maillot amarillo el último día en los Campos Elíseos. Al contrario, la fuga lo beneficiaba: si perdía temporalmente el primer puesto, el equipo del nuevo líder se vería obligado a trabajar para controlar la carrera y conservarlo, al menos hasta llegar a los Pirineos, tres días más tarde.

De modo que la ventaja de los fugados había ido en aumento y al entrar en las calles de Figueras, en el kilómetro 141, la diferencia era de ocho minutos.

—Los franceses del Balbec están pasando a la cabeza. —Luis Carrión oyó la voz de su ayudante, que lo llamaba desde el segundo coche.

El director del Vetonia observó las imágenes en el monitor del salpicadero. En efecto, los maillots verdosos habían ocupado las posiciones delanteras y se relevaban tirando con fuerza.

—Eso demuestra que confían en la velocidad de Légear.

—O que tienen que justificar todo ese montón de millones que se han gastado —dudó—. Este año han hecho un buen equipo. Están cansados de añorar a Hinault.

Gracias a su empuje, cuando faltaban cuarenta kilómetros habían reducido su ventaja a seis minutos, un tiempo importante, pero no definitivo. Era una diferencia en el límite, apta para dar espectáculo. Si se ordenaba la persecución, el pelotón se convertía en una jauría salvaje y cosmopolita que se desperezaba al olor de la presa y hablaba un único idioma, el de la caza. Los fugados podrían llegar si mantenían la colaboración y decidían jugarse entre los siete la victoria. Pero si surgían recelos, hostilidades y dudas, el pelotón afilaría sus cuchillos y los engulliría antes de la meta. Carrión pensó que no tardarían en aparecer los reproches hacia la actitud reservona de Holley. Por otra parte, los dos corredores que iban solos dejarían de dar relevos si no veían posibilidades de triunfo. En cambio, a los dos italianos del Coliseo y a sus dos muchachos les interesaba mantener la fuga, puesto que el trabajo en pareja permitía lanzar ataques combinados, muy difíciles de contrarrestar.

—Los franceses han puesto a tirar a siete hombres. Llevan al pelotón con la lengua fuera —insistió su ayudante.

—Voy a hablar con Berti. Hay que colaborar.

Marcó su número y el director del Coliseo respondió a la primera señal.

—Tú y yo tenemos a dos corredores en la fuga. El Balbec está acelerando y nos cogerán si no colaboramos. ¿Qué hacemos?

—Por mí, adelante —convino Berti.

—Quiero la etapa —dijo Carrión.

—Mis corredores son más rápidos.

—Por eso estoy hablando contigo. Pero su rapidez no les valdrá de nada si nos alcanza Légear. Uno de tus muchachos, Vicini, hizo ayer un buen tiempo en la prólogo. Se vestirá de amarillo si llega con un minuto de ventaja sobre el pelotón. Pero para llegar necesita la colaboración de los míos.

—¿Qué quieres a cambio?

—Para ti el liderato y para mí la etapa —propuso Carrión.

Berti se quedó en silencio al otro lado, calculando. Luego aceptó:

—De acuerdo…, siempre que…

—¿Qué?

—Que no intervenga ninguno de los otros tres. En ese caso, lucha general y que gane el más rápido.

Mientras hablaban habían comenzado las escaramuzas entre los siete escapados. Cuando uno de ellos saltaba del grupo, otro se pegaba a su rueda y le hacía renunciar, con lo que se producía una calma que en nada beneficiaba a los fugados frente a la velocidad que atrás, en el pelotón, imponían los perseguidores.

—Vamos a colaborar con los del Coliseo. Sólo con ellos. Si llegamos juntos, para ellos la general y para nosotros la etapa —dictó Carrión a sus hombres por los auriculares—. ¿Me has oído, Mieses?

—Sí.

—Pues entonces, atentos a los saltos. Quiero que uno de los dos esté siempre ahí delante, ¿de acuerdo?

—Sí.

La carretera se había convertido en un rompepiernas en las estribaciones de los Pirineos, y con el terreno más áspero se intensificaron los ataques hasta que al fin, al renunciar los más débiles y cansados, se consolidó un pequeño grupo de tres: Vicini, Mieses y Holley, el corredor del Paradis que, siempre a la cola del grupo, había reservado sus fuerzas para los momentos decisivos.

Carrión no lo conocía y buscó su ficha: un ciclista joven, estadounidense, ascendido a categoría profesional después de algunas victorias como juvenil, buen rodador y rápido en las llegadas. Sonó la llamada. Era Berti.

—Tenemos un intruso —dijo.

—¿Lo conoces?

—No, pero no creo que haya problemas con él. No tiene experiencia, es la primera vez que corre el Tour. Se conformará con estar ahí delante.

—No sé… —dudó Carrión—. Es del Paradis, y en ese equipo no sé qué les dan, todos van como balas. Si llegan juntos al final, habrá que tenerlo en cuenta.

—Nuestro trato no cambia. Entre nosotros, para mí el maillot amarillo y para ti la etapa.

—Pero si ese Holley entra al sprint… —insistió, porque Berti no perdería nada aunque su hombre llegara el segundo o el tercero, puesto que siempre tendría su maillot de líder. Era él quien podía quedarse sin ningún premio.

—Si Holley entra con posibilidades de ganar, entonces mi corredor también luchará por la etapa. Mi trato es dejar que ganes tú, no dejar que gane Holley.

—De acuerdo —aceptó con desconfianza, porque la experiencia le había demostrado que en la carrera nunca había convidados de piedra, que todo el que no fuera un aliado se convertía en un enemigo.

Carrión iba en medio, conduciendo sin decir una palabra, detrás de Berti y delante del coche del Paradis. Dos décadas antes había sido un oscuro y fugaz corredor profesional antes de dedicarse a su trabajo de funcionario de prisiones como monitor deportivo. Aunque nunca había dejado de dirigir equipos juveniles o autonómicos, hasta unos años antes no había solicitado la excedencia como funcionario para entrenar a un equipo de aficionados con el que había cosechado algunos éxitos aplicando una política que alternaba el rigor y la generosidad: un poco de astucia, un poco de amenaza y mano abierta en la recompensa. Y siempre el esfuerzo y la lucha. Sus méritos le habían llevado luego al Vetonia, donde había sacado mucho partido de la reducida plantilla de que disponía. Pero en el Tour no tenía un hombre fuerte para luchar por la victoria final y necesitaba triunfos parciales para lograr la continuidad de aquel equipo combativo, de guerrilleros, de gente dura y humilde, con gran capacidad de sacrificio. Por primera vez habían entrado en la élite del ciclismo, aunque hubiera sido por invitación de los organizadores del Tour, que miraban con simpatía a aquel grupo de ciclistas jóvenes, ajenos ya a la Operación Puerto. La mayoría eran españoles, con la incorporación de un colombiano y de un ruso, todos con el rostro atezado y curtido en entrenamientos de carretera, lejos de las pistas. Hasta llegar al Vetonia algunos no habían tenido un equipamiento verdaderamente profesional, pero habían logrado victorias ante corredores que competían con bicicletas a medida, con cuadros Pinarellos y grupos Record de doce mil euros. Carrión había ido moldeando el grupo a su estilo, despidiendo a quien no aceptaba sus exigencias y fichando a corredores acordes con su personalidad dura y patriarcal. Sabía los esfuerzos que hacían sus muchachos para luchar contra los ciclistas de equipos de grandes presupuestos. Sabía cómo sufrían cuando la prensa los ignoraba para ir tras las estrellas, tras los líderes mediáticos, con sus poderosas oficinas de marketing y sus dispendios publicitarios. Pero daría cualquier cosa por ellos, porque nadie les robara un triunfo legítimo, por verlos sonreír felices con alguna victoria de etapa o, por qué no, con cualquier premio secundario en París: el de la combatividad, el de los sprints intermedios…

Sin embargo, ahora, cuando al fin había logrado consolidar un equipo correoso y disciplinado, los patrocinadores habían anunciado que el Vetonia no tendría continuidad si no se conseguían mejores resultados. O triunfos o rescisión del contrato.

Para evitar esta última posibilidad, Carrión confiaba en Santi Mieses. Era un corredor con fuerza y talento, pero con un carácter complicado: un tipo peleón, poco disciplinado, irascible e individualista, a quien nadie fichaba después de lo sucedido en su etapa en el Paradis, de donde lo habían expulsado sin que se supiera bien la causa, aunque se murmuraban detalles de una pelea con el mismísimo Tobias Gros. El propio Mieses hablaba de una infancia dura bajo el hostigamiento del nuevo compañero de su madre, un tipo que siempre le estaba recordando que él no lo había engendrado. Su piel siempre mostraba alguna herida y sus camisas nunca tenían todos los botones. También contaba, y no parecía falso, que había montado su primera bicicleta a los catorce años con piezas robadas aquí y allá: cualquier manillar, sillín, ruedas, pedales que no estuvieran sujetos con cadenas. Carrión pensó que con tipos más duros había lidiado durante sus años como funcionario en las cárceles y lo fichó para el equipo. Y ahora iba escapado. Necesitaban ganar esa etapa, porque tal vez no volviera a presentarse una ocasión tan favorable.

Lo sacó de su abstracción la imagen de Mieses, que le pasaba el bidón de agua a Vicini. Estaban en los últimos diez kilómetros y los corredores ya no podían recibir ninguna ayuda externa.

—¡Mierda! ¡La colaboración nunca debe llegar a ese extremo! —exclamó.

Ya hablaría más tarde con él, ahora los reproches le harían perder la concentración.

—Luis —lo llamó su ayudante.

—Sí.

—Hoy es cuatro de julio.

—¿Y qué?

—Es la fiesta nacional de Estados Unidos. Y ya sabes la importancia que tiene esa fecha para ellos.

—¿Holley?

—Sí. Hay que tener mucho cuidado con él.

—¿Tú crees?

—Sí. Deberíamos advertírselo a Mieses.

—Está bien. Díselo tú.

Estaban llegando a Perpignan. Los fugados atravesaron un pequeño puente, rodearon un cruce de autovías que en las imágenes tomadas desde el helicóptero parecía una hoja de trébol y poco después pasaron junto a un polígono de almacenes e hipermercados.

Holley saltó desde atrás con un demarraje brutal, sorprendiendo a Vicini y a Mieses, que en esos momentos estaban hablando. Bajo la pancarta de 3 KILÓMETROS les había sacado una ventaja de cien metros.

No fue necesario que Carrión dijera nada. Tras la sorpresa, los dos corredores ya habían reaccionado, se relevaban con equidad en la persecución y enseguida comenzaron a reducir la diferencia. Holley bajó el ritmo y Mieses y Vicini lo superaron y lo dejaron atrás.

—¡Venga, venga! ¡Ya lo tenéis! ¡Ahora te toca a ti! —le gritó por el auricular, aunque no sabía si Mieses lo oía. El estruendo de la musculosa voz del comentarista por la megafonía, el ruido de las motos, de los coches, de los helicópteros, de las sirenas, los rugidos de la multitud formaban una burbuja ensordecedora; y los corredores, concentrados en su agónico esfuerzo y en la vigilancia del contrario, no atendían a otra cosa que al anhelo de llegar el primero.

Al salir de una curva fueron captados por el teleobjetivo de las cámaras fijas instaladas en la meta, que aplastaban visualmente la distancia, como si estuvieran muy cerca. Carrión observó la pequeña pantalla. Vicini se había colocado detrás, sin apenas pedalear. A pesar del pacto, Mieses debió de recelar, porque bajó la velocidad para vigilarlo.

—¡Cuidado! —gritó Carrión de pronto—. ¡Lo tenéis detrás!

Holley se había recuperado y de nuevo llegaba junto a ellos. Con su presencia el trato era distinto, pero Carrión no sabía si Vicini lo había provocado al ralentizar sus pedaladas. Faltaban doscientos metros y todo dependía de las fuerzas y de la serenidad para contener la impaciencia y no acelerar hasta el último momento.

Mieses no se contuvo. En un mismo movimiento se puso en pie y aceleró con rabia. Los otros dos reaccionaron enseguida y Holley sacó una pequeña ventaja hasta que Vicini, en los últimos metros, lo superó por medio tubular.

En el salón del hotel, en Argelès-Gazost, los aficionados se habían reunido de nuevo ante el televisor para ver la transmisión de la etapa.

—Parece el destino de los ciclistas españoles: perder en los últimos metros después de haber llevado el peso de la escapada —comentó Cupido.

—Únicamente ganan cuando se escapan solos —dijo otro aficionado con resignación.

En la pantalla repetían en cámara lenta las imágenes de la llegada. Luego, de pronto, cambiaron para ofrecer en directo las palabras de enfado que el director Luis Carrión, sin advertir que lo estaban grabando, le decía a Mieses:

—… ¿Lo entiendes? ¡Ni agua! Ese trago que le diste es lo que le ha permitido ganar y ha hecho que tú pierdas la etapa. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—¿Lo entiendes?

—Sí.

—¿Él te ha dado agua a ti cuando ibais escapados? ¿Eh? ¿Te ha dado una sola gota de agua?

—No.

—¿Te ha dado algún relevo más largo que los tuyos?

—No.

—Pues entonces, que se cansen ellos bajando a buscar los bidones, ¿lo entiendes?

—Pero…

—Pero ¿qué?

—Somos amigos desde hace tiempo. Coincidimos un año en el Paradis.

—¡Era amigo tuyo cuando estabais en el Paradis! ¡Pero ahora estás en el Vetonia! ¡Amigos…! En la carrera los únicos amigos de un ciclista son sus compañeros de equipo, a quienes debe ayudar y con quienes debe colaborar. ¡Con nadie más! Todos los demás corredores son sus enemigos mientras dura la carrera. ¿Me entiendes?

—Sí.

—¿Tú le dejarías ganar la etapa a un amigo tuyo si los dos llegarais escapados? ¿Le cederías el paso?

—No.

—¿No? ¿No dices que eso es lo que se hace con los amigos? —insistió con ironía—. ¡Pues Vicini no es amigo tuyo, porque no te ha dejado ganar!

—Ya.

—Que no vuelva a ocurrir —dijo luego con voz tranquila, afectuosa—. Los buenos corredores aprenden también de los fracasos… Ahora, vete con los vampiros. Quieren que pases el control. ¡Como si tú hubieras ganado…!

En la zona donde se encontraban, restringida para los equipos, Carrión no había advertido la presencia del reportero y del cámara que, entre dos camiones, estaba grabando sus palabras. Al darse la vuelta, no pudo evitar un gesto de sorpresa y enfado.

—¡Aquí no podéis estar! —gritó.

—Sólo una pregunta —dijo el periodista.

—No habréis grabado esto, ¿verdad?

—Sólo una pregunta…

—No hay declaraciones —masculló desapareciendo entre los camiones.

—¿Quién es? —preguntó el Alkalino, que había seguido con curiosidad toda la escena.

—Luis Carrión, el director del Vetonia —respondió Cupido, que lo había conocido en el pasado.

—Parece un tipo duro.

—Lo es —intervino el otro aficionado—. La leyenda cuenta que antes de entrenar a equipos ciclistas trabajaba en una cárcel.

—El deporte está lleno de leyendas —replicó incrédulo el Alkalino.

En el televisor continuaba la transmisión con la entrega de los premios al ganador de la etapa y nuevo líder, Enzo Vicini, y a los ganadores de los premios secundarios. Cuando ya terminaba el programa, el presentador comentó una última noticia: Mieses, el corredor español, estaba teniendo alguna dificultad con los análisis. Al parecer, se demoraba mucho con la orina. Su director lo achacaba al calor del día y a la deshidratación.

—Si le quedaba en el cuerpo alguna gota de agua después de una fuga de ciento cincuenta kilómetros, al llegar a meta la habrá sudado en la bronca que le ha montado su entrenador —dijo Cupido.

Alguien hizo algún comentario sobre dopaje, pero otro lo defendió alegando que esa dificultad para la micción parecía acorde con su aspecto: un corredor muy delgado, que daba la impresión de haberse exprimido al máximo sobre la bicicleta, sin reservar nada para sí, ninguna migaja, hasta que en su organismo sólo quedaba, al final de la etapa, un montón de huesos, unas gavillas de músculos ásperos y resistentes como sogas, unas pocas gotas de sangre y ninguna de agua.

Cupido subió a su habitación, se cambió y salió de nuevo con la bicicleta. El buen tiempo del domingo había llenado de ciclistas las carreteras. Faltaban tres días para que el Tour pasara por allí y las autocaravanas ya llenaban los campings y buscaban huecos en las laderas donde aparcar y plantar las tiendas de campaña. Ya olía a Tour, como había exclamado en el hotel uno de los aficionados, ya casi se oía, llegando a los Pirineos, el ulular de las sirenas de las motos que abrían la marcha, el ronroneo de los helicópteros en el cielo, la columna de sonido borroso, compacto, que emitía toda la caravana. Ya se escuchaba en las calles, en las terrazas de los bares, el bullicio de los aficionados conversando en todos los idiomas. Y en medio de todo aquel maremágnum, casi inaudible, el siseo con que se deslizaban sobre el asfalto las doscientas bicicletas de corredores de treinta nacionalidades diferentes, todos buscando su día, su hora o su minuto de gloria: los históricos franceses, que no lograban emerger ni en su propio territorio de una prolongada y angustiosa sequía de campeones; los italianos, que llevaban siempre una calculadora en el manillar y sabían sacar el máximo beneficio del mínimo esfuerzo; los holandeses culogordos y los larguiruchos británicos; los irregulares españoles, de piernas vulcanizadas por el sol y las montañas, capaces de lo mejor y de lo peor; los escarabajos colombianos con las venas llenas de cafeína, un tanto alicaídos, confusos, con crisis de identidad, dudando entre obedecer a sus impulsos históricos de escaladores o a la exigencia de la modernidad que pedía corredores todoterreno; los alemanes industriales y metrónomos, que corrían mejor en equipo, como si se movieran al ritmo de un coro de Wagner; los belgas, nostálgicos de Eddy Merckx; los nuevos talentos de los Balcanes, o de la Europa del Este, o del Asia central, tipos de piernas fuertes, pómulos pronunciados y frentes estrechas, endurecidos en la aspereza de la tundra o en los trayectos interminables por las riberas del Volga; los siempre eficaces suizos y austríacos; los estadounidenses que habían perdido definitivamente toda timidez y aspiraban con descaro a inmiscuirse en todas las batallas y a llevarse todas las victorias; los australianos errantes, adaptados a todas las carreras de todos los países…

Vio el tándem en la misma zona que el día anterior. Delante, la silueta gastada, pero aún compacta, resistente, guiando el manillar y soportando el mayor esfuerzo; detrás, la figura tosca, pesada y torpe, con el brillante aro en la oreja, pedaleando lentamente, sin más horizonte que la ancha espalda del padre y, a los lados, las montañas y algún ciclista que los adelantaba. En algún momento, treinta años atrás, el padre debió de ser como ahora era el hijo, pero sin aquella anomalía que no sabía cómo calificar.

Recordó la inquietud que le provocaron el día anterior y ahora aceleró para pasarlos deprisa. El hijo detectó el suave ruido de la cadena y miró hacia atrás cuando Cupido se acercaba. El detective vio cuajar otra vez en sus ojos una humedad que desbordaba sus párpados. El padre también lo miró y Cupido los saludó con un gesto de la mano.

—Hasta luego.

—Adiós —respondió el padre.

Por su acento supo que eran españoles.